Socialismo y democracia

Autor: Joan Prats

La primera parte de este escrito se publicó en el número anterior con el título “Liberalismo y democracia”. Se analiza aquí la evolución de los socialismos desde el siglo XIX hasta la actualidad, en sus aspectos teóricos y de práctica política.

La incompatibilidad entre liberalismo y socialismo

Entre liberalismo y socialismo la relación ha sido siempre de incompatibilidad (el llamado “socialismo liberal” no pasa de ser una anécdota). Quizás nadie como Tocqueville haya manifestado la repulsión intelectual y moral de los liberales ante el socialismo. Ya conocemos la desconfianza de Tocqueville a la tiranía de las mayorías. Para combatir este riesgo propuso el sistema institucional de frenos y contrapesos, la garantía de los derechos fundamentales y la descentralización. Tocqueville, el gran estudioso de la centralización, es el primero en proponer, como garantía institucional de la libertad, no sólo la división horizontal del poder, sino su división vertical: la descentralización.

Cuando el 12 de septiembre de 1848 (el año del Manifiesto Comunista), en pleno tiempo revolucionario, se dirige a la Asamblea Constituyente francesa, el descubridor de la democracia en América, afirma que “la democracia y el socialismo no sólo son cosas diferentes sino opuestas. Tienen en común una sola palabra: igualdad. “Pero pongan atención en la diferencia –concluye-: la democracia quiere la igualdad en la libertad y el socialismo quiere la igualdad en la molestia y en la servidumbre”.

A lo largo del siglo XX la diferencia entre liberalismo y democracia se fue diluyendo, aunque nunca desapareció del todo y siempre estuvo presta a reaparecer. La dilución se debe a que en el siglo XX, como señala Bobbio, la formación de partidos socialistas, primero, y de regímenes que no son ni liberales ni democráticos, después, como los regímenes de tipo fascistas o del instaurado con la revolución de octubre en Rusia, contribuyeron a una paulatina convergencia de las tradiciones liberal y democrática: mientras hubo que enfrentar a los diversos totalitarismos del siglo XX, las diferencias originarias entre liberalismo y democracia perdieron importancia histórica y políticamente.

Mazzini y Cavour

Sin embargo estas dos corrientes vivas del espíritu público permanecieron sin confundirse y su diferencia determinó actitudes muy diferentes en relación a los diversos socialismos nacidos en el siglo XIX y desarrollados en el XX. Tomemos el caso del fascinante contraste entre Mazzini y Cavour a la hora de fundar la Italia moderna. Los revolucionarios mazzinianos criticaban a los liberales porque habían rechazado en los hechos la consideración de la libertad como fin último y se conformaban con la libertad como medio, con la libertad únicamente formal. Frente a ello, los demócratas reivindicaban que la libertad no era sólo procedimiento y método sino substancia que sólo podía vivir en una sociedad “basada en la justicia distributiva, en la igualdad de derechos, la cual, en los países más avanzados, también es igualdad de hecho”; “donde hay desigualdad, la libertad puede encontrarse escrita en las leyes, en el estatuto, pero no es una cosa real”. Sólo la plenitud democrática puede llevar a la “res publica” que no es “el gobierno de éste o aquél, no es poder arbitrario o dominio de clases: es el gobierno de todos”.

En clara oposición a las ideas mazzinianas, Cavour, que siempre fue fiel a las ideas de Constant y de Bentham –el padre del utilitarismo- consideró infundadas las teorías iusnaturalistas y se afirmó en los postulados utilitaristas más conspicuos. Elevó así la utilidad, medida por el grado de placer, a criterio básico del progreso y jamás pensó que el progreso económico pudiera contrastar sino más bien coincidir con el progreso espiritual y moral. Cavour, como buen liberal, cultivador de la ciencia económica, admirador de los grandes maestros como Smith y Ricardo, librecambista convencido, fue en su tiempo partidario de una solución intermedia, de un justo medio –decía- entre reacción y revolución. Frente a esto, Mazzini, a la hora de definir la Italia naciente reivindicaba la formación de una izquierda joven que asegurara una nueva dirección al país, “una nueva conducta hacia las clases populares, un nuevo concepto de lo nacional, diferente del de la derecha histórica, más amplio, menos exclusivista, menos policíaco”.

Mazzini era además claramente antiutilitarista. Consideraba a Bentham como el mayor responsable del materialismo imperante en las doctrinas no sólo liberales sino del socialismo desde Saint Simon hasta los comunistas. Frente a los adoradores de la utilidad Mazzini contrapuso la idea del deber y del sacrificio por la causa de la humanidad: “el interés y el placer no son los medios con los cuales la democracia podrá transformar en algo mejor el elemento social; una teoría de lo útil no hará que las comodidades de la riqueza sientan los sufrimientos de las clases pobres y la urgente necesidad de un remedio”. Para Mazzini el progreso espiritual es condición del progreso material: bajo la doctrina de la felicidad y del bienestar, inspirada por el utilitarismo, se forman hombres egoístas adoradores de la materia. Hay que encontrar un principio educador superior… Este principio es el deber.

El núcleo de la identidad socialista

Todas las tradiciones emancipadoras comienzan condenando a las sociedades que pretenden cambiar. Pero los socialistas no sólo descalificaron al capitalismo sino que estudiaron y propusieron diversas alternativas al mismo. El socialismo no fue sólo afirmación de principios sino también de proyectos y de procesos, exploración de otras sociedades posibles y de la forma de avanzar hacia ellas.

Como señala Félix Ovejero, hay que distinguir entre el núcleo de la identidad socialista -que no se halla en crisis- y las propuestas de transición o realización de los principios del socialismo –donde siempre hubo divergencias sustanciales muy importantes-. En el campo de los principios no hay oposición sino complementariedad con la democracia. En el campo de las propuestas de transición surgen contradicciones a veces insalvables entre la democracia y determinadas variantes del socialismo.

La formulación más sintética del ideal socialista es probablemente la de Marx: la aspiración de la tradición socialista es la construcción de “una sociedad en la que el libre desarrollo de cada uno será la condición del libre desarrollo de todos”. Pero ¿no era esta también la aspiración de los liberales? Para los socialistas el capitalismo impedía la realización universal de este ideal que en los hechos sólo quedaba al alcance de algunos privilegiados. Para crear una sociedad en la que los seres humanos, sin exclusión, pudieran desarrollar libremente lo mejor de ellos mismos, los socialistas consideraron que era necesario comprometerse con:

— la igualdad radical que lleva a defender distribuciones operadas según principios “de cada uno según sus capacidades, a cada uno según sus necesidades”, o “los seres humanos han de disfrutar de igual libertad real para escoger las vidas que desean vivir”;

— fraternidad o comunidad, expresadas en el principio “yo te doy porque tú necesitas (no porque puedo obtener un beneficio a cambio);

— autogobierno o libertad positiva, entendido como capacidad real para decidir las leyes que rigen la propia vida o, de modo más modesto, como ausencia de dominación, de subordinación a la voluntad –arbitraria- ajena;

— autorealización, esto es, actualización de las potencialidades creativas del ser humano, es decir, ejercicio de las capacidades en objetivos elegidos autónomamente. (Félix Ovejero).

Sobre la transición al socialismo y sus supuestos

Las injusticias del capitalismo no fundamentan por sí mismas la viabilidad y factibilidad del socialismo. Para los socialistas era y es imprescindible demostrar que sus ideales sociales no sólo son “encantadores” sino también realizables y ello exigía disponer de una teoría de la transición. Ésta se concibió como un proceso nacido desde las mismas entrañas del capitalismo. Era el propio desarrollo capitalista el que activaba mecanismos endógenos que llevaban a su hundimiento y a su superación por el socialismo. Desde luego hoy sabemos que casi todas las conjeturas sobre las que se apoyaba el diagnóstico desarrollado por Marx se han mostrado empíricamente falsas o basadas en supuestos teóricos insostenibles (no obstante su brillantez, cegadora de unas cuantas generaciones).

El marxismo clásico sostenía que el capitalismo era a la vez condición necesaria y suficiente para la transición al socialismo. Condición necesaria porque facilitaba un desarrollo limitado de las fuerzas productivas y porque creaba una clase social, el proletariado, desposeída y tendencialmente mayoritaria, explotada y capaz de tomar conciencia de sus intereses compartidos. Pero el capitalismo también era condición suficiente del socialismo porque de los procesos contradictorios que se operaban en su seno emergería necesariamente el socialismo como nueva etapa histórica de los modos de producción, capaz de desarrollar sin límites las fuerzas productivas, resolviendo así los problemas históricos de la escasez y abriendo la posibilidad real de una sociedad y una humanidad completamente nuevas. La caída de la tasa de ganancia, la relación contradictoria entre fuerzas productivas y relaciones de producción, las necesidades insatisfechas… fundamentaban la teoría de la revolución. Todo ello tenía una traducción política inmediata: los socialistas deberían alentar las demandas de la clase tendencialmente mayoritaria, que nada tenía que perder, dada su condición de explotada, y que, debido a su posición en el proceso productivo, estaba en condiciones de imponer sus puntos de vista, de paralizar el funcionamiento de la sociedad. Algunas letras de la Internacional condensan bien estos supuestos.

El fallo de los supuestos y los dilemas de la transición

Hoy sabemos que la sociedad de la abundancia es un mito. Ni el socialismo ni ningún otro modo de producción pueden resolver el problema de la escasez. Y, obviamente, el reconocimiento de esta circunstancia afecta decisivamente la teoría de la transición. En primer lugar porque hay que reconceptualizar la crisis del capitalismo. ¿De qué capitalismo hablamos? El capitalismo se manifiesta hoy en formas muy diferentes en el mundo y, en general, ha manifestado una plasticidad y capacidad de adaptación sorprendentes. Sus contradicciones son evidentes, pero proceden más de sus modos de regulación y de su conflicto potencial con los límites naturales que de supuestos procesos endógenos que apuntarían necesariamente al socialismo.

En segundo lugar, las experiencias del socialismo real –incluido lo que ya sabemos del “socialismo del siglo XXI”- nos advierten que, caída la hipótesis ilusoria de la abundancia, la institucionalización de una sociedad socialista levanta problemas de tal magnitud que es inevitable poner en duda si existen realmente alternativas al capitalismo creíbles y atractivas. En tercer lugar, las sociedades donde el capitalismo ha obtenido un alto grado de desarrollo son sociedades complejas, con conflictos de intereses entre segmentos de las clases trabajadoras, las cuales han alcanzado niveles considerables de bienestar material, con expectativas de consumo creciente, lejos de la imagen tradicional de explotados, para las que la transición al socialismo conlleva altos costes de incertidumbre y la necesidad de cambios culturales y de comportamiento nada fáciles.

Las dificultades de la transición al socialismo no significan desde luego ningún aval moral del capitalismo. El capitalismo globalizado, especialmente en su versión neoliberal, no parece estar en condiciones de encarar el desafío de la buena sociedad: proporcionar un buen manejo de la escasez y garantizar las condiciones de la supervivencia y la vida digna de nuestra especie. Pero la justa crítica del capitalismo imperante tampoco constituye en sí fundamento suficiente para el socialismo. Derribada la hipótesis infundada de la abundancia asociada al modo de producción socialista, el problema de la transición sigue en pié ¿sobre qué otros fundamentos puede creerse en la razonabilidad –viabilidad y factibilidad- del socialismo-? ¿Por qué vías puede avanzarse hacia los ideales socialistas?

Como señala Ovejero, el dilema sobre la posibilidad del socialismo se ha agudizado: o, por un lado, se persiste en un ideal de buena sociedad, con solventes fundamentos normativos y en profunda ruptura con el capitalismo, pero con unos costes de transición que lo hacen improbable, demasiado exigente con una ciudadanía remisa al cambio de sus modos de vida; o, por otro lado, se acepta el capitalismo comprometiéndose en una actitud vigilante y reparadora de sus patologías a sabiendas de que se reproducen, crecen o surgen otras nuevas y de que las conquistas son provisionales y reversibles.

La opción por una u otra alternativa tiene consecuencias decisivas sobre las relaciones entre socialismo y democracia.

Socialismos y Democracia

La primera opción conlleva el riesgo –entre otros- de que una parte importante del núcleo de identidad normativa del socialismo, el que tiene que ver con los ideales democráticos de autogobierno radical, quede, en el mejor de los casos “congelado” transitoriamente. Parecen, en efecto, inevitables las intromisiones “autoritarias” en la “reeducación” o la penalización de los comportamientos insolidarios. Se alegará la “verdadera voluntad socialista del pueblo” y se ayudará a realizarla mediante el control de la información, la educación y la limitación de las libertades. Todo está justificado frente a un capitalismo inmoral. El socialismo es la única sociedad decente y en la transición hacia el mismo las libertades democráticas ayudan sólo si se controlan. “Libertad ¿para qué?”. Todo es instrumental para el verdadero proyecto liberador que es la sociedad socialista. El riesgo es que, al final, todo acabe en un proyecto de “el poder por el poder”.

La segunda opción, que es la históricamente realizada por los partidos socialistas y socialdemócratas, acepta el capitalismo y se compromete en avanzar las libertades reales de la ciudadanía mediante la extensión de los derechos y la transformación social del Estado. Aquí el socialismo se da la mano con el reformismo democrático. La socialdemocracia aceptará al mercado como sistema básico de asignación e intentará corregirlo en el sentido de la igualdad y la libertad. Pero en el camino se pierde parte del núcleo de identidad socialista, pues queda sin resolver el problema de la compatibilidad – incluso medida a largo plazo- entre capitalismo y socialismo.

Dificultades del socialismo democrático hoy

Tras el fiasco intelectual del socialismo “científico”, desacreditado hasta la raíz el llamado socialismo real, hoy, si prescindimos de los curiosos e inquietantes experimentos del tipo socialismo siglo XXI, la en otro tiempo tan criticada socialdemocacia parece haberse convertido en el último baluarte de los ideales igualitarios. No por ello escapa a una seria crisis producto en parte de su incapacidad para diferenciarse suficientemente del proyecto neoliberal y en parte por su pobre concepción de la democracia.

En primer lugar, el socialismo democrático, como proyecto de poder, asumió la agenda neoliberal en forma excesiva y sin demasiada crítica. La consecuencia ha sido una cierta subordinación de los gobiernos socialdemócratas a los intereses de las grandes transnacionales financieras u otras, que han impulsado una globalización desbridada de verdaderos controles sociales y democráticos. La crisis que hoy vivimos es una consecuencia de este capitalismo global desregulado y está pasando factura electoral a la gran mayoría de los partidos socialistas y socialdemócratas.

En segundo lugar, la socialdemocracia, ha mantenido una idea utilitarista del bienestar y una idea muy limitada de la democracia. El Estado del bienestar ha enfatizado los derechos y ha sido poco exigente respecto de los deberes y virtudes necesarias en la ciudadanía. La socialdemocracia no ha combatido la partidocracia, sino que se ha asentado en ella. En el gobierno o en la oposición ha tendido a expresar más los intereses del partido que de los representados. Su idea de la democracia no ha insistido suficientemente en los mecanismos de democracia directa complementarios de la democracia representativa. No ha tendido a activar a la ciudadanía. No ha sido, en general, la vanguardia en la transparencia, la participación ciudadana y la responsabilidad por la acción gubernamental. Se ha mantenido en una democracia básicamente electoral y no ha invocado a la ciudadanía activa, ni ha desarrollado las virtudes cívicas.

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