Qué son y por qué son importantes las instituciones: instituciones, conflicto social y desarrollo

Qué son y por qué son importantes las instituciones: instituciones, conflicto social y desarrollo.

Joan Prats
Académico y Consultor Internacional

En el año 2003 el profesor Joan Prats dirigió un trabajo colectivo publicado con el título ”El desarrollo posible, las instituciones necesarias”. De él seleccionamos un texto del propio Dr. Prats referido a la importancia de las instituciones para la estabilidad política y social de un país. Fue escrito pensando en América Latina y más concretamente en Bolivia, y retoma su vigencia en estos momentos de crisis.
“Los individuos viven y operan en un mundo de instituciones, muchas de las cuales trascienden las fronteras estatales. Nuestras oportunidades y perspectivas dependen crucialmente de las instituciones que existen y de cómo funcionan. Las instituciones no sólo contribuyen a nuestras libertades, sino que deben ser evaluadas en función de su contribución a nuestras libertades. Así lo exige el contemplar el desarrollo como libertad…»

Amartya Sen

“Una de las conclusiones más interesantes del neoinstitucionalismo económico es que la política y la economía están inextricablemente relacionadas y que no podemos explicar el desempeño económico de una determinada sociedad sin considerar esta relación”

Douglas C. North

1. Lo que importa es el desarrollo, pero ¿qué desarrollo? El desarrollo comodesarrollo humano. Por qué el desarrollo humano exige democracia
Desde su inicio en los cuarenta, la economía del desarrollo se ha ocupado del enriquecimiento material, de cómo expandir el volumen de los bienes y servicios producidos. Se asumía, explícita o implícitamente, que todo incremento del producto nacional bruto per cápita reduciría la pobreza y elevaría el nivel general de bienestar de la población. Esta suposición se enraizaba en la concepción utilitaria que presumía que el incremento de la producción implicaba incremento de rentas y éste mayor utilidad y bienestar económico individual y social. En realidad, la conexión entre incremento del producto y reducción de la pobreza se creía tan fuerte que se llegó a pensar que bastaba concentrarse en el crecimiento para conseguir el objetivo económico y social del desarrollo. El crecimiento, de ser un medio para conseguir el desarrollo, pasó a ser considerado como su finalidad prevaleciente. Existió, desde luego debate, pero giró en torno a cómo acelerar el crecimiento y, más minoritariamente, en cómo distribuir más equitativamente los bienes o frutos del crecimiento.
La aproximación del desarrollo humano que emergió a finales de los ochenta representó un cambio radical. Se comenzaron a abandonar los supuestos utilitaristas para ver el desarrollo, siguiendo la orientación de Sen, como un proceso de expansión de las “capacidades” de la gente para elegir el modo de vida que cada cual valora. Una visión del desarrollo centrada en la producción de bienes comenzaba a ser substituida por otra centrada en la ampliación de las capacidades de la gente.
Frente a la concepción utilitarista aún prevaleciente, Sen sostiene que el concepto de utilidad no es apropiado a la hora de tratar el bienestar ya que no valora en todas sus dimensiones un modo de vida. Sen nos propone redefinir el bienestar como la capacidad de una persona para escoger el modo de vida que valore. Y nos propone medirlo en función del conjunto de oportunidades de elección, es decir, por las libertades de las que efectivamente dispone. Partiendo de esta nueva idea, Sen propone una nueva forma de considerar la justicia social, de evaluar las instituciones y de tratar el desarrollo.
En efecto para analizar las instituciones y las políticas sociales en su relación con el desarrollo, se tendrán que evaluar sus efectos sobre el espacio de libertades de los individuos y no sólo sobre su utilidad. Tal marco de análisis es más enriquecedor que el utilitarista puesto que nos permite tener en cuenta aspectos sociales clave como la igualdad y resaltar en mayor medida los problemas de la distribución de la riqueza. Es evidente que los habitantes de una sociedad que proporcione derechos de acceso a recursos sociales —sanidad, educación, etc.— o donde existan las estructuras más básicas de acceso universal a la propiedad, tendrán un número mayor de oportunidades a su disposición y por tanto verán ampliado su espacio de libertades. Desde esta perspectiva se comprenden mejor las cuestiones distributivas. La distribución será vista como la distribución equitativa de oportunidades y derechos y no sólo en el sentido más limitado de la riqueza entendida como ingreso monetario.
La determinación de un «horizonte de libertades de bienestar» (de oportunidades reales de elección de modos de vida que una sociedad puede proporcionar) puede marcar objetivos precisos para la reforma de las instituciones sociales[1].
La concepción del desarrollo como expansión de la libertad nos lleva a una concepción integral u holística en que las diferentes dimensiones del desarrollo (económica, social, política, jurídica, medioambiental, de género, cultural, etc.) no sólo deben considerarse en su totalidad sino que, además, se interrelacionan e influencian unas con otras. El desarrollo exige la eliminación de las principales fuentes de privación de libertad: las guerras y conflictos violentos, la pobreza y la tiranía, la escasez de oportunidades económicas y las privaciones sociales sistemáticas, el abandono en que pueden encontrarse los servicios públicos… El problema del desarrollo es un problema de negación de libertades que en ocasiones procede de la pobreza, en otras de la inexistencia de servicios básicos y en otras de la negación de libertades políticas o de la imposición de restricciones a la participación efectiva en la vida social, política y económica de la comunidad.
Ahora bien, para la teoría del desarrollo humano la libertad no sólo es el criterio evaluativo de las instituciones sino también el medio instrumental para su mejoramiento, el cual depende de la agencia humana libre. Las libertades no sólo son el fin principal del desarrollo, sino que se encuentran, además, entre sus principales medios. Existe una notable relación empírica entre los diferentes tipos de libertades: las libertades políticas (en forma de libertad de expresión y elecciones libres) contribuyen a fomentar la seguridad económica; las oportunidades sociales (en forma de servicios educativos y sanitarios) facilitan la participación económica; los servicios económicos (en forma de oportunidades para participar en el comercio y la producción) pueden contribuir a generar riqueza personal general, así como recursos públicos para financiar servicios sociales
De este modo, las libertades políticas concebidas en sentido amplio (incluidos los Derechos Humanos) son elemento constitutivo del concepto de desarrollo a la vez que medio instrumental para su avance. Como señala Sen, tales libertades expresan las oportunidades que tienen los individuos para decidir quién los debe gobernar y con qué principios y comprenden también la posibilidad de investigar y criticar a las autoridades, la libertad de expresión política y de prensa sin censura, la libertad para elegir entre diferentes partidos políticos, etc. Comprenden los derechos políticos que acompañan a las democracias en el sentido más amplio de la palabra (que engloban la posibilidad de dialogar, disentir y criticar en el terreno político, así como el derecho de voto y de participación en la selección del poder legislativo y del poder ejecutivo)[2].
Amartya Sen no sólo considera que la democracia es valor constitutivo e instrumental del desarrollo humano sino que es también un valor universal[3]. Pero el concepto de democracia que se plantea desde el desarrollo humano es un concepto exigente: “No debemos identificar democracia con gobierno de la mayoría. La democracia plantea exigencias complejas que ciertamente incluyen las elecciones y el respeto por sus resultados, pero que también comprenden el respeto por los entitlements legales y la garantía de la libre discusión y la distribución no censurada de noticias y comentarios. Las elecciones pueden ser un mecanismo deficiente si se producen sin que las diferentes partes puedan presentar sus pretensiones y argumentaciones respectivas o sin que el electorado disfrute la libertad para obtener información y considerar el posicionamiento de los protagonistas en contienda. La democracia es un sistema exigente y no sólo una condición mecánica (como la regla mayoritaria) tomada aisladamente[4]. Las exigencias democráticas no se detienen sólo en la institucionalidad formal sino que plantean también la necesidad de desarrollar unas prácticas inspiradas en valores que contribuyen a sostener y perfeccionar la institucionalidad formal[5].
Sen distingue tres formas a través de las cuales la democracia contribuye al enriquecimiento de la vida y las libertades de la gente, es decir, al desarrollo humano:
(1) primeramente mediante la garantía de la libertad política, pues el ejercicio efectivo de los derechos civiles y políticos tiene un valor intrínseco para la vida y el bienestar de la gente; las restricciones a la participación en la vida política equivalen a la privación de libertad y desarrollo humano y han de considerarse en la medición de éste;
(2) en segundo lugar, la democracia tiene un importante valor instrumental para conseguir atención política a las demandas de la gente (incluidas sus necesidades y demandas económicas),
y (3) finalmente, la práctica de la democracia da a los ciudadanos | oportunidad de aprender los unos de los otros y ayuda a la sociedad a formar Su valores y prioridades. Incluso la idea de “necesidades”, incluidas las “económica” requiere discusión pública e intercambio de información, puntos de vista y análisis. E este sentido, la democracia tiene importancia “constructiva”, aparte de su valor intrínseco para la vida de los ciudadanos y de su importancia instrumental en las decisiones políticas.
En conclusión, el desarrollo humano plantea la necesidad de desarrollar instituciones democráticas y modelos de gobernabilidad exigentes.
2. El descubrimiento del valor de las instituciones para el desarrollo: de la:políticas a las instituciones para el desarrollo
La pequeña historia de cómo la comunidad epistémica y la comunidad profesional de desarrollo está descubriendo las instituciones, abandonando las visiones tecnocráticas y revalorizando la política resulta importante a nuestros efectos.
Hasta finales de los años 60, las políticas de desarrollo enfatizaron el aumento y la planificación de las inversiones consideradas como el factor crítico para el crecimiento duradero. Pero hoy sabemos que ha habido países con altos niveles de inversión que han crecido mediocremente y países con niveles modestos que han crecido sostenidamente.
Hacia finales de los años 60, comenzó a darse importancia clave al desarrollo del capital humano, medido principalmente a través de la tasa de escolarización y la expectativa de vida. Pero hoy sabemos que el considerar los niveles de capital humano como la clave del desarrollo ignora serias y turbadoras anomalías[6]. Paralelamente se desarrollaron importantes esfuerzos para incrementar las capacidades de planificación y de administración pública. Durante todo este tiempo el modelo de desarrollo fue “estadocéntrico”, tecnocrático, autoproclamadamente “apolítico”, basado en una racionalidad instrumental simple que ignoraba o consideraba irrelevantes dimensiones tales como la cultura, las instituciones, la historia, el pluralismo de concepciones del bienestar y un largo etcétera. El ideal propuesto era el catch up o superación de la brecha existente entre los países desarrollados y en desarrollo. Implícitamente se admitía que los países “industrializados o desarrollados”, ya fuera del primer mundo ya del segundo (o mundo del socialismo real), constituían el referente de progreso. Una visión, como se ve, que no hacía justicia a la posteriormente descubierta complejidad del desarrollo.
Durante los años 80, como consecuencia de las crisis inflacionarias y de la deuda, el clima intelectual dominante cambió. Era la ocasión esperada por los neoclásicos — vulgarmente tildados de neoliberales— para marcar la agenda dominante de esta década y gran parte de la siguiente. Su mayor expresión fueron los programas de ajuste estructural los cuales incluyeron elementos tales como la austeridad fiscal, la política anti-inflacionaria, la privatización de las empresas estatales, la liberalización comercial, la devaluación monetaria y la desregulación general de la economía, principalmente de los mercados financiero y laboral. Estos programas han pretendido también atraer inversiones extranjeras, incrementar la libertad de los empresarios y de los inversores, mejorar los incentivos pecuniarios y la competencia, reducir los costes, procurar la estabilidad macroeconómica, reducir cuantitativamente al Estado y reducir también su intervención en la economía.
El decálogo contenido en el llamado Consenso de Washington constituye la codificación más conocida de estas recomendaciones de políticas. Su crítica ha sido mucha. La más usual se ha centrado en sus contenidos o propuestas de reforma económica. Algunos han criticado las medidas en sí, otros por no ser suficientes o haberse interpretado ideológicamente[7]. Las críticas han tendido a confundirse, además, con la constatación de que la aplicación práctica del catálogo no ha producido los efectos
económicos y sociales pretendidos, constituye un gran fracaso en conjunto y en algunos casos ha producido estropicios sociales[8].
Hay una clave, sin embargo, muy poco considerada a la hora de valorar el Consenso de Washington y que creemos fundamental para entender el desempeño de éstas u otras políticas que en el futuro quieran emprenderse: la importancia de las instituciones políticas efectivamente vigentes. De hecho, las instituciones políticas —las formales y las informales— son como la “fábrica social” productora de las políticas. Las instituciones en absoluto son políticamente neutras, es decir, capaces de procesar cualquier tipo de políticas. Contrariamente, especialmente en sociedades altamente desiguales, el particular equilibrio distributivo que las instituciones políticas expresan determina el ámbito y alcance de políticas públicas que son capaces de producir e implementar eficazmente.
Tendrá que reconocerse que algunas de las políticas de reforma propuestas por el Consenso de Washington son sencillamente sensatas. La cuestión es ¿por qué se propusieron éstas y no otras políticas que hoy se consideran necesarias? ¿simplemente por cuestiones de hegemonía intelectual neoclásica o neoliberal o porque el equilibrio institucional de Washington en el momento no permitía procesar otra cosa? ¿por qué de las políticas propuestas se implementaron unas y no otras o se implementaron unas mejor que otras? Si estas preguntas no se responden se corre el riesgo de que nuevos “recomendadores” con nuevos decálogos de políticas económicas acaben con los mismos problemas de implementación y nos orienten hacia nuevos y frustrantes resultados[9].
No podemos seguir suponiendo que las políticas económicas son recomendadas desde la única lógica de la experticia técnica internacional y realizadas por unos políticos benevolentes, omniscientes y omnipotentes como sucede cuando adoptamos una visión normativa de la política económica y achacamos sus problemas de implementación a la famosa “falta de capacidad técnica —que se suple con un puñado de consulto- res— o de voluntad política —que es la responsabilidad nacional —”. Por el contrario, cuando reconocemos que toda propuesta de reforma es sólo el comienzo de un proceso que es político en todos sus estadios (legislación e implementación, incluido la opción por un tipo y otro de agencia administrativa y de su forma de operación) podemos aproximarnos más fecundamente a la realidad. Desde una perspectiva positiva, la política económica aparece como un juego dinámico, cuyas condiciones son inciertas y cambiantes y cuyas reglas son construidas al menos parcialmente por los participantes a medida que el juego avanza. Cada participante tratará de manipular la operación subsiguiente del juego para obtener el resultado que mejor se ajuste a sus intereses. Si se adopta esta sencilla perspectiva las instituciones pasan a cobrar un rol determinante para el entendimiento de la formulación y aplicación de las políticas.
Como ha señalado Dixit, desde esta perspectiva visionamos cada acto de política no como una elección hecha para maximizar una función social de bienestar sino como un episodio o jugada dentro de la serie de reglas e instituciones existentes pero admitiendo cierto margen de libertad para realizar movimientos estratégicos que son capaces de afectar o alterar las futuras reglas e instituciones. Desde esta misma perspectiva las constituciones e instituciones en general tampoco son vistas como textos sagrados escritos bajo condiciones ex ante ideales y de ausencia de conflicto, merecedoras de consenso unánime y proveedores del conjunto de reglas necesarias para la elaboración de los futuros actos de política. Contrariamente las instituciones se consideran como contratos incompletos que regulan un mundo cambiante y complejo y que contienen algunas previsiones sobre los procedimientos con el que trataremos contingencias imprevistas y que se hallen sujetos a enmiendas explícitas y a cambios implícitos producidos por actos de política[10].
Los supuestos intelectuales del Consenso de Washington habían seguido fieles al racionalismo instrumental que acompañó la teoría y práctica del desarrollo desde sus inicios. Se trataba de empaquetar conforme a la mejor teoría económica prevaleciente en el momento un mix de políticas de pretendido valor universal implantables urbi et orbe por autoridades dotadas de la suficiente voluntad política, gracias a la represión si fuera necesario, y de la suficiente ciencia, gracias a los consultores internacionales «golondrinos” aportados por las agencias internacionales. Nuevamente la fe ciega en la ciencia, unida a la idea de progreso a la occidental como valor universal y a la falta de conciencia de los límites intelectuales propios y de la acción colectiva en cada país iban a producir resultados calamitosos.
Algunos estudiosos observan irónicamente que de haberse seguido el catecismo Washington ni Alemania ni los propios Estados Unidos hubieran podido industrializarse jamás[11]. Lo más llamativo con todo es la fuerza y convicción con que tales políticas trataron de imponerse por las instituciones financieras internacionales sobre todo cuando se las contrasta con la tolerancia y permisividad con que vieron su perversión práctica
en el proceso político especialmente latinoamericano. A la vieja cuestión social se añadió una nueva cuestión social que ha puesto toda una región en riesgo de fragmentación[12].
Por este camino la comunidad del desarrollo a lo largo de los años 90 ha ido descubriendo el huevo de Colón de las instituciones, su relevancia política, económica y social para el desarrollo. Hoy hasta hay quien pretende saber cómo rediseñarlas o cambiarlas. El proceso ha sido ayudado por la concesión de premios Nobel de economía a varios autores institucionalistas por obras que se habían mantenido casi hibernadas durante muchos años. Hoy hemos llegado a un punto en que ya no hay discurso ni documento que no contenga lo que peligra ser la “nueva panacea”: put your institutions right parecería ser el nuevo eslogan y hasta el fundamento de las nuevas “condicionalidades”. Pero existe una gran confusión, pues en la práctica cada cual se refiere a cosas diferentes al hablar de instituciones, si es que sabe de lo que habla, y muchas veces la nueva retórica de la reforma institucional encubre las viejas prácticas tecnocráticas de la reforma o modernización de la administración y de la gestión pública. Esto se debe en parte a que las ciencias sociales manejan diferentes conceptos de institución y a que el concepto en sí no es sencillo. Clarificar el concepto de institución y las razones de su relevancia para el desarrollo resulta imprescindible pues, como advirtiera Bacon hace siglos, se sale más fácilmente del error que la confusión.
1.5.3. Qué son las instituciones y por qué son importantes para el desarrollo
En el lenguaje corriente, las instituciones suelen confundirse con aquellas organizaciones a las que atribuimos alguna función o relevancia social. Pero este concepto de institución sería perfectamente innecesario para la teoría del desarrollo. En realidad las instituciones sólo tienen relevancia para el desarrollo cuando se las distingue nítida- mente de las organizaciones. Las instituciones son las reglas del juego formales e informales que pautan la interacción entre los individuos y las organizaciones. Las instituciones no son cosas, su existencia es meramente abstracta, no tienen objetivos, aunque cumplen importantes funciones sociales. Son el marco de constricciones e incentivos en el que se produce la interacción social. Se corresponden con determinadas correlaciones o equilibrios de poder y viven y se apoyan en nuestros modelos mentales, valorativos y actitudinales. Por ello mismo no tienen nada de social o políticamente neutral. Son formales e informales: las formales se confunden con las reglas del juego legal o socialmente proclamadas; las informales con las reglas efectivamente interiorizadas y vividas. En América Latina casi nada es lo que parece ser porque, en muchos ámbitos, prevalece claramente la informalidad institucional en contradicción a veces con la formal a la que anula y substituye en los hechos. Por eso casi todo lo importante que en la región acontece toma siempre por sorpresa a los observadores precipitados. Pretender cambiar la institucionalidad sin considerar la informalidad —que otros llaman ahora el capital social— no sólo es un despropósito teórico en nuestras latitudes sino sencillamente locura o cinismo.
Las instituciones son el principal patrimonio de cada sociedad. Son el principal determinante del tipo de organizaciones e interacciones permitidas a la libertad del individuo. Es bien sabido que un simple agregado de individuos brillantes no hace sin más a una sociedad brillante. La eficiencia y la equidad de un orden social depende sobre todo de su sistema institucional y, subordinadamente, de la calidad de sus organizaciones que en buena medida viene determinada por el sistema institucional en que viven. Las instituciones son importantes porque de ellas depende en gran medida la estructura de incentivos de la interacción humana, lo que equivale a decir que los sistemas institucionales difieren entre sí por el tipo de comportamientos individuales y organizativos que incentivan. Plantearse el desarrollo institucional equivale a plantear- se el cambio del sistema de incentivos vigente en una sociedad. En otras palabras, el potencial de eficiencia económica y equidad social de cada sociedad viene en gran parte determinado por la clase de conformación institucional en ella vigente. Pero, como razonamos ampliamente más adelante, plantearse la reforma institucional y del sistema de incentivos de los comportamientos organizacionales e individuales equivale a alterar el equilibrio institucional existente, el cual expresa un equilibrio distributivo y de poder institucionalizado que es el resultado de la solución —no necesariamente óptima— encontrada en conflictos sociales distributivos. Las instituciones importan económicamente porque determinan lo costoso que en una determinada sociedad resulta hacer transacciones o intercambios. Fue Coase[13] quien estableció la conexión crucial entre instituciones, costes de transacción y teoría neoclásica. El resultado de mercados eficientes pretendido por los neoclásicos sólo se obtiene cuando el intercambio no implica costes. Sólo en condiciones de intercambio sin costes de transacción los actores alcanzan la solución que maximiza la renta agregada, sin necesidad de considerar las instituciones existentes. Pero las economías y el desarrollo son hoy imposibles de entender sin los costes de transacción que son un componente fundamental de los costes de producción.
El coste total de producción es la suma de los costes de transformación (de los factores clásicos de tierra, trabajo y capital implicados en la transformación de los atributos físicos de un bien) y de los costes de transacción (los de definir, proteger los derechos de propiedad sobre los bienes, es decir, el derecho a usar, a disfrutar, a disponer y a excluir). En principio, el coste implicado por cualquier intercambio consiste: (a) en el coste tanto de medir los atributos físicos y legales intercambiados como en el de vigilar y garantizar el cumplimiento del contrato; y (b) en un descuento de incertidumbre que refleja el grado de imperfección en la medición y garantía de los términos del intercambio. El primer concepto se incluye siempre en los costes de transacción. El segundo no es tan obvio[14].
Pero no sólo están en cuestión los costes de transacción. Las instituciones existentes también afectan los costes de transformación y son un factor clave en la determinación de la estructura de producción de cualquier país. En efecto, cuando un determinado sistema institucional se caracteriza por definir y garantizar desigualmente los derechos de propiedad (reservando para una minoría los derechos de propiedad bien definidos y garantizados y sometiendo a la mayoría a un régimen de derechos de propiedad mal definidos y garantizados como sucede por lo general en todo el tercer mundo), la inseguridad resultante no sólo se traducirá en costos de transacción más elevados sino en la utilización de tecnologías que incorporen poco capital fijo y no impliquen acuerdos a largo plazo. En este contexto, las empresas tenderán a ser de pequeña dimensión, salvo cuando pertenezcan o estén protegidas por los gobiernos o por su propia fuerza o la de una potencia exterior.
Como el marco institucional existente define las oportunidades que incentivan la creación de empresas, cuando en un país los derechos de propiedad se encuentran mal y desigualmente definidos y protegidos, cuando existen barreras a la entrada y restricciones monopolistas, los empresarios, para maximizar su función de utilidad, tenderán a adoptar horizontes a corto plazo, a arriesgar escaso capital fijo y, consiguientemente, a crear empresas de pequeña dimensión. En estos contextos, los negocios potencial- mente más rentables se encuentran en el comercio, en las actividades redistributivas y en el mercado negro. Las grandes empresas con capital fijo importante sólo nacerán bajo el paraguas de los gobiernos o protegidas por subvenciones, aranceles o inter- cambios de la más diversas índole con la clase política. También pueden crecer a la sombra de grandes compañías extranjeras privadas capaces de controlar el juego político interno pagando los costes correspondientes. Ninguna de estas combinaciones resulta desde luego incentivadora de la eficiencia económica.
Pero lo más grave por lo que a los países en desarrollo se refiere es que la estructura institucional, por el impacto que tiene sobre la evolución a largo plazo de los conocimientos y habilidades, no sólo influye poderosamente en la estructura básica de producción sino que tiende además a perpetuar el subdesarrollo. En efecto, las organizaciones son entidades finalistas diseñadas por sus creadores para maximizar riqueza, renta o cualquier otro objetivo, dentro del marco de oportunidades procurado por el sistema institucional vigente. Las organizaciones son creadas desde luego no sólo en función de las constricciones institucionales sino también de otras tales como la tecnología, la renta o las preferencias. La interacción entre todas estas constricciones delimita el potencial de oportunidades de maximización de riqueza para los entrepreneurs, políticos o económicos. La realización efectiva del potencial de oportunidades plantea la cuestión clave de qué clase de conocimientos y habilidades serán los requeridos por la organización maximizadora. La respuesta es importante porque determina en gran medida la cantidad, el tipo y la forma de evolución de los conocimientos y habilidades efectivamente disponibles en cada momento en una determinada sociedad.
Cualquiera puede entender que los conocimientos y habilidades necesarios para maximizar la utilidad de las organizaciones en una economía de mercado moderna son bastante diferentes de los requeridos en un contexto económico donde la maximización depende de sabotear o «quemar» a los competidores, donde el trabajo organizado incentiva la ralentización o el abandono laboral, donde los agricultores fían casi todo a su capacidad de presión para que el gobierno restrinja la producción o eleve los precios. El marco institucional determina, pues, la clase de conocimientos o habilidades necesarias. También determina obviamente el perfil del gerente empresarial maximizador. De ahí que tampoco sirva muchas veces el obtener formación de alto nivel en Universidades extranjeras prestigiosas, cuando los conocimientos y habilidades obtenidos resultan sencillamente inaplicables en el marco institucional en el que va a operarse.
 


[1]Sen considera que la deficiencia más importante de la economía tradicional del desarrollo es suconcentración en el producto nacional, en el ingreso agregado y en la oferta de bienes concretos,más que en las capacidades de la gente. Según él, el desarrollo tiene que centrarse en lo que lagente puede o no puede hacer, por ejemplo, si pueden vivir largo tiempo, nutrirse bien, ser capacesde leer y escribir, de participar en las decisiones de su comunidad o de formar parte de la comunidadcientífica o literaria mundial. El criterio evaluativo del bienestar o desarrollo dependerá, así, de lafacultad que las personas tengan para escoger el modo de vida que consideren valioso. Y el campode análisis de una teoría del desarrollo mejor fundada vendrá constituido por los espacios efectivosde libertad de las personas.  
[2]Amartya Sen (1999), El Desarrollo como Libertad, Barcelona: Planeta, p. 57-58.
 
[3]Amartya Sen (1999), “Democracy as a Universal Value”, en Journal of Democracy 10.3, 3-17también en http://muse.jhu.edu/demo/jod/10.3sen.html.
 
[4]Amartya Sen (1999), “Democracy as a Universal Value”, ob.cif., 4-5
 
[5]El tema de la cultura cívica democrática está planteada por Amartya Sen (1999) en Democracy andSocial Justice, paper, www.worldbank.org
 
[6]En África subsahariana, por ejemplo, la escolarización y la expectativa de vida se han incrementado considerablemente en las últimas décadas, pero las economías de la región en su conjunto han experimentado un crecimiento lento y en algunos casos negativo. La escolarización secundaria en Chile era virtualmente idéntica a la Hong Kong en 1960, 1970 y 1985. La escolarización secundaria en Argentina y Uruguay en 1960 se igualaba a las de Singapur e Italia y excedía a las de España, Portugal, Corea, Malasia, Tailandia y Hong Kong. Los estudios de comparaciones estadísticas relativos al promedio de años de educación de la fuerza de trabajo o de la población en general arrojan iguales resultados. Las tasas de escolarización de la mayoría del Sudeste Asiático no excedieron las de Sudamérica hasta los 80. La fuerza de trabajo argentina estaba mejor educada en 1965 de lo que lo estaba la de la mayoría del Sudeste Asiático veinte años más tarde (Clague, C., Keefer, Ph., Knack. S. y Olson, M. (1997), “Institutions and Economic Performance: Property Rights and Contract Enforcement”, en Clague, C. (ed), Institutions and Economic Development. Growth and Governance in Less- Developed and Post-Socialist Countries. London: The John Hopkins University Press, p. 82).
[7]Entre las críticas resulta significativa la autocrítica arrogante del propio John Williamson (2001), elcual, tras enumerar el decálogo — ¿por qué tanto empeño en hablar como Dios?— (disciplina presupuestaria, reordenación de las prioridades del gasto público, reforma tributaria, liberalización de lastasas de interés, tasa de cambio competitiva, liberalización comercial, liberalización de la inversiónextranjera directa, privatización, desregulación, y acceso de los informales a derechos de propiedad) y negar que esto suponga “neoliberalismo”, reconoce que las consecuencias “han sido frustrantes, por decir lo menos, particularmente en términos de crecimiento, empleo y reducción de lapobreza”. El fracaso para él no procede de las políticas recomendadas sino: (1) de que algunospaíses las adoptaron como una ideología (repárese que esta ideologización la atribuye al autor, no alFondo Monetario Internacional, sino a los países como si éstos hubieran sido los decisores últimos);(2) de que hubo crisis muy duras, como la mejicana o la argentina, y no se dispuso de “una serie deorientaciones acerca de cómo las crisis pueden ser evitadas”; y (3) de que las reformas propuestasdespreciaron alguna reforma imprescindible como la del mercado de trabajo y dejaron de considerarotras como la generación de una institucionalidad fiscal que asegurara que los superávits de losbuenos tiempos sirvieran para compensar los déficits de los malos. El autor acaba recomendando elfortalecimiento de las instituciones como tema a considerar en la que llama “segunda generación dereformas”. Conviene advertir, desde este momento, que lo que este autor entiende por institución notiene nada que ver con lo que en este trabajo se defiende. De hecho, si este autor hubiera entendidoel concepto de institucionalidad política y su relación con las políticas públicas difícilmente hubierapodido defender el decálogo sin considerar las condiciones institucionales requeridas para su efectivaimplementación. Vid. http://www.iie.com/publications/papers/williamson1102.htm
[8]La crítica más conocida y popularizada es la debida a J.E. Stiglitz (2002), El Malestar en laGlobalización, Taurus, Pensamiento, Buenos Aires.
 
[9]Este es el caso del nuevo decálogo propuesto por Nancy Birdsall y Augusto de la Torre, conmemorandolos diez años del Consenso de Washington y para superar sus insuficiencias (disciplina fiscalbasada en reglas; reglas que aseguren que el ahorro en los buenos tiempos se aplicará a gasto enlos malos, mitigando así las consecuencias de la volatilidad; redes sociales que se disparenautomáticamente; escuelas para los pobres; gravar tributariamente a los ricos; gastar más en elresto; dar oportunidades a los pequeños negocios; proteger los derechos de los trabajadores;enfrentar abiertamente la discriminación; reformar los mercados de tierra; servicios públicos orienta-dos a los consumidores). La audacia de los autores —que exponen los resultados del trabajo de unatask force— llega a incluir un valiente punto adicional: “reducir el proteccionismo de los países ricos”.Con ello se pretende el pío objetivo general de mejorar la equidad sin reducir el crecimiento. Pero niuna palabra acerca de la institucionalidad política necesaria para adoptar éstos u otros mejores mixde políticas. Vid. N.Birdsall y A.de la Torre (2001), Washington Contentious. Economic Policies forSocial Equity in Latin America. Findings of the Comission on Economic Reform in Unequal LatinAmerica Societies sponsored by the Carnegie Endowment for International Peace and the Inter-American Dialogue.
[10]Dixit, A.K. (1996), The Making of Economic Policy. A Transaction-Cost Politics Perspective.Cambridge, Mass.: The MIT Press, p.30-31. E
 
[11]Edwards, M. (1999), Future Positive. International Co-operation in the 21st Century, Earthscan,London, p. 38.
 
[12]Aunque, como casi siempre sucede, entre los más victimados se encuentran quienes siguieron másfervientemente la doctrina, es decir, pensaron menos por su propia cuenta. El caso de los países dela ex Unión Soviética resulta tan lacerante como grotesco. El PIB de la Federación Rusa se hareducido en un tercio y su fragmentación, conflictividad y desigualdades sociales ya emulan laspeores de las nuestras. A diferencia de América Latina, en la Europa del Este y la antigua UniónSoviética no faltaba conciencia de la importancia de las instituciones y la legalidad para la generacióny asentamiento de una economía capitalista de mercado. Había plena conciencia de que el estado dederecho no sólo exigía reconocimiento y respeto de los derechos civiles y políticos, sino que éstossólo podían afirmarse sobre un tejido económico asímismo fundado en el estado de derecho para laeconomía. Sin embargo, todo este clima intelectual se disolvió en cuanto las reformas se pusieron enmarcha. Prevaleció el cálculo de los beneficios políticos derivables a corto plazo de las terapias dechoque y de los big bangs económicos. Resultó pasado de moda invocar —como seguían haciendopersonalidades académicas tan destacadas como Douglas North o Mancur Olson— que sin refor-mas institucionales las privatizaciones y las liberalizaciones traerían invitados inesperados quizáshorribles, y que los equilibrios macroeconómicos estarían siempre en precario. Prevaleció la opiniónde jóvenes académicos, nuevos políticos reformistas y funcionarios de las instituciones financierasinternacionales, según la cual la reforma institucional correspondía a la segunda fase reformista.Lipton y Sachs, Fisher y Gelb, Blanchard, Froot y Sachs produjeron algunos de los posicionamientosmás influyentes de su tiempo: en todos ellos se desenfatizaba la reforma institucional. La tesis de lasecuenciación de las reformas con la postergación de la reforma institucional para cuando lasterapias de choque ya hubieran producido actores y coaliciones capaces de implantarlas se oficializóen el Informe de Desarrollo del Banco Mundial para 1996 “Del Plan al Mercado”. La verdad es que elúnico cambio institucional exitoso fue el desmonte del viejo régimen. Por lo que se refiere al nuevo laFederación Rusa se ha quedado sin plan y sin mercado y los actores emergidos sin constriccionesinstitucionales han creado poderosas coaliciones que hoy se amparan en una institucionalidadinformal corrupta que impide la emergencia de las instituciones de la democracia y el mercado. Todoun record. (Una reseña circunstanciada del proceso puede verse en Clement, C. y Murell, P. (1999),Assessing the Value of Law in the Economic Transition from Socialism: An Introduction. Documentopresentado a la Conferencia de la Asociación Internacional sobre la Nueva Economía Institucional,agosto 1999).
 
[13]R.H.Coase (1960). “The Problem of Social Cost”. Journal of Law and Economics 3: 1-44.
 
[14]Las partes de cualquier intercambio necesitan asegurarse de los atributos legales y físicos de laprestación que pretenden obtener de la otra parte, y esto implica costes obvios y de la más diversanaturaleza y cuantía, según el tipo de transacción. No se discute tampoco que los costes de lasorganizaciones creadas para ejercer la policía de los intercambios se incluyen también en los costesde transacción. Menos evidente es, en cambio, el concepto de coste o descuento de incertidumbre.Y sin embargo es fundamental a nuestros efectos.
El coste o descuento por incertidumbre hace referencia al tema crucial de la seguridad de losderechos. Fácilmente puede entenderse que a mayor inseguridad respecto de los derechos adquiridosmenor será el precio que estamos dispuestos a pagar. Si el sistema de medición y garantía de lostérminos de un intercambio es deficiente, la parte que padece la deficiencia aplicará la tasa dedescuento que considere oportuna. En otras palabras, cuanto mayor es el potencial del vendedor ode un tercero para influir en el valor de los atributos que están en la función de utilidad del comprador(es decir, a mayor potencial de intervención arbitraria pública o privada en la transacción), mayorserá la tasa de descuento aplicada y menor el precio de los atributos en intercambio. A mayorincertidumbre del comprador menor valor del bien comprado.Desde este sencillo concepto se entiende el fundamento económico de la lucha por la seguridadjurídica. El avance hacia mercados eficientes ha exigido históricamente y sigue exigiendo ahora lareducción progresiva hasta la eliminación del poder arbitrario. La interdicción de la arbitrariedad es lacolumna vertebral del mercado eficiente. Ella fue la bandera de las revoluciones liberales europeasque iniciaron el proceso de extender la ciudadanía y el mercado desde los muros de las villas oburgos a todo el territorio nacional creando la nación moderna. El gobierno constitucional no sólo esun ideal de libertad personal y política, es también una exigencia para el funcionamiento eficiente delos mercados. Todavía hoy, los diversos grados de incertidumbre respecto de la seguridad de losderechos constituye una explicación fundamental de los diversos niveles de desarrollo observables.Más adelante tendremos ocasión de exponer por qué la creencia de que el autoritarismo político esmás eficiente económicamente que la democracia carece de fundamento histórico y teórico.
 

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