Normas éticas, razón y sensibilidad

Normas éticas, razón y sensibilidad

Joan Prats (+)
Académico y Consultor Internacional

La ética es esencial para el desarrollo de la especie humana. Por ello es necesario plantearse sus fundamentos, y cómo surgen y evolucionan las normas y valoraciones éticas.

Aunque personalmente me cuesta imaginar un mundo sin religión, no me parece intelectualmente apropiado fundamentar religiosamente nuestras valoraciones y normas éticas. Además de inadecuado, es altamente peligroso. Si queremos evitar los riesgos de los fundamentalismos hemos de situar religión y ética en planos dife­rentes. La historia de la liberación humana comienza con el laicismo y la separación consiguiente entre religión, por un lado, y ética y derecho, por otro. La ética es una exigencia de la supervivencia y el desarrollo de la especie humana, una di­mensión clave de nuestra cultura, que interesa e involucra a creyentes y no creyen­tes de todo tipo, y que guarda cabal sentido, tanto cuando se tiene como cuando se debilita o se pierde la fe. El fundamento de la ética no se encuentra en la relación de los seres humanos con Dios, sino con el prójimo. Por lo demás, en nuestro tiempo, no tenemos ninguna constancia empírica de que las actitudes religiosas más fer­vientes se correspondan con las actitudes éticamente más meritorias. Aún imagi­nando un mundo en el que se hubiera erradicado la religión, la ética seguiría siendo una exigencia de la supervivencia y desarrollo de la especie humana. Cuantas veces se ha querido desconocer este dato elemental y, en todos los gulags de la historia, se ha pretendido sustituir la ética por la ciencia, se han sacrificado la libertad y el progreso humano. ¿Dónde se encuentra entonces el fundamento de la ética? ¿Cómo surgen y evolucionan nuestras normas y valoraciones éticas?

Para desarrollar estas cuestiones me instalaré en los nada sospechosos filósofos morales escoceses Hume y Smith, en los que muchos seguimos encontrando uno de los mejores fundamentos de las modernas Ciencias Sociales. Hume combatió la corriente del racionalismo constructivista ilustrado que consideraba que la socie­dad puede ser objeto de pleno conocimiento y de gobierno perfecto desde la ciencia. Habiendo vivido la devastación producida por los conflictos religiosos de su tiempo, saludó positivamente la llegada de la Ilustración, pero se desmarcó claramente de los «philosophes» y de su idea de una razón rígida e inmutable, casi trasunto de la divinidad, que acabó justificando la pervivencia de las estructuras del Antiguo Régimen a través de la centralización, tal como observara Tocqueville. Frente a esa razón deificada, Hume propone quedarnos con la «creencia», es decir, en un cierto sentido del mundo producido a partir de la reflexión sobre nuestras percepciones imperfectas de la realidad. Esta reflexión que hace brotar la creencia se debe a la imaginación y puede ser siempre socavada por la razón. Nuestras creencias no proceden de la razón, sino de la imaginación. Al reflexionar imaginativamente y construir un sentido para nuestro mundo no sólo expresamos nuestras percepciones sino que las ordenamos valorativamente. Mediante la cons­tante aplicación de la razón a nuestras creencias fundamos el espíritu de tolerancia y evitamos todo dogmatismo. Una asociación política fundada en un sistema de creencias tiene la doble cualidad de superar el dogmatismo y de reconocer el papel de las valoraciones éticas en la reflexión o imaginación que funda las creencias.

En 1759, estimulado por Hurne, Adam Smith, desde su cátedra de filosofía moral, publicaba la Teoría de los sentimientos morales. Para Smith, las valoraciones y normas éticas se fundan en la experiencia de la interacción humana y surgen como un derivado intelectual y sensible de la simpatía, la empatía y la compasión humanas.

Por más egoísta que quiera suponerse al hombre, evidentemente hay algunos ele­mentos en su naturaleza que lo hacen interesarse en la suerte de los otros de tal modo que la felicidad de éstos le es necesaria aunque de ello nada obtenga, a no ser el placer de presenciarla. De esta naturaleza es la lástima o compasión, emoción que experimentamos ante la miseria ajena, ya sea cuando la vemos o cuando se nos obli­ga a imaginarla de modo particularmente vivido… Como no tenemos la experiencia inmediata de lo que otros hombres sienten, solamente nos es posible hacernos car­go del modo en que están afectados, concibiendo lo que nosotros sentiríamos en una situación semejante… Por medio de la imaginación nos ponemos en la situa­ción del otro, concebimos estar en su cuerpo y, en cierta medida, nos convertimos en una misma persona, de allí nos formamos una idea de sus sensaciones, aun senti­mos algo que, si bien en menor grado, no es del todo desemejante a ellas…

La aceptación, el aplauso, el rechazo o la aversión hacia determinados com­portamientos se funda en nuestra razón —a través del juicio de conveniencia— y en nuestros sentidos o sensibilidad —nos duele o nos alegra o eleva—. Por eso, la sanción ética conlleva siempre la doble carga intelectual y emotiva. La razón es importante porque no experimentamos simpatía ni compasión por los sentimientos ajenos sin más, sino por la relación entre éstos y su motivación y circunstancia. No nos alegramos sino compadecemos con la dicha de algunos locos. No experi­mentamos el mismo sentimiento ante el dolor ajeno cuando lo consideramos merecido y cuando no. Sin razón no hay valoración propiamente ética. Pero la sola razón no basta. El fundamento de la ética está en la disposición humana a sentir al prójimo como a nosotros mismos, la cual puede ser cultivada como virtud o anestesiada o corrompida. Los casos extremos de perversión ética proceden de los comportamientos psicópatas incapaces de sufrir y de gozar con los otros, con­ductas que se deben a alteraciones psicológicas individuales, pero que también son fomentados por estructuras sociales profundamente desiguales que inhiben la empatía o por identidades fundamentalistas que atribuyen valores diferentes a la vida humana según el grupo de pertenencia.

Pero existen formas menos extremas y más comunes de corrupción moral. Para Smith «la disposición a admirar, y casi a adorar, al rico y al poderoso y a despreciar o al menos menospreciar a las personas pobres y de medios limitados, aun cuando sea necesaria para establecer y para mantener la distinción de jerarquías y el orden social, es a su vez la causa más grande y universal de la corrupción de nuestros sentimientos morales». Adam Smith ha sido interesadamente malinter­pretado en sus ideas sobre la riqueza, los empresarios y la mano invisible. A su juicio es moralmente reprochable toda riqueza obtenida violando «las reglas de juego limpias». La mano invisible sólo promueve, a veces, el interés común cuando el particular busca su propio interés «por un camino justo y bien dirigido». Por último, defender la libre empresa es diferente de defender a los empresarios, pues éstos, en ausencia de instituciones que garanticen el «camino justo y bien dirigido» (principalmente la libre competencia) tenderán a realizar su propio interés a costa del interés común. De ahí que para Adam Smith el fundamento de la sociedad no se encuentra ni en la mano invisible ni en los empresarios, ni en la riqueza, sino en la justicia, el derecho y la ética:

…cuando prevalece la injusticia la sociedad necesariamente se destruye. La benefi­cencia es un ornamento que embellece, no el fundamento que soporta el edificio y por ello basta con recomendar que se adopten conductas benéficas, pero no hay que imponerlas. Por el contrario, la justicia es el principal pilar del edificio. Si se lo quitara, todo el inmenso tejido de la sociedad se rompería y quedarían sólo en áto­mos. A efectos de cumplir con la justicia, la naturaleza ha puesto en el corazón humano un sentimiento de abandono, de temor al castigo merecido, como la mayorgarantía que tienen las sociedades, como protección de sus miembros más débiles, para frenar la violencia y para castigar al culpable…

La justicia se fundamenta en normas generales universalmente aceptadas y establecidas por la concurrencia de los sentimientos de todos los seres humanos. Dichas normas están, en última instancia, fundadas en la experiencia de lo que, en casos particulares, aprueban o reprueban nuestras facultades morales o nuestro sentido del mérito y de la conveniencia. Originariamente no aprobamos o conde­namos los actos en particular, sino porque al examinarlos resultan estar de acuerdo o no con alguna regla general. Las reglas generales se forman a través de la expe­riencia y se expresan en el juicio moral socialmente compartido sobre lo acepta­ble o reprobable de determinado tipo de actos o comportamientos.

El juicio moral posee una doble naturaleza, intelectual y sensible. En efecto, la inducción de reglas generales es una operación imposible sin la razón. Si nuestros juicios morales dependieran sólo de nuestras emociones y sentimientos inmediatos, tan influenciables por nuestros estados de salud, humor o circunstancias, la vida social se resentiría sin duda. El juicio ajeno sobre nuestros propios comportamien­tos debe responder a reglas ciertas y esta certidumbre sólo puede ser asegurada por la razón. Pero de ahí no se deduce que la norma moral proceda exclusiva­mente de la razón, pues las experiencias primarias de lo bueno y de lo malo, a partir de las cuales la razón elabora las reglas generales, no proceden de ésta, sino de un inmediato sentido y emoción sobre los comportamientos observados. Por ello la corrupción moral implica a la vez alogia, apatía y anestesia.

Esta doble naturaleza, intelectual y sensible, de las normas éticas explica por qué el fundamento de las mismas se encuentra generalmente no sólo en la ética, sino también en otras disciplinas puramente intelectuales. Tomemos, por ejemplo, la imparcialidad de los funcionarios, una institución que puede valorarse éticamente sin duda, ya que imaginar un funcionario actuando parcialmente a favor de intere­ses particulares a través de la autoridad de la que ha sido investido para defender el interés público en el marco de las leyes, es algo que —por más corriente que resulte en algunos países— excita negativamente nuestra sensibilidad y produce un juicio moral negativo. Pero la imparcialidad de los funcionarios también es objeto de valoración desde el derecho, la economía, la ciencia política, etc., en tanto que, como institución político-administrativa se justifica por asegurar deter­minados bienes públicos sin los cuales se resentirían la seguridad jurídica, la eficien­cia económica o la credibilidad del proceso político-administrativo. Corresponde a estas ciencias discutir los arreglos institucionales alternativos disponibles, sus diferentes efectos y el alcance distributivo entre grupos sociales. Corresponde a la práctica política el pasar de uno a otro tipo de arreglos institucionales. En todas estas operaciones tiene un rol la ética.

Esta doble naturaleza explica también tanto la necesidad como la radical insuficiencia de los enfoques puramente intelectuales o puramente sensibles para el mejoramiento ético de nuestros comportamientos. El fracaso de los tecnócra­tas tiene su raíz en la sinrazón que representa reducir el progreso o desarrollo humano exclusivamente a su dimensión unilateral de racionalidad instrumental. Sin indignación moral ante hechos irrefutablemente indignos falta la pasión ne­cesaria para remover el statu quo viciado generador de la apatía moral, la alogia y la anestesia que están dejando maltrecha nuestra capacidad de juzgar.

 

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