Interculturalidad y Universalidad en una Era Global

Autor: Joan Prats
Vivimos en un mundo de ciudades. La historia humana podría interpretarse como un largo e incesante proceso de urbanización que expresa transformaciones profundas de la economía, la sociedad, la cultura y las instituciones. Una vez que los humanos entramos –es decir, nos producimos y reproducimos- en el espacio urbano ya nada vuelve a ser igual en nuestras vidas.
1. Introducción
En algún momento del año 2008, por primera vez en la historia, la mitad de la población mundial, es decir, 3.300 millones de personas, ya vivían en ciudades. Esta transición a la urbanización es universal, pero se da de modo muy diferenciado en las distintas regiones del mundo. Más del 70 por 100 de la población de Europa, Norteamérica y Latinoamérica ya viven en ciudades. Asia y África todavía son mayoritariamente rurales, con sólo el 40 y el 38 por 100 respectivamente de sus poblaciones viviendo en ciudades. Pero las previsiones y tendencias son rotundas: la mitad de la población de África ya será urbana en 2050, año en el que se espera que sea urbana el 70 por 100 de la población china y el 55 por 100 de la población de la India. En conjunto se espera que en 2030 poblaran la tierra 5.000 millones de humanos urbanos, cifra que se elevará a 6.400 millones en 2050.
El siglo XXI será sin duda el siglo de la transición a un mundo plenamente urbanizado. Pero la urbanización conectada a la globalización y al cambio tecnológico están cambiando también completamente el concepto de ciudad. Las ciudades ya no son más jurisdicciones territoriales tradicionales sino regiones-ciudades-metropolitanas densamente interconectadas a nivel supranacional, regional y global por las redes que canalizan los flujos globales de mercancías, servicios, capitales, ideas, imágenes, conocimientos y personas. Este innegable proceso universal y transformador a la vez de la urbanización se está dando con intensidades diferentes y está levantando desafíos asimismo diferentes en los diversos lugares del mundo.
Actualmente, cada día se suman a la población urbana mundial 193.107 nuevos habitantes (algo más de dos personas por segundo). Pero mientras los países desarrollados incorporan sólo 500.000 por mes, los países en desarrollo incorporan 5 millones de nuevos habitantes urbanos por mes. Es decir, mientras el crecimiento urbano es moderado o negativo en las ciudades del mundo desarrollado (en el que las ciudades que no decrecen tampoco crecen a una tasa superior al 1 por 100), las ciudades del mundo en desarrollo registran tasas de expansión que se sitúan entre el 2 y el 4 por 100 ó más.
2. Globalización e Identidades
Las identidades han precedido sin duda a la globalización; pero sólo con ésta se ha producido su eclosión a una escala previamente desconocida. Identidad es el proceso por el cual los actores sociales constituyen el sentido de su acción atendiendo a un atributo o a un conjunto de atributos culturales a los que se da prioridad sobre otras posibles fuentes de sentido de la acción. Hoy, por doquier, las identidades religiosas, nacionales, territoriales, étnicas y de género, resultan principios fundamentales de autodefinición y principios básicos de organización social, seguridad personal y movilización política (Barber).
Vivimos en tiempos de un capitalismo informacional desregulado y competitivo que desborda las capacidades de los Estados (Castells). Éstos se encuentran cada vez con mayores dificultades para ofrecer a la gente proyectos creíbles (en tanto que estén bajo el control de los propios Estados) de convivencia y bienestar. La globalización ha revalorizado también la dimensión local pues sólo en ella se encuentra la respuesta a muchos de los desafíos del empleo, la productividad y la lucha contra la pobreza.
Este proceso de pérdida de crédito del Estado como agente principal del desarrollo es universal, pero se ha dado con especial intensidad en América Latina.
A lo largo del siglo XX el principio identitario dominante en todos nuestros países fue la identidad nacional asimilada y confundida con el proyecto de desarrollo protagonizado prioritaria si no exclusivamente por el Estado. En América Latina la nación no preexistía al Estado sino que era éste quien tenía que construir a la nación mediante el éxito a largo plazo de sus proyectos desarrollistas. En Bolivia la revolución de 1952 encarnó a la vez el proyecto de desarrollo y el de nacionalización.
El fracaso del modelo cepalino de desarrollo coincidió históricamente con el inicio de la globalización. Para enfrentar la crisis, los Estados latinoamericanos tuvieron que asumir el rol de modernizadores en un contexto de globalización. Desprestigiado el conocimiento autóctono, de acuerdo con el saber convencional de las instituciones financieras internacionales, se procedió a disminuir al Estado y a traspasar al sector privado –ya bajo hegemonía transnacional- gran parte de las responsabilidades públicas, sin que los Estados dispusieran de las necesarias capacidades institucionales reguladoras y de control. De este modo el Estado nacional-popular se fue convirtiendo en el Estado neo-liberal. Paralelamente, se fueron deshaciendo las alianzas históricas entre los trabajadores organizados, las clases medias profesionales y burocráticas y los grupos económicos internos, es decir, las alianzas sobre las que se habían apoyado los propios Estados y sus proyectos nacional-populares de desarrollo.
Mientras duró la credibilidad del proyecto de desarrollo del Estado nacional-popular la identidad nacional fue el principio dominante de cohesión social. Cuando, en respuesta a la crisis estructural de los 80, algunos Estados latinoamericanos se hicieron neoliberales, la identidad nacional duró lo que la credibilidad de los proyectos neoliberales de desarrollo. Mientras estos produjo resultados para el conjunto de la población, aunque fuera en un contexto de gran desigualdad y corrupción, los Zedillo, Menem, Salinas, Sánchez de Lozada, Fujimori y hasta Cardoso ganaron elecciones. Pero cuando se deterioraron las condiciones sociales se produjo no sólo una crisis económica sino del sistema político, de la identidad nacional y del propio Estado.
En otros países como Ecuador, Colombia o Venezuela, las resistencias sociales detuvieron las liberalizaciones, pero al precio de caotizar la economía, entrándose así en una espiral que ha conducido a sociedades fragmentadas, polarizadas y bajo conducción de liderazgos populistas y cada vez más dudosamente democráticos. Pero tanto en unos casos como en otros, los Estados han perdido su credibilidad como portadores de un proyecto de desarrollo e identidad nacional. En estas circunstancias la gente ha tendido a encontrar su autodefinición y la esperanza de su bienestar en otras fuentes identitarias, más o menos compatibles con una identidad nacional que en todo caso se ha debilitado. Las identidades regionales y étnicas se han disparado.
Con todo, explicaciones estructurales como la precedente no dan cuenta de toda la complejidad que acompaña la emergencia de las identidades. La revalorización de las identidades se ha hecho también desde la evolución del propio principio democrático. Hoy se entiende, en efecto, que una democracia sólo puede ser muy imperfecta si impone como único o hegemónico un solo molde cultural, ya que esto supone tratar desigualmente a la diversidad de culturas existentes en la comunidad política. Cuando las sociedades son pluriculturales el principio democrático exige reconocer el pluralismo cultural y dar a cada comunidad cultural el derecho y los recursos para su libre desarrollo.
Como consecuencia de las migraciones internas e internacionales, acompañadas del abaratamiento de los costes de transporte y comunicación audio-visual, todas las comunidades políticas se están haciendo más o menos pluriculturales y todas las comunidades culturales inmigradas se están haciendo más o menos transnacionales. El destino de los migrantes ya no es el de asimilarse necesariamente a una identidad nacional exclusiva y excluyente. Las identidades se están haciendo necesariamente complejas y cambiantes. Hasta los Estados-nación históricamente exitosos tienen que aprender a vivir el pluralismo cultural y la complejidad identitaria y a experimentar nuevos instrumentos de cohesión social y de legitimación política.
Por lo demás, esta explosión de identidades tiene las más diversas significaciones. Muchas identidades están emergiendo como respuesta a una globalización que les margina o excluye, son identidades resistencialistas y a veces fundamentalistas. Pero otras identidades se afirman como un proyecto de inserción ventajosa en una globalización en la que ven más oportunidades que amenazas. En Bolivia estamos reviviendo un proyecto de Estado popular que ya no aspira a ser nacional sino plurinacional y que se apoya principalmente en identidades nacionales originarias e indígenas que se autoconsideran mayoritarias y se describen como excluidas de la globalización dominante o incluidas sólo por la puerta trasera de las migraciones o los tráficos ilegales. Desde esta lógica se pretende revalorizar la economía comunitaria erigida en bastión a la vez de resistencia al capitalismo global y de identidad plurinacional. Pero a esta visión se opone la que emerge en regiones bolivianas portadoras de proyectos de desarrollo capitalista, que se autoconsideran capaces de aprovechar las oportunidades de la globalización, ampliar la base productiva y del empleo de calidad, ampliar las clases medias y la base social de la democracia, y para ello necesitan la fuerza de una identidad renovada.
¿En qué medida este juego de identidades puede convivir o puede colisionar? Según Amartya Sen un enfoque “singularista” de la identidad humana según el cual sólo podríamos ser miembros de un grupo es una buena forma de malinterpretar a casi todos los individuos del mundo. Ver el mundo como una federación de religiones o civilizaciones en alianza o en conflicto resulta empobrecedor o falseador de la complejidad y riqueza con que las personas nos vemos a nosotras mismas. Pero, además, es sumamente peligroso porque los odios sectarios promovidos enérgicamente pueden extenderse como reguero de pólvora. Ahí están Kosovo, Bosnia, Ruanda, Timor, Israel, Palestina, Sudán o los negros nubarrones que se extienden sobre nuestra Bolivia. No basta con proclamar el derecho de las diversas identidades. Es necesario ir precisando en qué condiciones puede organizarse su convivencia en una gobernanza democrática nacional y global hacia la que es preciso encaminarse. Las identidades no siempre son liberadoras sino que a veces, estúpida o criminalmente estimuladas, se vuelven asesinas.
3. Naciones y humanidad: Identidades locales y flujos globales
Hace pocos días una noticia dio la vuelta al mundo: en Atapuerca, España, unos científicos descubrieron la mandíbula de un homínido de 1’2 millones de años. Un dato sin duda importante para la reconstrucción de nuestra historia humana. Pero lo que me ha llamado la atención es la forma en que se ha comunicado la noticia: “Se ha descubierto en Atapuerca al europeo más antiguo, de 1’2 millones de años”. Resulta que hace 1’2 millones de años ya había europeos. Curioso.
Tenemos una tendencia casi irresistible a reconstruir el pasado con las categorías, ansiedades y anhelos del presente. Los nacional-nacionalistas se llevan la palma en esto. Para ellos es como si la historia humana no haya tenido otro sentido que el de su cristalización en las actuales naciones culturales que vendrían a ser como el cenit y el nadir de nuestra evolución histórica y política, como esencias para la eternidad que se confundirían con la misma naturaleza humana hasta el punto de no reconocer la humanidad fuera del grupo cultural (José Antonio Primo de Ribera, fundador de la Falange española, conceptuó a España como varia y plural pero como “una unidad de destino en lo universal”).
Para ellos, como para tantos antropólogos de nuestro tiempo, las naciones culturales serían la fuente de identidad primaria y prioritaria, si no única y excluyente. Las personas individuales no podríamos realizarnos plenamente sino como miembros de un sujeto histórico colectivo, la nación, titular de derechos colectivos (de jerarquía igual, como mínimo, a los derechos personales) y en primer lugar de los derechos de soberanía, a los que se correspondería un natural derecho a la autodeterminación. Sin embargo, todas estas “mentalidades” o modos de ver y narrar “la” realidad se confrontan hoy a los descubrimientos científicos, por un lado, y a las nuevas realidades de la globalización y la sociedad del riesgo global, por otro.
Los nuevos métodos y descubrimientos científicos han roto la división entre historia y prehistoria humana. Hoy sabemos que no fuimos creados tal como somos sino que somos el fruto de una larguísima evolución biológica, que es nuestra historia más verdadera, que se cuenta por millones de años, a lo largo de los cuales se han ido construyendo las capacidades físicas, intelectuales y emocionales que nos caracterizan como humanos… y que seguimos evolucionando.
Nuestra más verdadera historia es la evolución y nuestra primera y principal identidad la derivada de la común membrecía a la especie humana. Si no somos capaces de vernos como personas antes que como miembros de cualquiera de los varios grupos a los que pertenecemos y nos confieren identidad(es), no sólo vamos a seguir falseando nuestra historia en función del estatus quo presente sino que podremos hacer muy poco para alumbrar mejores realidades futuras.
Pero los más de los pensadores de los siglos XIX y XX no lo vieron así. Fichte argumentó transcendentalmente que “lo que separa a los alemanes del resto de las naciones está fundado en la naturaleza” (o sea, en Dios) y esta argumentación ha calado hasta los huesos, y no sólo de los alemanes. Sólo unos pocos pensadores dudaron de la idea de que la humanidad consiste en el aislamiento de las naciones culturales, cada una con su derecho a la soberanía y la correspondiente pretensión de control único sobre el propio y singular destino. Pocos pensadores apuntaron a lo contrario: entrelazamientos, interdependencias, causalidades, responsabilidad compartida, solidaridad, comunidades de destino más allá de las fronteras nacionales. Señalemos sólo tres decisivos:
Primero Kant tanto por su ideal de una paz universal perpetua basada en el Derecho como por remarcar la herencia más notoria de la Ilustración: que cada cual y cada época seamos capaces de pensar por nosotros mismos. Segundo Marx que nos hizo ver que la dinámica sin fronteras del capital (hoy acelerada y extendida a extremos insospechables) entretejía los aparentemente aislados destinos de las naciones y los individuos. Tercero Nietzsche que fulminó la antropología que dividía la humanidad en grupos cerrados cohesionados por lazos étnicos, lingüísticos, religiosos y territoriales, presentados como “culturas”, en lo que veía una pretensión de inatacabilidad de la dominación burguesa. (Ulrich Beck).
El golpe más duro a este nacionalismo político y metodológico lo ha propinado, sin embargo, el proceso de globalización y, con él, la sociedad del riesgo global generada por la modernización avanzada, pues el poder de autoliquidación anticipada de todos está produciendo una disolución de la aún para algunos “natural” unión entre territorio, cultura, soberanía, autodeterminación, nación y aislacionismo. El ir de cada país por su cuenta se convierte en una ilusión contraria a la “realpolitik” de nuestro tiempo que no puede ser otra que la cooperación global o cosmopolita. El día que los Estados Unidos, la gran potencia de nuestro tiempo, decidan enterarse, la humanidad habrá dado un gran paso positivo. El Presidente Obama es sin duda la gran esperanza. Pero no sólo se han de enterar los norteamericanos.
En las condiciones del mundo actual, la soberanía del mundo post-westfaliano es una ilusión: no es la soberanía nacional la que hace posible la cooperación sino la cooperación transnacional la que hace posible la subsistencia de ciertos grados de soberanía nacional. Felipe González lo expuso meridianamente: los españoles tenemos que ceder derechos de soberanía a la Unión Europea para poder conservar gracias a ello algunos derechos de soberanía real.
Los humanos, para sobrevivir, siempre hemos tenido que anticipar imaginativamente nuestro futuro, con sus amenazas y oportunidades. Pero, hoy, esta anticipación nos lleva necesariamente a escenarios o imaginarios de amenazas, esperanzas, acciones, regulaciones y gobernanzas globales, que, en conjunto, dan fundamento real al imperativo moral de ir construyendo en las prácticas sociales una ciudadanía global o cosmopolita de la que aún estamos lejos y que constituye sólo una posibilidad histórica. La otra es, sin duda, la barbarie o hasta la autodestrucción.
Lo hasta aquí expuesto no reduce las culturas nacionales, regionales o locales a ideologías resistencialistas, reaccionarias o bloqueadores de los procesos de ciudadanía global, pero sí que obliga a su reconceptualización. Manuel Castells ha subrayado que la globalización no está resultando en la desaparición de la concentración territorial de la población y las actividades sino en la mayor oleada de urbanización de la historia de la humanidad. Se calcula que hacia mediados del siglo actual al menos dos tercios de la población mundial será urbana. En las ciudades se concentra y concentrará más el poder, la riqueza, la ciencia, la tecnología, la creatividad, las empresas de mayor productividad y las instituciones generadoras de conocimiento. Esta urbanización generalizada adopta una forma históricamente nueva: la gran región metropolitana, entendida como un espacio complejo en el que se mezclan ciudad y campo, áreas construidas y zonas naturales, industria y agricultura, servicios personales y sedes direccionales.
En estas condiciones, el gran problema de nuestro tiempo es articular y compatibilizar el dinamismo de las redes globales con la construcción de sentido y la representación de los ciudadanos a partir de la identidad local y la democracia municipal y regional. Una identidad exclusivamente cosmopolita subordinaría las identidades locales a los poderosos de los flujos globales, a la clase cosmopolita emergente. Para compatibilizar crecimiento, sostenibilidad, identidad y democracia hoy es necesario avanzar hacia nuevas geografías y hacia sentidos de pertenencia más plurales y complejos. Frente al riesgo de un planeta urbanizado, carente de ciudades, regiones y estados, dominado por los flujos globales y las clases cosmopolitas que les corresponden planteemos la opción de unas ciudadanías locales eregidas en actores político-culturales de un mundo de redes globales. Seamos locales y cosmopolitas al tiempo.
4. Autonomías y construcción nacional: Buscando el sentido de las movilizaciones autonómicas
La amplitud, intensidad y éxito de las movilizaciones por las autonomías departamentales han sorprendido a propios y extraños. La virulencia casi encarnizada de la batalla que se libra en torno a las mismas no es un conflicto más sino el conflicto en que se juega la futura Constitución de Bolivia. Es además un conflicto que expresa diversas contradicciones a nivel sudamericano y que puede tener importantes repercusiones en los equilibrios y orientaciones del Continente. En el mundo de hoy ningún conflicto civil es exclusivamente endógeno. Menos en Bolivia.
El sentido de la historia nunca depende de los hechos históricos mismos ni de las intenciones y argumentos de sus protagonistas. El sentido de la historia depende de quienes la interpretan y consiguen imponer su relato. Los dictadores quisieran fijar para siempre “su” relato y excluir todos los demás haciendo inamovible su poder. Pero en un mundo plural y democrático esto es imposible: en democracia la historia se escribe, debate y reescribe constantemente en función de nuestras diversas y contradictorias amenazas y ambiciones de presente y nuestras expectativas de futuro. La historia no es para el pasado sino para la vida. No es el relato de algo muerto sino la memoria necesaria para que siga fluyendo la vida. Desde esta lógica cabe no sólo indagar sino proponer el sentido de las autonomías departamentales bolivianas.
Interpretar las autonomías departamentales como el reducto de la reacción inmovilista, racista, revanchista, oligarca, secesionistas, proimperialista, vendepatria, clasista, y un largo etcétera no conduce a comprender sino a negar la realidad, porque independientemente de que pueda haber un poco de todo esto en los movimientos autonomistas, no es ésta la parte que permita definir el todo. Los movimientos autonomistas departamentales, guste o no, lejos de tener objetivos secesionistas, constituyen un proyecto de reconstrucción nacional, de Constitución Política para Bolivia, sobre bases muy diferentes a las del proyecto de Constitución del MAS. Las autonomías departamentales son un proyecto de reconstitución de Bolivia muy actual pero con sólidos fundamentos históricos, aunque distintos a los argumentados por los intelectuales del MAS.
Bolivia se apoya en realidades humanas, culturales, sociales y políticas precoloniales que desbordaban su territorio actual; pero, como Estado, es una construcción histórica derivada de la Colonia y de la República. De ellas procede no sólo el territorio sino la lengua que permite la comunicación entre todos los bolivianos. Es cierto que, vista la historia desde las categorías morales y políticas de hoy, ni la Colonia ni la República, quisieron, supieron o pudieron integrar en condiciones de dignidad e igualdad a las naciones y pueblos originarios e indígenas. Ni el propio Marx creía que esto fuera la tarea de progreso de su tiempo muy marcado por proyectos modernizadores racionalistas y culturalmente monistas. También es cierto que la negación de los derechos y la identidad cultural son una fuente inaceptable de humillación y sufrimiento y que Bolivia tiene pendiente tareas ingentes de descolonización de las mentes y las instituciones.
Pero no es menos cierto que la historia republicana, especialmente desde 1952, pero con antecedentes muy anteriores que no son ahora del caso, ha ido extendiendo progresiva aunque insuficientemente los derechos de ciudadanía, con avances y retrocesos, pero con hitos importantes desde el giro democrático de 1981 que han determinado nada menos que Evo Morales, un indígena, pueda ser Presidente de la República para orgullo democrático de una gran mayoría de bolivianos, independientemente de que estén o no de acuerdo con su gestión. Desgraciadamente el Presidente Morales no ha querido, podido o sabido ser el Mandela de Bolivia. La palabrarería pseudocientífica sobre el conflicto entre “cosmovisiones” irreductibles basadas en fondos raciales y étnicos supuestamente irreductibles ha hecho perder la oportunidad de dar un salto cualitativo en el proceso de reconocimiento de la igual dignidad entre las personas y las culturas que ya se había iniciado imperfectamente en la anterior etapa democrática. Lejos de acelerar un proceso histórico, se ha querido subvertirlo, refundar el país desde un imaginario supuestamente mayoritario, reescribiendo la historia en un nuevo texto constitucional que ha generado nuevos excluidos, precisamente los que se han aferrado y dado su fuerza al movimiento autonomista departamental.
Sucede, en efecto, que la Constitución masista, ha negado clara e irrefutablemente la existencia de la nación boliviana, ha dejado sin nación cultural a todas las bolivianas y bolivianos que no tengan sentimiento de pertenencia a las 36 naciones o pueblos originarios e indígenas. Los bolivianos y bolivianas que aman a Bolivia, que trabajan duro, se emocionan con sus símbolos y luchan por una Bolivia mejor se han quedado reducidos a miembros de “comunidades interculturales de diferentes clases sociales”, es decir, se les ha privado del vínculo emocional y cohesionador de sentirse miembros de una “nación cultural y política”, sólo tienen el estatus administrativo de “bolivianos”, no tienen identidad nacional. Sé que hay quienes, alarmados ante las consecuencias de esta expropiación emocional e identitaria en una Bolivia mayoritariamente urbana, se aprestan a decir que no, que la nación boliviana está implícita en el proyecto de Constitución, y hasta hay quien señala que Bolivia es una Nación de naciones. Pero el proyecto constitucional del MAS dice lo que dice, y desde su Preámbulo hasta su visión de país, pasando por su configuración de los poderes del estado, del régimen electoral y del sistema de “autonomías”, se funda en la negación de la Nación boliviana.
El movimiento autonomista departamental es incomprensible sin tener en cuenta este dato. No es sólo una aspiración a un poder local egoísta desde el que resistirse con “continuidad” al proyecto de “cambio”. El autonomismo departamental, más allá de los elementos reaccionarios que hoy se envuelven en las banderas departamentales, es ante todo un revivir del espíritu republicano que reivindica una Bolivia nueva que combine la realidad de las autonomías municipales con el derecho a la autonomía de los pueblos y naciones indígenas, con el derecho a la autonomía de los Departamentos y que todo ello se ampare en una Constitución de todos y para todos que reconozca la existencia de una Nación boliviana reconceptualizada y reconstituida. La lucha por las autonomías departamentales sólo cobra cabal sentido cuando es capaz de alzarse sobre los legítimos intereses locales proponiendo al país un proyecto político incluyente y modernizador desde el reconocimiento de la realidad multisocietal y multicultural de Bolivia.
5. Nuevas identidades para tiempos poderosos
Hace unos quinientos años los gobernantes de Florencia encargaron al entonces vicecanciller Nicolás Maquiavelo que indagara por qué Pandolfo Petrucci, señor de la vecina ciudad de Siena, era tan imprevisible en su comportamiento y tan propenso a la intriga. Maquiavelo quedó impresionado por su explicación: “Como deseo cometer cuantos menos errores posibles, llevo mi gobierno día a día y manejo mis asuntos hora a hora, porque los tiempos son más poderosos que nuestros cerebros”. Tiempos poderosos son todos aquellos que desbordan nuestros marcos conceptuales y nuestras capacidades de previsión y gestión de los acontecimientos. Hoy los tiempos son más poderosos que nunca y una de las maneras en que los enfrentamos es enraizándonos en nuestras identidades. Quizás este esfuerzo de agarrarnos a las diversidades creadas por la historia nos esté dificultando captar un “nosotros” emergente.
Quizás nada determine más la evolución de una cultura que el tipo y nivel de conocimientos que aplica. Sobre esta base Arnold Toynbee distinguió tres períodos en la historia humana: en un primer tiempo –la prehistoria- las comunicaciones entre los grupos humanos eran muy lentas, pero como el conocimiento avanzaba todavía más despacio, cualquier novedad tenía tiempo para difundirse antes de que se produjera la siguiente, de lo que resultaba un grado de evolución muy similar y muchas características comunes entre los grupos humanos; en un segundo período que cubre la mayor parte de la historia, el desarrollo del conocimiento se hizo más rápido que su difusión de modo que las sociedades humanas se fueron diferenciando cada vez más en todos los campos; finalmente, ya en tiempos muy recientes y poderosos –los nuestros- aunque los conocimientos avanzan cada vez más deprisa, su difusión se produce a una velocidad todavía mayor, por lo que las sociedades tienden a estar cada vez menos diferenciadas.
Si se partiera de una simetría básica en la producción y control del conocimiento por todos los grupos humanos, probablemente no se registrarían mayores problemas en esta transición hacia un “nosotros” planetario desde la diversidad de las diferentes culturas. Pero la producción y la propiedad del conocimiento científico y técnico –el que ha producido la “modernidad”- es de cuño occidental y sobre todo estadounidense, por lo que la mundialización o globalización no es vista como la creación de un “nosotros” por todos y para todos, sino como “americanización”, mcdonalización o imposición neoimperial o neocolonial de una cultura y una identidad hegemónicas sobre todas las demás.
Y es lógico que uno se rebele cuando siente que una amenaza pesa sobre su identidad: su lengua, su religión, su derecho, sus símbolos culturales. Una de las paradojas de nuestro tiempo es que viene impulsado por las fuerzas cruzadas de la unificación y la diferenciación. Nunca los humanos hemos tenido tantas cosas en común y nunca hemos valorado tanto nuestras diferencias.
Para todo el que no es occidental es muy difícil modernizarse sin desgarrarse. Al fin y al cabo la “modernización” con su ciencia y su técnica, su estado-nación, sus derechos humanos, su imperialismo y colonialismo, sus democracias y sus totalitarismos, sus ideologías, sus instituciones de mercado y del bienestar, su cristianismo modernizado y sus misioneros… son una creación genuinamente occidental. La historia de las civilizaciones muestra que muchas fueron más avanzadas que la occidental en otros tiempos. Pero cuando la civilización occidental comenzó a descollar en el siglo XVIII lo hizo por primera vez en la historia con los medios técnicos que permitían una dominación mundial. Desde entonces Occidente comenzó a estar y hoy está más que nunca en todas partes tanto en el plano material como en el intelectual. Ha marginado a todas las demás civilizaciones, que se sienten amenazadas por ella y por su exportación más exitosa: los Estados-Nación con sus proyectos creadores de identidades únicas, culturalmente uniformizadoras, de reducción de la diversidad preexistente a mero folklore…
Mientras las occidentales han podido vivir normalmente la modernidad, para los chinos, los africanos, los japoneses, los indios asiáticos o los americanos, los rusos, los iraníes, los árabes, los judíos o los turcos, la modernización ha significado siempre abandonar una parte de sí mismos, lo que ha ido acompañada siempre de una cierta amargura, de un sentimiento de humillación y de negación. Sobre todo en tiempos imperiales, es decir, cuando se consideraba que la historia y las instituciones de occidente eran el cedazo por el que tenían que pasar necesariamente los pueblos “en desarrollo” y cuando, como la experiencia histórica demostró hasta la saciedad, occidente no quería que los pueblos se le parezcan sino que le obedezcan. Le bastaba con una élite occidentalizada en los territorios sometidos. Cuando los pueblos intentaron proyectos de modernización sin renunciar a su identidad cultural, labrando su propia historia, las potencias occidentales no tuvieron demasiadas contemplaciones.
Pero la percepción de occidente está cambiando en todo el mundo incluido el propio occidente, especialmente desde que la caída del muro de Berlín y el agotamiento de las economías del bienestar combinadas con la revolución tecnológica abrieron las fronteras al proyecto de mundialización bajo hegemonía neoliberal (que más bien debiera llamarse neoconservadora). Hace 30 años las ideas liberadoras y emancipadoras del Tercer Mundo provenían de occidente. Eran principalmente el marxismo y el nacionalismo. Pero el marxismo ha acabado siendo una gran decepción intelectual y política y ya no estamos en los albores sino en el ocaso de los nacionalismos propagados por los proyectos de Estado-Nación.
La historia no sigue nunca el camino que se le traza. Y no por ser la obra de un Dios inescrutable, sino porque es –hoy más que nunca- profundamente humana, la suma de todos nuestros actos, de todas nuestras voces en todos los rincones del planeta, de nuestros intercambios, enfrentamientos, odios, sufrimientos, afectos y afinidades. Nunca como hoy la historia ha sido el producto de tantos actores con tanta libertad, por eso es más compleja e imprevisible que nunca, más rebelde a cualquier teoría simplificadora (Malouf). ¿Quiere esto decir que carece de sentido y que hay que abandonar la ilusión de controlar nuestro propio destino como proponen tantos posmodernos?
El gran fantasma que recorre el mundo de nuestro tiempo ya no es el comunismo sino la globalización. Es el nuevo viento cargado de amenazas y de oportunidades. Y conviene distinguir el fenómeno de la forma en que ha tratado de ser pilotado hasta ahora: el neoliberalismo. La crisis del proyecto hegemónico neoliberal que se venía gestando pero que ha estallado innegablemente estos días viene cargada de miedos y de esperanzas. A condición de que no nos encerremos en nuestros particularismos originarios o nacionales y seamos capaces de aportar desde ellos, con toda dignidad e independencia, a la construcción de una nueva e indispensable idea de humanidad.
La globalización podría favorecer –dice Malouf- una nueva manera de entender la identidad como la suma de todas nuestras pertenencias, de la que formaría parte la pertenencia a la común naturaleza humana –el mejor antídoto contra todo racismo- que aspiraría a ser un día la pertenencia principal sin anular por ello todas nuestras otras pertenencias diferenciadas. Pasaríamos de la identidad simple del Estado-Nación a las identidades complejas inherentes a la ciudadanía cosmopolita sin Estado-Mundial.
No estamos en la era de las masas sino de los individuos crecientemente liberados y solidarios. Si el falso encantamiento del consumismo no llega a “ensonsarnos” (idiotizarnos) podemos ir desarrollando una ciudadanía activa, individual y colectiva, que sea capaz de reencauzar la globalización. Las culturas diferentes merecen respeto y deben ser reconocidas y valoradas pero sólo en la medida en que no se hallen en contradicción con los valores, derechos y deberes universales de humanidad que deben estar por encima de todas las diferencias y de todos los intereses. Las tradiciones –incluidas las occidentales- sólo merecen ser respetadas en la medida en que son respetables. Y todos deberíamos esforzarnos en poner nuestras particulares culturas e identidades a la altura que las permita aportar y verse reconocidas en la nueva cultura e identidad humana, el nuevo humanismo sin el cual se vislumbra muy difícil la suerte de la Tierra.
La globalización neoliberal ha sido vivida por muchos no occidentales como el caballo de Troya de la americanización neoconservadora, una forma renovada de hegemonía a base de democracias de mínimos, libre comercio y bombardeos. Para que la globalización llegue a ser admitida de corazón y coprotagonizada será necesario no sólo que se las reconozca y respete sino que algunos elementos de nuestras culturas particulares –signos, símbolos, palabras, vestidos, música, personajes, conocimientos…- pasen a formar parte del patrimonio común de la humanidad. Las culturas son creaciones humanas vivientes: nos determinan tanto como nosotros las vamos determinando desde nuestra libertad y juicio crítico. No son creaciones para los museos sino para la vida. Y con su evolución evolucionan nuestras identidades. Si nos encerramos en la propia cultura con mentalidad de agredido no haremos sino empeorar los efectos de la agresión. El racismo sufrido nunca justifica el racismo propio. El ejemplo es Mandela.
La clave puede estar en fortalecernos para poder ser considerados y aportar a la cultura universal emergente. Esto no supone bajar la guardia. Hay que tomar en serio la protección de la diversidad lingüística y cultural porque muchas lenguas y culturas están en riesgo. Son muchas las comunidades que en el mundo actual están en peligro de perder su tierra, su lengua, su memoria, sus saberes, su identidad específica, su dignidad. Las Naciones Unidas han hecho un buen trabajo al respecto. Se trata de reconocerles derechos de autogobierno necesarios y suficientes para que no queden fijadas como elementos de un paisaje turístico más. Se trata de dar a todos los seres humanos, cualquiera que sea su cultura, la posibilidad de aprovechar no sólo los recursos de su territorio sino las oportunidades de todo tipo que brinda el mundo de hoy, de que puedan contribuir a moldear el patrimonio de valores universales que se viene formando sin perder por ello su memoria específica ni su dignidad.
De todas las pertenencias identitarias la lengua es sin duda la más importante. No lo es menos que la religión y, a diferencia de ésta, no tiene vocación de exclusividad. Además de factor de identidad es un instrumento de comunicación. Las lenguas del mundo son el eje de las diversidades y de las identidades. No hay desgarro mayor para los humanos que la pretensión de cortar el cordón umbilical que los une con su lengua. La suerte del esperanto es bien expresiva del fin de las ilusiones racionalistas incluso de las mejor intencionadas. No hay lengua universal y todas las que existen son lenguas de humanidad. Hay que proclamar y garantizar el derecho de todo ser humanos a conservar su lengua propia y a usarla con plena libertad.
Si queremos sujetar las amenazas de la globalización y expandir equitativamente sus oportunidades tenemos que ir construyendo una gobernanza global basada en una humanidad unida por valores universal que se apoyen en una ciudadanía cosmopolita progresivamente construida. Esto es incompatible con el proyecto del Estado-Nación. Pero también con ciertas concepciones de los Estados Plurinacionales y en especial de todos aquellos que se instituyen a través de sistemas de cuotas. Cuando cada cuota expresa cada una de las naciones y no se deja espacio mayoritario a la representación de la nación de todos, es decir, cuando lo plurinacional se afirma para negar lo nacional, entonces resulta que las pertenencias a naciones particulares se transforma en identidades sustitutivas de la nacionalidad exclusiva y excluyente del Estado-Nación en vez de englobarse y compartirse con una identidad nacional redefinida y ampliada. El camino a una gobernanza global democrática y con equidad pasa por la construcción progresiva de identidades plurales, compartidas y dinámicas, es decir, por pertenencias y lealtades múltiples. El papel que tienen que jugar las ciudades resulta decisivo a este respecto.
6. Individualismo y Comunitarismo: Debates sobre Principios Organizadores de las Sociedades de hoy
Jimmy Wales es uno de los cofundadores de Wikipedia, quizás el mayor ejemplo de comunidad virtual del conocimiento después del código libre; un esfuerzo por democratizar el conocimiento que aún con todas sus limitaciones en relación a los diccionarios de autoridad está transformando la educación y la comunicación a escala planetaria. Preguntado por qué un liberal como él había formado una ONG que moviliza miles de voluntarios en 150 lenguas que han escrito más de ocho millones de artículos en permanente revisión sobre todas las facetas del saber, su respuesta fue: “el individualismo consecuente conduce al comunitarismo, lo contrario del comunismo. Los estados –a veces con la excusa de protegernos- acaban siendo coercitivos, pero nadie sabe mejor que uno mismo qué le conviene. Esa es la línea de la libertad: que nadie decida por ti, pero, para cruzarla, necesitamos información libre y cooperación desinteresada, por eso creamos Wikipedia”.
Es un nota amable dentro del inquietante comienzo del 2009 a nivel planetario marcado por la crisis económica, las cautas esperanzas puestas en Obama, el drama que se vive en Gaza, la pasividad y errores de la administración Bush, la impotencia de la Unión Europea en política internacional, la debilidad de los gobernantes árabes frente a la conflictividad de todo Oriente Medio, las pretensiones estrafalarias de fanáticos megalómanos e ignorantes, el retorno de Rusia a los vicios de la guerra fría, las dificultades de la integración democrática y económica latinoamericanas, el aumento de la pobreza, la continuidad del terrorismo, las dificultades que van a enfrentar las potencias emergentes y especialmente China, el incremento de la economía ilegal y de la criminalidad organizada a escala global, las amenazas del cambio climático, de guerras…
Todo este entorno de turbulencia hace que muchos países, rehenes de sus extremistas, no puedan salir de las gigantescas trampas en que han caído, sin que parezca que nadie pueda salvarlos de sí mismos. Es el caso del conflicto palestino israelí, donde dos terceras partes de las respectivas poblaciones quieren el acuerdo y la paz. ¿No será también el caso de Venezuela y Bolivia? Ciertamente los pueblos sólo avanzan por el conflicto y el aprendizaje, pero cuando el enemigo no puede ser plenamente exterminado y las facciones de los pueblos no son capaces de reconocerse, dialogar y concertar, el aprendizaje en paz resulta imposible. Que se lo digan, por ejemplo, a los españoles, que sólo fueron capaces de hacer los pactos de la Moncloa y la transición democrática en paz por la memoria de una guerra civil que dejó un millón de muertos y cuarenta años de dictadura y por la promesa democratizante de incorporarse a la Unión Europea. Sin duda España sería hoy más rica, democrática, cohesionada y europea si los extremistas que la llevaron a la guerra civil hubieran quedado neutralizados por otros actores y fuerzas capaces de imponer los cambios entonces necesarios en paz.
¿Por qué individualismo y comunitarismo? Porque una de las razones de las guerras civiles es la supuesta incompatibilidad entre cosmovisiones, concepciones de vida y principios organizadores de la sociedad, incompatibilidad que pretende fundarse en la superioridad moral de unas sobre las otras. Todas las sociedades han pasado por etapas de economía y sociedad comunitarias primitivas, caracterizadas por la titularidad comunal de los bienes de producción más importantes, por el reconocimiento a las familias de derechos de uso exclusivo sobre un limitado número de bienes y por la sumisión del individuo a “un” modo de “vida buena” reflejado en usos y costumbres administrados por autoridades comunitarias. Estos comunitarismos son preliberales y antiindividualistas pues resultan incompatibles con el principio de organización de la economía y la sociedad al servicio de la libertad de la persona, que implica la admisión de una pluralidad de modos de “vida buena” entre los que la persona puede elegir y cambiar sus elecciones (y con ello sus identidades) a lo largo de su vida.
La coexistencia que se pretende en el proyecto de CPE boliviano de, por un lado, una sociedad de derechos humanos, individuales y colectivos, y, por otro, de enclaves territoriales comunitarios primitivos dotados de autoridades y de jurisdicción propios, está plagada de problemas. ¿Rigen los derechos humanos individuales –de género, políticos, religiosos o culturales- plenamente en el seno de los territorios autónomos comunitarios? ¿Qué sucede si existen contradicciones entre estos derechos y las prácticas comunitarias? ¿Puede y debe intervenir el defensor del pueblo? ¿Tiene todo boliviano/a el derecho a instalar su residencia o su empresa libremente en el territorio de la comunidad? ¿Tiene los mismos derechos que los comunarios sobre el proceso de “democracia comunitaria”? ¿Y sobre los bienes? ¿Hay reciprocidad de derechos entre el comunario que se instala en la ciudad y el citadino que se instala en una comunidad? ¿Cuáles son los límites constitucionales de la justicia y la democracia comunitaria? ¿Pueden crearse diversos partidos o agrupaciones políticas dentro de las comunidades? ¿Se reconoce la interculturalidad en los territorios comunitarios?
Cuando Jimmy Wales dice que el liberalismo consecuente conduce al comunitarismo no se está refiriendo desde luego al comunitarismo del proyecto de CPE boliviana. Seguramente se refiere a las filosofías políticas comunitaristas formuladas desde los años 80 como crítica al neoliberalismo, es decir, a una versión del liberalismo político que lo confundió con la filosofía del libre mercado y de la exaltación tanto del estado-nación como de un individualismo sin límites que tuvo en Nozick (Anarquía, Estado y Utopía) su máxima expresión intelectual. Los comunitaristas (McIntire, Sandel, Selznick, Taylor o Walzer) criticaron el liberalismo como fundamento exclusivo de las democracias; recordaron que el liberalismo es sólo una de las “almas” de Occidente, pues también son occidentales otras peores como los proyectos organicistas y nacionalistas de corte totalitario, el comunismo y diversos fanatismos étnicos o religiosos. Las ideas comunitaristas se formularon en vista de que a partir de los años 80 la mayoría de los conflictos surgían de enfrentamientos étnicos y culturales incapaces de ser gestionados y absorbidos por los proyectos liberales de estado-nación. Para los comunitaristas el reconocimiento de la verdadera libertad e identidad individuales requiere no sólo la protección de los derechos básicos de los individuos en tanto que seres humanos universales sino también en tanto que miembros de grupos culturales específicos, es decir, requiere el reconocimiento y la protección de sus actividades, prácticas y concepciones del mundo, especialmente de las minorías culturales en desventaja.
Muchos comunitaristas, como sucede con Taylor, no pretenden sin embargo abandonar el liberalismo sino reformarlo. Reconocen que la defensa de los principios de libertad, el respeto de la autonomía individual, el pluralismo y la tolerancia como principios de convivencia pacífica entre los individuos y los grupos, la afirmación de la justicia procedimental como instrumento que permite elegir consciente y libremente el propio plan de vida, la neutralidad del estado en materia de moral privada… son aspectos a retener de la concepción liberal de la vida buena. La crítica de Taylor al liberalismo individualista clásico se basa en que se puso al servicio del estado-nación culturalmente homogeneizante que es un proyecto inviable en las sociedades actuales además de injusto. Hoy –entiende- las exigencias de la justicia, la democracia y la vida buena obligan a conceder a determinadas etnias y culturas minoritarias garantías y estatutos especiales que salvaguarden su existencia y vitalidad, ya que sin ellas estas formas de vida serían absorbidas o aplastadas. Estas garantías y estatutos especiales tendrían que ser en todo caso compatibles con los derechos fundamentales que las constituciones de las democracias liberales otorgan a los individuos.
Taylor propone un liberalismo “hospitalario” que reconoce, acoge y hasta promueve las diferencias. Para él se trata de una exigencia de la justicia, pues la discriminación y el dolor que ella comporta no sólo proceden del género, la economía o la política sino también del grupo cultural de pertenencia. Cuando el pluralismo cultural realmente existente es negado o reducido a folklore (que es una forma de negación) se violentan las identidades concernidas con sentimientos de inferioridad y autodegradación. Por eso no se trata sólo de que los miembros actuales de una minoría cultural puedan expresarse sino de asegurar la supervivencia del grupo cultural. Para ello es necesario formar individuos que deseen hablar ese idioma, practicar esas costumbres, vestir de aquella manera, mantener tales tradiciones… es decir que sientan su pertenencia a una comunidad y se responsabilicen no sólo de su tradición sino también de su evolución. Porque en el mundo de hoy no pueden sobrevivir las comunidades cerradas. Taylor propone un liberalismo que reconozca que los derechos individuales se construyen y viven en entornos comunitarios que contribuyen a la libre construcción del yo y que proteja la supervivencia de esos entornos con la asignación de derechos colectivos. Sólo un liberalismo comunitarista puede –según él- ofrecer soluciones institucionales para la organización justa de las sociedades actuales.
Muchos liberales siguen mirando con recelo estas propuestas que sospechan conservadoras. En primer lugar, porque en un mundo crecientemente urbano y globalmente interconectado el dato más importante a considerar no es la multiculturalidad sino la interculturalidad. En segundo lugar, porque el liberalismo tiene que rechazar cualquier asignación de derechos colectivos que impida la posibilidad de que los individuos puedan cuestionar, revisar y hasta rechazar –total o parcialmente- modos de vida heredados. Desde la izquierda liberal Habermas ha señalado que los derechos colectivos a la supervivencia de una comunidad cultural no pueden limitar los derechos fundamentales individuales que determinan que todos podamos sentirnos pertenecientes a un mismo estado y compartiendo una identidad común todo lo enriquecida que se quiera por las identidades culturales diferenciadas. Es su propuesta de lo que llama “patriotismo constitucional”. Las culturas –señala- no sobreviven porque se las proteja sino porque gracias a una apropiada combinación de derechos individuales y colectivos son capaces de evolucionar y autotransformarse, lo que es imposible si no ofrecen a sus miembros la posibilidad de seleccionar sus propios valores. “Obligar mediante leyes a las personas, sólo en virtud de su origen, a adoptar o reproducir determinadas formas de vida, no significa hacer vivir una cultura; si ésta no tiene vida propia, sólo significa prolongar su agonía”. El liberalismo hospitalario de Taylor corre el riesgo de acoger huéspedes que lo vacíen de sus elementos esenciales (el derecho de cada humano a la libre construcción de su biografía, a la individualización) ya que existen identidades que contienen el desprecio a la libertad individual y a la tolerancia o la afirmación de que las identidades individuales y colectivas deben ser estables y duraderas.
El socialismo democrático actual, cada vez más liberado de veleidades estatistas, reconoce como eje orientador de la acción política y cívica el avance hacia condiciones económicas, sociales y culturales que permitan que todos los individuos y los grupos sociales dispongan de igual libertad para configurar y reconfigurar sus vidas personales y colectivas. Los derechos colectivos de los grupos no pueden coaccionar en ningún caso la libertad personal de sus miembros. Es más, la calidad de un grupo cultural puede medirse por cuánto facilita la igual libertad de todos sus miembros, lo que es imposible si no se reconoce y organiza su pluralismo interno. Avanzar en este sentido exige no sólo acción estatal sino una sociedad civil organizada, un nuevo civismo, que asuman estos valores y los vayan plasmando en prácticas e instituciones. Y sobre todo que todo esto se haga desde el compromiso de construir una cultura y compartir una identidad humana universal. Esto último es lo decisivo.
Los grandes problemas que ensombrecen el porvenir del siglo XXI no tienen solución desde las ideas elaboradas a fines del siglo XX, incluidos el liberalismo hospitalario y el estado plurinacional, independientemente de sus méritos. Seguimos pensando los problemas desde los estados cuando las soluciones sólo pueden venir desde la humanidad como un todo. La frase “una sola humanidad y muchas culturas” no puede interpretarse en el sentido de que nos une sólo la común naturaleza y que nos separan las diversas culturas. El mundo del siglo XXI no tiene salida sino desde el compromiso de las diversas culturas y estados de ir construyendo una humanidad y una identidad cultural compartida que nos identifique como humanos no sólo natural sino también culturalmente. Necesitamos hacer de la humanidad una gran comunidad cultural que englobe todas las diversidades. Este es el gran comunitarismo del siglo XXI que la globalización y las nuevas tecnologías no sólo permiten sino que exigen. Esta es sin duda la gran utopía para el siglo XXI. Utopía que no quimera, porque sin ella difícilmente podrá construirse la gobernanza democrática global y la ciudadanía mundial que debe fundamentarla. Cualquier otra solución supone pretender la vuelta atrás de la globalización con guerras casi inevitables o aceptar una globalización espúrea, no democrática, marcada por la aceptación de la desigualdad entre los pueblos.
El conocimiento social disponible hoy no sirve para orientar ni a los ciudadanos ni a los gobiernos ante el tipo de conflictos y desafíos que enfrentamos. Las religiones, las filosofías y las artes han ahondado nuestro conocimiento de lo humano y procurado no poco consuelo, pero no arrojan luz suficiente sobre cómo hacer más humanas y plenas nuestras existencias. Somos prisioneros de procesos históricos viejos y nuevos que representamos con dificultad y sin apenas control. Cuando un manto de oscuridad parece cubrir nuestro futuro, la esperanza viene de visionarios como fueron Luther King o Nelson Mandela dotados de una fe, fortaleza y paciencia que fundaron su convicción de que sus carceleros acabarían reconociendo la existencia de que somos una misma humanidad.
Vivimos tiempos en que los acontecimientos van a seguir precipitándose; la hiperactividad de los políticos será como manotazos continuos sobre hechos siempre inesperados; los analistas y consultores proveerán opiniones manidas que no constituyen auténtico pensamiento; echaremos en falta un reloj que vaya al ritmo de nuestros propósitos… El viejo Norman Birnbaum recordaba recién que sin disciplinar nuestras pasiones –y sobre todo la del poder- no podemos pensar la historia de manera realista y descubrir posibilidades que ahora nos parecen remotas o ilusorias. Pero si aprendemos –nos dice- a elaborar proyectos nuevos con los que materializar los fines de nuestras comunidades y nuestra humanidad, el vértigo histórico no tendría por qué abrumarnos y nuestras vidas podrían estar plenas de sentido aunque careciéramos de la seguridad del acierto.
¿Qué corresponde hacer en las ciudades para aproximarnos a este única humanidad de muchas culturas? La respuesta está en la construcción del civismo intercultural.

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