Un futuro para el olvido

Un futuro para el olvido

Los nuevos desafíos de la gobernanza democrática en América Latina

Saúl Pineda Hoyos
Economista, politólogo y ex vice primer ministro de Colombia

América Latina se proyecta hoy hacia un nuevo escenario en las relaciones entre el mercado, la administración pública y la sociedad civil, tanto en las naciones como en las regiones subnacionales. El discernimiento en torno a estas relaciones desde la óptica de la transición política, económica y social que hoy vive la totalidad de nuestros países adquiere, en la presente coyuntura, una vigencia inusitada[1].

Las reflexiones que aquí se expresan hacen parte, con algunos matices, de un proyecto editorial más amplio que tiene un título similar al de esta colaboración: Pineda, Saúl. “Un futuro para el olvido. Las políticas públicas entre la pandemia y la indignación”. Editorial Tirant lo Blanch – Sello editorial Universidad de Medellín, Bogotá, abril de 2022. Presentación de Josep María Pascual y prólogo de José Antonio Ocampo.

  1. Estallido social, pandemia y crisis de representación política

En América Latina ha sido evidente en las últimas décadas que “el ejercicio de la política se ha convertido un acto de destrucción del bien común, que se expresa en la ´privatización de lo público´ alrededor de un ejercicio corrupto de la política y, en consecuencia… en la adopción de las políticas sociales como mecanismo de contención, más que como estrategia facilitadora de oportunidades hacia la igualdad (Conclusiones de la reunión de AERYC, marzo 1 y 2 de 2022)”.

En los últimos cuatro años América Latina se ha movido de manera pendular entre la indignación y la pandemia. Estas nuevas realidades han obligado a los responsables de las políticas públicas a volcar su interés hacia el desfase entre las percepciones de la gente y los indicadores sociales, pero también hacia las razones que explican la profunda desconexión entre lo que los ciudadanos piensan y quieren, y las acciones de aquellos a quienes elegimos (Castells, 2020).

Las palabras de la chilena Marta Lagos, directora del Latinobarómetro, sobre los hallazgos de este prestigioso reporte en su versión del año 2108 resultaron premonitorias. Según sus declaraciones a la prensa española, este último había sido el “annus horribilis” para la percepción sobre el rumbo de la democracia en la región, como consecuencia de la pérdida del apoyo de los ciudadanos al sistema democrático, que cayó al 48%, el peor indicador desde el año 2001 (Rivas Molina, 2018)[2].

Tres años después de ese “annus horribilis”, en que se convirtió el 2018 para la democracia en la región, el reporte del Latinobarómetro (2021) confirmó las tendencias de largo plazo de la opinión ciudadana en los distintos países. A pesar de un leve repunte en este reporte, el respaldo a la democracia seguía mostrando entre 2010 y 2020 una caída del 63 % al 49 % en todo el continente. En el caso de Colombia sobresalía una caída de 11 puntos porcentuales en el apoyo a la democracia entre las dos últimas mediciones, que resultaba una de las más fuertes en América Latina.

El retroceso económico causado por la pandemia acentuó las razones para el malestar en toda la región, pero claramente las exacerbó en nuestro país. Así se expresaba en el hecho de que a la tercera parte de los ciudadanos encuestados en Colombia “les daba lo mismo un régimen democrático, que uno no democrático”, un síntoma visible de la desafección con las instituciones y con la representatividad de sus dirigentes políticos.

En medio de estas tendencias, las mediciones disponibles ya hacían evidente alrededor de 2018 un hecho que resultaba ineludible abordar. En un grupo de países de la región la distribución del ingreso, calculada por el coeficiente Gini antes de impuestos y transferencias, era similar a la de países como España, Alemania y Francia. Pero después de impuestos este índice mejoraba ostensiblemente en los países europeos incluidos en el comparativo, mientras que en las naciones de América Latina que fueron seleccionadas (Brasil, Chile, Colombia y Costa Rica) el índice de desigualdad permanecía alto y prácticamente sin modificaciones (OCDE, 2022).

Esta precisión técnica ­desvelaba la falta de transparencia y eficacia del gasto social, por parte de los gobiernos, que ya aparecían como factores centrales del malestar ciudadano en la región. Estas cifras “duras” le representaban desde entonces a Colombia tener que disputarse con Brasil el penoso honor de ser el país más desigual del continente, como consecuencia de la “apropiación burocrática de lo público” y la creciente “mercantilización” de sus responsables de política pública.

El reporte comparado de 25 países que la encuestadora global Ipsos dio a conocer en julio 2001 fue bastante revelador de las percepciones que se profundizaron en dos años de indignación y pandemia. El 84 % de los encuestados en Colombia consideró que “la economía del país estaba manipulada para beneficiar a los más ricos y poderosos” (Ipsos, 2021a), un porcentaje muy cercano al 85 % de los encuestados de Corea del Sur, el más crítico de la muestra, y apenas superior en América Latina al 80 % de los encuestados en Chile y Perú, dos países con los que Colombia ha compartido desafíos institucionales durante los últimos años.

En este mismo reporte Colombia, Chile y Perú se situaron en los tres primeros lugares entre los países cuyos ciudadanos encuestados consideraron que “los políticos tradicionales y los partidos políticos no se preocupan por la gente” (Ipsos, 2021a), con porcentajes del 85 %, el 84 % y el 81 %, respectivamente, muy por encima del promedio del 68 % entre los 25 países comparados. En otra dimensión del reporte resultó visible, además, que Colombia, Perú y Brasil eran los países de América Latina en los que la alta percepción de “sistema roto” en el interior de sus sociedades coincidía con una alta percepción de corrupción y de bajo desempeño en el índice de progreso social.

Una nueva encuesta realizada en septiembre de 2021 por la misma consultora Ipsos confirmaba que, aún en el contexto de la “calma sísmica” de finales de este año de transición, ya no era posible soslayar las razones estructurales del descontento. En esa encuesta Colombia apareció entre 28 países del mundo como la nación en la que existía la mayor sensación, entre los consultados, de que no se iba por el camino correcto, pero que en una traducción libre podría interpretarse bajo la expresión más propia del ciudadano de la calle: “así como vamos, no vamos bien” (Ipsos, 2021b).

No resulta gratuito que las percepciones y las realidades de la gente hayan coincidido en esta coyuntura para expresarse en la movilización social, especialmente en Colombia, donde el deterioro de algunos indicadores sociales ha sido más acentuado en el contexto de la región.

En medio del momento más complejo del estallido social, llamaba a la reflexión la dramática narrativa de los jóvenes de la ciudad de Cali, en el suroccidente del país. “Tenemos poco que perder porque lo hemos perdido casi todo”, les decían en las conversaciones a los funcionarios del Gobierno que tuvieron contacto con ellos.

En esa misma dirección, resultaron especialmente sensibles las palabras del padre jesuita Francisco de Roux, presidente de la Comisión de la Verdad, al comentar su experiencia personal con los jóvenes, directamente en los sitios de las protestas: “No vamos a volver a la normalidad –me decía uno de ellos– porque la normalidad para nosotros es insoportable” (De Roux, 2021). De esa magnitud era la desesperanza de muchos de los jóvenes activos en las protestas.

Los escrutinios finales de la segunda vuelta electoral del 19 de junio de 2022 en Colombia recogieron, en gran medida, la desconexión y el descontento generalizado de los más jóvenes con las políticas públicas vigentes y con las dirigencias políticas que las agenciaron por espacio de las últimas tres décadas.

  1. Una nueva mirada sobre la gobernanza de las políticas públicas

Así mismo, tanto en el ámbito nacional como en el local, “en la administración no predomina la respuesta a las necesidades de la ciudadanía y el cumplimiento de los programas escogidos por la mayoría de la ciudadanía, sino los intereses de una elite administrativa ajena a la dinámica de los ciudadanos (Conclusiones de la reunión de AERYC, marzo 1 y 2 de 2022)”.

En el contexto del profundo cambio de escenario que experimentaban las políticas públicas en América Latina y Colombia, durante los últimos cuatro años, asistíamos también a las reflexiones hechas por el filósofo norteamericano Michael Sandel (2020) en torno a las promesas de la meritocracia en medio de los desafíos de la globalización y las crecientes desigualdades exacerbadas por la pandemia.

Sus reflexiones empiezan con una valoración del mérito que considera como un criterio robusto para facilitar a las personas el acceso a posiciones de relevancia en la toma de decisiones o en la gestión de las organizaciones, sin incurrir en favoritismos o en discriminaciones. A juicio de Sandel (2020), premiar a las personas estrictamente por sus méritos posee, por un lado, la fuerza de la eficiencia, porque un sistema económico que premia el esfuerzo, la iniciativa y el talento probablemente resulta más productivo que uno que paga lo mismo a todos los trabajadores, independientemente de sus aportes. Pero, por otro lado, tiene la virtud de la equidad, porque no discrimina sobre ninguna otra base que no sean los logros y los resultados (p. 48).

No obstante, el mismo autor llama la atención sobre el hecho de que si contratar a las personas por su mérito es una práctica buena y sensata, ¿cómo es posible que un principio tan benigno como el del mérito haya alimentado un torrente tan poderoso que ha transformado la política de sociedades democráticas de todo el mundo? Y su respuesta es esclarecedora: “La cara oscura del ideal meritocrático va asociada precisamente a la más atrayente de sus promesas, la de que la persona puede dominar su propio destino y hacerse a sí mismo” (Sandel, 2020, p. 49).

De acuerdo con Sandel (2020), los “ganadores” creen que se han “ganado” el éxito gracias a su propio talento y esfuerzo, pero con frecuencia olvidan lo mucho que les han ayudado la fortuna, la buena suerte o los apoyos contingentes que han recibido de otras personas. En consecuencia, resulta también frecuente observar cómo este éxito se les sube a la cabeza a muchos profesionales que se conciben como seres hechos a sí mismos y autosuficientes y, por lo tanto, muestran total insensibilidad frente a la gratitud y la humildad, dos sentimientos sin los cuales cuesta mucho preocuparse por el bien común porque, como bien lo dice Sandel (2020), “el mensaje de que somos individualmente responsables de nuestro destino y merecemos lo que tenemos erosiona la solidaridad y desmoraliza a las personas que la globalización deja atrás” (p. 96).

Desde esta óptica de la tiranía del mérito, o desde la retórica del ascenso social, como también la denomina Sandel (2020), quienes no cuentan con el esfuerzo, la iniciativa y el talento suficientes para llegar al éxito –que caen en el amplio grupo de los “perdedores”– solamente pueden culparse a sí mismos. Esta es la expresión de unas élites –análisis válido para Estados Unidos, pero también para América Latina– que, en medio de las profundas desigualdades existentes, siguen “poniendo el acento en que somos responsables de nuestro propio destino y en que, por consiguiente, merecemos el éxito o el fracaso que tengamos” (Sandel, 2020).

Una de las expresiones más caracterizadas de la tiranía del mérito –enfatiza Sandel (2020)– se hace evidente en la concepción tecnocrática de la política asociada a una fe casi exclusiva en los mecanismos de mercado como los instrumentos primordiales para conseguir el bien público. De esta manera, más que argumentos morales sustantivos en la formulación de políticas públicas, el discurso tecnocrático de la política –que con frecuencia se convierte en sesgo ideológico– solo se ocupa de los temas de la eficiencia económica como un espacio reservado a los expertos de alta formación.

Y concluye Sandel (2020):

Que un gobierno o una administración esté dirigido por personas con un alto nivel educativo es algo por lo general deseable, siempre y cuando actúen guiadas por un criterio sensato y sepan empatizar con las condiciones de vida de las personas trabajadoras (es decir, siempre y cuando se caractericen por aquello que Aristóteles llamó la sabiduría práctica y la virtud cívica) (p.118).

He querido utilizar esta aproximación a la “tiranía del mérito”, utilizada por el filósofo norteamericano, para caracterizar la actitud de algunos dirigentes políticos y funcionarios públicos –siempre por supuesto existen visibles excepciones– que se creen “auto elegidos” en su cargo y que ostentan su formación “meritoria” basados en su paso por prestigiosas universidades del país o del exterior o, aún más, en el “mérito” volátil de una representación política.

Se trata de dirigentes y funcionarios que, en esa condición de “tiranos del mérito”, se sienten interpretes “iluminados” de las necesidades de la gente, pero que se han hecho visibles en esta transición porque no han sido capaces de entender la magnitud de las exclusiones y desigualdades que se profundizaron, mientras siguieron apegados a las recetas tradicionales de las políticas sociales y de desarrollo productivo.

Aquellos funcionarios que llegan a cargos de decisión y que piensan que llegaron allí exclusivamente por sus méritos se equivocan. Muchos de estos responsables de política han llegado a esas posiciones, sin duda, por esfuerzos personales notables a lo largo de su vida profesional, pero también, no hay que dudarlo, por arrebatos del azar o, en el mejor de los casos, por circunstancias favorables para sus vidas. Muchos incluso llegan allí por el “mérito” de pertenecer, simplemente, a una filiación política.

En consecuencia, quienes, por alguna razón, nos vemos ante la oportunidad de ejercer el servicio público, desde nuestra labor de formuladores y ejecutores de las políticas públicas, estamos obligados a hacerlo, con algún grado de humildad, desde el imperativo del bien común y no con actitud de arrogancia, desde la tentación del bien personal o de la ambición irracional de poder. Solo de esa manera las políticas públicas que ayudamos a construir adquieren alguna legitimidad entre la gente.

Tal vez por esta razón, he decidido adoptar como marco analítico de estas reflexiones un acercamiento normativo a la definición y al ejercicio de las políticas públicas.

El profesor Raúl Velásquez (2009) ha preferido adoptar una aproximación descriptiva a la definición de la política pública:

Política pública es un proceso integrador de decisiones, acciones, inacciones, acuerdos e instrumentos, adelantado por autoridades públicas con la participación eventual de los particulares, y encaminado a solucionar o prevenir una situación definida como problemática. La política pública hace parte de un ambiente determinado del cual se nutre y al cual pretende modificar o mantener.

En la taxonomía que el profesor Velásquez (2009) hace de esta definición, se destaca su valoración de la formación de la política pública como una responsabilidad de última instancia de las autoridades públicas, como consecuencia de su condición de instituciones regladas, que se encuentran facultadas expresamente por el ordenamiento jurídico para liderar ese proceso de formación.

En esta perspectiva, aunque la participación efectiva de los particulares resulta “deseable” para definir mejor los problemas y seleccionar los instrumentos, desde la óptica de la acción colectiva, la eventualidad de su participación está definida por esa responsabilidad de última instancia de los agentes públicos. Por lo tanto, resulta evidente que la definición propuesta pretende –como lo señala Velásquez (2009)– recoger todos los tipos de políticas, por lo que no es posible dejar por fuera a las políticas creadas sin la consulta o el apoyo de los particulares.

Sin embargo, en el contexto de los profundos cambios que están ocurriendo en el escenario de construcción de las políticas públicas, en una coyuntura atravesada por las tensiones latentes entre la tiranía del mérito y los preceptos esenciales del bien común, he decidido optar por una definición como la que hace José Antonio Ocampo (2004) – profesor de la Universidad de Columbia y actual ministro de Hacienda y Crédito Público de Colombia –  cuando define política pública como “toda forma de acción organizada, encaminada al logro de objetivos de interés común”.

Esta definición se abre, además, a la posibilidad de que las políticas públicas no deban entenderse necesariamente como estatales (Cepal, 2000). Desde esta óptica,

sería deseable abrir un amplio abanico de combinaciones público-privadas, que cada país debe descubrir a lo largo de su propio sendero evolutivo. Esta visión de lo público encaja, además, con las necesidades de abrir espacios de participación a la sociedad civil, de avanzar en la resolución de una crisis de los Estados no plenamente superada, de corregir tanto “fallas del mercado” como “fallas del gobierno” y, más en general, de construir y reconstruir instituciones, sin duda, una de las tareas más complejas que enfrenta la región (Cepal, 2000, p. 15).

Esta aproximación, que comparto en toda su extensión, está muy presente en las premisas y reflexiones que despliego en estas páginas. 

  1. Medellín: “volver al pasado con ojos de futuro”

 “Una sociedad compleja y democrática, para superar las contradicciones entre Estado y Mercado, precisa de una sociedad civil organizada fuerte, dinámica y pluralista, que sea capaz de representar al conjunto de intereses diversificados y complejos de nuestra ciudadanía y personas que conviven en las ciudades y regiones, y con capacidades para articular acciones compartidas en busca del bien común (Conclusiones de la reunión de AERYC, marzo 1 y 2 de 2022)”.

De acuerdo con Dany Rodrik (2020)

“No hay nada como una pandemia para resaltar la insuficiencia de los mercados frente a los problemas de acción colectiva y la importancia de la capacidad del Estado para responder a las crisis y proteger a las personas”.

Esta realidad fue asimilada por los gobiernos de América Latina para atender de manera prioritaria a aquellas personas que se quedaron atrás después de los fuertes confinamientos, a los cuales obligó la pandemia del COVID 19 en nuestros países, al tiempo que puso en valor los esfuerzos desde el orden local, orientados por la cooperación público – privada y de la sociedad civil, para superar los efectos devastadores de esta tragedia colectiva.

Pero tal vez lo más importante es que la crisis sanitaria y económica en nuestras ciudades y en nuestras regiones, puso de nuevo sobre la agenda pública el papel especifico del gobierno democrático en la gestión de las interdependencias entre los distintos actores y sectores de la ciudadanía para construir el interés general o buscar su reconstrucción en las estrategias y políticas públicas, como lo señalan las conclusiones de nuestro seminario sobre “las relaciones entre el mercado, la administración pública y la sociedad civil en las ciudades y las regiones”.

La “gestión de la proximidad” (la gobernanza de “lo local”) ha salido fortalecida en esta coyuntura como el camino más adecuado para buscar soluciones a los complejos problemas nacionales, regionales y globales. Y así se hizo visible en la ciudad de Medellín en Colombia, que ha liderado buenas prácticas de cooperación público, privada y de la sociedad civil en sus estrategias – ampliamente evaluadas en los intercambios de la Red AERYC – pero que hoy atraviesa por un momento de fuerte crisis política e institucional. Esta tendencia de las políticas públicas en la ciudad se ha convertido en una responsabilidad directa del gobierno local en la gestión de las interdependencias, en una tendencia que se ha marcado en los últimos años y que ha terminado por poner en riego los acuerdos de largo plazo en la construcción del bien común[3].

Nunca como en esta transición ha sido tan cierto, en la ciudad y en la región, que las prácticas pendulares entre la “tiranía del mérito” y los populismos fracasados – de izquierda y de derecha – hacen parte del inventario de un futuro para el olvido.

En esta coyuntura, particularmente compleja para la ciudad, he creído conveniente rescatar las dinámicas generadas por el Plan Estratégico de Medellín y el Área Metropolitana del Valle de Aburrá (1995 – 1998), para volver a poner este proceso sobre la mesa de la agenda pública, como una buena práctica de construcción de escenarios de desarrollo sostenible para Medellín y su región de influencia, a través del ejercicio de la inteligencia y la acción colectivas. En consecuencia, quiero hacer en estas consideraciones una síntesis de las fuerzas de cambio que vivía Medellín en la década de los noventa, así como las luces que pueden ofrecer hoy para encontrar salidas a la grave crisis de la ciudad en la actual transición.

A finales de los años ochenta y comienzos de los noventa Medellín y el Valle de Aburrá se enfrentaban a la crisis urbana de mayores proporciones en su historia. A los altos índices de desempleo, se sumaban índices de pobreza e inequidad –entre los más altos de las 13 áreas metropolitanas del país– que ponían a la ciudad en una preocupante situación de crisis social generalizada.

Este panorama se veía aún más agravado por la impotencia de las autoridades, así como de las instituciones regionales, para enfrentar el choque entre actores armados que se disputaban el control del territorio y amenazaban la gobernabilidad de la región y del país en su conjunto, al tiempo que los agentes del narcotráfico atizaban el conflicto urbano en su beneficio.

En el contexto de estas complejas realidades, atravesadas por una fuerte polarización de los agentes políticos, económicos y sociales – que en ese tiempo era superior a la que hoy se vive en la ciudad – el Plan Estratégico de Medellín y el Área Metropolitana del Valle de Aburrá logró constituir una plataforma institucional caracterizada por el pluralismo y la diversidad de los agentes territoriales, con representación del sector público, la academia, las ONG, las organizaciones comunitarias y el sector privado. Esta plataforma institucional habría de ser decisiva en la construcción de confianza y en la continuidad de las deliberaciones, aún en medio de los arduos debates ocurridos en el proceso, para dotar de certeza el avance de los trabajos que se ocupaban de diseñar una agenda de desarrollo más allá de le gestión temporal del gobierno de turno.

El Plan Estratégico de Medellín y el Área Metropolitana del Valle de Aburrá (Alcaldía de Medellín – PNUD, 1997) logró la convergencia de múltiples actores institucionales quienes, a pesar de sus visibles diferencias sobre el futuro de la ciudad, lograron ponerse de acuerdo en torno a la dirección más adecuada para orientar las decisiones que debían adoptarse con una perspectiva de largo plazo para articular las estrategias competitivas de largo plazo con las estrategias de inclusión social y convivencia ciudadana.

En efecto, en una publicación patrocinada por el Centro Iberoamericano de Desarrollo Estratégico Urbano (CIDEU) y la Diputación de Barcelona, Josep María Pascual (1999), con base en un ejercicio comparado con otros planes estratégicos que él asesoró en este espacio regional, destaca el ejercicio de construcción de escenarios y la elección de una opción de futuro para la ciudad de Medellín, como una buena práctica entre los planes estratégicos de Iberoamérica.

El esfuerzo de construcción de escenarios de futuro por parte de los miembros de la Junta Técnica del Plan Estratégico – con la presencia de funcionarios públicos, academia, empresarios y organizaciones de la sociedad civil – concluyó con la elección del escenario deseado para la ciudad metropolitana en el horizonte del año 2015, así como las líneas estratégicas y los proyectos vertebradores de su futuro. Este ejercicio fue finalmente acogido en su integridad por el Consejo Rector en agosto de 1997 en sus líneas maestras.

Desde la perspectiva que ofrecen los más de 20 años transcurridos después de la conclusión de los trabajos centrales del Plan Estratégico de Medellín y el Área Metropolitana del Valle de Aburrá, no me queda ninguna duda de que la construcción de escenarios de futuro y la elección del objetivo de ciudad de largo plazo, entre muy diversos actores, representó una oportunidad excepcional para pensar la región como parte activa en la solución de los grandes problemas nacionales.

Existe consenso en que una de las grandes fortalezas del Plan Estratégico radicó en su capacidad para obtener el compromiso de la ciudadanía organizada, es decir, de las instituciones públicas, de las organizaciones del sector privado y de la sociedad civil, con un horizonte de desarrollo de largo plazo, que se adelantó cerca de quince años a los preceptos de Río+20 (ONU, 2012) en torno al enfoque territorial de las dimensiones del desarrollo sostenible (equidad social, crecimiento económico y protección ambiental)[4].

Uno de los aspectos que más se destaca en esta perspectiva es la vigencia presente de algunos de los atributos de la ciudad deseada, que acordamos después de múltiples sesiones y que pueden ser advertidos en la visión compartida por los actores del territorio.

El primer atributo en el cual coincidimos fue aquel en el que nos propusimos hacer de Medellín y el Área Metropolitana una ciudad integrada e integradora de la región localizada en la mejor esquina de América.

En este primer atributo coincidían dos dimensiones. La primera correspondía a la de una urbe que se proyectaba a partir de la superación de la fragmentación social y espacial, con base en la oferta de espacios públicos y un sistema de transporte y de servicios colectivos que debía incorporar a un grupo creciente de ciudadanos a una mayor calidad de vida.

La segunda dimensión apuntaba a un “nuevo horizonte de concertación” que trascendía el ámbito metropolitano y que desde entonces promovió el debate y la elaboración paulatina de criterios de intervención para promover la construcción de “una gran región urbana estrechamente ligada en sus problemas y soluciones con todo el departamento de Antioquia”. Este segundo atributo incorporaba la imagen deseada de una ciudad – región competitiva sobre la base de sectores y encadenamientos productivos con gran capacidad de inserción en mercados internacionales y de atracción de inversión.

El tercer atributo, tal vez en el que mayor consenso logramos, fue el de convertir a Medellín en una ciudad educadora, cohesionada en lo social, responsable de su medio natural y activa culturalmente.

Esta caracterización apostaba por la educación como un medio potente en el propósito de dar paso a una ciudadanía activa en la conducción de los asuntos de interés colectivo, con gran sensibilidad en su interacción con el entorno natural y, al mismo tiempo, dotada de las destrezas y competencias básicas para acceder a un mercado laboral cada vez más exigente, como resultado de los procesos de reconversión productiva.

Pero, sin duda, el atributo más revelador, en el que se concentraba la apuesta colectiva de mayor trascendencia, era el de posicionar a Medellín como una ciudad que repensaba su futuro, con proyección internacional como ejemplo de una metrópoli que supera sus dificultades a través del diálogo y la cooperación.

Este último atributo presentaba un alto carácter diferenciador de la estrategia urbana, porque se ocupaba de señalar la meta superior de todo este esfuerzo colectivo: el reconocimiento internacional como una ciudad que después de haber liderado el conflicto urbano más profundo del país –y por momentos, del mundo– empezaba a construir un nuevo estilo de gobernanza sustentado en la gestión de las relaciones entre diversos actores: públicos, económicos, sociales, académicos y territoriales.

Finalmente, desde la óptica de los 40 proyectos transformacionales (Alcaldía de Medellín – PNUD, 1998), resultó visible el hecho de que el Plan Estratégico de Medellín y el Área Metropolitana contribuyó a dirigir el futuro de la ciudad y del Valle de Aburrá

El balance en la ejecución de los proyectos priorizados por los diferentes actores del Plan Estratégico presenta en los últimos 25 años logros notables. Hoy resulta visible que los eventos urbanos de la agenda global, en distintas partes del mundo, reconocen una y otra vez a Medellín como un caso de buena práctica en la superación de la fragmentación y exclusión urbanas, a partir de las estrategias que se han puesto en marcha en las últimas dos décadas.

En la actualidad, además, los índices de homicidios por número de habitantes de Medellín resultan incluso menores que el promedio de las ciudades de América Latina, una situación muy diferente a la presentada hacia finales de los años ochenta del siglo pasado, cuando “lideraba” las estadísticas comparadas del conflicto urbano, no solo en la región sino en el mundo. Y a ello hay que agregar el reconocimiento obtenido por Medellín en la red global de ciudades en torno a su capacidad de innovación, tanto en las políticas sociales como en sus estrategias empresariales.

No hay duda, sin embargo, que la estrategia de largo plazo sigue presentando desafíos de magnitud que es necesario retomar en la actualidad con un nuevo horizonte para la gobernanza democrática y la gestión de las interdependencias en la ciudad y en la región.

El gran proyecto colectivo, que en su momento estuvo representado por la calidad de la educación, se encuentra distante de ser una meta alcanzada. De hecho, en los indicadores comparados la ciudad apenas ocupa lugares intermedios en las mediciones de las 32 ciudades capitales del país. Por su parte, la tasa de desempleo urbano sigue siendo en la actualidad – como en el pasado – superior al promedio de las 14 áreas metropolitanas de la nación. Al tiempo que sus índices de inequidad siguen muy de cerca a los índices de Cali y Bogotá, que se encuentran entre las ciudades de mayor desigualdad entre las urbes colombianas.

Mi interés, a lo largo de estas reflexiones, es poner en valor la vigencia que cobra en la actualidad rescatar las enseñanzas del Plan Estratégico de Medellín y el Área Metropolitana formulado en los años noventa, en un momento de fuerte crisis política e institucional como el que hoy vive la ciudad de Medellín, con el fin de avanzar hacia un nuevo horizonte de acuerdos sobre la conducción de los asuntos del bien común con una perspectiva regional y nacional.

Tengo la convicción de que también llegó el momento para que en la ciudad y en la región se vuelva imperativo, como alguna vez lo señaló de manera magistral Hanna Arendt (1996), “volver al pasado con ojos de futuro”.

Referencias

Alcaldía de Medellín y PNUD (1997). Plan Estratégico de Medellín y el Área Metropolitana 2015. El futuro de la ciudad metropolitana.

Alcaldía de Medellín y PNUD (1998). Plan Estratégico de Medellín y el Área Metropolitana 2015.  La visión y los proyectos.

Arendt, H. (1996). La crisis en la educación. En “Entre el pasado y el futuro. Ocho ejercicios sobre reflexión política”. Ediciones Península.

Castells, M. (2020). Ruptura. La crisis de la democracia liberal. Alianza Editorial.

Cepal (2020). Construir un nuevo futuro. Hacia una recuperación transformadora con igualdad y sostenibilidad. https://www.cepal.org/es/publicaciones/46227-construir-un-nuevo-futuro-recuperacion-transformadora-igualdad-sostenibilidad

De Roux, F. (2021, 15 de junio). Carta del Padre Francisco de Roux, presidente de la Comisión de la Verdad en Colombia, a Isabel Gálvez, ciudadana del Valle del Cauca. https://twishort.com/h8eoc

Ipsos (2021a, julio). Broken-system sentiment 2021. Populism, Anti-elitism and Nativism. https://www.ipsos.com/sites/default/files/ct/news/documents/2021-07/

Ipsos (2021b, septiembre). What Worries the World? https://www.ipsos.com/es-es/what-worries-world-septiembre-2021

Latinobarómetro (2018, noviembre). Informe 2018. Banco de Datos en Línea. www.latinobarometro.org

Latinobarómetro (2021, octubre). Informe 2021. Banco de Datos en Línea. www.latinobarometro.org

Ocampo, J. A. (2004). Reconstruir el futuro. Globalización, desarrollo y democracia en América Latina. Editorial Norma.

OCDE (2022). Ocde Data. https://data.oecd.org/

ONU (2012). Río+20 Conferencia de Naciones Unidas sobre Desarrollo Sustentable. https://www.oitcinterfor.org/sites/default/files/file_evento/docfinalrio20.pdf

Pascual, J. M. y de Forn, M. (1999). La estrategia de las ciudades: los planes estratégicos como instrumento: métodos, técnicas y buenas prácticas. Diputación de Barcelona, Oficina Técnica de Cooperación. https://dialnet.unirioja.es/servlet/libro?codigo=210339

Rivas Molina, F. (2018, 9 de noviembre). Se prenden las alertas: El annus horribilis de la percepción sobre democracia. El País. https://elpais.com/internacional/2018/11/09/america/1541766116_145827.html

Rodrik, D. (2020, 2 de agosto). Pese a todo, una gran oportunidad. Periódico El Tiempo. https://www.eltiempo.com/mundo/europa/la-globalizacion-en-el-banquillo-525014

Sandel, M. (2020). La tiranía del mérito. ¿Qué ha sido del bien común? Penguin Random House.

Velásquez, R. (2009). Hacia una nueva definición del concepto de política pública. Desafíos, 20, 149-187. https://www.redalyc.org/pdf/3596/359633165006.pdf

[1] Los aportes que hago en este artículo se fundamentan en las conclusiones de la Reunión de AERYC (África-América- Europa Regiones y Ciudades) en el marco del VIII Encuentro Internacional sobre gobernanza democrática de ciudades y regiones “la sociedad civil ante el estado y el mercado”, que se realizó de forma híbrida los días 1 y 2 de marzo de 2022 en la ciudad de Barcelona.

[2] En esta nota de prensa para El País, Federico Rivas Molina (2018) recogió las declaraciones de Marta Lagos, directora del Latinobarómetro, en el lanzamiento del reporte correspondiente al año 2018.

[3] Esta situación de crisis política e institucional de Medellín se ha hecho visible en el período de la actual administración municipal (2019 – 2023), a propósito de la disputa legal entre las Empresas Públicas de Medellín (EPM) – con una injerencia directa del Alcalde – y los contratistas locales – pertenecientes al principal grupo económico de la ciudad – en torno al cronograma de ejecución de la que será la más importante hidroeléctrica del país. Esta disputa, sin embargo, solo representa la expresión más visible de la ausencia de confianza entre la administración de la ciudad y los principales agentes políticos, económicos y sociales de la región para buscar soluciones conjuntas en otros frentes de la agenda urbana, entre ellos los de movilidad, seguridad, medio ambiente y cultura ciudadana, hecho que ha conducido a la pérdida de los consensos de largo plazo y a la casi total parálisis de los proyectos estratégicos territoriales.

[4] En su parágrafo 101, la declaración de Río+20 firmada en noviembre del año 2012 hace la siguiente exhortación a los países: “Subrayamos la necesidad de planificar y adoptar decisiones de forma más coherente e integrada a nivel nacional, subnacional y local, según proceda, y, con ese fin, exhortamos a los países a que refuercen las instituciones nacionales, subnacionales o locales, o los órganos y procesos pertinentes de múltiples interesados, que promueven el desarrollo sostenible, según proceda, en particular que coordinen las cuestiones de desarrollo sostenible y posibiliten la integración efectiva de las tres dimensiones del desarrollo sostenible” (ONU, 2012).

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