Las Cuatro Crisis de la Unión Europea.

Autor: José Antonio Sanahuja
Instituto Complutense de Estudios Internacionales (ICEI)
La Unión Europea atraviesa una profunda crisis. Se analizan aquí cuatro dimensiones que se consideraban consustanciales a la Unión, pero cuyo alcance se pone en duda en estos momentos: a) proyecto económico generador de bienestar. b)proyecto político de gobernanza cosmopolita. c)mecanismo de solidaridad transnacional. d)agente internacional influyente.
La Unión Europea (UE) se encuentra en las horas más bajas de su historia, en lo que no es exagerado calificar de verdadera “crisis existencial” como proyecto político, económico y social. Su actual situación pone en cuestión, en primer lugar, la relevancia de ese proyecto, señalando su supuesta rigidez y disfuncionalidad para hacer frente a las urgencias de la crisis y buscar acomodo en el sistema global. En segundo lugar, aunque el proyecto europeo siga siendo relevante, se pone en duda su viabilidad. Son voces diversas, pero cada vez más numerosas, las que afirman que ante la crisis económica y otras amenazas que se relacionan con “Europa” —las migraciones descontroladas, los recortes fiscales o la burocracia bruselense— sería mejor “ir solos”. En el norte de Europa, incluso desde posiciones moderadas se afirma que es mejor librarse del “lastre” que suponen los países del sur y la periferia de la UE, planteándose abiertamente la posibilidad de excluirlos de la eurozona. En el sur, también se afirma que es necesario zafarse de las exigencias de disciplina monetaria y fiscal que exige el euro, reclamando incluso el abandono de la moneda única para recuperar soberanía monetaria y salir de la crisis a base de devaluaciones competitivas. Las reacciones nacionalistas y populistas a la crisis explican en parte que el “euroescepticismo” esté ganado espacios al europeísmo, extendiéndose desde los extremos hacia el centro del espectro político de la UE. Pero más allá del discurso y el debate político superficial, hay que reconocer que la UE experimenta una crisis profunda que afecta a su racionalidad, legitimidad, relevancia y viabilidad. Esa crisis afecta al menos a cuatro dimensiones substantivas del proyecto europeo:
La primera se refiere a la UE como proyecto económico capaz de promover la estabilidad, el crecimiento y la competitividad internacional, generado empleo y bienestar a través, primordialmente, de la experiencia más avanzada del mundo de integración económica, abarcando tanto el mercado interior y la unión monetaria, como un conjunto de políticas comunes en materia de comercio, agricultura, energía, o I+D.
La segunda dimensión alude a la UE como experiencia federal y, en un sentido más amplio, como modelo político singular de gobernanza democrática cosmopolita; construcción “postnacional” o “postwestfaliana”, o experimento inédito de “gobernanza multinivel”, por mencionar algunas de las conceptualizaciones que se han elaborado para describir una realidad política que supone una redefinición “federalizante” de la soberanía, la democracia y la ciudadanía más allá del tradicional Estado-nación de base territorial.
La tercera se refiere a la “Europa social” y al papel de la UE como mecanismo de solidaridad transnacional, a través de las políticas de cohesión económica, social y territorial, con objeto de promover una “convergencia real” de renta e indicadores sociales, aproximar los niveles de bienestar con los países de menor desarrollo relativo, y atenuar los costes del ajuste y la transformación productiva.
Finalmente, la cuarta dimensión substantiva del proyecto europeo se refiere a su papel como actor global en un sistema internacional caracterizado por rápidos e intensos procesos de cambio en la naturaleza, las fuentes y las pautas de distribución del poder. Solo a través de una acción exterior común, y en particular mediante la Política Exterior y de Seguridad Común (PESC), incluyendo la Política Común de Seguridad y Defensa (PCSD), se lograría que los Estados miembros y la UE como tal sigan siendo relevantes y puedan promover en el exterior tanto sus intereses como sus valores.
Las secciones siguientes examinarán con mayor detalle los dilemas que la Unión enfrenta en cada una de estas cuatro dimensiones, que de una manera u otra se relacionan tanto con desafíos externos como los procesos de globalización y de cambio de poder a escala mundial, como con sus limitaciones internas en el plano político e institucional. Como se argumenta en este capítulo, la resolución de esos dilemas pueden llevar a la Unión a tres posibles escenarios: uno, la paulatina renacionalización de la política y la economía, sobre la falsa premisa del control nacional; dos, la conversión de la moneda única y las instituciones de la UE en un mecanismo disciplinario de los mercados financieros, fracturando el binomio disciplina-solidaridad que ha caracterizado históricamente el proyecto europeo; o bien, como tercer escenario posible, la redefinición de la UE como proyecto de gobernanza efectiva de la globalización, garantizando la cohesión y la solidaridad intraeuropea; es decir, no sólo “más” Europa, sino una “mejor” Europa.
La crisis de la UE como proyecto económico ¿Un modelo viable frente a la globalización?
Aunque no es su propósito último, la racionalidad de la integración europea ha radicado en su capacidad para generar crecimiento, empleo y bienestar a través de la mejora de la eficiencia y la competitividad que solo un mercado ampliado podría generar. Desde ese punto de vista, la UE ha cumplido sobradamente las expectativas que se derivarían tanto de la aproximación clásica a la teoría de la integración económica de los años cincuenta y sesenta, basada en los efectos estáticos, como a su revisión en los años ochenta, basada en los efectos dinámicos de la integración.
En relación a estos últimos, es importante resaltar el programa del mercado interior lanzado por la primera Comisión Delors, que de 1986 a 1992 impulsó un proceso de liberalización sin precedentes, tanto intra-UE como extra-UE. Ese experimento de “regionalismo abierto” a la europea se orientó a la eliminación de barreras internas, la reducción de costes de transacción y la generación de efectos dinámicos, lo que el “Informe Cecchini” denominaba “los costes de la no-Europa”. Todo ello convirtió al mercado europeo en un motor de crecimiento que permitió superar la anterior etapa de “euroesclerosis” y mercados fragmentados que lastraban la economía europea a principios de los ochenta, frente a las más competitivas de Estados Unidos y Japón. Merced a los efectos del mercado interior —mejoras de eficiencia, aumento de la productividad, atracción de inversión directa, economías de escala y de aprendizaje, incentivos a la innovación— la economía europea pudo mantenerse durante el decenio de los noventa a la cabeza de los ranking de competitividad internacional, iniciando con buen pie su andadura en el proceso de globalización. Es importante subrayar que esas mejoras también son imputables a otros factores, como los estímulos derivados de la ampliación de la UE, con la adhesión de España y Portugal en 1986 y la reunificación de Alemania en 1990, fuera en términos de incentivos de mercado, o de ayudas públicas; o el mayor papel que desde los noventa han jugado las transferencias de renta de la política de cohesión, o la política común de I+D.
Complemento necesario del Mercado Único Europeo fue la unión monetaria, iniciada en 1993 tras la adopción un año antes del Tratado de Maastricht. El proceso de convergencia macroeconómica derivado del cumplimiento de los “criterios de Maastricht” de deuda pública, déficit fiscal, tipos de cambio y tipo de interés permitió el lanzamiento del euro en 1999 y su circulación efectiva en 2002 en una “eurozona” más restringida y exigente, que el conjunto de la UE.
Es importante recordar la poderosa racionalidad económica de ese nuevo paso en la construcción europea; en unas economías tan integradas como las que componen la UE, la moneda común permitía suprimir costes de transacción que aún minaban la competitividad europea, además de conjurar los riesgos derivados de la volatilidad de los tipos de cambio, que las “tormentas monetarias” de 1991-93 habían puesto de relieve de manera dramática. La moneda única también reduciría los costes de la financiación para gobiernos, empresas y particulares, y —aunque ello no se planteara abiertamente— la aparición del euro rompería el tradicional monopolio del dólar como moneda de reserva internacional, y con ello, se reducirían las posibilidades de que Estados Unidos siguiera financiando su posición hegemónica mediante el “impuesto inflacionario” que ha extraído históricamente a través de ese monopolio.
En el plano económico la crisis de la UE no se limita a los problemas de deuda pública y de viabilidad de la eurozona que irrumpen en 2010. El mercado interior aún dista de estar completado y existen importantes barreras en servicios, transporte o energía, sin olvidar otras distorsiones como el dumping fiscal con el que Irlanda ha atraí do inversión extranjera a expensas de otros socios. Sin embargo, la UE se enfrenta al agotamiento del ciclo de crecimiento y mejora de la competitividad iniciado con el mercado interior de 1992, a causa de la aceleración y alcance del proceso de globalización: pese a ese mercado, la Unión parece haber perdido el paso frente a las presiones competitivas de los mercados emergentes de Asia. Ese proceso, y en particular, la entrada en la fuerza de trabajo global de varios cientos de millones de trabajadores de bajo coste en los nuevos centros manufactureros asiáticos, exigiría que las economías europeas —especialmente las más rezagadas— incrementasen aún más su productividad, y que hubieran transitado más rápido hacia actividades con mayor contenido en tecnología y conocimiento.
Ese fue el propósito de la propuesta de un vasto plan de infraestructuras paneuropeas financiadas con emisiones de bonos europeos, planteada en 1993 por la segunda Comisión Delors, y rechazada por el Consejo y los Estados miembros; o de la “Estrategia de Lisboa” de 2000, revisada en 2005, que pretendió hacer de la UE “la economía basada en el conocimiento más dinámica y competitiva del mundo”. Ésta, sin embargo, no logró sus objetivos como estrategia de crecimiento basada en la innovación y competitividad, si alguna vez lo fue, y fue superada por las urgencias de la crisis y la supervivencia del euro (Comisión Europea 2010a: 3). Ya en 2003 el “Informe Sapir” alertaba respecto a las disfunciones de una UE que destinaba cerca de la mitad de su presupuesto —que por otro lado apenas superaba el 1% de su PIB agregado— a sostener la agricultura, en vez de reforzar las políticas de mejora de la infraestructura, de inversión en formación y mejora del capital humano, y de investigación, desarrollo e innovación, energías renovables y nuevas tecnologías necesarias para cambiar el modelo productivo, y dar así paso a un nuevo ciclo de crecimiento (Sapir 2003). Con una lógica similar a la Estrategia de Lisboa, la nueva Estrategia “Europa 2020” insiste en promover la economía del conocimiento, el “crecimiento verde”, y la vinculación del crecimiento con la cohesión social. Lo que parece difícil de conciliar, como se indicará, con las exigencias de ajuste de corto y medio plazo con la que la UE está respondiendo a la crisis[1].
Sin embargo, es la crisis del euro la que supone la mayor amenaza para la viabilidad de la UE como proyecto, tanto en el ámbito económico, como en cuanto a su viabilidad política. Como ha señalado Shambaugh (2012), la crisis de la eurozona se origina en tres crisis que se interrelacionan en un bucle infernal: una crisis bancaria, con bancos insuficientemente capitalizados que afrontan una crisis de liquidez, causada por un ciclo de sobreendeudamiento alentado por un periodo de excesiva liquidez en las finanzas internacionales, y por una regulación inadecuada; una crisis de deuda soberana, con gobiernos que se ven afectados por incrementos de la prima de riesgo y crecientes dificultades para financiarse; y una crisis de crecimiento, con bajos niveles de crecimiento y problemas de productividad y competitividad subyacentes distribuidos desigualmente entre países. En este contexto general deben situarse, además, rasgos nacionales como el colosal falseamiento de las cuentas públicas de Grecia, el gigantesco apalancamiento de la banca irlandesa, o el sobreendeudamiento generado por la “burbuja” inmobiliaria en España.
Las tres crisis están interconectadas: los rescates bancarios —o el riesgo de asumirlos— contribuyen a generar problemas de deuda soberana, pero al tiempo los bancos están en riesgo debido a su exposición a deuda de países que pueden quebrar, y los problemas de crecimiento son una causa potencial de insolvencia de los Estados, cuyas políticas de austeridad inspiradas por la crisis son a su vez un freno al crecimiento.
Salir de ese círculo vicioso sería difícil recurriendo a los instrumentos usuales en una política económica nacional, y en particular recurrir a la expansión monetaria, el manejo del tipo de interés y la devaluación de la moneda para recuperar competitividad y restaurar el crecimiento. Sin embargo, en una unión monetaria esos instrumentos ya no están en manos nacionales. En el caso europeo, además, la crisis se ha visto agravada por las visibles fallas institucionales, el diseño inadecuado, los diagnósticos erróneos y los sesgos ideológicos de los que la propia UE es responsable, que hacen que la crisis del euro sea en gran medida una crisis autoinducida, y que, en una aparente paradoja, puede llevar a su propia destrucción.
En relación a esto último, la crisis puede ser vista, en primer lugar, como una venganza de la teoría de las uniones monetarias de los años sesenta, basada en el concepto de zona monetaria óptima caracterizada por plena movilidad del capital y el trabajo, flexibilidad de salarios y precios, y similitud del ciclo económico. Esas teorías predecían que en ausencia de esas condiciones se producirían “shocks asimétricos” y, ante la imposibilidad de devaluación y de aumento del gasto público, los países afectados se verían abocados a un duro ajuste vía mercado de trabajo —aumento del desempleo y/o reducción de salarios— que comportaría graves riesgos políticos, incluso la ruptura de esa unión. Por ello, la viabilidad de una unión monetaria exigiría una unión fiscal o un federalismo fiscal con capacidad de transferir recursos a los afectados.
Aunque la unión monetaria europea pretendió conjurar estos riesgos tratando de sincronizar el ciclo económico de sus miembros mediante el “pacto de estabilidad y crecimiento” —en realidad, dar carácter permanente a los “criterios de Maastricht”—, su diseño incompleto y en particular la ausencia de federalismo fiscal ha terminado volviéndose en contra de sus creadores, como habían augurado algunos economistas estadounidenses que, ignorando el carácter eminentemente político de la unión monetaria, plantearon desde su inicio que el euro no sobreviviría una vez se enfrentara a una de esas “crisis asimétricas” (Jonung y Drea 2009). En realidad, el pacto de estabilidad respondía en mayor medida a otro objetivo: evitar el riesgo moral y la posibilidad de free riding fiscal, y las consiguientes tensiones inflacionistas. Pacto de estabilidad, por otra parte, que fue incumplido por su más enérgico defensor, Alemania, al igual que Francia[2].
En segundo lugar, la crisis está poniendo en evidencia las limitaciones del diseño institucional del Banco Central Europeo (BCE) y su ortodoxia antiinflacionista, como herencia directa del Bundesbank. Se trata de un modelo opuesto al de la Reserva Federal, cuyo mandato, además de la estabilidad de precios —y esta es la principal diferencia— también incluye prescripciones sobre empleo y crecimiento. Ello lo hace más apto para responder a la crisis con políticas expansivas. A esas restricciones se le suma la cláusula de “no rescate” (no bail-out), que prohíbe expresamente la intervención del BCE en apoyo de los Gobiernos con dificultades, adquiriendo, por ejemplo, sus títulos de deuda pública. En otras palabras, el BCE no puede asumir el papel de garante y/o prestamista de última instancia propio de un banco central o, en el plano internacional, el que juega el FMI.
La ausencia de unión fiscal, y el imperfecto papel del Banco Central constituyen los dos “pecados originales” del euro. En cierta manera, los padres del euro quisieron crear una alternativa al dólar. En realidad, como señala The Economist (2012b), lo que se hizo fue crear una versión europea del rígido y desacreditado patrón-oro. Sin la capacidad de devaluar la moneda, los países con dificultades solo pueden recuperar la competitividad mediante una “devaluación interna”; es decir, reduciendo precios y salarios, incluyendo servicios públicos, y ello comporta inevitables tensiones políticas y sociales. Las insuficiencias de ese diseño se han afrontado con parches, medidas improvisadas y, a menudo, una aterradora incapacidad de reconocer los errores. Con motivo de la crisis, desde mayo de 2010 el BCE se ha visto obligado a adquirir en el mercado secundario un significativo monto de títulos de deuda de los países con mayores dificultades de acceso al crédito a través del denominado Securities Market Program, rozando la vulneración de la cláusula de “no-rescate” de los Tratados. Adicionalmente, se reforzó la coordinación de la política económica de los Estados miembros a través de la introducción del llamado “Semestre Europeo”, y el endurecimiento del pacto de estabilidad y crecimiento[3]. Más importante aún, se han tenido que establecer mecanismos de contingencia o “cortafuegos” para respaldar a los Estados miembros de la eurozona. Sin embargo, los recursos del mecanismo actual, —el Fondo Europeo de Estabilidad Financiera (FEEF)— han sido limitados, y el diseño confuso y poco convincente. Aún es pronto para saber si el nuevo instrumento —el Mecanismo de Estabilidad Europeo (MEDE)— será mejor que el anterior, dado que en los primeros meses de 2012 aún se estaba discutiendo su tamaño —con un aumento de 500.000 a 800.000 millones de euros acordado a finales de marzo, al que se pueden sumar recursos del FMI, ante la eventualidad de un “rescate” y de la reestructuración de la deuda de España o de Italia—, y la posibilidad de adelantar su entrada en vigor a ese año y no a 2013, como se previó originalmente. En cualquier caso, para poder estar respaldado por esa garantía el país en cuestión tendrá que cumplir con estrictas obligaciones de ajuste[4].
Como se indicó, ello sitúa a los Estados miembros con dificultades en un difícil dilema: ante al recesión, que hace caer los ingresos fiscales y aumenta el gasto en prestaciones de desempleo, el déficit se dispara, generando necesidades de financiación crecientes que, en un periodo de restricción crediticia, pueden no lograrse. Sin embargo, sus propios bancos centrales no pueden ya asumir el papel de prestamista de última instancia —lo que, en un marcado contraste, sí ha hecho la Fed o el Banco de Inglaterra—, y no hay nada en el ámbito europeo que lo sustituya.
Por ello, los países con problemas terminan estando a la intemperie frente a los mercados de bonos y al albur de las agencias calificadoras. Bajo la presión de estas últimas, entran en un círculo vicioso deflacionista, al verse sometidos a un ajuste interminable del gasto público que, a la postre, termina hundiendo la demanda interna, deprime aún más el crecimiento y la recaudación fiscal, y deviene en principal factor causal de la recesión. El ajuste deja de ser parte de la solución, para convertirse en parte del problema, al impedir el crecimiento del que, en última instancia, dependerá la capacidad de pago de la deuda y por ende el retorno de la confianza de los mercados[5]. Aquí radica uno de los principales errores de diagnóstico con los que se ha encarado la crisis del euro: que ésta es una crisis causada por los excesos fiscales de los países de la periferia del euro, cuando en realidad es, como se indicó, una combinación de crisis bancaria y de problemas de competitividad cuya resolución, en un contexto de ajuste, será como tratar de ganar una carrera de velocidad con los pies atados (Costas 2011: 40).
Junto a las fallas políticas e institucionales de la UE, los condicionantes de política doméstica y los prejuicios ideológicos también han tenido un papel relevante en la desastrosa gestión de la crisis, algo que no es ajeno a la marcada orientación neoliberal de los gobiernos europeos, en su mayoría situados a la derecha.
Como es sabido, el estallido de la crisis de deuda soberana en la euro-zona motivó un primer salvamento de Grecia, seguido de los “rescates” de Irlanda y Portugal. Tras el rescate griego, organizado con préstamos bilaterales, se estableció el Fondo Europeo de Estabilidad Financiera (FEEF), con carácter temporal. Junto con el FMI, el FEEF fue el vehículo para otorgar asistencia financiera a Irlanda y Portugal, con tipos de interés elevados y fuertes exigencias de ajuste. En países en riesgo, como España, el eurogrupo y en particular el tándem Merkel-Sarkozy o Merkozy, forzaron fuertes medidas de ajuste con carácter preventivo, que llevaron al gobierno socialista de Rodríguez Zapatero a dar un viraje de 180 grados a sus políticas, enajenándose el apoyo del electorado.
La crisis del euro situó a la UE y a sus líderes ante el dilema fundamental del salvamento de la eurozona: con el euro y la unión monetaria se está en el mismo barco y no se puede permitir la quiebra de uno de sus miembros; pero al mismo tiempo, es necesario evitar el problema de riesgo moral que comportaría el rescate de los incumplidores. Ese dilema podría haberse evitado con un diseño alternativo de la unión monetaria y de sus reglas e instituciones, basado en el federalismo fiscal o en una verdadera unión fiscal que integrara disciplina presupuestaria y solidaridad y apoyo mutuo. Sin capacidad de resolver el problema desde las instituciones europeas, ante ese dilema el eurogrupo y en particular el directorio informal franco-alemán ha reaccionado con políticas marcadas por la agenda política doméstica dominada, como se indicó, por lecturas, relatos o metáforas muy distintas de la crisis, en la que se ha impuesto una narrativa política por la que los países virtuosos, como los padres estrictos, han de disciplinar a hijos díscolos de la periferia europea[6]. Estos relatos han sido especialmente importantes ante los calendarios electorales y la presión de la derecha ulista, y si bien se han dado pasos muy importantes para rescatar a los países con problemas y establecer una gobernanza económica común de la zona euro, se han impuesto condiciones extraordinariamente duras, intentando así satisfacer esos prejuicios ideológicos y acallar las resistencias internas en los países con las elites y la opinión pública más refractaria, como Alemania, Austria, Dinamarca, Finlandia o los Países Bajos.
En ese marco, lo que parece afirmarse es que la solidaridad intraeuropea se disuelve cuando los líderes se enfrentan a narrativas políticas domésticas —cuando no las alimentan directamente, por sus réditos electorales— marcadas por el nacionalismo y los estereotipos autocomplacientes sobre países virtuosos, productivos y ahorradores que se ven a sí mismos “explotados” por otros países despilfarradores, indulgentes y poco productivos. Poco importa que esos relatos sean incorrectos e injustos o que supongan una dejación de responsabilidad. Alemania, que como se indicó ha sido uno de los mayores incumplidores del Pacto de Estabilidad, ha sido también el principal beneficiario del euro, sin olvidar que sus bancos han sido los que más han invertido en bonos de los países en riesgo. Lo relevante en este caso es que esos relatos han tenido la capacidad de marcar la agenda política.
A la hora de imponer esa agenda, el tándem Merkozy ha ignorado a las instituciones europeas, aunque por distintas razones. Francia, fiel a una concepción de una “Europa de las naciones”, recela de un federalismo fiscal que supone una merma de soberanía, y prefiere un “directorio” intergubernamental que asegure a Francia un papel central. Alemania, aunque más favorable a un esquema federalista, no puede obviar a su tribunal constitucional y recela de medidas como la mutualizacion de la deuda europea a través de los “eurobonos”, o de cambios en el BCE que alteren su “código genético”, heredado del Bundesbank (Dullien y Guérot 2011, Gratius 2012). En esa coyuntura, para forzar el ajuste, Merkozy ha encontrado un aliado poco convencional: los mercados y las agencias de calificación. Estos han sido, en la práctica, los instrumentos de poder para que desde la ortodoxia alemana y de otros países centrales de la eurozona se pueda imponer el ajuste a los países con dificultades, e incluso forzar cambios de gobierno, situando a “tecnócratas” no electos, pero más afines a esa ortodoxia y a las exigencias de los mercados.
El resultado de todo ello era previsible: el fuerte énfasis en el ajuste y la disciplina fiscal, en ausencia de apoyo externo, imprimió un fuerte sesgo recesivo a estas economías. Como sugerían otras experiencias históricas, como la crisis de la deuda de América Latina de los años ochenta y el paso del “Plan Baker” al “Plan Brady”, el ajuste sin crecimiento es la mejor receta para el fracaso. Apenas un año después del primer rescate griego, reaparecía el riesgo de quiebra de Grecia y de contagio a Italia y España. La “segunda crisis del euro”, que se desarrolló entre mayo y diciembre de 2011, mostraba el fiasco de una política que, como se indicó supra, situaba a los países afectados en un círculo vicioso de ajuste y deflación en el que, además de no existir margen de maniobra para la política económica doméstica, no existía ninguna salida a la vista.
Al final, se aceptó lo inevitable: la reestructuración de la deuda de Grecia, que por primera vez, incluyó un acuerdo “voluntario” de los tenedores de bonos griegos —un artificio jurídico para evitar una declaración de insolvencia que desencadenara el cobro masivo de los Seguros de Impago de Crédito (CDS, por sus siglas en inglés), con efectos desestabilizadores de alcance sistémico— para reducir la deuda un 53%, con menores tipos de interés y una ampliación del periodo de amortización. Es la mayor reestructuración de deuda de la historia: afectó a un total de 206.000 millones de euros, con una “quita” de 107.000 millones. Con ello, la deuda griega se redujo al 117% del PIB, lo que sigue siendo excesivamente elevado, de forma que Grecia puede llegar a necesitar un tercer “rescate”.
La gestión de la crisis, además, se ha caracterizado por la proverbial lentitud de las políticas europeas y en particular por la lenta reacción del directorio Merkozy frente a las fallas institucionales y de diseño de la unión monetaria. Desde ese directorio se impuso la agónica negociación del nuevo mecanismo de estabilización (MEDE) y de un nuevo pacto fiscal consagrando la disciplina presupuestaria, que fue finalmente adoptado en marzo de 2012[7]. Este pacto incluyó la exigencia de reformas constitucionales para imponer a cada país la “regla de oro” del límite de déficit, que Alemania fue de los primeros en adoptar, condiciona a su observancia el acceso a los recursos del MEDE, y en caso de incumplimiento sitúa al país afectado bajo la vigilancia de la Comisión y el Consejo y prevé sanciones más duras que las previstas en el Tratado de la Unión Europea (TUE). Ello supone, básicamente “europeizar” la política fiscal de los Estados miembros de la única manera que ello parece posible: mediante su “germanización”. Por primera vez no se exige la unanimidad para la ratificación del Tratado, siendo suficiente que lo hagan 12 de los 17 miembros de la Eurozona, siendo de aplicación solo para aquellos que lo hayan ratificado. Para eludir la exigencia de unanimidad de la reforma del TUE se recurrió a un artificio jurídico: formalmente, el nuevo pacto fiscal es un Tratado independiente de derecho internacional público, aunque su contenido afecta directamente a disposiciones del TUE, asigna funciones a las instituciones de la Unión, y hace referencia explícita a su incorporación al TUE cinco años después de su entrada en vigor (Closa 2012). Aunque esto supone un cambio trascendental respecto a la ortodoxia de reforma de los Tratados en la UE, el futuro de este nuevo pacto es incierto: algunos líderes socialistas y socialdemócratas, como Martin Hollande, en Francia, ya han anunciado su intención de renegociarlo en caso de llegar a la Presidencia, y cabe preguntarse si ese pacto tiene futuro si un país clave de la Eurozona, como es Francia, queda al margen del mismo.
Mientras se negociaba el nuevo Tratado y se discutía el nuevo MEDE, los mercados no daban tregua y en el último trimestre de 2011 se gestaba un colosal colapso financiero de alcance no solo europeo, sino sistémico, cuyo epicentro, esta vez, se trasladaba de Grecia a Italia. Del dramatismo de esos días dan fe los llamados de alerta del FMI, o la desesperada carta abierta a las autoridades alemanas remitida por el Ministro de Asuntos Exteriores de Polonia, Radoslaw Sikorski (2011), que afirmaba temer más la inacción de Alemania que su poder[8].
En ese contexto, como es sabido, la respuesta vino de la mano del BCE, que bajo la dirección de Mario Draghi encontró una fórmula imaginativa para abrir el grifo del crédito y proporcionar liquidez de manera masiva: en diciembre de 2011, y de nuevo en febrero de 2012 el BCE lanzó la Long Term Refinancing Operation (LTRO), que otorgó a la banca privada europea alrededor de un billón de euros en créditos a tres años al 1%. El mensaje del BCE era inequívoco: los bancos debían pedir prestado todo lo que precisaran para refinanciar sus pasivos y hacer frente a los ingentes vencimientos de deuda previstos para 2012. Esos bancos han utilizado esos recursos, en parte, para adquirir deuda pública de los gobiernos con mayores necesidades de financiación, lo que desde finales de 2012 contribuyó a reducir significativamente su prima de riesgo.
No es exagerado afirmar que ello evitó el colapso cierto de los bancos europeos, lo que a su vez habría inducido un colapso global de proporciones desconocidas, permitiendo “comprar tiempo” a los dirigentes políticos. Lógicamente, la providencial actuación del BCE no ha resuelto los problemas de fondo: a pesar de la exitosa reestructuración y “quita” de deuda de Grecia, el crédito no fluye, los “cortafuegos” o garantías europeas siguen teniendo problemas de credibilidad, y bancos y gobiernos están aún más unidos en el riesgo de insolvencia, con lo que la crisis de deuda soberana de la euro-zona puede no haber terminado. Cuando se escriben estas líneas, en los primeros días de abril de 2012, el epicentro se ha trasladado a España, un país en el que sucesivas rondas de ajuste han inducido una grave recesión, y que se enfrenta de nuevo al riesgo de rescate y reestructuración de su deuda.
Lo más importante es que no existe aún una estrategia europea de crecimiento, como la solicitada en febrero de 2012 a través de una carta colectiva firmada por 11 Jefes de Estado y de Gobierno de la UE. Esa estrategia requerirá de un liderazgo ahora ausente por parte de Alemania y de otros países de la eurozona con una situación más favorable. Alemania, en concreto, tiene un superávit por cuenta corriente que ronda el 6% del PIB, superior al de China, lo que le deja amplio margen para adoptar políticas expansivas y, en su tradicional papel de “locomotora económica” de la UE, estimular las exportaciones y el crecimiento de otros países de la eurozona. Sin embargo, el gobierno alemán parece no haber entendido que su superávit es el resultado del déficit de otros, y a la inversa. El ejecutivo de Merkel también pretende aplicar en Alemania una política de austeridad y de recortes de gasto que además de dificultar la recuperación del resto de la UE, tendrá efectos recesivos sobre su propia economía. Esta política de “dispararse a los pies” ha sido cuestionada tanto en la eurozona como en el G-20. En vísperas de la Cumbre de este Gru open Seúl de noviembre de 2011, el Secretario del Tesoro de Estados Unidos, Timothy Geithner, se encontró con el rechazo frontal de Alemania, China y otros países con fuertes superávit comerciales a su demanda de establecer un límite cuantitativo a ese superávit y, para reducirlo, políticas expansivas que contribuyeran a la recuperación europea y global.
Todo lo anterior plantea una pregunta fundamental: ¿Puede sobrevivir la UE si deja de ser un mecanismo común de gestión del riesgo, basada únicamente en la disciplina fiscal, sin instrumentos de solidaridad y una estrategia de crecimiento? La UE no podrá perdurar si termina siendo un remedo del peor FMI: aquel que en las crisis latinoamericana y asiática imponía ajustes im ulares que, a pesar de su fuerte coste social, terminaban fracasando. La UE podrá dominar pero no convencer si deja de ser un proyecto político, económico o social autónomo frente a la globalización, y se convierte en poco más que un instrumento de la disciplina de los mercados, encargado de velar por la estabilidad macroeconómica, y, como se detalla en el siguiente apartado, con un grave déficit democrático y de identidad.
La crisis de la UE como modelo de gobernanza democrática cosmopolita
Hay que recordar que la UE no es solo, ni principalmente, la expresión de una racionalidad económica. Se trata de un proyecto eminentemente político, que puede ser interpretado en clave federal, encaminado a asegurar la paz en Europa y redefinir la política, la soberanía y la ciudadanía desde una lógica cosmopolita. Esa lógica se plantea, en particular, con el Tratado de Maastricht de 1992. Ha sido la reforma más ambiciosa de los Tratados constitutivos, y un importante avance desde la perspectiva federal de la construcción europea, si bien se trató de un “federalismo incompleto” que posteriores reformas de los Tratados no corrigieron. Desde entonces, el proyecto de construcción europea puede ser visto al menos desde tres ángulos distintos, aunque complementarios: sería, en primer lugar, un experimento inédito de redefinición del Estado y la soberanía nacional, de naturaleza “post-westfaliana” o “post-nacional”, basado en un concepto novedoso de soberanía mancomunada o compartida. En segundo lugar, se configura como un original sistema de “gobernanza multinivel” basado en la atribución de competencias a instancias supranacionales y, al tiempo, en el principio de subsidiariedad. En tercer lugar, supone una redefinición de la ciudadanía y de la comunidad política, a partir del establecimiento con el Tratado de Maastricht de 1992 de una ciudadanía europea con una amplia gama de derechos que se yuxtaponen a los que confiere la ciudadanía nacional de cada Estado miembro.
El decenio de 2000 debería haber permitido plasmar el proyecto europeo de gobernanza democrática cosmopolita en un ambicioso Tratado constitucional, que conformara una verdadera unión política y permitiera adaptar sus instituciones a las exigencias de la ampliación a Europa central y oriental. Las vicisitudes de ese proyecto constituyente son bien conocidas: en diciembre de 2001, un año después de adoptarse el Tratado de Niza, la declaración de Laeken comprometió a la UE a mejorar la democracia, la transparencia y eficiencia, dando inicio al proceso para crear una constitución europea. Adoptada en 2004, el proceso de ratificación descarriló con los referéndum de Francia y Holanda, donde fue rechazada, abriéndose un “periodo de reflexión” tras el que, en 2007, se inició el proceso de reforma de ese texto, que culminaría con la adopción del más limitado Tratado de Lisboa. El proceso de ratificación, de nuevo, se encontró con el rechazo irlandés en el referéndum celebrado en junio de 2008, y no fue hasta la celebración de un segundo referéndum en octubre de 2009, esta vez con resultado favorable, cuando el Tratado de Lisboa pudo entrar en vigor el 1 de diciembre de 2009.
No cabe duda que la reforma del TUE era un paso ineludible en la construcción europea, en particular en lo referido a la adaptación de las instituciones y las normas de toma de decisiones a una UE con un número mayor de miembros, en cuanto al fortalecimiento de la acción exterior de la UE, y en asuntos como la incorporación de valores, principios y derechos sobre los que se fundamenta la Unión. Sin embargo, ese proceso también significó un largo periodo de ensimismamiento político e institucional, mientras el sistema internacional cambiaba a una velocidad mucho mayor, planteando a la UE nuevos retos en cuanto a su papel internacional (Youngs 2010: 185; Closa 2011: 2). Pero el legado más preocupante de este proceso es que el nuevo Tratado marcó límites a la construcción europea, haciendo emerger algunas rupturas que condicionan seriamente su presente y futuro y ponen en entredicho el experimento europeo de redefinición de la ciudadanía y de gobernanza democrática cosmopolita.
Por un lado, el Tratado de Lisboa deja claros los límites del proyecto europeo como unión política: como “unión de naciones”, se ponía freno a la visión federal, tanto en el plano político como en el económico (Méndez, 2011). Es cierto que el Tratado ampliaba significativamente la cobertura y alcance del “método comunitario” a materias antes abordadas a través del marco intergubernamental, o que estando en el ámbito supranacional requerían unanimidad, a través de la mayoría cualificada y el procedimiento de codecisión. Todo ello, a su vez, ampliaba los poderes del Parlamento Europeo, ya un verdadero colegislador, y vinculaba a sus trabajos a los parlamentos nacionales, que a partir de Lisboa pueden, en determinados casos, vetar normas europeas. Sin embargo, se mantenían algunas limitaciones importantes desde el punto de vista federal: en primer lugar, a la hora de realizar cambios constitucionales la UE ha de recurrir al método clásico de la Conferencia Intergubernamental (CIG), que protege los derechos soberanos de cada Estado miembro —y por lo tanto, de cada demoi— y en particular el derecho de veto. A ello se suma un procedimiento de ratificación de carácter nacional. En ausencia de un referéndum paneuropeo basado en un supuesto demos europeo, o en una regla de mayoría cualificada, la aprobación de un nuevo Tratado puede ser vetada por un número reducido de parlamentarios o de ciudadanos, en este último caso a través de un referéndum nacional que a menudo se plantean como un plebiscito sobre la acción del gobierno de turno[9]. Esta “doble unanimidad” es una limitación de extraordinaria importancia, ya que condiciona la capacidad de adaptación de la UE ante los cambios. Aunque históricamente la UE ha mostrado una notable capacidad de cambiar, el actual contexto de crisis vuelve a poner de relieve la rigidez de ese proceso de revisión (Closa 2008; Méndez 2011: 30)[10].
En segundo lugar, El Tratado de Lisboa no modificó el diseño de la unión económica y monetaria, tal y como se delineó en el Tratado de Maastricht y actos posteriores. Las competencias fiscales siguen en manos nacionales, sometidas a la regla de la unanimidad, lo que como se destacó en la sección anterior supone la ausencia de una “unión fiscal” o un “federalismo fiscal” sin el que la supervivencia del euro parece difícil. Como se ha señalado en la sección anterior, la crisis del euro ha puesto de manifiesto que ese modelo político no es compatible con la unión monetaria, y que más integración política es una condición sine que non para asegurar su viabilidad. En otros términos, la crisis del euro ha vuelto a “abrir el melón” institucional, como mostraría la negociación, de urgencia, del nuevo pacto fiscal adoptado en marzo de 2012. A ello se le suma, en tercer lugar, la limitada capacidad redistributiva de la política de cohesión, lo que se detalla en el siguiente apartado.
Finalmente, se ha venido reforzando el papel del Consejo y los líderes de cada Estado miembro, a expensas de la Comisión. En la gestión de la crisis del euro incluso el Consejo parece haber sido sustituido por una versión actualizada del “eje” franco-alemán, con la Comisión y el Parlamento en un papel muy secundario.
Por otro lado, parece haberse roto el consenso implícito entre elites y ciudadanía en el que se ha basado la construcción europea, por el que se aceptaba un proceso de reubicación de competencias soberanas en Europa, dirigido en gran medida por eurócratas no electos, en la medida que ello suponía mejoras tangibles en bienestar y derechos. A pesar del reequilibrio institucional a favor del Parlamento Europeo, ahora con competencias mayores, el procedimiento de elección de esta cámara no supone un mecanismo robusto en cuanto a responsabilidad y legitimidad (Méndez 2011: 27). Como señaló Fritz Scharpf (1999), en gran medida la legitimidad democrática de la UE dependía más de la “legitimidad de resultado” que de la “legitimidad de origen”. Sin embargo, la ciudadanía europea parece haber retirado el cheque en blanco que se había extendido a la construcción de la UE. Ese pacto o consenso implícito parece haber terminado, al menos en algunos países, como ilustran los resultados de los referéndum en los que se rechazó el Tratado constitucional. Cuando se empieza a constatar que “Bruselas” es el origen o la justificación de políticas que comportan recortes de derechos y una merma del bienestar, en unos casos, o que suponen sostener a socios en problemas, en otros casos, las sociedades no han tardado en expresar su rechazo. El euroescepticismo gana espacios y, paradójicamente, parece convertirse en el único vínculo ideológico común que se extiende entre los europeos[11].
El rechazo a la UE se expresa en dos direcciones. Por una parte, en los países de la Europa “del norte” se impugna la “unión de transferencias” en las que, como se indicó anteriormente, se percibe que hay que pagar la factura de los excesos fiscales de los socios con dificultades. En los países de la periferia de la eurozona afectados por el ajuste, crece la resistencia social a decisiones que, en función de las exigencias de los mercados, son impuestas por el directorio de Merkozy o por las instituciones de Bruselas.
Ese rechazo se basa en la percepción de que esas exigencias suponen la evaporación de la democracia a nivel nacional, sin que nada la sustituya a nivel europeo, salvo la sumisión a las exigencias del mercado; que suponen austeridad sin crecimiento; que comportan la erosión o recorte de los derechos sociales, y el fin de los “pactos sociales” que sustentaban una concepción de la democracia social que está en los cimientos de los pactos de posguerra y de la propia construcción europea. Todo ello, en nombre de un verdadero “estado de excepción” económico o como expresión de una nueva “política del miedo” que pretende paralizar a las sociedades frente al recorte de derechos[12]. Como señaló Timothy Garton-Ash (2012), “Si lo que estamos presenciando es la salvación del euro, es un triunfo del miedo, no de la esperanza”.
A pesar de que el Parlamento Europeo ha ganado peso como colegislador, el “déficit democrático” sigue siendo un problema central en la construcción europea. Y es que la crisis de la UE es en gran medida una profunda crisis de legitimidad democrática. Ese problema se ha tornado más agudo con la crisis del euro y las medidas que se han ido adoptando para afrontarla. Como se vio, el “Semestre Europeo” y, especialmente, el nuevo pacto fiscal refuerza los poderes del Consejo y la Comisión para una “gobernanza económica europea” que supone fiscalizar el presupuesto de cada Estado miembro, así como el conjunto de sus cuentas públicas y el desempeño económico general de los Estados miembros, exigir ajustes fiscales y, en caso de incumplimiento, aplicar sanciones. Que desde Bruselas se haya logrado inducir un cambio de gobierno en Grecia, con el nombramiento del tecnócrata Lukás Papadimos, da idea del alcance de esos poderes. No es solo el caso de los países a los que se ha rescatado del colapso, como Irlanda, Portugal y Grecia. El nombramiento del también tecnócrata Mario Monti al frente del Gobierno de Italia, en sustitución de Silvio Berlusconi, se ha realizado también al margen del mandato ular. Ello plantea serios interrogantes sobre su legitimidad democrática, por muy desastrosa que fuera la gestión del Primer Ministro saliente. Pocos días después de tomar posesión, el primer ministro socialista de Bélgica fue conminado a recortar el presupuesto o afrontar sanciones, y a Hungría se le han exigido fuertes recortes de gasto que, en caso de incumplimiento, pueden suponer la pérdida de ayudas de los fondos estructurales (The Economist, 2012a). En España, el desplome del voto socialista y el triunfo electoral de los conservadores ha sido, en gran medida, el resultado del viraje del Gobierno de Rodríguez Zapatero en mayo de 2010, cuando, presionado por la UE y el riesgo de intervención, inicia el proceso de ajuste y de recorte de derechos que le enajena buena parte de su apoyo social. El nuevo Gobierno de Mariano Rajoy, por otro lado, se encontró en cuestión de semanas en la misma situación: sin margen de maniobra, se vio forzado a desdecirse de sus compromisos electorales en materia de impuestos, reforma del mercado laboral y recortes sociales, sufriendo, en apenas cien días de gobierno, un fuerte desgaste. El intento de Rajoy de renegociar los plazos de reducción del déficit —al que se había negado expresamente en la campaña electoral— arañó solo unas décimas a las instituciones europeas, a costa de una grave erosión de credibilidad ante Bruselas y los mercados y, lo más importante, ante su propia ciudadanía.
De esa crisis se nutren, además, el nacionalismo y la derecha populista que, abiertamente antieuropea, se extiende en el escenario político de la UE y que amenaza con “renacionalizar” la política y la ciudadanía. En un escenario de incertidumbre y creciente inseguridad económica, los reclamos ciudadanos se dirigen a gobiernos nacionales que pese a afirmar lo contrario en cada convocatoria electoral, no pueden responder a esas demandas, o se ven compelidos a hacer lo contrario aplicando medidas impopulares. Ello supone un terreno abonado para fuerzas de derecha populista, que elección tras elección avanzan explotando la crisis con discursos antipolíticos, nacionalistas, antieuropeos y xenófobos. A menudo, se convierten en “partidos bisagra” de los que dependen mayorías parlamentarias o gobiernos de coalición. Ante el riesgo de pérdida de votos, se trata de discursos también asumidos por algunos partidos conservadores, con lo que tienden a “normalizarse” en el juego político europeo. Es el caso, en particular, de la UMP de Nicolás Sarkozy, acorralada desde la derecha por el Frente Nacional de Marine Le Pen; de la CDU de Ángela Merkel, cuya agenda política está condicionada por su coalición con los liberales y la influencia mediática de Bild Zeitung y otros tabloides; de los euroescépticos checos, eslovacos o polacos; del “partido de los verdaderos finlandeses”; de la deriva derechista de Fidesz en Hungría, presionado por los “ultras” de Jobbik; o de los gobiernos de los Países Bajos o de Dinamarca. En Alemania, por último, podría citarse la controversia suscitada por las afirmaciones racistas y xenófobas de Thilo Sarrazin, miembro del SPD y consejero del Bundesbank, en su libro Deutschland schafft sich ab (“Alemania se suprime a sí misma”).
Ya se ha indicado que la gestión de la crisis del euro se ha visto fuertemente condicionada por el ascenso de esas fuerzas políticas y los discursos políticos que promueven. La extrema dureza del ajuste, la ambivalencia y las dilaciones de los líderes europeos, o los “acuerdos de mínimos” para reformar las instituciones, dar respaldo a los nuevos instrumentos financieros (FESF y MEDE), o financiar los programas de rescate de los países en crisis deben situarse en ese contexto.
El espacio Schengen de libre circulación, uno de los mayores logros de la integración europea, puede ser víctima de todo ello. Dinamarca, por ejemplo, anunció la reintroducción de controles fronterizos ante un supuesto aumento de la criminalidad; el gobierno francés decretó la expulsión de gitanos rumanos basándose en cálculos electorales, y pidió la revisión de Schengen tras el cierre de la frontera franco-italiana de Ventimiglia con motivo de la llegada de refugiados tunecinos. Las instituciones europeas, en su papel de “guardianes de los tratados” han terminado cediendo ante las presiones nacionales para renegociar el Tratado de Schengen.
El cuestionamiento de la “Europa social” y el modelo europeo de cohesión
Además de haberse alcanzado un alto grado de integración económica, basada en la liberalización de los mercados, es en la UE donde más se ha avanzado en la creación de mecanismos supranacionales para promover la cohesión económica, social, y territorial. Las políticas de cohesión son, por ello, un elemento fundamental de la construcción europea y de su identidad internacional (Sanahuja 2009). Sin embargo, el modelo europeo de cohesión —otro de los conceptos que, en ocasiones, se ha tratado de “exportar” a otros países y regiones, como América Latina— se enfrenta a nuevos desafíos que van más allá de su enfoque tradicional, centrado en el desarrollo regional.
Desde los ochenta, ese modelo, basado en gran medida en las transferencias de los fondos estructurales, ha tenido un papel importante en la modernización de las economías más rezagadas de la Unión, y ha sido un importante instrumento de la competitividad y de la convergencia de rentas. Esa política de cohesión “clásica” sigue siendo muy relevante de cara a los retos de la ampliación, máxime cuando los países de Europa Central y suroriental muestran asimetrías de renta y competitividad mucho mayores que las que caracterizaron a los de la segunda ampliación —en particular, España y Portugal—, que han sido grandes beneficiarios de esa política. El problema es que los recursos son mucho menores y la convergencia va a ser muy lenta y se va a dejar básicamente al albur del mercado.
En un sentido amplio, el concepto de cohesión remite al “modelo social europeo”, que trata de combinar la eficiencia económica derivada de la liberalización de los mercados, con políticas redistributivas basadas en el principio de solidaridad, de manera que unas y otras se refuercen en un “círculo virtuoso” de crecimiento y creación de empleo. En un sentido más estricto, la cohesión remite a las políticas para alcanzar mayor igualdad en las disparidades económicas y sociales entre Estados miembros, regiones, y grupos sociales. Por esta razón, a menudo se ha identificado la cohesión con la “convergencia real” entre Estados miembros y regiones de la UE, a partir de indicadores de renta y empleo, en contraposición con la convergencia macroeconómica del Pacto de Estabilidad.
Sin embargo, la aparición de la Cohesión Económica y Social como política comunitaria es un hechos relativamente tardío. Hasta 1975 no aparece el Fondo Europeo de Desarrollo Regional (FEDER), y hasta finales de los ochenta los fondos estructurales tenían recursos limitados, una actuación fragmentada, y no existía una estrategia común. Es en el Acta Única Europea de 1986 cuando se introduce formalmente en los Tratados, como contrapeso a las políticas de liberalización que suponía el mercado interior (Holland 1993).
La tardía aparición y desarrollo de la política de Cohesión en los Tratados y en las políticas de la UE no se explica sin hacer referencia al ciclo de expansión económica de posguerra y a su declive posterior. Según Tsoukalis (2004: 63), el fuerte crecimiento económico de los años sesenta y la expansión del Estado del bienestar permitió asumir con relativa facilidad esos costes a través de las políticas keynesianas nacionales. Ese modelo se quiebra con la crisis de los setenta, que dio fin de las políticas nacionales de matriz keynesiana. Frente a ello, se intentó promover un nuevo ciclo expansivo de matriz neoliberal, basada en la estabilización macroeconómica y la desregulación de los mercados al que serían funcionales tanto el mercado interior como la unión monetaria. Ello podría acentuar los desequilibrios sociales y territoriales en el seno de la UE, y supondría costes sociales y económicos elevados en un contexto de disciplina fiscal y de mayores asimetrías, como las que suponía la adhesión de países como España y Portugal.
Por ello, la Comisión Delors planteó un vínculo explícito entre el mercado interior, la redistribución, y el fortalecimiento de la capacidad reguladora de las instituciones europeas. Sin embargo, se optó por el diseño políticamente más factible, con una unión monetaria sin federalismo fiscal, que se limitaba a reforzar los fondos estructurales hasta alcanzar una tercera parte del presupuesto comunitario, y el 0,46% del PIB de la UE.
Existen profundos desacuerdos sobre los factores que explican la convergencia de renta en la UE en los años previos a la crisis. Dejando al margen a los países de Europa central y oriental que se incorporan en 2004, la reducción de disparidades es muy clara entre países, y algo menos entre regiones. En ello parecen haber jugado un papel importante las transferencias europeas —en algunos ejercicios por encima del 3% del PIB en los casos de Grecia y Portugal, en torno al 1% en el caso de España—, aunque también han sido relevantes la calidad de las instituciones, la estabilidad macroeconómica, y las políticas nacionales (Sapir 2003: 59-63). En cualquier caso, no se debe exagerar la influencia de esas transferencias, obviando que los mecanismos nacionales siguen siendo claves para la cohesión, y la UE solo es un complemento de estos[13]. En cuanto al aumento de la desigualdad que se observa en el seno de varios países y de la UE en su conjunto, es difícil saber si éste hubiera sido menor de no existir la política de cohesión, y es difícil separar los efectos derivados de la integración, y los generados por la globalización y el cambio tecnológico.
Según Hooghe (1998: 457), todo lo anterior sería el reflejo de la pugna ideológica entre la visión neoliberal de la integración europea, y la más favorable a un “capitalismo regulado”. Por ello, la expansión de la política de cohesión desde finales de los años ochenta, y su debilitamiento en los 2000 podrían verse como el inicio y el fin de un ciclo de políticas y el retorno de una concepción más liberal de la integración europea ante las presiones competitivas de la globalización, acentuadas, en el caso europeo, por los costes de la ampliación. Ese estancamiento es visible en las perspectivas financieras 2007-2013, que reducían los recursos de la cohesión del 0,46% al 0,31% del PIB de la UE-15… a pesar de que la ampliación supone un desafío sin precedentes: en 2004 todos los nuevos Estados miembros salvo Malta, Hungría, la República Checa y Eslovenia, tenían una renta per cápita inferior al 60% del promedio comunitario. No debe minusvalorarse el esfuerzo financiero realizado —entre 2007 y 2013 representa en torno al 3,2% del PIB de los nuevos Estados miembros, similar al aporte recibido por los países de menor desarrollo de al UE15—, pero las brechas de partida son mayores. Con una tasa de convergencia del 2%, eliminar esa brecha supondría 50 años, y se estima que estos países podrían alcanzar una renta de entre el 65% y el 75% del promedio comunitario —es decir, el punto de partida en 1986 de España y Portugal— en el año 2035.
Por otro lado, desde finales de los noventa, como respuesta a las presiones competitivas de la globalización, pierde peso el componente redistributivo de la cohesión y se pone más énfasis en su contribución a la mejora de la competitividad internacional, vinculando la cohesión con política de empleo y de inclusión social. Ese vínculo se ha explicitado en la Estrategia de Lisboa de 2000, en las directrices de la política de cohesión del periodo 2007-2013, y posteriormente en la Estrategia Europa 2020 (Comisión Europea 2010b) y las propuestas legislativas para la política de cohesión en el periodo 2014-2020.
Si bien la política de cohesión económica y social está asentada entre las competencias comunitarias, no ha ocurrido lo mismo con la política social y de empleo. Se ha señalado que el alto grado de integración económica alcanzado en la UE afecta a las condiciones del empleo y la protección social, por lo que es necesaria una “Europa social” que armonice las normas laborales y de protección social. Empero, otros actores se han opuesto a la “europeización” de estas políticas alegando que responden a condiciones nacionales distintas y reflejan distintos niveles de productividad de las economías. El resultado de estas disputas ha sido el bloqueo, o el lento desarrollo de las iniciativas para ampliar la “Europa social”. En particular, el veto británico a la Carta Social Europea, acordada por 11 Estados miembros en 1989, impidió que esta fuera incorporada al Tratado de Maastricht.
Aunque el Tratado de Ámsterdam incorporó la Carta Social a los Tratados, la acción de la UE se concibe como complemento a las políticas nacionales, con un mecanismo más laxo de coordinación y seguimiento de planes nacionales en esta materia —el llamado “Método Abierto de Coordinación” (MAC)— y un modesto plan de acción de la Comisión, en ambos casos en el marco de la Estrategia de Lisboa.
Las políticas adoptadas en este marco revelan, sin embargo, otro dilema fundamental que afecta al modelo social europeo: el que se plantea entre las presiones competitivas de la globalización, y el aumento de las cargas financieras que supone el Estado del bienestar. La política de cohesión, como se indicó, trata de promover la competitividad a través de políticas de inversión dirigidas a mejorar la productividad y la competitividad de las regiones y los colectivos sociales más rezagados: pero la crisis del euro está resolviendo este dilema por la vía de los hechos, a través de políticas de ajuste que pretenden que los países afectados recuperen la competitividad internacional con menores costes laborales, e importantes recortes de derechos. De nuevo, ello remite a la ruptura o debilitamiento de los pactos sociales en los que se había basado el modelo social europeo y su visión de la cohesión social, y el abandono, en la práctica, de los objetivos de convergencia real consagrados en los Tratados.
Un estudio reciente de la OCDE (2011) revela que a lo largo del decenio de 2000 la desigualdad estaba aumentando en la mayor parte de los países miembros de esa organización, debido a la creciente brecha salarial entre empleos de baja calificación y de elevada calificación provocada por el cambio tecnológico, así como por la menor capacidad redistributiva de una política social en retroceso. La crisis, según ese estudio, ha acelerado fuertemente esa tendencia, poniendo en tela de juicio los “pactos sociales” básicos, lo que comporta mayor descontento y un incremento de la conflictividad.
Aunque la “Europa social” y la política de cohesión “clásica” han tratado de incorporar objetivos de lucha contra la exclusión social, no parecen responder al desafío más importante que hoy afrontan las sociedades europeas en términos de inclusión social: las migraciones. La redefinición de la cohesión social y territorial tiene ahora, como lugar clave, los centros urbanos y en particular, la aparición de la versión europea de las “ciudades divididas” por factores socio-económicos que se cruzan con barreras y dinámicas de exclusión de carácter étnico-cultural. Aunque esta cuestión afecta en primera instancia a las autoridades locales y nacionales, es un reto que también se plantea a escala europea, en un marco de libre circulación en el que el ascenso de la extrema derecha, las tensiones étnico-culturales y distintos brotes de violencia apuntan al fracaso de distintos modelos nacionales pretendidamente exitosos de integración de los inmigrantes. Es obvio que los problemas económicos y sociales de la UE no son imputables a los inmigrantes, y que no existe un futuro económico para la UE atendiendo a sus dinámicas demográficas, al futuro de sus mercados de trabajo y sus sistemas previsionales si no se considera la variable migratoria. En comparación, a pesar de los problemas que también afronta este país, Estados Unidos está mejor preparado para afrontar ese desafío.
Si la UE no es capaz de cambiar sus actitudes políticas y sociales frente al reto migratorio, esta cuestión puede dar alas al nacionalismo xenófobo y al racismo, y terminar envenenando la vida democrática de la UE, con partidos extremistas con capacidad de condicionar la política nacional a través de la “captura” del centro-derecha, al jugar un papel de creciente importancia en la formación de mayorías parlamentarias y gobiernos de coalición. Eso es especialmente importante en un contexto de crisis y desempleo en el que los inmigrantes pueden convertirse fácilmente en argumento electoral o “chivo expiatorio” de la crisis, con esporádicos brotes de violencia xenófoba, como el caso Breivik, o de violencia reactiva, como las revueltas de las banlieues francesas.
Ello también pone en entredicho frente al resto del mundo los valores democráticos de la UE y la supuesta naturaleza de la Unión como “actor normativo” basado en valores. Es también una cuestión clave de cara al futuro económico de la UE, cuyas tendencias demográficas auguran serios problemas en los mercados de trabajo y en la sostenibilidad de las políticas sociales si se asumen las políticas restrictivas que reclaman esas ideologías.
¿Potencia civil global o irrelevancia autoinfligida?: los dilemas de la acción internacional de la UE
Finalmente, la legitimidad y racionalidad del proyecto europeo también radicaría en su vertiente externa. En particular, en la paulatina conformación de la UE como actor internacional y, en particular, en su voluntad de ser un actor global y como rulemaker destacado participar activamente en la conformación de los principios, reglas e instituciones que conforman el sistema internacional a partir de unos intereses, identidad y valores de carácter “europeo”. La singularidad de la UE como actor internacional radicaría, en particular, en su pretensión de ser una “potencia civil” y un “actor normativo” basado en valores. Valores que además de constituir su identidad internacional, también serían fuente de su “poder blando” como global player, ejerciendo influencia a través de medios no coercitivos, y en particular a través de la legitimación discursiva de sus acciones, y en la conformación de las ideas que conforman las distintas estructuras del sistema internacional.
La UE ha sido percibida —y se auto-percibe— a partir de los valores propios del “internacionalismo liberal” así como a la proyección internacional de su zeitgeist de integración: la promoción del libre comercio, la democracia y los derechos humanos mas allá de sus fronteras, así como rasgos propios de la experiencia europea: la promoción de la integración económica, de la “cohesión” y del “modelo social europeo” (Holland 1993, Sanahuja 2009). En una aparente paradoja, dotarse de capacidades militares podría reforzar ese carácter de “actor normativo”, dado que las misiones militares de la Unión se limitarían a las llamadas “Misiones Petersberg” de gestión de crisis, acción humanitaria y misiones de paz (Stavridis 2001).
La condición de actor (actorness) de la UE es inherentemente problemática y requiere de una caracterización específica, dado que no se pueden utilizar las categorías habituales propias del Estado-nación. Esa condición de actor dependería de su “presencia” y “capacidades”, en las que el compromiso compartido con un conjunto de valores y principios globales tiene un papel central. Obviamente, ese compromiso también demanda capacidad efectiva para identificar intereses comunes y las consiguientes prioridades políticas, así como la capacidad de formular políticas coherentes para alcanzarlos; la capacidad también para negociar con otros actores; la disponibilidad y capacidad de utilizar instrumentos de política; y la existencia de mecanismos de legitimación interna de las prioridades y los procesos decisorios en la política externa (Bretherton y Vogler 1999: 38). Desde el surgimiento de la Cooperación Política Europea en política exterior, hasta el Tratado de Maastricht y el Tratado de Lisboa, la UE ha ido incrementando tanto su “presencia” como sus capacidades como actor internacional, desarrollando esa acción exterior y esa identidad europea diferenciada que singulariza a la UE respecto a otros actores globales. De igual manera, ha ido conformando en múltiples ámbitos unos intereses “europeos”, tanto como resultado de la confluencia de intereses nacionales de los Estados miembros, como por procesos intensamente europeizados de formación de intereses y políticas comunes. La UE es desde hace años un actor unitario en lo referido al comercio internacional; cuenta con una maquinaria bien engrasada para la gestión diaria de las relaciones internacionales entre las cancillerías nacionales y las instituciones comunitarias; proporciona más de la mitad de la ayuda al desarrollo mundial; se ha dotado de una estrategia común de seguridad internacional; ya tiene una notable experiencia acumulada en misiones militares y civiles de mantenimiento de la paz y gestión de crisis; desarrolla una amplia cooperación en materia de defensa, incluyendo programas conjuntos de armamento; y ha tenido la capacidad de conformar los intereses, valores e identidades de los Estados miembros a través de un intenso proceso de “europeización” de sus políticas internas e internacionales (Hill y Wong 2011).
En el contexto de la guerra fría y la “oleada democratizadora” de los años ochenta y noventa, el compromiso de la UE con la democracia, los derechos humanos, el desarrollo y la lucha contra la pobreza, los procesos de paz y el multilateralismo contribuyeron a conformar una poderosa imagen positiva de la Unión como actor “progresivo” y “civil” de las relaciones internacionales, en contraste, por ejemplo, con Estados Unidos. Los procesos de ampliación también mostraron su capacidad “transformadora” en su vecindad inmediata, en materia de democratización, “buen gobierno” y modernización de la economía, la sociedad y la política. Pero el reconocimiento de esa imagen no debiera llevar a ignorar que seguían existiendo importantes problemas, como demostraría su incapacidad de afrontar los conflictos de los Balcanes, las divisiones que produjo la invasión de Irak, o la ausencia de una política coordinada ante los organismos financieros internacionales. Ello se atribuyó, tal vez de manera voluntarista, a carencias institucionales, que un nuevo Tratado debería corregir. El Tratado de Lisboa supone, sin duda, importantes avances para fortalecer la actuación internacional de la UE. Con el Tratado, que ya confiere a la UE personalidad jurídica, las distintas políticas y las relaciones con otros países se integran en un marco común de acción exterior. Éste queda sometido a un conjunto de valores que se definen de manera expresa y detallada, así como a los mismos principios y objetivos, incluyendo, inter alia, los referidos a la paz y seguridad internacionales, la democracia y los derechos humanos, la protección del medio ambiente, y la lucha contra la pobreza mundial. Ello puede contribuir a una acción exterior más coherente y eficaz, y debería fortalecer el papel de la UE como “potencia normativa” basada en valores (Fernández 2008: 223-225).
Adicionalmente, se refuerza el marco institucional y burocrático de dicha acción exterior, al establecer la Presidencia permanente del Consejo Europeo, así como la figura de Alto Representante de la Política Exterior y de Seguridad Común (PESC), que simultanea ese cargo con el de Vicepresidente de la Comisión Europea encargado de las Relaciones Exteriores. Bajo su responsabilidad directa, se establece el Servicio Europeo de Acción Exterior (SEAE), creado por decisión del Consejo en junio de 2010, lo que a su vez supone un fortalecimiento de las Delegaciones de la UE en terceros países. Finalmente, en ámbitos como la política comercial común, se refuerzan, clarifican y simplifican las competencias comunitarias, y se amplía el procedimiento de codecisión.
Sin embargo, en poco más de dos años desde la entrada en vigor del Tratado, el panorama de la acción exterior de la UE es bastante sombrío. Sus aspiraciones de convertirse en una potencia global parecen evaporarse ante lo que se percibe, dentro y fuera de la Unión, como una creciente irrelevancia de la UE ante un mundo caracterizado por un intenso proceso de desplazamiento del poder, con nuevas potencias emergentes, un Estados Unidos crepuscular, y un número creciente de actores no estatales. Sin embargo, esa irrelevancia es, de nuevo, una dolencia en gran medida autoinfligida. La influencia y credibilidad de la UE se han visto fuertemente debilitadas debido a tres dinámicas interrelacionadas: la erosión de la UE y de su credibilidad como “potencia normativa”; la creciente fragmentación del poder europeo; y la visible falta de liderazgo y consiguiente parálisis institucional de los órganos de la UE.
La crisis de la UE como “potencia normativa” se relaciona con varios factores. Uno de ellos es, paradójicamente, el relativo éxito de la UE y de otros actores promoviendo valores que les son propios. Como señala Closa (2011: 11), buena parte de los principios, valores e idea les que ha promovido la UE pueden considerarse amortizados como elemento distintivo y fuente de influencia, ya que hoy son considerados parte de un acervo común del sistema internacional, lo que diluye el papel de la UE como actor normativo. Pero es quizás más relevante la creciente dificultad de los Estados miembros y de la UE para articular intereses y valores comunes, y el mayor peso que van adquiriendo en la formulación de la acción exterior europea los intereses de corto plazo en el ámbito económico, político-diplomático, migratorio o de seguridad, a menudo inducidos por agendas políticas domésticas. Ello comporta crecientes problemas de coherencia de políticas y “dobles raseros” que debilitan la credibilidad de la UE en su defensa de sus propios valores. La consecuencia más obvia es el deterioro de la imagen externa de la UE (Lucarelli 2007, Fioramonti y Poletti 2008), y su capacidad de organizar consensos y posiciones comunes por parte de otros actores internacionales. En particular, en los foros multilaterales se observa ya una clara disminución del apoyo que la UE suele reunir en torno a la defensa de los derechos humanos (Gowan y Brantner 2008, 2010; Emerson y Wouters 2010).
Quizás el ejemplo más notorio es el de las “primaveras árabes”, en las que han naufragado al menos dos décadas de política mediterránea de la UE. A pesar de su retórica democrática y de defensa de los derechos humanos, en realidad esa política estaba subordinada a imperativos de estabilidad, acceso a fuentes de energía, control migratorio, y/o contención del islamismo radical, contribuyendo a perpetuar regímenes autoritarios y corruptos. Esos intereses han gravitado sobre al respuesta europea a las revoluciones democráticas árabes, que han sido cortoplacistas, lentas y ambivalentes.
La actuación de algunos Estados miembros en relación a los refugiados procedentes de Túnez o Libia, poniendo en cuestión el espacio Schengen, ha sido también reveladora: si las instituciones y las normas de la UE ceden ante actuaciones unilaterales de los gobiernos, dominadas por agendas migratorias y de seguridad domésticas, ¿Qué puede esperarse de su acción exterior?
La respuesta a la crisis de Libia, en cuanto se ha tratado de aplicar el Principio de “Responsabilidad de Proteger”, podría ser considerada una excepción. Sin embargo, en este caso la UE como tal ha estado ausente, y como se indicará no logró articular una posición común, lo que resultó en una operación militar básicamente franco-británica. Su desarrollo, además, se ha ido separando de dicho principio: han terminado aflorando evidentes intereses estratégicos de esos dos países, lo que ha erosionado y deslegitimado la “Responsabilidad de Proteger” y el apoyo que la UE había dado a ese principio desde posiciones cosmopolitas. Ello ha vindicado las críticas que se habían hecho a este principio como posible cobertura legitimadora de un “neoimperialismo liberal”, y ha justificado propuestas revisionistas como la de Brasil, que reclama la observancia de una “responsabilidad al proteger”.
Esos “dobles raseros” también se observan en la relación con otros países y regiones, como Europa oriental o la Federación Rusa, donde la seguridad energética de la UE y en particular de Alemania tienen mucho en juego; o en América Latina, donde la opción por los acuerdos de libre comercio colisiona con la agenda de cohesión social y con criterios básicos de derechos humanos, en un contexto en el que varios países latinoamericanos consideran este tipo de acuerdos parte del denostado Consenso de Washington. Aunque parte del problema pueda radicar en los propios países latinoamericanos y su ambivalencia hacia su propia integración, el hecho es que esos acuerdos comerciales, de carácter bilateral, también ponen en entredicho la política europea de apoyo a los procesos de integración regional. Por todo ello la UE, que durante mucho tiempo fue un actor que promovía reformas a favor de la cohesión social —reforma fiscal, políticas de inclusión social, igualdad de género…— y la integración regional, hoy es percibida por las “nuevas izquierdas” latinoamericanas como un actor “neoliberal” no muy diferente a Estados Unidos (Hettne y Söderbaum 2005; Sanahuja 2010).
Todo ello, además, parece inscribirse en una tendencia en la que la UE vuelve a dar prioridad a la agenda comercial, azuzada por la crisis y por la percepción de que en un mundo de potencias emergentes, la “geoeconomía” vuelve a ser el vector impulsor de la acción exterior de la UE, lo que significará mayor atención a intereses económicos y empresariales, por encima de consideraciones políticas como la democracia y los derechos humanos, y un mayor peso del bilateralismo respecto a los enfoques comunes de la UE (Martiningui y Youngs 2012). Ello pasará factura de dos maneras; por un lado, supone un coste elevado para un actor que, como se indicó, ha tenido en su apego a los valores una de las fuentes de su influencia internacional y su poder “blando” o “normativo”. Por otro, en la medida que los Estados miembros rivalizan en el exterior compitiendo por contratos, inversiones y cuotas de mercado, otros actores, como Brasil, China o Estados Unidos, pueden sacar ventaja de las divisiones europeas.
La segunda dinámica que explica esa “irrelevancia autoinfligida” es la creciente fragmentación del poder europeo (Torreblanca 2011c). Pese a que, como se indicó, el Tratado de Lisboa proporciona el marco institucional para una acción exterior más integrada, persisten serios problemas de articulación y/o de fragmentación del poder europeo. Por mencionar algunos casos bien conocidos, no han existido “sillas” de la UE en los directorios ejecutivos de los organismos financieros internacionales —aunque la actual reforma de la distribución del poder de voto impulsada por el G-20, que modificará la distribución de voto y la composición de las “sillas” lo hace ahora posible[14]—; y la ayuda al desarrollo de los Estados miembros y las instituciones comunitarias sigue estando fragmentada y dispersa pese a las iniciativas de coordinación adoptadas por las instituciones comunitarias, lo que reduce sensiblemente su efectividad. El SEAE está enfrentando serios problemas de implementación, y algo más de un año después de su creación, no cuenta con pleno apoyo de los Estados miembros, no tiene los recursos humanos y materiales necesarios, no ha logrado definir y/o desplegar estrategias coherentes para integrar las distintas áreas de la acción exterior, en algunos casos en manos del SEAE, en otros de distintos servicios de la Comisión, se debate entre conflictos y pugnas interburocráticas, y carece de un liderazgo adecuado (Lehne 2011).
En materia de seguridad y defensa, a pesar de la voluntad de dotarse de capacidades militares significativas, veinte años después de haber terminado la guerra fría, los ejércitos europeos aún están organizados y armados bajo los parámetros de un escenario estratégico del pasado, con escasas capacidades comunes y grandes dificultades para organizar, desplegar y sostener las nuevas misiones militares de gestión de crisis y mantenimiento o imposición de la paz requeridas por los Tratados y la Política Común de Seguridad y Defensa (PCSD). El gasto de defensa de la UE es muy inefectivo, con una cooperación en materia de programas de armamentos aún incipiente —por ejemplo, a través del consorcio EADS—, debido a la persistencia de intereses nacionales a la hora de defender a sus respectivos “campeones” nacionales (Witney 2008). El caso de Libia, de nuevo, revela las consecuencias de los desacuerdos internos y las profundas diferencias que existen en cuanto a las misiones definidas por los Tratados. Sólo algunos Estados miembros se implicaron en acciones de combate, mientras que otros optaron por permanecer en segundo plano, en misiones de apoyo. Alemania, país clave de la UE, pero más reacia al uso de la fuerza, se abstuvo en las votaciones del Consejo de Seguridad y no participó en las operaciones militares. El mayor problema es posiblemente la marcada tendencia a la “renacionalización” de la política exterior, con el telón de fondo de un visible reequilibro en el poder y la influencia de los Estados miembros respecto a las instituciones de la UE. Las decisiones parecen adoptarse por un “directorio” de geometría variable, ya que no siempre se logrará el acuerdo. Éste difícilmente podrá tener la legitimidad y el liderazgo necesario para los 27 Estados miembros, y al mismo tiem oplos órganos y las reglas establecidas por el Tratado de Lisboa van quedando apartados de las decisiones relevantes, como revelarían, de nuevo, el manejo de la crisis del euro, o la crisis de Libia. La voluntad aparente de dotar a la UE de instituciones más fuertes tiene su contrapunto en el bajo perfil y la falta de experiencia de la Vicepresidenta de la Comisión y Alta Representante de la UE para la PESC, así como del Presidente del Consejo, que se suman al débil Presidente de la Comisión. Pero esa debilidad debe ser vista más como un síntoma que como una causa de los problemas de liderazgo de las instituciones de la UE, pues el papel marginal que están jugando es el resultado de una elección deliberada de los Estados miembros, celosos de su papel director de la política exterior y del creciente papel de los Jefes de Estado y de Gobierno en esa materia. Como ha señalado Torreblanca (2011a), lo paradójico es que si el Tratado de Lisboa y la creación del SEAE debían haber alumbrado un sistema más integrado y coherente, lo que se ha generado es más fragmentación e incoherencia, con Presidentes y cancillerías que actúan de manera irregular y por impulsos de política doméstica, con coaliciones y acuerdos “ad hoc” y con recursos nacionales, en el intergubernamentalismo más elemental. En ese contexto, las instituciones y las políticas de la Unión quedan reducidas a un rol declarativo, cada vez más alejadas de las decisiones y centros reales de poder, y a la postre se tornan cada vez más irrelevantes, en la UE, ante los Estados miembros y su ciudadanía, y ante otros actores internacionales.
Si ha habido un “día negro” para la política exterior de la UE, que simbolizara estas carencias, fue el 31 de octubre de 2011, con motivo de la votación sobre el ingreso de Palestina en la UNESCO —un paso simbólico, y práctico, en el reconocimiento de su estatalidad—, en la que la UE no fue capaz de adoptar una posición común —11 votaron a favor; 5 en contra, y otros 11 se abstuvieron—, en una agónica demostración pública de la creciente brecha que existe entre los propósitos de Lisboa, y la realidad de una PESC fragmentada e inefectiva (Martínez 2011).
Conclusiones y perspectivas: el inevitable trilema de la construcción europea
En muchos aspectos, la UE puede ser entendida como un “microcosmos” de la globalización. Como se indicó, en ninguna otra área del mundo se alcanzado un grado similar de liberalización de los mercados en aras de una mayor eficiencia económica. Al mismo tiempo, la UE ha tratado de ser un novedoso modelo de “gobernanza multinivel”, dotándose de políticas comunes en distintos ámbitos, y en particular, una política de cohesión de alcance transnacional orientada a promover una convergencia “real” de renta y bienestar. Promoviendo sus valores, al tiempo que sus intereses, la UE también ha tratado de configurarse como un verdadero actor global.
Durante más de dos décadas, el proyecto europeo ha mostrado una notable capacidad de adaptación y resiliencia, pese a su rigidez institucional, permitiendo que la UE pudiera navegar con relativa facilidad a través de un sistema internacional en cambio, caracterizado por los procesos de globalización y por el desplazamiento del poder económico hacia Asia. En el periodo anterior a la crisis del euro, una UE confiada en sí misma podía incluso mostrarse como ejemplo de éxito económico, social y político, y como un verdadero “laboratorio” de innovación institucional y política y de modelos de gobernanza democrática y cohesión social para otros países y regiones.
Como se ha indicado, la crisis de la construcción europea no se limita a los problemas de la moneda única, aunque ésta pueda llegar a quebrar el proyecto europeo. La UE atraviesa una crisis múltiple que afecta a sus fundamentos, racionalidad, objetivos e identidad en sus cuatro dimensiones más relevantes: como proyecto para sostener el crecimiento económico y la competitividad internacional a partir de un modelo productivo basado en la incorporación de conocimiento y el desarrollo de una economía “verde”; como modelo de “gobernanza democrática cosmopolita” capaz de sobreponerse a los mercados; como “Europa social” y mecanismo efectivo de cohesión económica, social y territorial a escala transnacional; y para posicionarse como actor global relevante para establecer las normas e instituciones de las que dependería la gobernanza del sistema internacional a partir de sus valores e identidad europeas.
Esa crisis, en gran medida autoinfligida por una visión ideologizada y corta de miras de la integración, impide que el proyecto europeo pueda seguir jugando ese papel. La UE parece enfrentarse al “trilema” trazado por Dani Rodrik (2000, 2012: 218-219) en el que el mantenimiento del Estado nación como locus de la política y la soberanía, la política democrática, y las ventajas derivadas de la integración económica global son tres objetivos que no pueden lograrse a la vez. Una posible salida a ese trilema sería un federalismo europeo renovado, fortaleciendo las capacidades de gobierno de la UE sobre los mercados. Sin embargo, la forma en la que se está afrontando la crisis supone, como se ha indicado anteriormente, utilizar los poderes europeos para someter a los Estados miembros a la “camisa de fuerza” dorada de políticas nacionales que, sin apenas margen de maniobra, no tienen otra opción que adaptarse a las exigencias del mercado global, ignorando los mandatos democráticos de sus respectivas sociedades.
Como se mostró en estas páginas, esa crisis múltiple del proyecto europeo sitúa a la UE en una encrucijada histórica ante la que cabrían varias posibilidades: la primera, el debilitamiento de la UE y la tendencia a la “renacionalización” de las políticas europeas; la segunda, la transformación de la UE en un instrumento disciplinario de los mercados, en coordinación con el FMI, dejando en el camino su dimensión solidaria y su contenido político. Ambas podrían darse al tiempo, y son, en realidad, falsas salidas: “renacionalizar” no permite recuperar soberanía frente a los mercados, y/o conduce a una mayor irrelevancia de la acción exterior, y a la postre esa opción, si es que existiera, no sería muy distinta de la segunda. Suponen destruir la UE, o dejarla irreconocible. La tercera opción supondría una redefinición de la construcción europea como proyecto democrático y como instrumento político para la gobernanza efectiva de la globalización. Europa, a la postre, es hoy parte del problema, pero podría ser de nuevo la respuesta, si se logra salir del fatalismo que, al servicio de la ideología dominante, pretende que no hay alternativas; y se consigue articular una visión renovada y edificar nuevas coaliciones políticas para hacerla realidad. Como afirmó el ex-Presidente Lula, “el mundo no tiene derecho a permitir que la UE acabe porque ya es patrimonio democrático de la humanidad”15. Afirmar ese renovado proyecto europeísta, además de evitar los nada desdeñables costes económicos de su quiebra, supone también reafirmar una de las más relevantes agendas políticas de progreso del Siglo XXI.
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Este artículo ha sido publicado en el anuario 2012-2013 de la Fundación Cultura de Paz y se reproduce aquí con permiso del autor.
Autor: José Antonio Sanahuja
Instituto Complutense de Estudios Internacionales (ICEI)

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