La corrupción en España. Reflexiones y evidencias sobre la incidencia del factor burocrático

La corrupción en España. Reflexiones y evidencias sobre la incidencia del factor burocrático

Laura Román Masedo
Profesora Titular de Ciencia Política y de la Administración – Universidad de A Coruña
Para combatir o evitar la corrupción es importante el análisis de sus causas. En este trabajo se exponen las bases teóricas del estudio de la relación entre niveles de corrupción y modelos burocráticos de las administraciones públicas,  y se analiza su posible aplicación al caso español.
1. Introducción.
Tal y como muestran los últimos Barómetros publicados por el Centro de Investigaciones Sociológicas, la corrupción y el fraude son dos de los asuntos que aparecen entre las principales preocupaciones de los españoles, sólo superados por el paro como primer problema percibido en España. A pesar de las conocidas dificultades que conlleva la medición de la corrupción a través de encuestas de percepción ciudadana, el simple hecho de que dicha percepción exista obliga a una seria reflexión a propósito de las causas de un problema presente en un gran número de democracias occidentales. Así, sea cual sea la “cantidad” de corrupción medida a través de indicadores objetivos, su sola presencia afecta de manera directa a la calidad del gobierno y ésta, sin duda, a los rendimientos institucionales de los sistemas políticos democráticos. La ciudadanía exige a las autoridades políticas y burocráticas del siglo XXI gobernar de acuerdo con estándares éticos en los que la corrupción no tiene sitio alguno.
La necesidad de diseñar medidas que eviten o, en su caso, castiguen los comportamientos corruptos está en el origen de distintas líneas de investigación que están dedicando importantes esfuerzos a indagar en sus causas. Parece obvio que sólo conociendo las raíces de las conductas deshonestas, será posible atajar el problema mediante actuaciones concretas que detengan o disuadan a los potenciales corruptibles. El nivel en el que deben buscarse aquellas causas puede ir desde el individual hasta el agregado y, dentro de este último, son las instituciones políticas las que mayor atención han recibido por parte de la literatura especializada. La excepción a esta tendencia general es una reciente línea de investigación centrada en la relación entre los niveles de corrupción percibidos en diferentes países y sus modelos de burocracias públicas. El trabajo que aquí se presenta tiene como objetivo conocer hasta qué punto los hallazgos de dicha línea de investigación son aplicables al caso español.
Este artículo se organiza, además de esta, en las siguientes secciones. En las dos primeras se repasan con detalle las bases teóricas que sostienen los resultados empíricos de esta línea de investigación, incluyendo sus hipótesis de trabajo y principales conclusiones. La sección cuarta se destina de manera íntegra a presentar evidencia de las dificultades para aplicar dichas conclusiones al caso español. Para ello, en este cuarto apartado se repasan las características de nuestro sistema de empleo público y los niveles político-administrativos en los que la corrupción de encuentra principalmente localizada en España, a fin de resolver la posibilidad o no de relacionar la corrupción con el modelo burocrático de nuestro país y, en última instancia, tal y como hace la línea de investigación analizada, con la politización de las administraciones públicas.
2. Calidad de gobierno, imparcialidad y corrupción.
Los estudios actuales que asocian causalmente el control de la corrupción con la presencia de ciertas características asociadas al modelo burocrático de Administración pública parten de una serie de hipótesis que, a su vez, relacionan la corrupción con la calidad del gobierno entendida ésta última como imparcialidad. La tesis de la imparcialidad ha sido elaborada por Bo Rothstein y Jan Teorell (Rothstein y Teorell, 2008; Teorell, 2009; Rothstein y Teorell, 2012) y parte de una serie de críticas a las definiciones al uso del concepto de “calidad del gobierno” (CdG), una vez que ésta última ha sido vinculada en distintas investigaciones a factores tales como la estabilidad democrática, la felicidad subjetiva o el apoyo ciudadano al gobierno. El argumento de Rothstein y Teorell se resume de la siguiente manera[1]. Si bien es cierto que el análisis de las instituciones relacionadas con el acceso al poder es importante para evaluar la CdG en un determinado sistema (input), es también necesario considerar cómo se ejerce dicho poder (output), y el único concepto que significa en el ejercicio del poder político lo mismo que el de igualdad política en el acceso al mismo es el concepto de imparcialidad. En otras palabras: el principio de imparcialidad es al output del sistema lo que el de igualdad política es al input. Así, Rothstein y Teorell entienden por imparcialidad una forma de ejercicio del poder en la que “when implementing laws and policies, government officials shall not take into consideration anything about the citizen/case that is not beforehand stipulated in the policy of law” (Rothstein y Teorell, 2008: 170). Por lo que aquí interesa, es en este punto en el que ambos autores dejan abierta la puerta a la relación entre el principio de imparcialidad y distintas prácticas administrativas, algunas de ellas relacionadas con el reclutamiento de los empleados públicos. Más tarde se volverá sobre este asunto.
El siguiente paso lógico en la argumentación de Rothstein y Teorell es conectar los conceptos de imparcialidad y corrupción. Para ello, huyen de las descripciones al uso del fenómeno de la corrupción, que lo identifican con el abuso o mal uso de un puesto público para obtener una ganancia privada (De Graaf, 2007; Treisman, 200 y 2007), por considerarlas culturalmente relativistas y concluyen que “corruption involves a holder of public office violating the impartiality principle in order to achive a private gain”, en el bien entendido de que “the advantage of this definition of corruption is that what counts as a breach of impartiality is universally understood and thus is not related to how things like ‘abuse’ or ‘misuse’ of public power are viewed in different cultures”. Imparcialidad es pues un principio moral según el cual los empleados públicos han de actuar aplicando la ley a todos por igual en el ejercicio de su función, independientemente de que en otras “esferas morales” (Walzer) se atengan a diferentes normas de comportamiento. En definitiva, Rothstein y Teorell entienden que el concepto de CdG, por lo que se refiere al ejercicio del poder por parte de los funcionarios públicos, significa la implementación imparcial de las normas y leyes correspondientes en cada caso, mientras que corrupción significa violar este principio con el objeto de obtener una ganancia privada.
Ahora bien,  ¿son todas estas relaciones entre principios normativos empíricamente verificables? En un trabajo posterior, Teorell (2009) y Rothstein y Teorell (2012) sostienen que sí lo son, partiendo de la hipótesis general de que la imparcialidad en el ejercicio del poder afecta a una serie de variables relacionadas con la confianza interpersonal (y por consiguiente con la noción de corrupción que manejan los autores), el desarrollo y el crecimiento económicos, la calidad burocrática y la guerra civil, y la felicidad personal. Para comprobar dicha hipótesis, que a su vez se descompone en otras ocho, los autores lanzan una encuesta vía Internet dirigida a un panel de especialistas (principalmente profesores de Administración pública) entre los años 2008 y 2010, que finalmente contestaron 973 expertos de 126 países. A la vista de las respuestas obtenidas en los 97 países para los cuales habían respondido al menos 3 expertos, se elabora una escala de imparcialidad cuyos datos se cruzan con las variables a las que se acaba de hacer referencia. Del análisis de las correlaciones  obtenidas, Rothstein y Teorell concluyen que la imparcialidad, como indicador principal de la CdG, correlaciona positivamente con algunas de las variables que relacionan en sus hipótesis, concretamente con la confianza en las instituciones, los niveles de desarrollo económico, y la felicidad personal, aunque reconocen que dicha correlación es insignificante en el caso del resto de sus hipótesis.
3. Las causas de la corrupción política: imparcialidad, burocracia y politización.
La búsqueda de razones que expliquen la corrupción, como fenómeno asociado a prácticas contrarias al buen gobierno, es uno de los temas recurrentes de la literatura especializada. A pesar de que los factores que contribuyen a la corrupción no son exactamente lo mismo que sus causas (de Graaf, 2007: 42), la determinación de dichos factores puede orientar a los decisores públicos a la hora de tomar iniciativas que controlen los niveles de abuso o mal uso de poder que terminan reflejados en índices de corrupción como los del Banco Mundial o Transparencia Internacional. Sin embargo, ordenar por categorías lo que se podrían considerar “condiciones facilitadoras” (o “causas necesarias aunque no siempre suficientes”) de la corrupción no es tarea fácil, puesto que para localizar las variables que puedan explicar la corrupción pública es necesario responder primero una serie de cuestiones relacionadas con la misma naturaleza de los comportamientos corruptos. Es decir, según sea dicha naturaleza el abanico de explicaciones posibles puede variar. Además, dado que la causa última de un acto de corrupción reside siempre en ”la conducta deshonesta del actor público” (Laporta, 1997: 28), la investigación del origen de la corrupción puede moverse desde el nivel individual (motivaciones particulares por las que un agente público determinado actúa de manera corrupta), hasta el agregado (razones por las que en un determinado lugar hay más o corrupción que en otro). Partiendo de esta premisa, De Graaf (2007) elabora una clasificación de las causas de la corrupción atendiendo a las teorías que sustentan cada tipo de explicación. En el lado de las interpretaciones que atienden al nivel individual, De Graaf coloca las teorías de la elección racional y la “manzana podrida”; a nivel organizativo, se encontrarían las teorías de la cultura organizativa y la del ethos de la Administración pública, incluyéndose también esta última en las teorías que abordan el asunto a nivel social, junto con las teorías de la discrepancia de valores morales. Por último, De Graaf incluye un sexto tipo de teorías, a las que denomina “teorías de la correlación”, cuyas indagaciones sobre las causas de la corrupción abarcan todos los niveles posibles. Estas últimas interesan particularmente al argumento de este trabajo.
De Graaf denomina “teorías de la correlación” a un conjunto de estudios que basan sus hallazgos sobre las causas de la corrupción en una serie de investigaciones empíricas que, sin partir de un modelo teórico explícito, utilizan distintas variables en su aspiración por comprobar si estás presentan una correlación estadísticamente significativa con los niveles de corrupción percibidos que se recogen en los índices más conocidos. Aunque muy acertadamente De Graaf alerta sobre el problema metodológico de deducir “causalidad” de simples correlaciones estadísticas, lo cierto es que los estudios empíricos sobre las causas de la corrupción han proliferado en los últimos años (Treisman, 2000 y 2007). Entre todos ellos, destacan los publicados por el Quality of Government Institute (QoG)[2] de la Universidad de Gotemburgo, a partir de la encuesta a expertos a la que se ha hecho referencia más arriba. Además de tratar de medir los niveles de imparcialidad en los países seleccionados, la encuesta contiene otra batería de preguntas relacionadas con el modo de reclutamiento de los empleados públicos partiendo de la presunción de que:
 “Impartiality as the parallel legitimatizing principle for the ‘output’ side can, in a similar way, also encompass various administrative practices. For example, impartiality applied to decisions about recruitment to the civil service implies that selection should be based on the merits and qualifications that beforehand are stated as necessary for the position but exactly which merits or qualifications that should count can vary significantly. However, if recruitment were to be based on clientelistic personal contacts, political leanings, bribes, or ethic belongings, the impartiality principle would be violated” (Rothstein y Teorell, 2008: 170).
El argumento de los investigadores del QoG (Dahlström, Lapuente y Teorell, 2009; Dahlström, Lapuente y Teorell, 2012 y Lapuente, 2010) es el siguiente. El análisis del impacto de distintos factores sobre la calidad del gobierno, o aspectos concretos de la misma como el control de la corrupción, se ha centrado en las instituciones políticas del sistema o, dicho de otra forma, “en el lado político del Estado” (Dahlström, Lapuente y Teorell, 2009: 1). Así, la mayoría de las investigaciones empíricas sobre este asunto se han centrado en cuestiones tales como el tipo de régimen político, las características del sistema electoral o la composición de la élite política, dejando de lado los factores burocráticos como elemento explicativo de los niveles de corrupción de un país. Detectada esta omisión, las investigaciones del QoG tratan de aportar evidencia sobre la relación entre lo que se podría denominar “factor burocrático” (apenas analizado en la literatura especializada) y dichos niveles de corrupción, entendiendo por “factor burocrático” el conjunto de elementos determinantes en el reclutamiento de los empleados públicos y sus correspondientes patrones de carrera. La elección del reclutamiento como factor burocrático a analizar frente a otras posibilidades, procede de un estudio anterior de Evans y Rauch (1999) en el que se trataba de comprobar la relación entre burocracia weberiana y crecimiento económico en una muestra de 35 países semi-industrializados. Las conclusiones de Rauch y Evans fueron que, en efecto, existe una fuerte correlación entre la presencia de factores burocráticos asociados al reclutamiento imparcial de los empleados públicos y el crecimiento per cápita en los países analizados. Los investigadores del QoG toman la idea de Evans y Rauch con la intención de aplicarla, corregida, a los mecanismos causales de los niveles de corrupción.
A partir de lo anterior, y basándose en los resultados del trabajo mencionado de Rauch y Evans, los investigadores del QoG establecen tres hipótesis que tratan de comprobar asignándoles los correspondientes indicadores (Dahlström, Lapuente y Teorell, 2012: 659):
–      Hipótesis 1: una burocracia cerrada (esto es, aquella que se caracteriza por un sólido “espíritu de cuerpo” que aísla a sus miembros de influencias externas) puede contener o frenar la corrupción. Indicadores: existencia de exámenes formales de entrada en la función pública, estabilidad en la carrera y leyes especiales para los empleados públicos.
–      Hipótesis 2: una burocracia “bien pagada” puede contener o frenar la corrupción. Indicador: Salarios competitivos en el sector público.
–      Hipótesis 3: una burocracia profesional (es decir, aquella en la que existe una “separación de intereses” entre los políticos elegidos y los burócratas profesionales) puede contener o frenar la corrupción. Indicadores: reclutamiento meritocrático para acceder a un empleo público, ausencia de politización para ocupar los puestos de la función pública y promociones internas.
A partir de estas tres hipótesis y de sus correspondientes indicadores, los investigadores elaboran dos índices, a saber, el índice de burocracia profesionaly el índice de burocracia cerrada, llegando a la conclusión de que aquellos países que   presentan más altos niveles del control de la corrupción (de acuerdo con el indicador del Banco Mundial) son aquellos en los que existen burocracias profesionales, frente a la idea convencional de que son las burocracias cerradas las que mejor garantizan la ausencia de corrupción. Asimismo, la existencia de salarios competitivos no correlaciona significativamente con ninguna de las dimensiones anteriores. De todo esto se deduce que cuánta mayor separación exista entre la carrera de los funcionarios y la de los políticos, o dicho de otra manera, cuanto más separados estén sus intereses, será más fácil controlar la corrupción y a la inversa. Sin embargo, de los tres indicadores que forman el modelo de burocracia profesional, los resultados de las investigaciones muestran que, “the only aspect that matters is whether civil servants are employed based on their skills and not depending on their political connections” (Dahlström, Lapuente y Teorell, 2012: 664). En definitiva,
“Los países con burocracias más profesionales, como Nueva Zelanda, Noruega o Suecia, donde los empleados públicos, a pesar de carecer de oposiciones y de un régimen laboral especial, son reclutados de forma meritocrática, presentan niveles de corrupción significativamente menores que los países con administraciones menos profesionalizadas o, lo que es lo mismo en este caso, más politizadas[3] (Lapuente, 2010: 126).
4. Politica y corrupción en España: ¿politización o partidización?
El argumento de los investigadores del QoG y sus correspondientes conclusiones son ciertamente sugestivos. De hecho, la idea de que la imparcialidad en el reclutamiento de los empleados públicos es un elemento de posible control de la corrupción pública no es nueva. Laporta cita a Klitgaard (1988) cuando afirma que uno de los posibles remedios para la corrupción es la “selección de los agentes y responsables públicos con criterios de honestidad, además de los de mérito y capacidad. Tender a rechazar a quienes no cumplan estos criterios. En todo caso eludir los puros criterios de lealtad” (Laporta, 1997: 32). Por su parte, la existencia de una función pública reclutada mediante los principios de mérito y capacidad y que actúa de manera independiente a los políticos, es uno de los elementos consustanciales a la idea de separación entre Administración y Política contenida, en sus distintas interpretaciones, en los paradigmas weberiano y wilsoniano de Administración pública (Román, 1997).
No obstante, una cosa es establecer principios dogmáticos sobre cuál deba ser el modelo de separación de intereses (y rendición de cuentas) entre ambos colectivos, y otra muy distinta su aplicación en los distintos sistemas político-administrativos. En efecto, y más allá de correlaciones estadísticamente significativas, la relación que los investigadores del QoG establecen entre burocracia profesional, bajos niveles de corrupción y politización de la Administración necesita de algunas precisiones.
4.1. Burocracia y modelo de empleo público.
La primera matización que puede hacerse a la conclusión de las investigaciones del QoG tiene que ver con la terminología empleada, terminología que no escapa a las dificultades de hacer traducciones al español de otros idiomas, tanto en general, como por lo que se refiere a este asunto en particular. En concreto, se está haciendo referencia a la utilización del término “burócrata”, que despierta algunas dudas acerca de a qué empleados públicos se refieren exactamente[4]. Porque, ¿qué es un burócrata? ¿Un funcionario público? ¿Cualquier empleado público? ¿Un alto cargo de la Administración que es funcionario de carrera? En la legislación española sobre empleo público, el nombre “burócrata” no aparece por ninguna parte y tampoco lo hace el término “burocracia”. Por su parte, el personal al servicio de las administraciones públicas es una categoría genérica para referirse a un complejo de vías de acceso y situaciones en las que pueden encontrarse los que trabajan en ellas, puesto que en España no todos los empleados públicos son funcionarios de carrera. Detengámonos por un momento en este extremo.
En efecto, el personal al servicio de las administraciones públicas en España no sólo está formado por la categoría “funcionarios de carrera”. El Boletín Estadístico del personal al servicio de las Administraciones Públicas (BEPSAP) ha distinguido tradicionalmente entre los siguientes grupos: funcionarios de carrera, personal laboral y otro personal (personal eventual, funcionarios interinos, funcionarios de plazas no escalafonadas, contratados y personal vario). Por su parte, el último número del BEPSAP al que se ha tenido acceso (julio de 2014) remite al artículo 8 de la Ley 7/2007, del Estatuto del Empleado Público (EBEP), según el cual los empleados públicos se clasifican en: funcionarios de carrera, funcionarios interinos, personal laboral (ya sea fijo, por tiempo indefinido o temporal) y personal eventual.
Esta clasificación del personal al servicio de las administraciones públicas está directamente relacionada con el modo de reclutamiento de los distintos colectivos y sus condiciones de servicio, puesto que solamente son funcionarios de carrera aquellos que acceden a la función pública través de la superación de exámenes formales, disfrutan de permanencia, y están vinculados a la Administración por una la relación estatutaria regulada por el Derecho Administrativo. Por tanto, este es el único colectivo de empleados públicos cuyo modo de acceso y condiciones de servicio se ajusta a las características del modelo de burocracia cerrada que utilizan los investigadores del QoG. Si se toman como ejemplo los datos correspondientes al total del número de efectivos de los ministerios del Gobierno Central y sus Organismos Autónomos y áreas de actividad, según el BEPSAP de julio de 2014 casi el 30% del personal queda excluido de la categoría “funcionario de carrera”, con cifras tan sugerentes como la que indica que en el Ministerio de Defensa hay 5.199 funcionarios de carrera por 15.506 empleados dentro de la categoría de personal laboral.
Lo anterior significa que ninguno de los empleados públicos de este 30% cumple todos los requisitos del modelo de burocracia cerrada elaborado por los investigadores del QoG, aunque es cierto que la legislación estipula que el personal laboral fijo puede ser seleccionado mediante oposición, concurso-oposición o concurso de méritos, siendo ésta última una vía de acceso excepcional para los funcionarios de carrera. En cualquier caso, si cuanto más profesional es una burocracia (y por deducción menos cerrada), mayor correlación estadística positiva se observa con menores niveles de corrupción y politización, ¿quiere esto decir que podría encontrarse una relación estadísticamente positiva entre las características de acceso y condiciones de servicio del colectivo del 30% de aquellos empleados públicos que no son funcionarios de carrera, y menor corrupción y politización? Para cualquiera que conozca mínimamente el funcionamiento de las administraciones públicas españolas esta pregunta es simplemente absurda. Por consiguiente, para avanzar en la hipótesis de que una burocracia profesional frenaría la corrupción con más eficacia que una burocracia cerrada, aún habría que especificar a qué colectivo o colectivos de personal de la Administración se refiere el término “burocracia”.
La segunda matización que hay que hacer a las conclusiones de las investigaciones del QoG está directamente relacionada con una peculiaridad de nuestro sistema de empleo público. Se trata de la distinción que se realiza entre los procedimientos selectivos de acceso y lo que nuestra legislación denomina “provisión de puestos de trabajo”. Así, resulta que las tres características observables de la tercera hipótesis de dichas investigaciones, esto es, aquellas que se refieren a la existencia de una “burocracia profesional” (reclutamiento meritocrático para acceder a un empleo público, ausencia de politización para ocupar los puestos de la función pública y promociones internas) no son incompatibles con la existencia de lo que los autores denominan “burocracia cerrada”.
En primer lugar, calificar como “meritocrático” el acceso a un puesto de trabajo en la Administración adjudicando tal calificativo a los procesos de selección de la empresa privada (Dahlström, Lapuente y Teorell, 2012 y Lapuente, 2010) supone poner en cuestión, sin razón aparente, el procedimiento habitual de provisión de puestos para funcionarios de carrera que, tal y como se recoge en el artículo 79 del EBEP, es el concurso. En el caso de personal laboral, el artículo 87 del EBEP establece igualmente que, en defecto de la aplicación de los convenios colectivos, será también el concurso el que determine la provisión de puestos de trabajo y la movilidad del personal. No se entiende, pues, por qué un proceso de provisión de puestos más parecido al del sector privado habría de ser más meritocrático que un concurso de méritos en el que se garantice la imparcialidad y la objetividad por un órgano competente compuesto por profesionales y especialistas. En definitiva, nuestro sistema de acceso al empleo público es mayoritaria, aunque no absolutamente, el propio de una burocracia cerrada, pero nuestro modelo de provisión de puestos de trabajo se puede parecer bastante al de una burocracia profesional.
En segundo lugar, hay que analizar la que parece ser característica determinante del modelo de burocracia profesional para frenar la corrupción, a saber, “hasta qué punto conseguir un empleo público depende de las conexiones políticas”. Se acaba de señalar que el sistema de provisión de puestos de trabajo en las administraciones públicas españolas es mayoritariamente meritocrático, como lo es sistema de acceso al empleo público. Pero “mayoritariamente” no quiere decir “absolutamente”. Y es que la politización en España se cuela por las innumerables rendijas de las que disponen los partidos políticos (y las conexiones que ellos crean), tanto para influir en quien ocupa un puesto en la estructura político-administrativa del ejecutivo español, como en otros órganos u entidades de naturaleza semipública.
1º) Primera rendija: el acceso. Por seguir con el ejemplo que se ha utilizado más arriba, el 30% de los efectivos de los ministerios del Gobierno Central no accede a la Administración pública (o puede no hacerlo en el caso del personal laboral fijo) a través de oposiciones, que son procedimientos reglados y públicos. Parece razonable pensar entonces que el margen de discrecionalidad para acceder al empleo público es mayor cuanto menos cerrada es una burocracia, puesto que los políticos pueden utilizar este espacio disponible para tratar de influir o directamente promover la contratación de empleados públicos. En este mismo orden de cosas, recordemos que el BEPSAP no recoge en sus estadísticas una serie de categorías de personal (desde altos cargos de las Administraciones Públicas, hasta el personal al servicio del Centro Nacional de Inteligencia), lo cual no hace sino abundar en la idea de la composición compleja del personal al servicio de las administraciones públicas en España. De acuerdo con esta exclusión, nuestra primera rendija puede convertirse, eventualmente, en un gran boquete.
2ª)  Segunda rendija: la provisión de puestos de trabajo. Se acaba de señalar que el procedimiento normal de provisión de puestos de trabajo en las administraciones públicas es el concurso. Pero no es el único. La legislación también establece como mecanismo para determinar quién ocupa un puesto en la Administración el procedimiento de la libre designación. Los puestos de libre designación deben hacerse constar, como todos los demás, en las relaciones de puestos de trabajo de cada unidad administrativa, que son los instrumentos de ordenación de la estructura de empleo en las administraciones públicas. A día de hoy no es posible conocer la cifra total de dichos puestos. Nuestra segunda rendija tiene un tamaño indeterminado.
De todo lo anterior se puede deducir que la politización de las administraciones públicas españolas tiene que ver, efectivamente, con “hasta qué punto conseguir un empleo público depende de las conexiones políticas”, pero dicha politización no puede relacionarse con el sistema español de empleo público en su totalidad, sino con las oportunidades que dicho sistema deja abiertas a la interferencia de los partidos políticos en la selección de personal y provisión de puestos de trabajo. Es precisamente la desviación de un sistema de empleo público cerrado, que se ha promovido en España desde la Ley de Funcionarios Públicos de 1964, la que ha hecho posible que los partidos políticos “se hayan apropiado” de puestos públicos pertenecientes o no a la carrera funcionarial. Es decir, si las burocracias abiertas de países como Nueva Zelanda, Noruega o Suecia favorecen menores niveles de corrupción, no se debe tanto a sus sistemas de empleo público, cuanto al papel que los partidos políticos juegan en estos países respecto a otras instituciones del sistema político. Es posible, por tanto, que se deba invertir la carga de la prueba.
4.2. Corrupción y politización en España.
“Indeed, since the general elections of June 1993 corruption has become the single most salient issue in Spanish politics”.
No hemos podido evitar la tentación de reproducir este fragmento de un trabajo de Paul Heywood publicado en Parliamentary Affairs en 1995 bajo el título “Slaze in Spain”. Todo el artículo, si se cambian nombres y fechas, podría haber sido escrito en nuestro país en los últimos meses, aunque no se debe pensar que el caso de España es excepcional. Según datos obtenidos en recientes encuestas internacionales, la mayoría de los ciudadanos perciben la corrupción nada menos que como ¡el primer problema del mundo! (Holmes, 2015: xii) y sea o no sea el primer problema a nivel planetario, el caso es que los ciudadanos así lo advierten.
Sin embargo, la corrupción es un curioso objeto de estudio. No se investiga la corrupción porque sea poca o mucha puesto que, en realidad, es muy difícil saber cuánta corrupción hay. Villoria y Jiménez (2012a y 2012b) han alertado últimamente sobre las dificultades para medir la corrupción y han dado cuenta de la distancia entre la percepción ciudadana de la misma y los niveles “objetivos” que los datos sostienen. Tampoco se investiga la corrupción porque sepamos cuánta corrupción hay respecto al número de potenciales corruptos. En primer lugar, tendríamos que decidir si dentro del grupo de los ”potenciales corruptos” están solamente los políticos profesionales o también incluimos a los empleados públicos y, en este último caso, si nos limitamos a contar solamente a los funcionarios de carrera, o solamente a los que no lo son, si contabilizamos a los nombramientos políticos o si no lo hacemos. En cualquier caso, nadie parece ponerse de acuerdo ni siquiera en el número de políticos que hay en España y diversas polémicas más o menos académicas aparecidas en distintos medios (incluidos los digitales) desalientan a cualquiera que quisiera establecer una simple ratio entre políticos y funcionarios potencial y actualmente acusados de corrupción.
Curiosamente, tampoco se investiga la corrupción porque las cifras de organizaciones internacionales dedicadas a medir la percepción de la corrupción  – como la misma Transparencia Internacional – arrojen siempre valores escandalosos para el caso de España. Villoria (2001:103) repasa los datos de esta organización para nuestro país desde los años 80 hasta principios del 2000, demostrando que las variaciones han sido sustanciales. Más recientemente, Villoria y Jiménez (2012a) relacionan las variaciones en la percepción ciudadana de la corrupción en sondeos como el Eurobarómetro o los distintos barómetros del Centro de Investigaciones Sociológicas llegando a la conclusión de que: “La suma de los efectos de campañas anticorrupción, escándalos reales o políticamente construidos ampliamente expuestos en medios de comunicación, y la prevalencia de noticias sobre casos de corrupción en los medios de difusión escritos o audiovisuales serían la explicación más adecuada (para comprender el aumento que tiene este problema en la percepción ciudadana) (Villoria y Jiménez, 2012a: 33). Como es obvio que no se trata de matar al mensajero, simplemente se puede afirmar que la exposición mediática masiva del asunto en cabeceras de programas de televisión, portadas de periódicos y de cualquier otra fuente de información, altera sustancialmente la percepción ciudadana del problema, lo que no significa que “las encuestas de percepción ciudadana…. expresen de forma precisa la realidad del fenómeno” (Villoria y Jiménez, 2012a: 39).
De todo lo anterior se puede deducir que la corrupción se investiga porque existe la firme convicción de que los actos corruptos están mal, más allá de que su número real sea este o el otro. Mientras que en el imaginario colectivo la corrupción esté por todas partes, las cifras reales poco importan. Y algo parecido ocurre con la politización, que casi siempre circula por ese mismo imaginario colectivo asociada a la corrupción. Sin embargo, tampoco se dispone de cifras ciertas para asegurar cuánta politización hay en España, ni estándares definidos para afirmar qué niveles de politización son asumibles por el sistema y cuáles no. Así pues, por lo que se refiere a la relación entre corrupción y politización en España, pocos datos ratifican los resultados de las investigaciones del QoG.
En primer lugar, la corrupción política se ha producido básicamente a nivel local y regional (Villoria, 2012b), es decir, en las estructuras político-administrativas más jóvenes (Comunidades Autónomas) o con más tradición en los comportamientos patrios de naturaleza caciquil. A pesar de que en la Administración Central sobran demasiados nombramientos políticos, los Cuerpos Superiores de la misma, algunos de ellos de larga tradición, podrían haber actuado como importantes diques de contención de la corrupción política. Las ventajas de una función pública de carrera guiada por los principios de mérito y capacidad para frenar la corrupción han sido puestas de manifiesto por numerosos autores y en nuestro país Villoria ha sido uno de los que más ha insistido en este extremo:
“Necesitamos mantener en un entorno propicio a la demagogia y el populismo una burocracia estable y sólida, centrada en la defensa de los valores constitucionales y preocupada por el respeto a los procesos democráticos. Y, para ello, la selección y carrera de dicha burocracia debe hacerse con el respeto a los principios de igualdad y mérito y el ejercicio del cargo debe tener la garantía de la permanencia frente a los cambios políticos” (Villoria, 2000: 150).
“En España, existe un sistema de mérito para el acceso al servicio público.  Este sistema de mérito para el acceso es bastante riguroso para el ingreso en los cuerpos superiores de la Administración central, especialmente debido al control interno que los propios cuerpos realizan de la calidad de los nuevos ingresados y también por el control que el Ministerio de Administraciones Públicas realiza de la calidad de las pruebas y los Tribunales. No está tan claro que no exista cierto clientelismo en el nivel local o autonómico (…)” (Villoria, 2001:110).
Lo anterior no significa, paradójicamente, que la Administración Central española no esté politizada, si se entiende por politización aquella situación en la que la adscripción partidista (que no necesariamente la militancia en un partido político) es condición necesaria (aunque no tenga por qué ser suficiente) para la ocupación de estructuras, la realización de funciones o el desarrollo de carreras profesionales en aquel espacio del Ejecutivo considerado en cada sistema político como propio de sus administraciones públicas (Román, 2009:70). A partir de esta definición general, los espacios disponibles para la politización en cada sistema político son muy variables y se manifiestan a través de los distintos tipos de politización a disposición de los partidos políticos. En el caso de la Administración Central española podemos afirmar que los niveles de politización afectan a todos sus tipos, es decir, tanto a la politización estructural (altos cargos), como a la funcional (gabinetes ministeriales), como a la de la carrera profesional (Subdirecciones Generales). Sin embargo, no se dispone de evidencia que apoye la idea de que la politización de la Administración Central española esté relacionada con altos índices de corrupción. Esto último lleva a pensar que, como se adelantaba unas líneas más arriba, lo que los investigadores del QoG denominan “burocracia cerrada” ha podido ser un importante factor disuasorio de la corrupción, al contrario de lo que indican las conclusiones de sus investigaciones. En este sentido, debe recordarse que los altos cargos de la Administración Central del Estado son puestos ocupados mayoritariamente por funcionarios de carrera. Por supuesto, las Subdirecciones Generales son puestos pertenecientes a la misma carrera funcionarial.
En segundo lugar, y abundando en la explicación anterior, parece ser que el urbanismo, competencia exclusiva de las Administraciones Locales por cuanto a los Planes de Ordenación Urbana se refiere (en última instancia aprobados por las Comunidades Autónomas), “es el terreno donde dicha corrupción tiene mayores posibilidades de éxito” (Villoria, 2001:104)[5] hasta el punto de que “en los últimos seis años no ha habido prácticamente ningún caso de corrupción en el gobierno nacional que afectara a altos cargos nacionales” (Villoria y Jiménez 2012b:123). La ausencia de corrupción administrativa  – o sus bajísimos niveles, incluso en los casos que afectan a las estructuras político-administrativas de las Comunidades Autónomas y los Ayuntamientos[6] – conduce a pensar de nuevo que la corrupción en España no está tan relacionada con nuestro sistema de empleo público en general y mucho menos con la parte del mismo que se ajusta a un modelo de carrera cerrada, cuanto, precisamente, con las “ventanas de oportunidad” que dicho sistema deja abiertas (lo que más arriba se han denominado “rendijas”) para que los partidos políticos se cuelen en un espacio político-administrativo que no les corresponde ocupar. Es decir, al menos para el caso de España, en aquellas instancias donde las burocracias de carrera ocupan un espacio menos consolidado (administraciones regionales y locales) y, por tanto, donde mayores han sido las oportunidades de politización sin factor funcionarial disuasorio, más lugares disponibles encontramos para la corrupción política[7]. No podemos sino convenir con Villoria que:
“(…) la burocracia profesional debe cubrir la inmensa mayoría de los puestos de la Administración. En concreto, excepto el denominado “círculo de dirección política” (Jiménez Asensio, 1998), que incluye, en España, al Presidente y miembros del Gobierno del Estado y de las Comunidades Autónomas, a los electos locales, y a los Secretarios de Estado, Viceconsejeros y Directores de Gabinete de los Ministros, todo el resto de la función directiva debería ser ocupada por funcionarios de carrera” (Villoria, 2000: 150).
5. Conclusiones.
La introducción del factor burocrático en el análisis de las razones que expliquen los niveles de corrupción nacionales es un elemento ciertamente novedoso de la línea de investigación del QoG que se ha repasado en este artículo. Vinculada teóricamente con las reflexiones que relacionan imparcialidad en el ejercicio del poder con ausencia de corrupción política y calidad del gobierno, los resultados empíricos de dicha línea de investigación deducen que, frente a lo que cabría esperar, se alcanzan correlaciones estadísticamente positivas entre los países con modelos de burocracia profesional (frente a aquellos que tienen burocracias cerradas) y alto control de la corrupción. Esto explicaría por qué países como España, con su tradicional modelo de carrera, se encuentra entre el grupo de países con bajos niveles de control de la corrupción puesto que, a menor profesionalización de las burocracias públicas, mayores niveles de politización y por extensión de corrupción. El análisis de estas conclusiones para el caso de España, arroja los siguientes resultados.
En primer lugar, el sistema español de empleo público no se aviene exactamente a un modelo de burocracia cerrada. Hasta un 30% de los empleados públicos de la Administracion Central del Estado no son funcionarios, luego acceden directamente a un puesto de trabajo en la Administración por otras vías que no son los tradicionales exámenes de ingreso en los Cuerpos de funcionarios. Precisamente este hecho abre una posibilidad cierta a la utilización de criterios discrecionales en el acceso al empleo público. Relacionado con esto, en el caso de España hay que distinguir entre las modalidades de acceso y la provisión de puestos de trabajo. Siendo el concurso la vía habitual para esta última, la libre designación se ha extendido como una mancha de aceite en los últimos años, lo cual abre una segunda vía de politización en nuestras administraciones públicas. Es decir, allí donde se encuentran espacios político-administrativos que no son ocupados por funcionarios de carrera atendiendo al criterio del mérito (concurso), las posibilidades de politización – y quizás de corrupción – son mayores.
En segundo lugar, las hipótesis de las que parten las investigaciones del QoG no son en nuestro caso del todo excluyentes, puesto que la existencia de exámenes formales para el acceso a la función pública no es incompatible con que sean los méritos los que cuenten para acceder a un puesto de trabajo concreto. De esto se deduce que los indicadores que miden los supuestos de ambas hipótesis podrían medir la misma.
En tercer lugar, una buena parte de los casos de corrupción en España se han producido en administraciones regionales y locales, esto es, en aquellas en las que el sistema de empleo público es más laxo y en las que, desde la transición política, ha habido menos tiempo para consolidar Cuerpos de funcionarios. En definitiva, al menos para el caso de España y a modo de hipótesis, la existencia de funcionarios de carrera parece ser un factor disuasorio para la corrupción.
Por último, no se podría estar más de acuerdo con la idea de que la separación de intereses entre políticos y funcionarios es un elemento imprescindible de la calidad del gobierno. Sin embargo, en España se produce la paradójica situación de presumibles altos niveles de politización con la ocupación de los puestos politizados por funcionarios de carrera. Al menos en la Administración Central del Estado dichos puestos (altos cargos, gabinetes ministeriales o subdirecciones generales) apenas han sufrido el azote de la corrupción.
Según estudios recientes, nuestro país no sufre una corrupción sistémica (Villoria, 2001:14 y Villoria y Jiménez, 2012:43) y la corrupción política es la norma frente a la corrupción administrativa, que suele ser la excepción. La existencia de exámenes formales, el trabajo asegurado de por vida y las leyes especiales que rigen las condiciones laborales de los funcionarios públicos podrían ser la explicación. Para analizar la conexión entre politización y corrupción, no debería perderse de vista el papel que los partidos políticos juegan en cada democracia como conductores de intereses que pueden canalizarse a través de otras vías de participación política. Es posible, pues, que haya que avanzar desde el concepto de “politización” hacia el de “partidización” de las administraciones públicas.
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[1] Se sigue básicamente el artículo publicado en Governance en 2008, cuyos argumentos se repiten en el resto de las obras citadas.
[2] Se utilizan a partir de aquí estas siglas como nombre genérico para hacer referencia a la línea de investigación que se comenta.
[3] La negrilla es nuestra.
[4] El término “burócrata” parece utilizarse de manera indistinta para referirse a empleados públicos en general y funcionarios de carrera en particular.
[5] Hay que recordar, no obstante, que recientes casos de corrupción han afectado a servicios que prestan las administraciones autonómicas y locales que no están relacionados con el urbanismo, como son los casos de los expedientes de regulación de empleo y los cursos de formación en Andalucía o el conocido como “Caso Cooperación” relacionado con el desvío de fondos dedicados a programas de ayudas al desarrollo en la Comunidad de Valencia.
[6] Solo por poner un ejemplo, frente a los 18 políticos imputados en el famoso “caso Malaya”, sólo 3 fueron los funcionarios incluidos en el sumario de la causa.
[7] Por supuesto, el análisis de la “cantidad” de casos de corrupción en las Comunidades Autónomas y los Gobiernos Locales en España debería incluir la variable competencial. Aquí sólo se afirma que en ambos casos el modelo de burocracia cerrada ha tenido menos oportunidades de consolidarse.

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