Liberalismo y democracia

Autor: Joan Prats

La libertad de los antiguos y la libertad de los modernos

Los liberales hicieron sus revoluciones para limitar el poder no para realizar el derecho de todos a participar en su ejercicio. Las democracias liberales que hoy prevalecen en tantos países no deberían oscurecer el largo conflicto histórico entre liberalismo y democracia.

Liberalismo y democracia responden a proyectos históricos y pasiones diferentes. Ambos dijeron perseguir la libertad frente a la tiranía, pero manejaron dos conceptos diferentes de libertad y, además, los demócratas no aceptaron la libertad sin la igualdad. Nadie como Benjamín Constant, en su famosa conferencia en el Ateneo Real de Paris de 1818, expresó esta diferencia de valores y de proyectos políticos, que él caracterizó mediante el contraste entre la libertad de los antiguos y la libertad de los modernos.

En las repúblicas antiguas se llamó libertad a la participación igual y libre de todos los ciudadanos en el poder, es decir, a la democracia. Pero, conscientes de que la democracia podía corromperse fácilmente en demagogia, los antiguos exigieron la educación cívica del pueblo con el fin de que cada ciudadano adquiriera lo que llamaron las “virtudes” necesarias para la participación política. A quienes desconocían estos deberes públicos y sólo se interesaban por lo suyo privado los antiguos atenienses les llamaron “idiotas” que quiere decir ausente de la ciudad. Los demócratas consideraban que en una ciudad donde sólo gobierna uno (monarquía) o unos pocos (aristocracia) todos los demás no son libres sino siervos. Cuando el uno o los pocos se oponen a la participación política del pueblo bloquean la emergencia de la ciudadanía, impiden que florezca la libertad y se degradan en tiranías y oligarquías.

Pero Constant, como buen liberal, veía las cosas de modo totalmente diferente. Para él la democracia termina inexorablemente sometiendo a la persona a la voluntad del colectivo privándole de su libertad individual. Porque la libertad de los “modernos” (liberales) no consiste en la participación igual en el poder sino “en las garantías acordadas por las instituciones para el goce de los bienes privados”. Difícilmente se podrá formular mejor la oposición entre el “burgués” y el “ciudadano”. La acción pública del primero se orienta a construir las instituciones de un Estado cuya misión es garantizar la libertad de los modernos, “el goce pacífico de los bienes y la independencia privada”. La revolución y la acción pública del burgués terminan aquí: procurar la construcción y el buen funcionamiento de unas instituciones que garanticen un poder al servicio de la protección de la esfera privada, de los bienes y de la libertad de cada individuo.

La doctrina liberal de los derechos naturales

Para la eficacia de todo ello los bienes privados que se trata de proteger se formularán como derechos naturales de la persona, anteriores al Estado, que éste tiene la obligación de garantizar y proteger bajo sanción, caso contrario, de rebelión y desobediencia civil (Locke). El Estado constitucional, la división de poderes y las primeras formulaciones de derechos humanos son aportaciones liberales a la historia humana, no son construcciones inicialmente democráticas.

Los liberales se negaron a la universalización de la ciudadanía política, al sufragio universal y a la soberanía popular. Sólo reconocían derechos políticos a una minoría de la población, sus sistemas electorales fueron censitarios, no reconocieron la soberanía popular ni el poder constituyente del pueblo, situaron la soberanía en el Parlamento y tuvieron de la Constitución una concepción meramente política y no como norma jurídica suprema. El sufragio universal, la soberanía popular, el poder constituyente del pueblo y la Constitución como norma jurídica suprema son instituciones aportadas a la historia humana por los movimientos democráticos.

Los demócratas no asumieron ni resolvieron inicialmente el posible conflicto entre las decisiones de la mayoría y los derechos individuales y de las minorías. Rousseau concebía una república en la que el poder soberano, constituido por la voluntad de todos, “no tiene necesidad de proporcionar garantías a los súbditos porque es imposible que el cuerpo quiera perjudicar a ninguno de sus miembros”. El programa político de Rousseau, como demócrata radical, consistía en asegurar la participación igual y libre de todos en la construcción de la “voluntad general”, no en poner límites al Estado. No es que Rousseau desconozca la necesidad de poner límites al poder. No es el padre de la democracia totalitaria. Él mismo señala que “el cuerpo soberano no puede cargar a los ciudadanos con ninguna cadena que sea inútil a la comunidad”, pero la utilidad o inutilidad de las cadenas no dependen de ningunos supuestos derechos naturales. Sólo el cuerpo soberano puede juzgar sobre este asunto.

Para construir los límites del poder los liberales echaron mano del iusnaturalismo, de la doctrina de los derechos naturales, que se basa en una construcción general e hipotética de la naturaleza humana que prescinde de toda verificación empírica y de toda prueba histórica. La doctrina de los derechos naturales fue la base de las Declaraciones de derechos de los Estados Unidos de América (a partir de 1776) y de la Francia revolucionaria (a partir de 1789). En todas ellas se deja claro que la finalidad de todo Estado es “la conservación de los derechos naturales e imprescriptibles del hombre”.

Por supuesto que todo esto es una construcción ideológica sin fundamento histórico. La historia humana no muestra ninguna evidencia de un estado de naturaleza ni de ningún contrato social basado en el reconocimiento y garantía de derechos individuales preexistentes. Más bien lo que la historia muestra es un avance progresivo y conflictivo –no exento de caídas y retrocesos- en los espacios de libertad humana mediante la lucha contra los déspotas y tiranos. La historia de los derechos es la historia de las luchas individuales y colectivas por el reconocimiento y garantía legal de sucesivos y progresivos espacios de libertad. Pero esta historia real no servía para el proyecto político de los liberales. Para limitar el poder era más funcional suponer a unos individuos dotados, por naturaleza y con anterioridad al Estado, de unos derechos que constituían el límite natural de la acción estatal.

El liberalismo nació individualista. Los derechos naturales son sólo de los individuos, no de la sociedad ni de ninguno de sus colectivos. Para los liberales la sociedad no es ningún hecho natural sino un hecho artificial nacido de un contrato de conveniencia por el que se funda una asociación política –el Estado- por individuos que ya tenían derechos naturales anteriores y superiores al mismo. Se rompe así la tradición política que desde Aristóteles no podía concebir la humanidad sin sociedad (zoon politikon). Liberalismo, constitucionalismo e individualismo pondrían las bases filosóficas al Estado liberal. La Sra. Thatcher podrá exclamar muchos años después, en pleno auge neoliberal, “¿La sociedad? No sé lo que es eso”.

Los liberales no sólo no compartieron sino que combatieron la libertad de los antiguos. Quizás nadie lo haya expresado mejor que Hayek: “Dadle derechos políticos a un esclavo y no haréis de él un hombre libre. Dadle en cambio el derecho a emplearse libremente, a aprender y practicar un oficio, a crear una empresa, y a ser propietario, bajo la garantía del Derecho, y habréis ampliado grandemente su libertad”.

El Estado liberal de derecho

Para limitar el poder y garantizar los derechos el liberalismo ideó la institucionalidad del Estado liberal de derecho. No es que antes del liberalismo el poder se concibiera como ilimitado. En la monarquía absoluta se entendía que el soberano no estaba vinculado por las leyes que él mismo dictaba, pero sí por las leyes divinas o naturales y por las leyes fundamentales del reino. El Estado liberal de derecho no sólo significaba subordinación del poder a las leyes, sino subordinación de las leyes a unos derechos considerados fundamentales y que el legislador puede delimitar pero nunca desconocer.

La institucionalidad básica del Estado liberal de derecho se expresa en: (1) el reconocimiento de derechos naturales como espacios de libertad natural; (2) la división de poderes; (3) la reserva al Legislativo de la regulación de los derechos fundamentales sin poder violentar nunca su “contenido esencial”; (4) el principio de legalidad o de subordinación del poder ejecutivo a la ley; (5) un poder judicial independiente que salvaguarda los derechos, interpreta y aplica las leyes y controla la legalidad del poder ejecutivo.

Los límites y funciones del Estado

Pero los liberales no sólo limitaron el poder con las instituciones del Estado de derecho. También lo hicieron reduciendo las funciones del Estado a su mínimo indispensable. Thomas Paine, pocos años antes de la revolución norteamericana, en un ensayo en defensa de los derechos humanos, lo expresó rotundamente: “el gobierno, aún bajo su mejor forma, no es más que un mal necesario y, en la peor, un mal insoportable”. Todo el pensamiento liberal asume la tarea de fijar los límites funcionales del gobierno. Locke lo hace en su Dos Ensayos sobre el Gobierno Civil, aunque es Kant, desde su preocupación por construir la libertad moral del individuo, el que golpea contra los gobiernos paternalistas y benevolentes en un texto antológico:

“Un gobierno basado en el principio de la benevolencia hacia el pueblo, como el gobierno de un padre sobre los hijos, es decir, un gobierno paternalista, en el que los súbditos, como hijos menores de edad que no pueden distinguir lo que les es útil o dañoso, son constreñidos a comportarse tan sólo pasivamente, para esperar que el jefe de Estado juzgue la manera en que ellos deben ser felices, y a esperar que por su bondad él lo quiera, es el peor despotismo que pueda imaginarse”.

Von Humboldt, en sus Ideas para un Ensayo para determinar los límites del Estado, llamaba a “cuidarse del furor de gobernar”. Humboldt construyó su teoría de los límites del Estado tomando como punto de partida a cada ser humano en su irreductible variedad y singularidad. La responsabilidad de cada uno de nosotros consiste –según él- en desarrollar nuestras particulares facultades al máximo. Esto significa que el mejor Estado es aquél en el que cada individuo “puede gozar de la libertad más irrestricta para desarrollarse en su personalidad inconfundible”. Por ello entiende que el fin del Estado sólo puede ser la “seguridad” entendida como “la certeza de la libertad en el ámbito de la ley”.

Individualismo, diversidad, conflicto y progreso permanente

El liberalismo entroniza al individuo en su diversidad. Para los liberales, una sociedad libre no es compatible con comportamientos uniformes que ahogan la diversidad, la iniciativa y la creatividad humanas. La libertad tiene un valor moral y se opone a los Estados benefactores y paternalistas que tienden a la pasividad, la uniformización y la armonía y condenan el conflicto. Para los liberales es necesario, primero, ganar la autonomía moral personal y para ello es necesario emanciparse de los ligámenes que la tradición, las costumbres o las autoridades religiosas han impuesto a los individuos a lo largo de los tiempos. Sin emancipación no puede expresarse la variedad de los caracteres y sin disputa entre ellos no habrá perfeccionamiento recíproco, aprendizaje como diríamos hoy. Sin competencia ni antagonismo –dice Kant- “todos los talentos permanecerían encerrados en sus gérmenes en una vida pastoral arcádica”. Por eso –como señaló Hegel- en los Estados despóticos de Oriente “uno sólo es libre y todos los demás son siervos”. Los Estados despóticos pueden ser paternalistas o crueles, pero todos son estacionarios e inmóviles, no están sujetos a la “ley del progreso indefinido” que sólo vale –según él- para las sociedades y los gobiernos civiles de Europa. De este modo –como ha señalado Norberto Bobbio- el Estado liberal, además de una construcción política histórica pasa a ser un criterio de interpretación de la historia.

El liberalismo es “moderno”. La democracia, como forma de gobierno, es “antigua”. Han pasado siglos y la palabra sigue diciendo lo mismo desde Grecia: que el poder pertenece a los muchos, a las mayorías, a los pobres, a la masa, al pueblo, a las multitudes, a la gente, a todos nosotros y que, por consiguiente, ha dejado de pertenecer a uno o a unos cuantos. Los liberales clásicos siempre rechazaron esta forma de gobierno. Por ejemplo, Hamilton y Madison, en El Federalista, acusaban al gobierno popular de “generar formas extremas de tiranía y anarquía” y de “degenerar en formas corruptas del vivir político”. Así han pensado siempre las oligarquías y muchos liberales pertenecían a ellas. Pero es un razonamiento tramposo porque el faccionalismo y la ingobernabilidad también han caracterizado históricamente a las repúblicas oligárquicas y elitistas.

De la democracia directa a la democracia representativa

El problema filosófico de los demócratas fue y en parte sigue siendo su convicción de que el mejor gobierno popular es la democracia directa, pero que, en las condiciones generales del mundo moderno, tiene que practicarse la democracia representativa. Rousseau, un apasionado de “los antiguos”, sostenía que “la soberanía no puede ser representada” y que por tanto “el pueblo inglés piensa que es libre y se engaña: lo es solamente durante las elecciones al Parlamento: después vuelve a ser esclavo, no es nada”. Pero como la modernidad, a través de las grandes dimensiones territoriales de los Estados, obligaba a formas de representación popular, los demócratas resolvieron el problema mediante la fórmula magistral de la primera Constitución escrita de los Estados Unidos, la de Virginia de 1776, de la que pasó a las Constituciones posteriores: “Todo el poder reside en el pueblo, y en consecuencia emana de él; los magistrados son sus fiduciarios y servidores, y en todo tiempo responsables ante él”. A partir de este principio los demócratas se enfrentaron a los liberales en: (1) su defensa del sufragio universal; (2) su defensa del poder constituyente del pueblo; (3) su negación de la soberanía del Parlamento; (4) su defensa de la Constitución como norma no política sino jurídica suprema; (5) su defensa de métodos de reforma constitucional coherentes con el poder constituyente del pueblo.

Pero la necesidad de una democracia representativa no sólo se fundamentó en la imposibilidad práctica de la democracia directa. De hecho, hoy, las tecnologías de la información podrían viabilizar la democracia directa, como algunos defienden. La democracia representativa se fundó también en la convicción de que los representantes elegidos por los ciudadanos son más capaces de juzgar y decidir sobre los intereses generales de la nación. El argumento es clave para el pensamiento democrático “moderno”. Legislar y gobernar no consiste en tomar decisiones sobre asuntos aislados, sino decidir sobre cada asunto coherentemente con un programa, proyecto o visión sobre los intereses generales del país. Una sucesión de referéndums podría llevarnos fácilmente a decisiones que son inconsistentes en su conjunto. El pluralismo de los individuos se expresa en liderazgos y partidos políticos que debaten y pactan entre sí a partir de visiones internamente coherentes y contrapuestas de la sociedad y de sus intereses. De ahí la inevitable deriva de la democracia representativa a la democracia de partidos. Para que ésta no degenere en partidocracia resulta muy útil mantener mecanismos de democracia directa que activen acotadamente la soberanía popular y ayuden a mejorar la calidad de la representación.

La naturaleza de la representación democrática

Por esta razón se entendió que los representantes democráticamente elegidos representaban a toda la nación y no a sus electores particulares. Por esta razón se excluyó también constitucionalmente el mandato obligatorio del elector frente al elegido, acabando de este modo con las prácticas del Estado estamental y corporativo en que las corporaciones y cuerpos colectivos transmitían sus exigencias a los soberanos a través de sus mandatarios representativos. Por eso los constituyentes franceses introdujeron en la Constitución de 1791 la prohibición del mandato imperativo: “Los representantes nominados en los departamentos no serán representantes de un departamento particular, sino de toda la nación, y no se les podrá imponer a ellos mandato alguno” (artículo 7). Representación sí, mandato no, se convertirá desde entonces en un principio fundamental del parlamentarismo.

La revolución conceptual e institucional que trae la democracia representativa es histórica. Ahora es la persona como tal y no como miembro de un colectivo o corporación quien tiene el derecho de elegir a los representantes que ya no lo son del departamento, colectivo o corporación sino de la nación entera y que por tanto deben actuar sin mandato imperativo, lo que no impide que puedan y deban informar y rendir cuentas ante sus electores concretos.

La democracia representativa moderna concibe al pueblo o nación como una suma de personas, de individuos dotados de discernimiento y capacidad moral, plurales y diversos, que se recomponen en la Asamblea Legislativa. Es la común concepción individualista lo que hará posible en el tiempo el reencuentro entre algunas variantes del liberalismo y de la democracia. Pero dejemos este tema así como el de las relaciones de ambos con el socialismo para una segunda oportunidad.

Irrumpen contradictoriamente los ideales igualitarios

La larga historia de la democracia releva dos dimensiones de la misma: por un lado la democracia se ofrece como un conjunto de reglas o instituciones orientadas a la distribución efectiva del poder entre el mayor número de personas –el llamado método democrático-; por otro, este sistema institucional se basa e inspira en la creencia en la igualdad y la diversidad humanas. El encuentro entre liberalismo y democracia será posible en la primera dimensión, no en la segunda. Para los demócratas la democracia plena no se conforma sólo con la participación política sino que exige, además: (1) que esta participación política sea igual y (2) que la participación política sea libre.

En el fondo del pensamiento democrático existe un principio axiomático radical: la igualdad absoluta de todos los seres humanos, la convicción de que ninguna vida humana vale más que ninguna otra, que todo ser humano tiene el mismo derecho a participar en la decisión de los asuntos comunes y que sin esa participación igual no hay libertad. Desde esta perspectiva, un criterio evaluador indispensable de la calidad de las instituciones –formales e informales- democráticas es cuánta participación libre e igual real y efectiva permiten a la ciudadanía. Llegados a este punto, para seguir avanzando necesitamos ahora precisar de qué igualdad y de qué libertad se trata. Y aquí las diferencias entre liberales y demócratas se hacen evidentes y responden, en el fondo, a ideales diferentes sobre la vida buena y la buena sociedad.

Igualdad y libertad en liberales y demócratas

Los liberales siempre tuvieron dificultades con las ideas igualitarias más allá de la igualdad de todos ante la ley y de la igualdad en los derechos naturales de las personas. Por supuesto que los liberales se opusieron a todo igualitarismo colectivista. Liberalismo e igualitarismo colectivista responden a concepciones del hombre y de la sociedad muy diferentes: individualista, conflictiva y pluralista la liberal; totalizante, armónica y monista la igualitaria. Para el liberal el sentido último de la vida es el libre desarrollo de la personalidad individual; para el igualitario colectivista el fin último es el desarrollo de la comunidad en su conjunto, aunque ello ahogue la pluralidad y la libertad de los individuos.

La igualdad ante la ley tiene matriz liberal. Fue proclamada en la Constitución francesa de 1791 y de ahí ha pasado a todos los sistemas constitucionales del mundo. La igualdad de los derechos fundamentales se encuentra proclamada en el artículo 1 de la Declaración universal de los derechos del hombre y del ciudadano: “Los hombres nacen y permanecen libres e iguales en derechos”. Ambos principios recorren la historia del constitucionalismo hasta nuestros días.

El principio liberal de igualdad ante la ley significa varias cosas: (1) que la ley es igual para todos y que el funcionario y, sobre todo, el juez, deben aplicarla no sólo con independencia sino con imparcialidad y coherencia; (2) que todos los ciudadanos deben estar sometidos a las mismas leyes y que deben ser suprimidas las leyes preliberales de los estamentos u órdenes particulares. Como se decía en el preámbulo de la Constitución francesa de 1791 “quedan abolidas las instituciones que dañaban la libertad y la igualdad de los derechos”, “ya no hay para ninguna parte de la nación, ni para el individuo, algún privilegio o excepción al derecho común de los franceses”.

La igualdad de derechos, para los liberales, significa que todos los ciudadanos tienen los mismos derechos fundamentales constitucionalmente garantizados, de modo que sólo son fundamentales aquéllos y sólo aquellos derechos de los que gozan todos los ciudadanos sin discriminación por razón de clase social, raza, género, religión, etc.

La lista de los derechos fundamentales fue ampliándose en el tiempo como consecuencia de las conquistas de los demócratas y socialistas reformistas (derechos económicos, sociales y culturales que se adicionan a los típicos derechos civiles y políticos liberales), pero el principio permanece: todos los ciudadanos tienen los mismos derechos fundamentales y sólo son fundamentales aquellos derechos que se atribuyen a todos los ciudadanos indistintamente, aquellos derechos ante los cuales todos los ciudadanos son iguales.

Obviamente igualdad de derechos no significa igualdad de contenido de los derechos, de oportunidades y de capacidades humanas. El rico y el pobre tienen el mismo derecho a la propiedad pero sólo el primero tiene propiedades. La igualdad y la dignidad humana para los liberales se fundamenta en la igualdad de derechos fundamentales no en la igualdad de capacidades, ni de funcionamientos ni de realizaciones (usando el lenguaje de Amartya Sen). El artículo 10.1 de la Constitución española de 1978 expresa este principio liberal: “la dignidad de la persona, los derechos inviolables que le son inherentes, el libre desarrollo de la personalidad, el respeto a la ley y a los derechos de los demás son fundamento del orden político y de la paz social”.

Los demócratas siempre aceptaron la igualdad liberal ante la ley y de los derechos. Pero fueron mucho más allá. En realidad manejaron conceptos muy diferentes de libertad y de igualdad. Philippe Pettit, uno de los teóricos más destacados del republicanismo cívico, ha destacado la diferente concepción liberal y democrático-republicanista de la libertad. La libertad liberal –nos dice- es la garantía institucional de la no inmisión ilegítima, ni del Estado ni de nadie, en nuestro ámbito de propiedad y de libertad privadas, en nuestra privacidad, que es donde halla sentido pleno la vida. La libertad democrática republicanista es la garantía de que ningún ciudadano –independientemente de lo que posea- está sujeto al dominio arbitrario de otro.

El esclavo bien tratado por el amo quizás viva con desahogo y hasta con lujo pero nunca será libre. Y nadie puede ser libre si no está libre de los temores que pueden conducirle a la servidumbre: el miedo al hambre, al abandono, a la ignorancia, a la indigencia, a la exclusión, a la violencia y al terror, al despido o manejo arbitrario de los empleadores, a la acción predatoria de las autoridades abusivas… Nadie puede ser libre tampoco si, además de una serie de seguridades básicas, no se le proporcionan oportunidades económicas, reconocimiento y dignidad social, reconocimiento y derechos culturales, económicos, laborales… en una palabra las condiciones existenciales que le conceden verdadera autonomía personal, responsabilidad moral real sobre sus propias vidas, libertad. Para los demócratas era ilusorio y tramposo creer que estas condiciones existenciales de la libertad surgirían de la mera combinación entre el Estado liberal de derecho mínimo y el libre mercado. Para los demócratas, el Estado no puede ser mínimo, sino el responsable y el garante de crear las condiciones existenciales de la libertad para todos. El Estado mínimo liberal nunca fue aceptable para los demócratas que siempre defendieron el Estado democrático y social.

El liberalismo protege la libertad individual frente al riesgo de intervenciones ilegítimas en la esfera privada. Los demócratas republicanistas, desde el compromiso por la igualdad, construyen la libertad de los que nada tienen en la esfera privada (y que no son libres real y efectivamente) trasladando al Estado la obligación de intervenir para asegurar la autonomía y responsabilidad moral, la libertad real y efectiva de las personas. La Constitución española, siguiendo los pasos de la italiana, recoge este compromiso democrático en su artículo 9.2: “Corresponde a los poderes públicos promover las condiciones para que la libertad y la igualdad del individuo y de los grupos en que se integra sean reales y efectivas; remover los obstáculos que impidan o dificulten su plenitud y facilitar la participación de todos los ciudadanos en la vida política, económica, cultural y social”.

Considerando estas concepciones tan diferentes de la igualdad y de la libertad ¿Cómo fue posible que el liberalismo y la democracia se reencontraran con el tiempo? ¿Cómo se llegó a los regímenes liberal democrático o democrático liberales que son hoy tan comunes?

La aproximación entre liberales y demócratas

El liberalismo, a mediados del siglo XIX, ya estaba dividido en una corriente conservadora y otra progresista. La corriente progresista consideró que la democracia, entendida como reglas e instituciones para la distribución del poder –el método democrático-, no sólo era compatible con el ideal liberal de libertad sino que, bien mirado, era su desenlace natural. La obra de John Stuart Mill es determinante en este sentido. Estos liberales acabaron aceptando la soberanía popular, el poder constituyente del pueblo, el sufragio universal, la naturaleza jurídica de la Constitución, la jurisdicción constitucional y la garantía constitucional de los derechos fundamentales.

Con el tiempo se hizo evidente para las corrientes liberales progresistas que las reglas e instituciones democráticas –el método democrático- era más eficaz y hasta necesario para salvaguardar los derechos fundamentales que son la base de la doctrina y la libertad liberal. En efecto si no se acepta la soberanía popular, si los derechos fundamentales no se incluyen en el texto constitucional, si la Constitución no es norma jurídica suprema y si no existe una Jurisdicción constitucional, resulta evidente que los derechos fundamentales no se encuentran bien protegidos frente a un Legislador que podría vulnerarlos sin que el poder judicial pudiera hacer nada ante la omnipotencia de la ley.

Con el tiempo los demócratas también se fueron dividiendo en demócratas reformistas y demócratas revolucionarios o radicales. Los primeros asumieron una estrategia de extensión gradual de la igualdad y la libertad basada en: (1) la adición de derechos económicos, laborales, sociales y culturales a las listas de derechos civiles y políticos liberales, y (2) la transformación del estado liberal en estado social. Los demócratas reformistas llegaron a la conclusión de que la salvaguarda de estos nuevos derechos y de las correspondientes funciones del Estado se realizaría más eficazmente usando en gran parte las reglas e instituciones del Estado liberal de derecho, convertido ahora en Estado liberal democrático y social de derecho. Este encuentro fue facilitado por la admisión en la corriente progresista liberal de una ampliación de su ideal de igualdad, que, más allá de la igualdad ante la ley y de derechos fundamentales, pasaría a comprender “la igualdad en la libertad”, concepto éste que abría las puertas del Estado mínimo hacia la aceptación de funciones del Estado orientadas a la garantía de la igual libertad para todos.

En el Estado liberal de Derecho la garantía de los derechos fundamentales del liberalismo dependía, cuando el Legislativo era respetuoso con ellos, del buen funcionamiento del Poder Judicial y, cuando no, ante la imposibilidad para el Judicial de enmendar la Ley, del ejercicio del derecho natural de resistencia a la opresión. No era un sistema, pues, que ayudara a la estabilidad política. La democracia defendió la ampliación de los derechos fundamentales liberales y su inclusión en los textos constitucionales a la vez que la naturaleza jurídica de la Constitución y su garantía última por un Tribunal Constitucional. Este sistema acabó siendo aceptado también por los liberales progresistas pues daba mayor protección a los derechos fundamentales y reducía riesgos de desestabilización política.

Pero la democracia añadió algo más que Jellinek (1851-1911), expresó magistralmente al señalar que el mejor remedio contra el abuso de poder –aunque no único ni infalible- es la participación directa o indirecta de los ciudadanos, del mayor número de ciudadanos, en la formación de las leyes. Los demócratas, mediante su doctrina de la soberanía del pueblo y la universalización de los derechos políticos, es decir, mediante la participación ciudadana plena, directa o indirecta, creaban la mejor garantía para los derechos civiles y de libertad proclamados por los liberales así como para los nuevos derechos fundamentales económicos, sociales, culturales y otros que iban a irse progresivamente reconociendo por las luchas y presiones de los movimientos democráticos y socialistas.

El Estado liberal y democrático de Derecho

Así pues, la aproximación de los demócratas a los liberales progresistas se produjo por la aceptación de la doctrina inicialmente liberal de los derechos fundamentales. Tanto los movimientos democráticos como los socialismos democráticos y reformistas asumieron la estrategia de la ampliación progresiva de los derechos fundamentales. Pero quizás la razón más importante de la aproximación se deba a la asunción por parte de una mayoría de demócratas de la hipótesis liberal de que, sin Estado de Derecho, la democracia puede conducir a la tiranía o el despotismo de las mayorías y que consiguientemente, el método democrático exigía no sólo el acceso democrático al poder, sino el ejercicio del poder en el marco del sistema de frenos y contrapesos de un Estado, ahora, liberal y democrático de derecho.

La democracia y los socialismos reformistas introdujeron también modificaciones importantes en el sistema de frenos y contrapesos del liberalismo. En primer lugar, a diferencia de lo que sucede con los derechos civiles y políticos, que son derechos de autonomía o libertad negativa, que se defienden mediante garantías jurisdiccionales, el Poder Judicial resulta insuficiente garantía de los derechos económicos, sociales y culturales que son derechos a recibir del Estado o de los empresarios las garantías y prestaciones positivas necesarias para que la libertad sea real y efectiva. Para que estos nuevos derechos, no liberales, se realicen hace falta la participación política individual, universal. Pero el método democrático no se acaba ahí. Bajo la influencia de los trabajadores organizados y del socialismo reformista, el Estado democrático y social reconoce la participación necesaria de los sindicatos en la determinación y vigilancia de las políticas públicas.

Con la industrialización se llegó a fórmulas de gobierno democrático-corporativo. Como para la realización de los nuevos derechos de contenido prestacional (dignificación del espacio público, salud pública, seguridad e higiene laboral, educación universal, seguridad y asistencia social, entre otros) el Estado necesitaba construir grandes burocracias que quedaban en gran parte fuera del control judicial, se tuvieron que desarrollar nuevas instituciones como el “ombudsman”, nuestro defensor del pueblo, que tiene sello de origen socialdemócrata y sueco. En muchas municipalidades y estados norteamericanos y en algunos europeos, la tradición democrática presionó por la introducción de figuras de democracia directa como son los referéndums, las iniciativas legislativas, la revocatoria de mandato, las diversas modalidades de asambleas de ciudadanos… Más tarde, en sociedades democráticas más complejas, que ya no podían sentirse integradas en los moldes del gobierno corporativo, el pluralismo mayor de los intereses, visiones y grupos, determinó la exigencia de la participación y del control social como principios institucionales de la gestión pública democrática de nuestro tiempo.

La tiranía o despotismo democrático

Las atormentadas y efímeras experiencias democráticas traídas por la revolución jacobina y por la de 1848, ambas concluidas en sistemas cesaristas, alimentaron en los escritores liberal conservadores la tesis de que la democracia y la tiranía eran dos caras de la misma moneda. Tocqueville (1805-1855), el visionario descubridor de la democracia americana, formuló su célebre profecía en las últimas páginas de La Democracia en América: “Quiero imaginar bajo qué rasgos nuevos el despotismo podría darse a conocer en el mundo; veo una multitud de hombres iguales o semejantes, que giran sin cesar sobre sí mismos para procurarse placeres ruines y vulgares, con los que llenan su alma… Sobre éstos se eleva un poder inmenso y tutelar que se encarga sólo de asegurar sus goces y vigilar su suerte. Absoluto, minucioso, regular, advertido y benigno…”.

Tocqueville no se engañaba. Lo que le preocupaba de la democracia no eran sus reglas e instituciones sino su exaltación del valor de la igualdad no sólo política sino de condiciones de la libertad. Esto era lo que para él conduciría inevitablemente al despotismo. Pero pensaba que el proceso de democratización era irreversible. En la introducción a la primera parte de La Democracia en América se preguntaba: “¿Puede pensarse que después de haber destruido el feudalismo y vencido a los reyes, la democracia retrocederá ante los burgueses y los ricos? ¿Se detendrá ahora que se ha vuelto tan fuerte y sus adversarios tan débiles”. Pero, para él, la democracia sólo podía traer para las generaciones futuras el destino de siervos satisfechos. En las últimas páginas de la segunda parte de La Democracia en América (1840) presiente el nuevo despotismo que, según él, contiene la democracia: un gobierno centralizado y omnipotente, la todopoderosa voluntad general de Rousseau, que le hace decir: “Nuestros contemporáneos imaginan un poder único, tutelar, omnipotente, pero elegido por los ciudadanos; combinan centralización y soberanía popular. Esto les da un poco de tranquilidad. Se consuelan por el hecho de ser tutelados, pensando que ellos mismos seleccionaron a sus tutores… En un sistema de este género los ciudadanos salen por un momento de la dependencia, para designar a su amo, y luego vuelven a entrar en ella”.

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