Humanidad, incertidumbre y dificultades de la libertad

Autor: Francesc Viçens

La historia humana, una odisea para reducir nuestra incierta condición

La búsqueda de seguridades absolutas o el delirio que llama a los totalitarismos

La libertad requiere la capacidad para vivir la incertidumbre

El fin de las certezas neoliberales

Sobrevivir al miedo como individuos y como especie

Genes y personalidad para sobrevivir el miedo

Falacias para la desesperanza. Algunos antídotos

Renazcamos ofreciendo el corazón

Nuevas identidades para Tiempos Poderosos

Dificultades de la modernización para los no occidentales

Crisis de la globalización neoliberal y oportunidades para un nuevo universalismo

Diversidad y universalidad: nuevas identidades para la gobernanza global

La historia humana, una odisea para reducir nuestra incierta condición

El historiador de la economía y Premio Nobel Douglas C North propone considerar la historia humana como una odisea para reducir nuestra incierta condición. Ninguna de nuestras vidas está preprogramada y cada día puede traernos una sorpresa, un imprevisto, un accidente, una flor, una coz, un encuentro, un atentado, un desamor, un engaño… Y hoy más que nunca pues nuestras sociedades se han hecho más abiertas, interconectadas, complejas y dinámicas. Desde luego siempre ha habido vidas, sociedades y tiempos más inciertos que otros. Pero desde la gestación a la muerte ningún humano ha podido librarse de la incertidumbre y el miedo. Afortunadamente la evolución nos ha equipado para poder superar estas tensiones; aunque nos ha equipado desigualmente: genéticamente no estamos igualmente preparados para enfrentar la incertidumbre y el miedo.

Nuestra incierta condición siempre reclama certezas, seguridades, previsión. A construirlas dedicamos gran parte de nuestros esfuerzos y desvelos. Desde nuestra herencia genética y mediante la interacción con los demás vamos construyendo o destruyendo la confianza en nosotros mismos que es el recurso básico para gestionar las incertidumbres y miedos inevitables. Pero, además, en tanto que seres sociales, los humanos desarrollamos instituciones –civiles, mercantiles, políticas, laborales, sociales o culturales- que no son sino reglas de interacción orientadas a reducir la incertidumbre y a procurar seguridad familiar, vecinal, jurídica, política, comercial, social y cultural.

La búsqueda de verdades absolutas es un delirio que llama al totalitarismo

La búsqueda de seguridad es inherentemente humana y puede degenerar en delirio cuando, incapaces de gestionar la inevitable incertidumbre, perseguimos certezas absolutas de cualquier orden (religioso, político o cultural), que no son sino ilusiones para aliviar nuestras almas más atormentadas y afligidas. Estas ilusiones delirantes en busca de certezas y seguridades absolutas son la llave de paso de todos los impostores y de los totalitarismos de toda laya. La democracia, contrariamente, es (o debería ser) un campo institucional incompatible con el dogmatismo en el que compiten bajo reglas de deliberación y de respeto un número plural y cambiante de verdades. La democracia requiere, pues, de individuos y colectivos capaces de vivir y valorar la incertidumbre razonable en la que reside el fundamento del pluralismo. Sin esta capacidad, en tiempos altamente inciertos, el miedo nos atenaza e impide que florezca la libertad.

Punset ha afirmado rotundamente que la felicidad es ausencia de miedo. Pero no es así. La ausencia de miedo anuncia sólo el frío de la muerte. La vida, la evolución, creó el miedo para ayudarnos a sobrevivir. “El miedo guarda la viña” dice el viejo refrán. Es nuestro sistema de alerta temprana que ayuda a prevenir o a corregir actitudes y comportamientos. El miedo sólo nos anula cuando se presenta como pánico cerval paralizante ante el que nos sentimos incapaces de entender ni responder.

La libertad requiere capacidades para vivir la incertidumbre

La libertad es el fuego sagrado que los humanos han tratado siempre de arrebatar a los dioses. La facilidad con que hoy hablamos del derecho a construir y rectificar nuestra propia biografía nos hace olvidar que durante casi toda la existencia consciente humana la libertad fue una idea inexistente o aplicable sólo a los pueblos o a una aristocracia o minoría exenta de la dureza de ganarse la vida. Las comunidades primitivas vivieron bajo la pesada losa de la necesidad y para sobrellevarla generaron instituciones y culturas que reglamentaban minuciosamente la vida personal y colectiva según un único ideal de vida buena dejando escasos resquicios para la libertad personal. Las amenazas procedían siempre de otros grupos humanos o de los animales u otras fuerzas de la naturaleza a los que se invocaba más que exploraba. El terror a la muerte y el dolor por la pérdida de los seres queridos se aliviaban inventando creencias y rituales de reencuentro y de otras vidas. La fatigosa carga de la existencia para los más impedía que la majestad de la libertad alzara su vuelo.

Aún hoy, cuando se movilizan las masas miserables desocupadas, que viven bajo la opresión de las necesidades más básicas insatisfechas, semejan multitudes de zombies destructores encuadrados mecánicamente, sin duda ni vacilación posible, inhumanamente seguros, capaces de cualquier crimen, al servicio de cualquier causa totalitaria. La miseria individual se sublima en el potencial destructivo de las masas al servicio del líder capaz de activarlas por un “grandioso” proyecto de cambio, el único legítimo, del que no puede dudarse, por el que hay que dar hasta la vida, y que deslegitima a todos los demás poryectos –actuales o potenciales-. Los líderes totalitarios y las masas se han valido pero nunca han confiado ni gobernado a través de las instituciones. Su gran recurso de poder han sido el miedo y el terror. No pretenden el consentimiento libre de los gobernados sino su amedrentamiento. No hay espacio para la disidencia interna ni para el pluralismo de visiones y proyectos.

No hace más de dos o tres siglos que el republicanismo y el socialismo democrático están intentando extender el fuego sagrado de la libertad a todos los seres humanos. Rechazando a la vez los totalitarismos comunistas y fascistas han ido construyendo trabajosamente en unos países más que en otros el andamiaje institucional de la economía social de mercado y del Estado Democrático y Social de Derecho en cuyo seno y con la ayuda de la ciencia y la técnica un número creciente de personas han dispuesto de los derechos suficientes para programar sensatamente su futuro, para vivir con expectativas creíbles una vida razonablemente predecible, larga y segura.

Pero estas personas se concentraron mayoritariamente en los países desarrollados y alcanzaron sólo a minorías de los países pobres. La globalización neoliberal acompañada de unas democratizaciones de mínimos aventaron la promesa de una universalización de la libertad impulsada principalmente por las fuerzas de los mercados globales. Se supuso que las oportunidades a generar compensarían ampliamente los daños inevitablemente causados en una especie de destrucción creativa promisoria a lo Schumpeter. Pero este proyecto de una nueva gran expansión y transformación capitalista después de la caída del Muro de Berlín en1989 ha levantado grandes contradicciones antes apagadas por la guerra fría, ha generado otras nuevas no previstas, ha cambiado el mapa mundial de actores y conflictos y ha dado paso con todo ello a una nueva era de incertidumbres y vulnerabilidades.

El fin de los encantamientos neoliberales

El 11 de septiembre de 2001 marcó el comienzo del fin de las certidumbres o encantamientos del neoliberalismo en el mundo y especialmente en los Estados Unidos. Se inició una larga etapa de atrocidades, incertidumbres y sorpresas. El derrumbe de las torres gemelas, la invasión de Afganistán, Irak, los grandes escándalos corporativos, las crisis financieras, las falencias del capitalismo débilmente regulados, la conexión ya inocultable entre los grandes negocios y la política “democrática”… expresan en conjunto una pérdida de confianza de muchos ciudadanos norteamericanos en las instituciones, las políticas y los ideales y formas de vida de la era neoliberal. Luis Rojas Marcos, que ha sido Jefe de los Servicios de Salud Mental de la Ciudad de Nueva York expresa que los sentimientos de aprensión, miedo, duda y fragilidad han pasado a ser parte de nuestra vida normal, que la proporción de hombres y mujeres afligidos por síntomas de ansiedad, irritabilidad y desconfianza en el futuro ha aumentado entre el 15 y el 30 por ciento dependiente del país.

Los esquemas narcisistas y prepotentes sobre los que se levantó el pedestal de invulnerabilidad de los años 80 y 90 ya no se sostienen. Su derrumbe ha salpicado a muchas personas con sentimientos de temor, tristeza, desilusión y baja autoestima. El desvelo, la zozobra y el desconsuelo se han incrementado. El mundo se nos revela de repente tan amenazante como prometedor y, en ausencia de una gobernanza global efectiva y legítima, fuera de control. Pocas personas se atreven hoy a pronosticar cómo será su mañana, qué futuro les espera a sus hijos y seres queridos. Todos invertimos en prepararnos, ubicarnos, conectarnos lo mejor posible para gestionar la incertidumbre. ¿Cómo sobrevivir a estos sentimientos paralizantes de inseguridad y desasosiego que socavan nuestra serenidad y reducen nuestra confianza en la vida? Afortunadamente la madre evolución nos equipó genéticamente para el cambio.

Sobrevivir al miedo como individuos y como especie

Los humanos no estamos capacitados para sobrevivir en cualquier tipo de circunstancias sino sólo en las que nos ha tocado vivir. No somos temporalmente intercambiables. Los humanos de hoy no podríamos superar las condiciones de supervivencia de los de hace o de los de dentro de unas generaciones, y viceversa. Estamos equipados genéticamente para sobrevivir a muy largo plazo, pero no como individuos sino como especie. Como individuos sólo podemos aspirar a tener vidas largas, sanas y autónomas que “valgan la pena” dentro de nuestras circunstancias. Sobre la base genética de cada cual podemos desarrollar aprendizajes individuales y sociales que nos ayuden a sobrevivir en los tiempos y circunstancias más adversas. La evolución nos equipó para ello.

Pero los humanos, además de individuos, somos miembros de una especie con la que nos encontramos genéticamente conectados. Como individuos morimos, pero nuestros genes sobreviven en nuestros descendientes, aunque en combinaciones nuevas que forjan individuos únicos mucho mejor adaptados para continuar la odisea de la vida de lo que lo estarían nuestros simples clones. El goce entrañable que experimentamos al contemplar la descendencia familiar tiene un claro y hondo fundamento biológico. Como lo tiene la celebración de todo nacimiento que es siempre una promesa de continuidad y de renovación humana. Muchos de los temores sobre el futuro de la humanidad son temores de viejos que no expresan sino la incapacidad de los más mayores para sobrevivir en el mundo que se viene. Nuestros descendientes nunca son como nosotros y están mejor preparados e ilusionados para abordar el futuro. En sociedades abiertas y dinámicas el saber de los ancianos tiene un lugar, pero la acción y su dirección deberían abrirse al impulso de cuarentones constantemente renovados.

Genes y personalidad para sobrevivir el miedo

Pero, entretanto la humanidad sigue su curso ¿qué hacemos usted y yo en este aquí y ahora frente a la incertidumbre y los miedos desatados? El “conócete a ti mismo” es la primera regla. También puede ayudar el orteguiano “yo soy yo y mi circunstancia”. Seguramente, en las circunstancias actuales, el Oráculo de Delfos nos ordenaría un test genético pues es en nuestros genes donde radica entre un 30 y un 50 por 100, según autores, de nuestra capacidad para vivir la incertidumbre y superar los miedos y adversidades. Sabemos que los hermanos gemelos separados de sus padres al nacer y educados en entornos económico-culturales muy diferentes revelan sin embargo actitudes ante la vida muy similares registrando niveles de satisfacción o insatisfacción muy próximos.

Igualmente revelador resulta considerar a los niños que han crecido en entornos familiares y sociales de alto riesgo y, sin embargo, han resultado física y emocionalmente sanos y fuertes. Todos ellos registran tres rasgos de personalidad que les han ayudado a protegerse de las presiones estresantes del medio: la valoración positiva de sí mismos, la disposición optimista y un talante sociable y comunicativo. Miguel de Unamuno, en 1913, escribía en Del Sentimiento Trágico de la Vida que “no son nuestras ideas las que nos hacen optimistas o pesimistas sino nuestro talante optimista o pesimista el que hace nuestras ideas. Para vivir razonablemente el presente necesitamos tener un sentido esperanzado del futuro pues cuanto más incierto y sombría se nos aparece el porvenir y el de nuestros hijos más vulnerables resultamos a la angustia que corroe la confianza en nosotros mismos y en el mundo. La desconfianza tiende a ponernos en una alerta y vigilancia constante que no nos deja relajarnos, interfiere nuestra capacidad de relación, debilita nuestro sistema inmunológico, nos causa trastornos digestivos, hipertensión, dolores varios, ansiedad, irritabilidad, mal humor, insomnio, tristeza, aislamiento, pensamientos negativos, dificultad para concentrarnos, en suma, nos impide gozar de la vida o nos impulsa a acudir al sucedáneo espúreo de las drogas varias.

Necesitamos creer que controlamos razonablemente nuestras vidas para alimentar la confianza en nosotros mismos y enfrentarnos más positiva y decididamente a los problemas. Por eso nos alegramos mucho más de lo que alcanzamos por nuestras propias acciones que de lo que nos llega independientemente de nuestras expectativas y esfuerzos. Queremos ser los forjadores de nuestros propios destinos y, por ello, las personas sanas valoran la libertad y prefieren hacer lo que les gusta a poseer lo que desean. Las personas que piensan que hagan lo que hagan nada cambiará tienden a la depresión y la apatía. Todos los regímenes totalitarios tratan de multiplicar este tipo de personas mediante el terror y el miedo segando así la hierba bajo los pies de la posible oposición. El ‘nada se puede hacer’ fomenta en nosotros un estado de vulnerabilidad emocional constante que constriñe el horizonte de nuestras aspiraciones.

Falacias para la desesperanza. Algunos antídotos

Es cierto que no controlamos nuestros genes ni la familia ni el país ni el tiempo en que crecemos, pero la suerte no está echada: podemos aprender a moldear nuestra manera de ser para hacernos más sensatos frente a las incertidumbres, miedos y adversidades. Porque lo sensato no es lamentarnos de la vida sin considerar sus bienes sino celebrarla tras haber avaluado sus males. No hay falacia mayor que considerar que hemos venido al mundo a sufrir, que la vida es un valle de lágrimas. Charles Darwin ya fue terminante al respecto (Autobiografía, 1876): “A mi juicio la felicidad predomina… si la mayoría de los miembros de una especie sufriese mucho, no se propagarían… Por regla general todos los seres vivientes han evolucionado para estar contentos”.

Otra falacia que nos lleva derechos a la desesperanza y se retroalimenta con ella es que ‘cualquier tiempo pasado fue mejor’, que vivimos en los peores momentos de la historia y que el futuro se vislumbra aún peor. Pero todos los agoreros del destino siniestro de la humanidad han errado rotundamente. La mayoría nos sentimos bien en la vida, ‘a pesar de todo’. Y aunque es verdad que en nuestro tiempo, como en todos los de cambio profundo, se han incrementando los sentimientos de inseguridad, desasosiego e indefensión, podríamos exclamar con Mercedes Sosa ¿Quién dijo que todo está perdido si venimos a ofrecer el corazón? ¿Cómo hacerlo? No desmoralizándonos, ni resignándonos, ni negándonos, ni ignorando nuestras posibilidades de mejorar las circunstancias esclavizadoras del presente.

Renazcamos ofreciendo el corazón

Lo que nos imaginamos casi siempre suele ser peor que la realidad. Nuestras angustias suelen proceder más de los temores imaginarios que de las amenazas reales. Para tener firmes los pies en el suelo hay que aprender a poner en perspectiva las circunstancias que nos conmueven. Muchos medios y sus informadores y analistas son prisioneros de sus intereses y temores obsesivos, presentan los hechos con rencor, negatividad o desde el ejercicio abyecto del poder de propaganda totalitaria, sin menor reparo por el uso de las mentiras más groseras. La realidad promisoria no emergerá si no aprendemos a poner las informaciones en perspectiva y, si lo conseguimos, mejorará nuestra actitud y equilibrio emocional.

“En el rocío de las cosas pequeñas el corazón encuentra su alborada y se refresca” (Jalil Gibran). Por mucha aflicción que los tiempos traigan no debemos prescindir de alguna rutina para disfrutar momentos placenteros. Y como ‘la existencia solitaria es una prisión insoportable’, en tiempos de incertidumbre hemos de tender a superar el aislamiento y practicar más que nunca diversas formas de convivencia solidaria pues ello es lo que puede aumentar nuestra confianza y eliminar muchos de nuestros temores. Agruparnos y fusionarnos emocionalmente nos ayuda a soportar mejor las amenazas y desgracias. Hablarnos cálidamente, rebajando nuestros mecanismos de defensa, disminuye los sentimientos de incertidumbre y miedo que forman la trama de nuestras pesadillas.

Cultivar el humor es fundamental en cualquier circunstancia. Victor E Frankl en su conmovedor libro El Honbre en Busca de Sentido, 1946, relata que “…en el campo de concentración había sentido del humor. El humor es una de las armas con las que el alma lucha por su supervivencia…” El sentido del humor permite apreciar las contradicciones y las ironías de la vida, alivia el miedo y la inseguridad, nos alegra la vida y probablemente la prolonga. Intentemos la risa, sobre todo de nosotros mismos y del dramatismo de nuestras situaciones, pues ese don de la naturaleza libera tensiones, descarga ansiedades y temores y ayuda superar situaciones estresantes.

Movámonos. Segreguemos serotonina en el cerebro que tiene un probado efecto antidepresivo y agudizante de las funciones intelectuales. La huida al alcohol, las drogas u otros placebos más o menos tradicionales no hará sino rebajar los niveles de autoestima y mantenernos en la afligida vivencia del temor sin esperanza. Porque, al final, hermanos, no hay redención sin compromiso. ¿Para qué servirá todo esto si no es para construir renacidos, sobre bases nuevas, la fuerza colectiva capaz de superar las fuerzas del miedo que hoy nos oprimen? Como dice el antiguo proverbio chino ‘independientemente del peligro, en el corazón de toda crisis se esconde una gran oportunidad. Abundantes beneficios esperan a quienes descubren en secreto de la oportunidad en la crisis’ ¿Aún no la ven, hermanos? No busquen atrás. No hay vuelta al pasado. Renazcan, porque nuevas han de ser las gentes, las ideas y las armas que rompan los espejismos populistas y los miedos que polucionan.

Nuevas Identidades para Tiempos Poderosos

Hace unos quinientos años los gobernantes de Florencia encargaron al entonces vicecanciller Nicolás Maquiavelo que indagara por qué Pandolfo Petrucci, señor de la vecina ciudad de Siena, era tan imprevisible en su comportamiento y tan propenso a la intriga. Maquiavelo quedó impresionado por su explicación: “Como deseo cometer cuantos menos errores posibles, llevo mi gobierno día a día y manejo mis asuntos hora a hora, porque los tiempos son más poderosos que nuestros cerebros”. Tiempos poderosos son todos aquellos que desbordan nuestros marcos conceptuales y nuestras capacidades de previsión y gestión de los acontecimientos. Hoy los tiempos son más poderosos que nunca y una de las maneras en que los enfrentamos es enraizándonos en nuestras identidades. Quizás este esfuerzo de agarrarnos a las diversidades creadas por la historia nos esté dificultando captar un “nosotros” emergente.

Quizás nada determine más la evolución de una cultura que el tipo y nivel de conocimientos que aplica. Sobre esta base Arnold Toynbee distinguió tres períodos en la historia humana: en un primer tiempo –la prehistoria- las comunicaciones entre los grupos humanos eran muy lentas, pero como el conocimiento avanzaba todavía más despacio, cualquier novedad tenía tiempo para difundirse antes de que se produjera la siguiente, de lo que resultaba un grado de evolución muy similar y muchas características comunes entre los grupos humanos; en un segundo período que cubre la mayor parte de la historia, el desarrollo del conocimiento se hizo más rápido que su difusión de modo que las sociedades humanas se fueron diferenciando cada vez más en todos los campos; finalmente, ya en tiempos muy recientes y poderosos –los nuestros- aunque los conocimientos avanzan cada vez más deprisa, su difusión se produce a una velocidad todavía mayor, por lo que las sociedades tienden a estar cada vez menos diferenciadas.

Dificultades de la modernización para los no occidentales

Si se partiera de una simetría básica en la producción y control del conocimiento por todos los grupos humanos, probablemente no se registrarían mayores problemas en esta transición hacia un “nosotros” planetario desde la diversidad de las diferentes culturas. Pero la producción y la propiedad del conocimiento científico y técnico –el que ha producido la “modernidad”- es de cuño occidental y sobre todo estadounidense, por lo que la mundialización o globalización no es vista como la creación de un “nosotros” por todos y para todos, sino como “americanización”, mcdonalización o imposición neoimperial o neocolonial de una cultura y una identidad hegemónicas sobre todas las demás. Y es lógico que uno se rebele cuando siente que una amenaza pesa sobre su identidad: su lengua, su religión, su derecho, sus símbolos culturales. Una de las paradojas de nuestro tiempo es que viene impulsado por las fuerzas cruzadas de la unificación y la diferenciación. Nunca los humanos hemos tenido tantas cosas en común y nunca hemos valorado tanto nuestras diferencias.

Para todo el que no es occidental es muy difícil modernizarse sin desgarrarse. Al fin y al cabo la “modernización” con su ciencia y su técnica, su estado-nación, sus derechos humanos, su imperialismo y colonialismo, sus democracias y sus totalitarismos, sus ideologías, sus instituciones de mercado y del bienestar, su cristianismo modernizado y sus misioneros… son una creación genuinamente occidental. La historia de las civilizaciones muestra que muchas fueron más avanzadas que la occidental en otros tiempos. Pero cuando la civilización occidental comenzó a descollar en el siglo XVIII lo hizo por primera vez en la historia con los medios técnicos que permitían una dominación mundial. Desde entonces Occidente comenzó a estar y hoy está más que nunca en todas partes tanto en el plano material como en el intelectual, ha marginado a todas las demás civilizaciones que se sienten amenazadas por ella y por su exportación más exitosa: los Estados-Nación con sus proyectos creadores de identidades únicas, culturalmente uniformizadoras, de reducción de la diversidad preexistente a mero folklore…

Mientras las occidentales han podido vivir normalmente la modernidad, para los chinos, los africanos, los japoneses, los indios asiáticos o los americanos, los rusos, los iraníes, los árabes, los judíos o los turcos, la modernización ha significado siempre abandonar una parte de sí mismos y ha ido acompañada siempre de una cierta amargura, de un sentimiento de humillación y de negación. Sobre todo en tiempos imperiales, es decir, cuando se consideraba que la historia y las instituciones de occidente eran el cedazo por el que tenían que pasar necesariamente los pueblos “en desarrollo” y cuando, como la experiencia histórica demostró hasta la saciedad, occidente no quería que los pueblos se le parezcan sino que le obedezcan. Le bastaba con una élite occidentalizada en los territorios sometidos. Cuando los pueblos intentaron proyectos de modernización sin renunciar a su identidad cultural, labrando su propia historia, las potencias occidentales no tuvieron demasiadas contemplaciones.

Pero la percepción de occidente está cambiando en todo el mundo incluido el propio occidente, especialmente desde que la caída del muro de Berlín y el agotamiento de las economías del bienestar combinadas con la revolución tecnológica abrieron las fronteras al proyecto de mundialización bajo hegemonía neoliberal (que más bien debiera llamarse neoconservadora). Hace 30 años las ideas liberadoras y emancipadoras del Tercer Mundo provenían de occidente. Eran principalmente el marxismo y el nacionalismo. Pero el marxismo ha acabado siendo una gran decepción intelectual y política y ya no estamos en los albores sino en el ocaso de los nacionalismos propagados por los proyectos de Estado-Nación.

La historia no sigue nunca el camino que se le traza, no por ser la obra de un Dios inescrutable, sino porque es –hoy más que nunca- profundamente humana, la suma de todos nuestros actos, de todas nuestras voces en todos los rincones del planeta, de nuestros intercambios, enfrentamientos, odios, sufrimientos, afectos y afinidades. Nunca como hoy la historia ha sido el producto de tantos actores con tanta libertad, por eso es más compleja e imprevisible que nunca, más rebelde a cualquier teoría simplificadora (Malouf). ¿Quiere esto decir que carece de sentido y que hay que abandonar la ilusión de controlar nuestro propio destino como proponen tantos posmodernos? El destino no

Crisis de la globalización neoliberal y oportunidades para un nuevo universalismo

El gran fantasma que recorre el mundo de nuestro tiempo ya no es el comunismo sino la globalización. Es un viento cargado de amenazas y de oportunidades. Conviene distinguir el fenómeno de la forma en que ha tratado de ser pilotado hasta ahora: el neoliberalismo. La crisis del proyecto hegemónico neoliberal que se venía gestando pero que ha estallado innegablemente estos días viene cargada de miedos y de esperanzas. A condición de que no nos encerremos en nuestros particularismos originarios o nacionales y seamos capaces de aportar desde ellos, con toda dignidad e independencia, a la construcción de una nueva e indispensable idea de humanidad. La globalización podría favorecer –dice Malouf- una nueva manera de entender la identidad como la suma de todas nuestras pertenencias, de la que formaría parte la pertenencia a la común naturaleza humana –el mejor antídoto contra todo racismo- que aspiraría a ser un día la pertenencia principal sin anular por ello todas nuestras otras pertenencias diferenciadas. Pasaríamos de la identidad simple del Estado-Nación a las identidades complejas inherentes a la ciudadanía cosmopolita sin Estado-Mundial.

No estamos en la era de las masas sino de los individuos crecientemente liberados y solidarios. Si el falso encantamiento del consumismo no llega a “ensonsarnos” podemos ir desarrollando una ciudadanía activa, individual y colectiva, que sea capaz de reencauzar la globalización. Las culturas diferentes merecen respeto y deben ser reconocidas y valoradas pero sólo en la medida en que no se hallen en contradicción contra los valores, derechos y deberes universales de humanidad que deben estar por encima de todas las diferencias y de todos los intereses. Las tradiciones –incluidas las occidentales- sólo merecen ser respetadas en la medida en que son respetables. Y todos deberíamos esforzarnos en poner nuestras particulares culturas e identidades a la altura que las permita aportar y verse reconocidas en la nueva cultura e identidad humana, el nuevo humanismo sin el cual se vislumbra muy difícil la suerte de la Tierra.

La globalización neoliberal ha sido vivida por muchos no occidentales como el caballo de Troya de la americanización neoconservadora, una forma renovada de hegemonía a base de democracias de mínimos, libre comercio y bombardeos. Para que la globalización llegue a ser admitida de corazón y coprotagonizada será necesario no sólo que se las reconozca y respete sino que algunos elementos de nuestras culturas particulares –signos, símbolos, palabras, vestidos, música, personajes, conocimientos…- pasen a formar parte del patrimonio común de la humanidad. Las culturas son creaciones humanas vivientes: nos determinan tanto como nosotros las vamos determinando desde nuestra libertad y juicio crítico. No son creaciones para los museos sino para la vida. Y con su evolución evolucionan nuestras identidades. Si nos encerramos en la propia cultura con mentalidad de agredido no haremos sino empeorar los efectos de la agresión. El racismo sufrido nunca justifica el racismo propio. El ejemplo es Mandela.

Diversidad y universalidad: nuevas identidades para la gobernanza global

La clave puede estar en fortalecernos para poder ser considerados y aportar a la cultura universal emergente. Esto no supone bajar la guardia. Hay que tomar en serio la protección de la diversidad lingüística y cultural por muchas están en riesgo. Son muchas las comunidades que en el mundo actual están en peligro de perder su tierra, su lengua, su memoria, sus saberes, su identidad específica, su dignidad. Las Naciones Unidas han hecho un buen trabajo al respecto. Se trata de reconocerles derechos de autogobierno necesarios y suficientes para que no queden fijadas como elementos de un paisaje turístico más. Se trata de dar a todos los seres humanos, cualquiera que sea su cultura, la posibilidad de aprovechar no sólo los recursos de su territorio sino las oportunidades de todo tipo que brinda el mundo de hoy, de que puedan contribuir a moldear el patrimonio de valores universales que se viene formando sin perder por ello su memoria específica ni su dignidad.

De todas las pertenencias identitarias la lengua es sin duda la más importante. No lo es menos que la religión y, a diferencia de ésta, no tiene vocación de exclusividad. Además de factor de identidad es un instrumento de comunicación. Las lenguas del mundo son el eje de las diversidades y de las identidades. No hay desgarro mayor para los humanos que la pretensión de cortar el cordón umbilical que los une con su lengua. La suerte del esperanto es bien expresiva del fin de las ilusiones racionalistas incluso de las mejor intencionadas. No hay lengua universal y todas las que existen son lenguas de humanidad. Hay que proclamar y garantizar el derecho de todo ser humanos a conservar su lengua propia y a usarla con plena libertad.

Si queremos sujetar las amenazas de la globalización y expandir equitativamente sus oportunidades tenemos que ir construyendo una gobernanza global basada en una humanidad unida por valores universal que se apoyen en una ciudadanía cosmopolita progresivamente construida. Esto es incompatible con el proyecto del Estado-Nación. Pero también con ciertas concepciones de los Estados Plurinacionales y en especial de todos aquellos que se instituyen a través de sistemas de cuotas. Cuando cada cuota expresa cada una de las naciones y no se deja espacio mayoritario a la representación de la nación de todos, es decir, cuando lo plurinacional se afirma para negar lo nacional, entonces resulta que las pertenencias a naciones particulares se transforma en identidades sustitutivas de la nacionalidad exclusiva y excluyente del Estado-Nación en vez de englobarse y compartirse con una identidad nacional redefinida y ampliada. El camino a una gobernanza global democrática y con equidad pasa por la construcción progresiva de identidades plurales, compartidas y dinámicas, es decir, por pertenencias y lealtades múltiples.

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