Ética para el buen oficio político

Ética para el buen oficio político

A Luis Ossio Sanjinés por su inspiración y ejemplo

Joan Prats (†)
Académico y Consultor Internacional

El argumento que vamos a desarrollar puede plantearse del modo siguiente: (1) América Latina no puede renunciar al desarrollo; (2) el desarrollo no se conseguirá sin la política: necesitamos buenas políticas que produzcan buen desarrollo; (3) Actualmente tenemos un déficit de buenas políticas y un superávit de malas políticas; (4) las malas políticas no se corrigen con la ética sino con las buenas políticas[i]; (5) entonces ¿para qué sirve la ética? ¿Qué puede aportar la ética a las buenas políticas? ¿Qué ética política es necesaria para el buen desarrollo?
Vamos a dar por supuesto que el desarrollo sigue siendo un objetivo irrenunciable para América Latina. No consideraremos, pues, el pensamiento alternativo que propone el abandono de la idea de desarrollo como horizonte de progreso. Sin embargo, el concepto que adoptaremos del desarrollo no es el concepto utilitarista todavía dominante sino el elaborado por AmartyaSen y popularizado por el PNUD como “desarrollo humano sostenible”[ii]. Como se sabe, la propuesta seniana es relevante tanto para los países en desarrollo como desarrollados.
Tampoco vamos a insistir excesivamente en la importancia trascendental que la política tiene para el desarrollo. Estamos ya lejos de las ilusiones tecnocráticas que dominaron por tanto tiempo el pensamiento y la práctica del desarrollo. El Presidente Lula recordaba enfáticamente esta mañana que el desarrollo precisa de buena política y de buenos políticos. Desde el descubrimiento de la importancia que las instituciones tienen para el desarrollo y del hecho de que aunque los cambios institucionales no se originen siempre en la política necesitan de ella para su consolidación e inserción en el marco institucional general, ya nadie niega la importancia que las buenas o las malas políticas tienen para el desarrollo. En el Anexo 1 de este trabajo exponemos cómo el reconocimiento de la naturaleza y necesidad de la reforma institucional conducen al reconocimiento de la necesidad, a la revalorización y a la exigencia de reforma de la política.

La Mala Gobernabilidad es la Matriz de la Brecha de Desarrollo de América Latina

El desarrollo de América Latina no anda bien. Entre 1975 y 2000 el PIB per cápita de América Latina creció al 0’7% mientras que en los países de la OCDE lo hizo al 2% anual. Se sigue ampliando una brecha con los países ricos, originada al menos desde mediados del siglo XVIII y que hoy, a principios del siglo XXI, se ha hecho estructural. Los datos sociales no son alentadores. Según los datos de la CEPAL, en 1980 teníamos en América Latina 135’9 millones de pobres y 62’4 millones de indigentes que representaban el 40’5% y el 18’6% respectivamente de la población total. En 1999 los pobres habían aumentado a 211’4 millones, el 43’8%, y los indigentes a 89’4 millones, el 18’5% de la población total. Por lo demás, como es bien sabido, América Latina sigue siendo el continente de la desigualdad, que se ha hecho tan estructural como la brecha del crecimiento. Desde luego, es siempre necesario advertir que hablar de América Latina es una licencia intelectual, dada la diversidad de situaciones nacionales, regionales y hasta locales. Ello, no obstante, las reflexiones que siguen pretenden ser un marco de referencia de relevancia general para la región.
La hipótesis que inspira este trabajo y que se encuentra cada vez mejor fundamentada es que la razón de ser profunda de esta ampliación estructural de la brecha de desarrollo se encuentra en la mala gobernabilidad general que registra la región. Por gobernabilidad entendemos aquí las reglas y procedimientos (instituciones) a través de las cuales los actores estratégicos de un determinado sistema social (organizaciones) resuelven los conflictos y toman decisiones de autoridad. Obvio resulta decir que las instituciones pueden ser formales e informales, que los actores estratégicos pueden ser gubernamentales o no gubernamentales, nacionales o internacionales, que los conflictos pueden ser declarados o latentes y hasta ocultos, y que la toma de decisiones comprende tanto las adoptadas en las instituciones formales como las negociadas informalmente[iii]. En el Anexo 2 de este trabajo incluimos una exposición de buena parte de la investigación empírica existente sobre las relaciones entre instituciones y desarrollo[iv].
Los datos de que disponemos sobre la evolución de la gobernabilidad tampoco son muy alentadores. Es cierto que en comparación con el pasado hay progresos que vale la pena registrar. De los 11 Presidentes que en los últimos 20 años tuvieron que abandonar sus cargos antes de finalizar el mandato, todos lo hicieron por métodos constitucionales, lo que sin duda constituye una muy buena noticia para la región. El indicador de estabilidad política ha mejorado sin duda, aunque no en todos los países y, en general, se encuentre a considerable distancia de los países desarrollados. Los indicadores de desarrollo democrático dieron un gran salto adelante con las transiciones del autoritarismo a las democracias, pero se estancaron pronto y en algunos casos han retrocedido. Los indicadores de libertades civiles se están deteriorando en bastantes países. El Estado de Derecho no avanza y hasta retrocede en algunos casos. Sucede lo mismo con los indicadores de corrupción y eficacia del gobierno. El indicador de calidad regulatoria se ha movido positivamente por lo general. Pero la confianza en las instituciones políticas y legales y la confianza interpersonal han caído llamativamente.[v]
Todo lo anterior apunta a la vigencia en la región de unas democracias y una ciudadanía todavía de muy baja intensidad. En general las democracias vigentes flotan sobre una profunda desigualdad y a veces diversidad étnica y cultural, sobre mercados muy imperfectos y fragmentados desigual y problemáticamente integrados en los mercados globales, sobre culturas civiles y políticas con poco fundamento democrático y plagadas de “demócratas por defecto”. Todo esto no es ninguna idiosincrasia latinoamericana. Responde a razones históricas profundas y se halla condicionado por una geopolítica y un tipo de inserción económica internacional que no pueden ignorarse.
La consecuencias se ven en los bajos niveles de cultura de la legalidad, en la supervivencia del clientelismo (que consigue en muchos casos hacer del voto no el ejercicio de una libertad sino la transacción de un activo), el corporativismo, la patrimonialización, la connivencia ilegítima entre negocios y política… Todo lo cual delata una estructura institucional informal (las verdaderas reglas del juego) rodeada de una gran opacidad, poco conocida sino por sus operadores, que subvierte las reglas democráticas formales y explica por qué el poder conquistado electoralmente queda muchas veces en manos de coaliciones (políticas, económicas, mediáticas, sindicales, incluyendo actores internacionales) que impiden el diagnóstico, la visión, las políticas y los liderazgos necesarios para emprender el desarrollo humano sostenible.[vi]
El cuadro trazado es sombrío. No sería justo no completarlo con las luces que sin duda existen. Principalmente a nivel local y estadal, y ahora quizás también en Brasil y Argentina a nivel federal por la esperanza que despiertan el liderazgo de los Presidentes Lula y Kirchner. América Latina es de hecho un gran laboratorio de experiencias empresariales, sociales, culturales y políticas, de esfuerzos generosos y voluntarios que están alumbrando nuevos entendimientos del desarrollo y del rol que para su producción juegan la sociedad civil, las empresas y los gobiernos en sus diferentes niveles. Todos estos movimientos tratan de ser capturados por la vieja política, pero desde su autonomía pueden convertirse en actores relevantes del cambio cultural e institucional que el desarrollo demanda. Lo que está pendiente es la elaboración intelectual y práctica de proyectos políticos capaces de articular y multiplicar estos esfuerzos impactando de modo general la cultura, las políticas y los comportamientos empresariales.

Ética y Oficio Político

Ya estamos lejos de los encantamientos tecnocráticos. La política importa para el desarrollo y mucho. La vieja aproximación tecnocrática al desarrollo se basó en el supuesto infundado de que la ciencia y la técnica tenían las soluciones a los problemas de desarrollo y que la aplicación efectiva de estas soluciones era sólo cuestión de “voluntad política”. Hoy sabemos que la ciencia y la técnica representan aproximaciones tan importantes como limitadas al desarrollo, que a partir de ellas es necesario realizar opciones políticas y que esas opciones no son el simple correlato de la voluntad. Ni la ciencia comprende todas las razones disponibles ni la voluntad política se produce en el vacío. Contrariamente, las opciones políticas se dan siempre dentro de un marco institucional determinado que expresa un equilibrio de fuerzas y de preferencias así como de potenciales conflictos entre actores estratégicos. Pero la decisión política nunca está totalmente predeterminada, siempre es hasta cierto punto fruto de la libertad y la responsabilidad. De ahí la importancia de la ética de los decisores. Por eso, como enseñara Popper en su crítica del determinismo historicista, tenemos responsabilidad moral por la historia. Por eso el juicio técnico y experto que tan necesarios resultan no pueden nunca imponerse ni sustituir al juicio político. El Consenso de Washington representó –esperemos- la última ilusión tecnocrática en materia de desarrollo. A nuestro modo de ver sus críticos no han enfatizado suficientemente este aspecto:
No podemos seguir suponiendo que las políticas económicas son realizadas por un una autoridad democrática o por un dictador benevolente, omnisciente y omnipotente como sucede cuando adoptamos una visión normativa de la política económica y achacamos sus problemas de implementación a la famosa “falta de capacidad técnica o de voluntad política”.
Cuando reconocemos que toda propuesta de reforma es sólo el comienzo de un proceso que es político en todos sus estadios (legislación e implementación, incluido la opción por un tipo y otro de agencia administrativa y de su forma de operación) podemos aproximarnos más fecundamente a la realidad. Desde una perspectiva positiva, la política económica aparece como un juego dinámico, cuyas condiciones son inciertas y cambiantes y cuyas reglas son construidas al menos parcialmente por los participantes a medida que el juego avanza. Cada participante tratará de manipular la operación subsiguiente del juego para obtener el resultado que mejor se ajuste a sus intereses[vii]. Si se adopta esta sencilla perspectiva las instituciones pasan a cobrar un rol determinante para el entendimiento de la formulación y aplicación de las políticas.
Los supuestos intelectuales del Consenso de Washington habían seguido fieles al racionalismo instrumental que acompañó la teoría y práctica del desarrollo desde sus inicios. Se trataba de empaquetar conforme a la mejor teoría económica prevalente en el momento un mix de políticas de pretendido valor universal implantables urbi et orbe por autoridades dotadas de la suficiente voluntad política, gracias a la represión si fuera necesario, y de la suficiente ciencia, gracias a los consultores internacionales “golondrinos” aportados por las agencias internacionales. Nuevamente la fe ciega en la ciencia, unida a la idea de progreso a la occidental como valor universal y a la falta de conciencia de los propios límites intelectuales y de acción colectivo iban a producir resultados calamitosos[viii].
No habrá desarrollo humano sin buena política. Pero la mala política no se corrige con la ética sino con la buena política. Entonces ¿Para qué nos sirve la ética? ¿Necesita la política de la ética? ¿Qué clase de ética demanda la buena política? En materia de ética tendremos que ser tan específicos como en cualquier otra cosa importante si queremos superar el estadio de meros agitadores morales en el mejor de los casos o el de cobertura pseudoética de malas prácticas empresariales y políticas en el peor (no puedo olvidar que quien ganó en España un doctorado honoris causa por haber financiado la introducción de la ética empresarial se halla en prisión por haber protagonizado uno de los mayores fraudes financieros así como una muy grave conspiración política).
No corresponde ahora exponer lo que entendemos por ética. Sin embargo, como creemos que para el debate de ética y política resulta fundamental tener una idea clara y precisa sobre el origen y fundamento de los juicios éticos, en el Anexo 3 de este trabajo explicitamos nuestro entendimiento de este tema clave.
Más allá del núcleo ético compartido que todos necesitamos como ciudadanos, cada función social específica plantea requerimientos éticos específicos. No es la misma ética la que necesitamos como políticos, empresarios, profesores, trabajadores, padres, religiosos, etc. No bastan altos niveles éticos generales para producir buenos políticos. ¿Se imaginan ustedes el Brasil gobernado por los mejores Santos de la Corte Celestial? ¿Se imaginan a los Santos gobernando las empresas?  Todos piensan espontáneamente que sería una gran catástrofe. Pero quizás sí se los imaginan creando ONGs hasta transnacionales siguiendo el ejemplo que va de Ignacio de Loyola a Teresa de Calcuta pasando por el polémico Escribá de Balaguer. Pero tendrán que reconocer que en todos estos casos, sin perjuicio del ímpetu ético y –para los creyentes- hasta divino, los personajes citados reunían ingentes dosis de lo que hoy llamamos liderazgo y capacidad de emprender. Sin duda hoy hay muchos santos anónimos que empujan ONGs, pero ninguno puede prescindir de enviar a su gente a seguir los cursos de liderazgo y gestión de entidades no lucrativas.
Para encontrar la ética específica que requiere la buena política es necesario reconocer la política como un oficio, como una función socialmente necesaria, quizás la más importante y difícil de todas. Es necesario salir del menosprecio estúpido (los griegos consideraban “estúpido” al que se ausenta de los intereses de la ciudad, no se interesa y no participa en la polis) de la política para repolitizar la sociedad, reencantarla y poder así reinventar y reformar la política, es decir, superar las malas políticas que hoy bloquean el desarrollo e ir instalando las buenas políticas que el desarrollo humano requiere. Hay que redescubrir el oficio de la política en la línea iniciada por los grandes pensadores republicanos[ix].
Obviamente, en democracia, desde el axioma fundamental de la igualdad en la participación política, se trata de un oficio abierto a todos, sin que quepa su reserva a los guardianes o tutores que desde Platón han tratado de “liberar” a las democracias de sus imperfecciones. Pero la apertura del oficio al conjunto de la ciudadanía no priva a ésta de reconocer y desarrollar las capacidades necesarias para su buen desempeño. El cultivo de las virtudes públicas sobre las que siempre insistió la tradición republicana tiende precisamente a ello.
En todo caso, hay que tener presente que el oficio requerido para hacer la mala política es muy diferente al oficio requerido para la buena política. Las éticas de uno y otro también han de ser muy diferentes. ¿Qué hace el mal político? Niega y desconoce la realidad, la falsea, presenta falsas imágenes que producen falsas ilusiones, temores y esperanzas, manipula (son los vendedores acríticos del Consenso de Washington, los que proclamaron ya somos una democracia, una economía del mercado, un estado social, una administración por resultados superadora de la burocracia weberiana…). Estos políticos son grandes conservadores del estatus quo cultural, político, económico y ético. Producen desarrollo aprovechando una coyuntura positiva de orden internacional; pero se trata de un desarrollo volátil y de pobre calidad distributiva. No transforman los patrones de gobernabilidad: son hábiles operadores de partidos caudillistas, fragmentados y de baja institucionalización; se saben manejar en las alcantarillas del financiamiento político, manejan las redes clientelares electorales, asignan los empleos públicos en una administración patrimonializada, gestionan mayorías parlamentarias ocasionales y transan con los votos de los legisladores, intermedian con el sector privado la producción de leyes y reglamentos, las adjudicaciones en licitaciones públicas o en las privatizaciones, negocian la concesión de beneficios y exenciones….
Cuando este tipo de oficio prevalece en la política estamos ante la mala gobernabilidad que bloquea el desarrollo. Es éste tipo de política la que justamente merece el repudio cívico y el desprestigio hoy generalizado de la política. Pero repárese que para hacer bien todo esto hace falta una ética: la que se corresponde con las instituciones informales en las que opera hábilmente el mal político. En efecto, el mal político para cumplir bien con su oficio ha de ser confiable. Ha de cumplir sus contratos. Ha de ser hombre de palabra. Y ha de ser capaz de hacerse respetar cuando los otros no cumplan la suya. Ha de ser respetable, respetado y temido por todos aquellos con los que contrata en la opacidad de las instituciones informales. Obviamente, este mal político puede ser una buena persona, un buen padre, marido, amigo, socio… incluso crear fundaciones y cátedras para la ética política. En el mejor de los casos aportará a la sociedad estabilidad política, cohesión con desigualdad, pero será incapaz de producir las transformaciones que requiere la conquista de la verdadera democracia y el desarrollo humano.
¿Qué es lo que hacen los buenos políticos que en parte tenemos y que masivamente necesitamos? Primeramente son grandes patriotas, pero patriotas que no sólo aman al país que fue y es sino también al que puede y debe ser; no se engañan ni engañan con la realidad, pero no renuncian a un ideal, tienen un proyecto, una estrategia, forman equipos y tratan de proyectar su acción en el tiempo creando partidos institucionalizados. En segundo lugar desarrollan lo que Berlin llamó el buen juicio político tan diferente del juicio científico o experto: captan las anomalías, las amenazas y oportunidades, soportan la presión, crean sistemas de información, proponen metas creíbles y movilizadoras, crean conceptos e imágenes, superan bloqueos que previamente parecían insuperables, gestionan conflictos, negocian, construyen coaliciones, saben lo que en cada momento corresponde hacer y en base a ello renuncian a involucrarse en muchas cosas importantes pero inoportunas… Para hacer todo esto tienen que contar o pactar con quienes manejan la mala política, pero lo hacen poniéndolos al servicio de la transformación de la propia política y no dejándose atrapar en su lógica conservadora. Transformando al país, no sólo lo hacen crecer, sino que dejan mejores instituciones, mejores prácticas políticas, mejores valores, actitudes y capacidades. Transformando la política se transforman a sí mismos y a la sociedad. ¿O es que alguien cree que podremos alguna vez ser desarrollados y seguir siendo como somos, por ejemplo, en materia de relaciones de género?
Lo que importa para pensar y dirigir las acciones de desarrollo apropiadas a cada situación es la comprensión de la situación en su singularidad, de los hombres, acontecimientos y peligros particulares, de las esperanzas y los miedos concretos que intervienen activamente en un determinado momento y lugar. Damos confianza a determinadas personas no por sus calidades intelectuales sino porque les atribuimos buen ojo, sentido y olfato político, porque creemos que no nos defraudarán cuando vengan los momentos de tensión y conflicto, porque confiamos en su sentido de ponderación y equilibrio necesarios para mantener las coaliciones necesarias y no generar antagonismos innecesarios. El don intelectual que poseen estos individuos es una capacidad para integrar una amalgama de datos constantemente cambiantes, multicolores, evanescentes, solapándose perpetuamente… en un esquema único y verlos como síntomas de posibilidades pasadas y futuras. Su compromiso no es diseccionar, correlacionar datos y formular teorías, sino sentir y vivir los datos, discernir lo que es importante del resto, y determinar lo importante en función de las oportunidades que determinados datos revelan… Es un sentido acerca de lo cualitativo más que de lo cuantitativo, de lo específico y singular más que de lo general; es una especie de conocimiento directo, distinto a una capacidad para la descripción, el cálculo o la inferencia; es lo que se llama variadamente sabiduría natural, comprensión imaginativa, penetración, capacidad de percepción, y, más engañosamente, intuición, como opuestas a las virtudes marcadamente diferentes –admirables como son- del conocimiento o saber teórico, la erudición, las capacidades de razonamiento y generalización, el genio intelectual… “No creemos que estas capacidades o sabidurías prácticas puedan ser propiamente enseñadas”
Berlin, Isaiah (1998), El Sentido de la Realidad, Taurus, Madrid, 120-121

Ética para el Buen Oficio Político

Fácilmente comprenderemos que la ética necesaria para este oficio es muy exigente. Los dilemas éticos que enfrenta el buen político son permanentes. En casi todas las decisiones importantes hay más de un bien ético en juego y la información sobre los costes y beneficios de toda decisión nunca es suficientemente precisa (a veces ni si quiera está claro lo que conviene ya no al país sino al político que decide). Desde luego siempre hay un límite por debajo del cual las decisiones son éticamente reprobables, pero los contornos son borrosos (¿dónde termina la política industrial razonable y comienza la concesión a las empresas poderosas de privilegios que deteriorarán la institucionalidad propia del mercado eficiente?). En general, en contextos decisionales específicos, casi nunca se impone una sola solución como la única éticamente correcta. La grandeza de la política reside en que, una vez rechazadas las decisiones abiertamente contrarias a los intereses generales, hay que optar entre bienes públicos igualmente valiosos. En estas decisiones se mezclan conocimiento, razón, sensibilidad, valores, cálculos, azar… Es el momento egregio de la política que no puede ser sustituido por ningún manual o consultor. Es también el momento de la libertad y la vida en toda su plenitud. Son los momentos en que hacemos historia[x].
Seguidamente nos vamos a permitir la audacia de establecer una serie de principios éticos que deben ser considerados en el oficio de buen político. Aunque esta exposición no tiene en absoluto valor de conocimiento académico, tampoco es una mera ocurrencia. Además de reflejar la reflexión sobre la propia experiencia, se apoya en algo más objetivado: la convicción de que los buenos políticos son los que mejoran constante y decididamente la gobernabilidad del país, su sistema institucional en sentido amplio, al que consideran el mejor activo para lograr el desarrollo humano sostenible.
Los buenos políticos son hombres y mujeres prácticos. Tras un discurso como éste tenderán siempre a preguntar. Bueno, ¿y qué puedo hacer yo para que la ética fortalezca el buen desempeño de mi oficio? Como además son inteligentes y vivos, si se les ofrece un manual lo rechazarán, pero seguirán inquiriendo ¿existen algunos principios o guías que me ayuden a ver mejor las exigencias de mi oficio y a cultivar el desarrollo personal necesario? El oficio de buen político no se aprende en una maestría. Las maestrías enseñan a gestionar y a administrar. Los buenos políticos siempre son líderes y emprendedores, hacen historia. Ellos no nacen, se hacen a sí mismos por la determinación de ponerse al frente y hacer una diferencia positiva. En el bien entendido que, como decía Peter Drucker, sólo es líder el que tiene seguidores. Los buenos políticos se esfuerzan siempre, como los grandes artistas y todos los creadores. Nunca se puede decir ya domino plenamente el oficio, como nunca se puede decir, por ejemplo, que el violín o la guitarra ya no tienen secretos para mí. Los buenos políticos mueren aprendiendo y para aprender practican permanentemente las disciplinas[xi] que les ayudan a dominar su oficio. Para ello necesitan guías o principios éticos y ahí van unos cuantos:

1. Subjetivamente se esfuerzan por el autoconocimiento y el autodominio.

Sin ello es imposible la autenticidad, la integredad. Sin ello no se logra inspirar confianza ni se consigue la buena comunicación. Comunicar no es hablar bien, ni siquiera expresar buenas cosas, sino conseguir la atención y el respeto de las audiencias, lo que se hace imposible si la audiencia no percibe autenticidad en los mensajes, es decir, si no reconoce una coherencia básica entre el mensaje y la trayectoria de vida. ¿Conozco mis motivaciones y ambiciones últimas? ¿Tengo una medida adecuada de mis capacidades? ¿Soy capaz de reconocer y resistir las peores tentaciones del poder? ¿Sé encontrar los espacios de recogimiento en los que me pregunto permanentemente quién soy, qué pretendo, para qué estoy en este mundo? ¿Conozco mis modelos mentales? ¿Soy capaz de comprender los modelos mentales de mis interlocutores y adversarios sin dejar de ser fiel a mis propósitos? ¿Soy capaz de resistir al oportunismo del cambio? ¿Soy capaz de cambiar cuando resulta necesario?
Cuando integramos en nuestra vida la disciplina del dominio personal asumimos dos compromisos permanentes. Por un lado, clarificamos continuamente lo que es importante para nosotros. Por otro, aprendemos a ver con mayor claridad la realidad. Esta yuxtaposición entre visión (lo que estamos determinados a ser) y una clara imagen de la realidad actual (dónde estamos en relación a lo que queremos) genera la que denominamos “tensión creativa”. La esencia del dominio personal consiste en aprender a generar y sostener la tensión creativa en nuestras vidas.
Las gentes con alto nivel de dominio personal comparten varias características. Tienen un sentido especial del propósito que subyace a sus visiones y metas. Para esas personas, una visión es una vocación y no sólo una buena idea. Ven la “realidad actual” como una aliado, no como un enemigo. Han aprendido a percibir las fuerzas del cambio y a trabajar con ellas en vez de resistirlas. Son profundamente inquisitivas, y desean ver la realidad con creciente precisión. Se sienten conectadas con otras personas y con la vida misma. Sin embargo, no sacrifican su singularidad. Se sienten parte de un proceso creativo más amplio, en el cual pueden influir sin controlarlo unilateralmente.
Las gentes con alto dominio personal “nunca llegan”. El dominio personal no es algo que se posee. Es un proceso. Es una disciplina que dura toda la vida. Las gentes con alto nivel de dominio personal son muy conscientes de su ignorancia, su incompetencia, sus zonas de crecimiento. Y sienten una profunda confianza en sí mismas. ¿Una paradoja? Sólo para quienes no entienden que “la recompensa es el viaje”.
La tensión creativa constituye el principio central del dominio personal, e integra todos los elementos de la disciplina. Es la fuerza que entra en juego cuando reconocemos una visión personal que está reñida con la realidad actual. El dominio de la tensión creativa genera capacidad para la perseverancia y la paciencia. Transforma también el modo en que enfocamos el fracaso. Éste es simplemente una oportunidad para aprender. No testimonia nuestra falta de valía ni nuestra impotencia. Las sociedades abiertas a la innovación y el progreso no ven mal el fracaso: todos los emprendedores esforzados y de talento tendrán que experimentarlo para seguir avanzando.
(textos elaborados a partir de Peter Senge, La Quinta Disciplina, Ed. Granica, Barcelona, 1992).
Quizás se encuentre también alguna luz en los versos de un poco conocido poeta catalán que me decido a traducir:

Comienza preguntándote quién eres

las respuestas serán tu autenticidad

                        inspirarás confianza, tendrás integridad
                        serás de una pieza
                        porque si no, ¿quién habría de seguirte
                        si caminas perdido?
                        Siempre sabrás tu lugar
                        tendrás propósitos y metas
                        a los que te mantendrás fiel
                        sin distraerte

porque ya conoces el dicho

“si quieres vencerlos, distráelos”.

 

Quiérete, cree en ti mismo

no precisas agradarte

pero rompe el ensimismamiento

mírate desde tu propósito

que es el dueño que te mira

ante el que responderás

pues cuando no hay a quien responder

llegan los problemas.

Quiérete desde la sencillez de la verdad

El arrogante se miente

su confianza insulta.

 

Nunca te engañes pues todo se torcerá

pero háblate positivamente

con palabras amorosas, poderosas y confiadas

la clave de tu autodominio es tu conocimiento

y el quererte sin arrogancia.

 

Cree en ti mismo y mantente firme,

de una pieza

no valen las ambivalencias

sobre lo que somos o hemos de hacer.

Escucha mucho

Dios te dio dos orejas y una boca

pero cuando tengas la decisión correcta

que nada y que nadie te hagan claudicar

porque tu amo no te lo perdonaría.

 

Si no te conoces, si no te quieres

si no crees 100 por 100 en ti mismo

sin arrogancia

¿cómo serás esa fuerza que orienta y empuja?

Cuando ya sepas lo que hay que hacer

no demores, hazlo

por el camino más sabio

sin que la prudencia te haga traidor.

Todo el mundo se merece un sueño

pero todo sueño ha de tener un plan

no vale encantarse

manos a la obra.

 
(NaojStarp, Poemas a los Principes Republicanos, manuscrito inédito cedido por el autor, Barcelona, 1996).
2. Los            buenos políticos tienen un compromiso con la realidad que pretenden transformar.
Buscan el conocimiento y la información necesarias no sólo para operar en la realidad sino para transformarla. Para ello generan sistemas de información y de conocimiento, construyen equipos, establecen “sensores” y sistemas de alerta. Saben que no pueden saberlo todo, pero que es imperdonable cometer errores por no contar con la información necesaria y disponible. Pero el tipo de información y conocimiento que precisan es diferente de la información y el conocimiento que construye la ciencia y la técnica. Éstos producen conocimiento codificado, fácilmente comunicable, dotado de gran valor objetivo en tanto no se halle falsado. Es loco ir contra el conocimiento científicamente bien establecido. Por eso el buen político se rodea de asesores que están al día y, por ejemplo, superan viejos esquemas ideológicos e interiorizan las lecciones aprendidas por la comunidad internacional en materia de desarrollo. El compromiso con la realidad es compatible y se refuerza con la firmeza de los valores y los principios, pero es incompatible con el apego dogmático a esquemas ideológicos periclitados. El buen político no desarma la ideología para caer en el pragmatismo más oportunista; contrariamente afirma valores y principios, desarrolla nuevos conceptos, imágenes y eslóganes movilizadotes y con todo ello adapta viejas y respetables ideologías a las nuevas realidades.
El tipo de información y de conocimiento que precisa el buen político es muy diferente del conocimiento científico y experto: necesita conocer los desafíos, las oportunidades y amenazas, los actores estratégicos, sus ambiciones y sus miedos, sus estrategias, necesita conocer muy bien los conflictos actuales y potenciales, los recursos y alianzas que puede movilizar, su consistencia y durabilidad… necesita, en definitiva, crear los sistemas de información y conocimiento precisos para formular y desarrollar buenas estrategias de cambio. Para ello tiene que desarrollar una capacidad de pensamiento sistémico y estratégico, de reflexión y de indagación, tienen que ser capaces de comprender el sistema y de ver sus anomalías y desarmonías, pues ellas son siempre las que apuntan a la necesidad y la posibilidad de cambios.
El mero operador político conoce personas y hechos, gestiona conflictos y compra ambiciones, pero no tiene rumbo. Pone su conocimiento como máximo al servicio de las próximas elecciones. No sabría ponerlo al servicio de las próximas generaciones, porque no tiene visión, no tiene metas y propósitos de cambio. Su pasión por el poder se agota en sí misma. Para él el poder no es instrumental para el desarrollo humano. El buen político ve y va más allá, es capaz de ver procesos lentos y graduales, sabe aminorar el ritmo frenético para prestar atención no sólo a lo evidente sino a lo sutil. Busca más allá de los errores individuales o la mala suerte para comprender los problemas importantes. Trata de descubrir las estructuras sistémicas que modelan los actos individuales y posibilitan los acontecimientos. Sabe que esas estructuras que se trata de cambiar no son exteriores pues son las propias instituciones en las que él opera y a las que pertenece. Sabe que lo fundamental es comprender cómo su posición interactúa con el sistema institucional real. Pero a medida que comprende mejor las estructuras que condicionan su conducta ve con más claridad su poder para adoptar las políticas capaces de modificar las estructuras y las conductas. Sabe que todos formamos parte del sistema que se trata de reformar. Para él no hay nada externo y por eso comprende mejor que nadie la sabiduría de la vieja expresión “hemos descubierto al enemigo: somos nosotros”.
3. Los buenos políticos se orientan siempre a elevar la gobernabilidad, la institucionalidad existente.
Cuando los políticos hacen algo notable pero no lo dejan institucionalizado, la supervivencia del progreso logrado es problemática. Suele desaparecer con su creador, que no habrá sido un buen político al no lograr su institucionalización, al hacer depender de su persona el progreso, al no haber elevado la gobernabilidad. Oí decir una vez a un interlocutor anónimo que “los únicos cadillos que valen son los que acaban haciéndose prescindibles creando buenas instituciones”. Esta frase expresa el concepto que Maquiavelo tenía del buen Príncipe, que es el que fija en buenas instituciones el futuro progreso de la República. La idea la remachó magistralmente Napoleón afirmando que “los hombres, por grandes que sean, no pueden fijar la historia. Sólo las instituciones pueden hacerlo”.
Esta sabiduría histórica se corresponde con resultados muy recientes y reveladores en el ámbito de las relaciones entre gobernabilidad y desarrollo. En particular los trabajos de Kaufmann y su equipo[xii] desafían la creencia convencional de que la producción de crecimiento acarreará inevitablemente mejoras en la gobernabilidad. Contrariamente, sus trabajos revelan que mientras existe una relación causal y a largo plazo entre buena gobernabilidad y crecimiento duradero y de calidad, la causalidad no funciona en sentido inverso. Lo que ratifica que la gobernabilidad no es un bien de lujo, sino un bien público que es necesario cultivar en todos los estadios del desarrollo.
El buen político sabe que la gobernabiliad exigida por el desarrollo humano es la gobernabilidad democrática. Sabe también que la democracia es un sistema exigente que no debe confundirse con las meras aperturas electorales, las pseudo-democracias, semidemocracias, las democracias delegativas u otras expresiones descriptivas de las formas más o menos imperfectas de democracia de que disponemos en la región. El buen político sabe que la democracia es un proceso complejo y de fin abierto, en el que se experimentan avances y retrocesos. Sabe que la calidad democrática depende de un criterio fundamental: el grado de igualdad política efectiva que el sistema político permite. Sabe que la opción democrática no es sólo una opción de conveniencia que se justifica por las ventajas positivas que la democracia aporta; no es un demócrata por defecto; es demócrata también por una convicción ética desde la que cree en la superioridad moral de la democracia sobre cualquier otro sistema político. Dicha convicción es la afirmación axiomática de la igualdad humana intrínseca, de que el bien de todo ser humano, cualquiera que sea su condición, es intrínsecamente igual al de cualquier otro.
La igualdad política no es obviamente una constatación empírica sino un juicio moral sobre el que se interioriza un imperativo categórico. Su formulación más conocida es la que en 1776 hicieron los autores de la Declaración de Independencia Norteamericana: “Sostenemos como evidente estas verdades: que todos los hombres son creados iguales; que son dotados por su Creador de ciertos derechos inalienables; que entre éstos están la vida, la libertad y la búsqueda de la felicidad”. Esta afirmación no es ni una manifestación de cinismo no una descripción de la realidad. Es sencillamente un juicio moral que afirma el deber moral de tratar a todas las personas como si poseyesen una igual pretensión a la vida, la libertad, la felicidad y otros bienes e intereses fundamentales. Significa igualmente que ninguna persona está tan definitivamente mejor cualificada que otras para gobernar como para dotar a cualquier de ellas de autoridad completa y final sobre el gobierno del Estado. Significa que los derechos de participación política han de ser asignados por igual y que deben crearse las condiciones para que toda personas adulta pueda enjuiciar lo que sea mejor para su propio intereses y para los intereses generales.
Sabe que sin igualdad en la participación política, sin una representación política de calidad, sin inclusión política real y efectiva, la acción social de los gobiernos tenderá siempre a ser paternalista y clientelar. Piensa, como ya escribiera John Stuart Mill en 1861 que es evidente que
el único gobierno que puede satisfacer plenamente las exigencias del estado social es aquel en el que participa todo el pueblo; que cualquier participación, incluso en las más nimias funciones públicas, es útil; que la participación debe ser tan amplia en todas partes como permita el nivel general de mejoramiento de la comunidad; y que nada puede ser tan deseable en último término como la admisión de todos a compartir el poder soberano del Estado. Pero dado que, en una comunidad que exceda el tamaño de una pequeña población, todos no pueden participar personalmente sino en alguna porción mínima de la acción pública, el resultado es que el tipo ideal de un gobierno perfecto debe ser el representativo[xiii].
4. El buen político dispone de una estrategia de desarrollo, que ve como parte de un proyecto nacional.
Son este proyecto y estrategia lo que da sentido a sus decisiones particulares y le ayuda a movilizar los recursos y a construir las coaliciones necesarias para enfrentar los conflictos inherentes al cambio. El proyecto del buen político no es un plan irrealista, voluntarista, de esos que plantean y prometen resolver bajo su mandato todos los males patrios y que normalmente acaban en populismo, frustración, desgobierno y división nacional. Desde el imperativo ético de conocer la realidad, el buen político sabe las constricciones con que cuenta, sus recursos y alianzas y propone sólo aquellos cambios que con su liderazgo devienen viables y factibles. Sabe que son los éxitos en los primeros pasos y conflictos los que le permitirán ampliar sus alianzas y seguir avanzando hacia objetivos más ambiciosos. Sabe que por mal que estemos, nada hay que no sea empeorable, y se mueve tan decidida como cuidadosamente. Sabe que no hay peor político que el que quizás en nombre de ideales respetables conduce su país al desgarramiento y el desgobierno.
 
Como buen demócrata sabe que no hay buen gobierno sin fuerte compromiso social. Que el imperativo moral de la igualdad política impone avanzar decididamente hacia la  creación de las condiciones que hacen que la igualdad y la libertad sean reales y efectivas. Que la democracia sólo es una fachada para la gente que, víctima de la indigencia o la pobreza, no puede realizar su derecho a la igualdad en la participación política y se ve forzada a renunciar o a transar con sus derechos políticos. Que en sociedades profundamente desiguales o hasta estructuralmente dualizadas como las nuestras o la democracia sirve para ir creando las condiciones económicas y sociales de la igualdad política o la democracia se deteriora inevitablemente. Por ello mismo entiende el compromiso democrático como inseparable e integrante del desarrollo humano. Sabe que no hay proyecto democrático sin proyecto de desarrollo. Sabe que aún está lejos el día de la verdadera democracia que será cuando ningún/a latinoamericano/a, desde la libertad conquistada, deje de mirar a los ojos a cualquier otro. Pero se sabe al frente y responsable de un tramo significativo de este viaje. Se sabe haciendo historia, o intentando hacerla.
 
El buen político ha aprendido que los avances económicos y sociales que no quedan institucionalizados en la cultura cívica y política democrática (como los experimentados en tantos populismos y autoritarismos latinoamericanos) son una bomba del tiempo para el desarrollo humano sostenible del país. La cultura del beneficio o caridad social a lo Evita Perón o de tantas otras primeras o segundas damas no produce ciudadanos sino clientes y asistidos. La ciudadanía es una extensión de la cultura de los derechos que debe quedar fijada y garantizada en las instituciones del Estado social y democrático de derecho. Si las mejoras sociales no se acompañan con esta institucionalidad, entonces sólo hay un espejismo de desarrollo que propala malas culturas políticas que acabarán cobrando un alto precio a los países en los que arraiguen.
Si un sistema político debe persistir ha de ser capaz de sobrevivir a los desafíos y la agitación que sin duda se presentarán en forma de las crisis más diversas. Conseguir la durabilidad de la democracia no equivale sólo a navegar con buen tiempo, también hay  que poder navegar con borrascas y en peligro… Durante el siglo XX el colapso de la democracia fue un hecho frecuente como lo atestiguan los setenta casos de quiebras de la democracia que se mencionaron al comienzo de este capítulo. Pero algunas democracias consiguieron campear los temporales y hasta resurgir más fuertes que antes, aunque otras no. ¿Por qué? No hay una sola razón. Pero sí una principal: la estabilidad y progreso democráticos de un país se ven favorecidos si sus ciudadanos y líderes defienden con fuerza las ideas, valores y prácticas democráticas, que se transmiten de una generación a otra.
Una cultura política democrática contribuye a formar ciudadanos que creen que la democracia y la igualdad política son fines irrenunciables, que el control sobre el ejército y la policía ha de estar completamente en manos de las autoridades electas, que las instituciones democráticas básicas (la autoridad corresponde a los cargos públicos electos; elecciones libres, imparciales y frecuentes; libertad de expresión; acceso a fuentes alternativas de información; autonomía de las asociaciones, y ciudadanía inclusiva) deben ser preservadas; y que las diferencias y desacuerdos entre los ciudadanos deben ser tolerados y protegidos.
(Robert Dahl, La Democracia. Una Guía para los Ciudadanos (1998). Taurus, Madrid, 1999, p.177-178).
5. Los buenos políticos impulsan siempre la transparencia, combaten la opacidad en la que se envuelven siempre los malos políticos.
Sin transparencia en el ámbito público tiene poco sentido la participación política y se hace muy difícil la rendición de cuentas. La transparencia se mide por el grado que un sistema institucional permite a los ciudadanos o a las organizaciones interesadas acceder eficazmente a información relevante, confiable, suficiente y de calidad en el ámbito económico, social o político que resulte necesario para la defensa de sus intereses o para su participación en la definición de los intereses generales. Estos flujos de información no pueden ser asegurados por los mercados, en parte porque puede haber beneficios importantes derivados de la no revelación. Por eso el rol de la política y del estado resulta crítico en este punto, aunque nada fácil pues también hay rentas políticas derivables de la opacidad.
La orientación a la transparencia no es sólo una exigencia de la lucha contra la corrupción. Es también una condición para avanzar la calidad de la democracia y generar buena cultura política. Pero no basta sólo con la transparencia en el ámbito público. El buen político sabe que hoy la definición y realización de los intereses generales no es ningún monopolio del gobierno, pues éste se ve obligado a decidir y actuar en redes de interdependencia con las empresas y, a veces, con algunas organizaciones sociales. Si éstas relaciones no son transparentes, resulta muy alto el riesgo de extorsión de las empresas por los políticos, de captura del gobierno por las empresas, o de connivencias entre unos y otros contrarias a los intereses generales. Por eso el buen político sabe que la exigencia de transparencia, como imperativo de buena gobernabilidad, alcanza tanto al sector público como al privado así como a las relaciones entre ambos. Hoy la gobernanza gubernamental ya no es separable de la consideración de la gobernanza empresarial cuando nos planteamos la construcción de una verdadera gobernanza democrática. Y la letanía de escándalos, encabezada por Enron y Worldcom, que ha recorrido el mundo pone de manifiesto las graves consecuencias en el ámbito público de profundos defectos en la gobernanza corporativa. Por eso las políticas de transparencia deben incluir a los gobiernos y a las empresas.
Por lo tanto se trata del uso de préstamos a inversionistas privados y de la solvencia de los prestatarios; cuentas auditadas apropiadamente de instituciones clave gubernamentales, privadas y multinacionales; el proceso presupuestario y datos clave de la gestión del gobierno; estadísticas monetarias y de la economía real del banco central así como de la provisión de servicios públicos; revelación del financiamiento político y de campañas electorales; registro y publicidad de la votación de los legisladores; supervisión efectiva del papel del Parlamento, los medios y la ciudadanía en las cuentas presupuestarias públicas así como las actividades de las instituciones e inversionistas externos… (Daniel Kaufman, Replanteando la Gobernabilidad, Instituto del Banco Mundial, borrador preliminar para discusión, 2003).
Los buenos políticos enfrentan constantemente el desafío de la captura del estado ya sea por grupos políticos, burocráticos, de negocios, financieros o sindicales privilegiados. No olvida la sabiduría de Adam Smith quien advirtiera que “rara vez se verán juntarse los de una misma profesión u oficio, aunque sea con motivo de diversión o de otro accidente extraordinario, que no concluyan sus juntas y sus conversaciones en alguna combinación o concierto contra el beneficio común, conviniéndose en levantar los precios de sus artefactos o mercaderías”[xiv]. Saben que en los mercados y las democracias imperfectas todos los grupos de interés con acceso al gobierno tratan de atentar contra los intereses generales, propenden a la opacidad y ocultan sus intereses particulares bajo el velo de los intereses generales. En especial prestan atención al dato crecientemente revelado por investigaciones empíricas de la gravedad de la tendencia de algunas empresas y conglomerados empresariales –incluidos los internacionales- a afectar ilícitamente la formación de políticas, leyes y regulaciones estatales
La preponderancia de la captura del estado por parte de poderosos conglomerados (incluyendo algunas transnacionales) pone de relieve cuatro corolarios que desafían los puntos de vista ortodoxos sobre la gobernabilidad y el clima de inversión. En primer lugar,  replantea el enfoque tradicional para evaluar el ambiente de negocios y el clima de inversión. Se asumía que era el gobierno quien provee este clima a un sector empresarial pasivo. Pero la realidad es más compleja, mostrando conglomerados y elites poderosas jugando un papel importante en la formación de las reglas del juego constitutivas del entorno de negocios. (2) En segundo lugar, la existencia de la captura del estado es una manifestación extrema de la necesidad de entender el nexo entre la gobernanza de los sectores público y privado y, consiguientemente, replantea la recomendación tradicional de controlar la corrupción como un problema casi exclusivo del sector público. (3) Será difícil establecer estrategias de gobernabilidad democrática sin un mejor conocimiento del tipo de nexos específicos existentes entre sector público y privado en un determinado país. (Daniel Kaufman, ob. cit., p. 13).
De las crisis vividas en Asia, Rusia y América Latina hemos aprendido que el sector financiero ha estado especialmente involucrado en la captura del estado con consecuencias muy negativas para la gobernabilidad general. Los datos existentes indican una correlación fuerte entre el grado de solidez bancaria y el nivel de control de la corrupción. Estos datos apuntan en el sentido de que una estrategia de fortalecimiento de la gobernabilidad no podría dejar de considerar el fortalecimiento de la gobernanza de las corporaciones privadas y en particular del sector financiero (Daniel Kaufman, ob.cit., p.17).
 
El buen político sabe distinguir entre las instituciones del mercado y las empresas actualmente existentes. Sabe que a largo plazo el determinante fundamental del número, la calidad, productividad y competitividad de las empresas estriba en la calidad de las instituciones del mercado. Sabe también que necesita la colaboración del sector empresarial existente o al menos de una parte significativa del mismo para impulsar una mejor institucionalidad del mercado y de las relaciones entre las empresas y el estado. Pero sabe que el gobierno ha de ser mucho más favorecedor del desarrollo de los mercados que de los negocios. Salvar o fortalecer empresas sin asegurar su capacidad para sobrevivir o desarrollarse en entornos de mercados más amplios y perfeccionados equivale a proteger campeones de mercados imperfectos y a bloquear en consecuencia y más pronto que tarde el desarrollo. Sabe lo difícil que resultan estas decisiones y trata de desarrollarlas con transparencia y buscando las difíciles alianzas con las que enfrentar los inevitables conflictos. Respeta la empresa y la riqueza obtenida a través de ella, pero siempre que, tal como exigía Adam Smith, no se hayan obtenido violando “las reglas de juego limpias”, es decir, siempre que se haya buscado el propio interés “por un camino justo y bien dirigido”. Por eso, como Adam Smith también enseñó, sabe que defender la libre empresa es diferente de defender a los empresarios, pues éstos, en ausencia de instituciones garantizadoras del “camino justo y bien dirigido” (principalmente la libre competencia y una política industrial coherente con ella) tenderán a realizar su propio interés a costa del interés común
El buen político sabe además que si no hay buenas reglas del juego y buen manejo de las relaciones entre el gobierno y las empresas, es la propia democracia la que se acaba poniendo en riesgo.
Los vínculos estrechos entre los negocios y los gobiernos son perjudiciales para la democracia y para la confianza pública en el gobierno democrático. Las empresas, por su propia existencia, plantean un problema a la democracia pues mediante su disposición de recursos, poder de persuasión y privilegios legales (principalmente la responsabilidad limitada) inevitablemente alcanzan mayor peso político que los ciudadanos individuales. Igual puede decirse de las graves desigualdades económicas. Ambas desigualdades tienen sus ventajas pero también sus límites. Los gobiernos han de ser árbitros, ejercer de contrapeso de grupos privados poderosos. Pero si en vez de ello, permiten o estimulan que las empresas privadas o los individuos poderosos los manipulen, entonces llevan la fe pública en la democracia hacia el punto de ruptura. (TheEconomist, p. 15-16 del surveyCapitalism and Democracy, June 28th 2003).
El buen político sabe que no es el capitalismo sino su forma institucional específica de economía de mercado lo que constituye una condición favorecedora de la democracia. Pero no se le oculta que la estrecha relación entre democracia y economía de mercado oculta una inevitable paradoja: si bien el desarrollo de las economías de mercado producen transformaciones económicas y sociales que propenden a la democratización política, no es menos cierto que la economía de mercado al provocar una distribución muy desigual de muchos recursos clave (riqueza, ingresos, status, prestigio, información, organización, educación, información y conocimiento…) determina que unos ciudadanos tengan una influencia mayor que otros sobre las decisiones políticas. La consecuencia es que, de hecho, los ciudadanos no son iguales políticamente y, de este modo, la fundamentación moral de la democracia, la igualdad política, se ve seriamente vulnerada[xv].
7. Los buenos políticos se orientan a la rendición de cuentas y a la asunción de responsabilidades.
Saben que sin buenos sistemas de transparencia y responsabilización el ejercicio del poder no puede superar los riesgos a que está continuamente sujeto. No cree que los políticos sean corruptos, pero sabe que todos –comenzando por él mismo- somos corruptibles. Por eso aunque valora el discurso se esfuerza porque se traduzca en instituciones eficaces de rendición de cuentas. Nuevamente sabe que las buenas instituciones son las que hacen que todo funcione correctamente cuando nos flaquea la ética[xvi]. Que la tendencia del ser humano a acrecentar y abusar del poder corre paralela a la propensión a ocultar la información y silenciar la crítica, a exigir responsabilidades desde la oposición y a boicotear su exigencia y producción desde el gobierno.
Pero el buen político sabe también que las instituciones de rendición de cuentas interiorizadas en los procesos gubernamentales (controles ex ante del gasto, controles de gestión presupuestaria, evaluación interna de desempeño personal y de resultados organizativos, controlarías, oficinas anticorrupción…) resultan tan necesarios como insuficientes. La experiencia le demuestra y las investigaciones empíricas más actuales le confirman que sin mecanismos más amplios de transparencia y responsabilización externa a cargo de evaluadores externos independientes, los medios de comunicación, los parlamentos, las fiscalías y los jueces penales, y hasta determinadas organizaciones sociales…, sin todo esto, los mecanismos internos de control y responsabilización no funcionan efectivamente. Especialmente en países como los nuestros donde las estructuras administrativas son altamente imperfectas y vulnerables. Desde luego que el buen político conoce bien las imperfecciones que afectan a los medios de comunicación y a las organizaciones sociales con funciones de supervisión, alerta, control y exigencia de responsabilidad. Pero, además de tratar de superarlas garantizando mayor pluralismo, objetividad e independencia, comprende que el gran aprecio que la ciudadanía muestra por estas instituciones se debe a la convicción cívica profunda de que sin ellas la opacidad y los negociados políticos acabarían matando el nervio democrático.
Donde la captura del estado es preponderante, necesitamos replantear las estrategias para tratar la mala gobernabilidad. En lugar de enfocarnos en cambios en las estructuras burocráticas internas y en reglas y regulaciones organizacionales, la implicación de este trabajo señala de nuevo la necesidad de enfocarse en medidas de rendición de cuentas externas más amplios, donde los mecanismos de voz y transparencia figuren prominentemente, incluyendo revelación de votos parlamentarios, declaración de activos, encuestas transparentes, y exigencia de estándares más altos para los medios de comunicación.
La necesidad de enfocarse cada vez más en estos temas se debe en parte a la creciente evidencia de que el trasplante directo de plantillas de la OCDE –tipo nueva gestión pública- para rendición de cuentas internas del gobierno no ha dado resultados en las economías emergentes. De manera similar, crear nuevas agencias públicas, tales como las oficinas y comisiones anticorrupción ha fallado casi siempre. El reto consiste en mover el péndulo hacia mecanismos de rendición de cuentas externos, con nuevos enfoques participativos, que provean mecanismos de voz y retroalimentación a las partes interesadas fuera del ejecutivo complementando las áreas prioritarias de fortalecimiento institucional fuera del gobierno. Existen ya diversas experiencias en esta dirección…
(Daniel Kaufman, ob. cit., p. 13-14).
8. El buen politico se orienta a la construcción y desarrollo del estado de derecho.
Sabe que América Latina, por lo general, registra niveles muy limitados de Estado de Derecho. En cualquier caso no confunde a éste con la mera seguridad jurídica del estado de los derechos existentes. La desigualdad estructural que atraviesa la región se expresa también en un acceso muy desigual, entre otros, a los derechos de propiedad eficazmente protegidos. Si confundimos el Estado de Derecho con la seguridad jurídica del estatus quo, muchos países latinoamericanos serían campeones del Estado de Derecho. El entramado de privilegios económicos y sociales expresados en la distribución de la tierra, los beneficios fiscales a algunas empresas, los privilegios comerciales, los monopolios otorgados a algunas corporaciones profesionales,  regímenes privilegiados de determinados colectivos laborales… y un largo etcétera, son restos de un sistema jurídico, procedente del tiempo colonial, en que el derecho se configuraba más como un entramado de privilegios personales o corporativos que como un orden abstracto fundamentador de una ciudadanía universal. Todos los buenos políticos experimentan la dificultad de ir desmontando esos entramados bloqueadores del desarrollo, que suelen hallarse amparados por leyes hechas muchas veces –como solemos decir- con nombre y apellidos.
Pero ningún buen político renuncia a este objetivo, pues sabe que la democracia y el desarrollo humano exigen el fortalecimiento progresivo del verdadero estado de derecho, es decir, el que garantiza derechos de ciudadanía política, civil, económica, social y cultural, con carácter universal, para el conjunto de la población. Capta intuitivamente la idea expresada por AmartyaSen de que “la reforma legal y judicial es importante no sólo para el desarrollo del estado de derecho sino también para el desarrollo en las esferas económica, política, civil, social y cultural, las cuales a su vez forman parte del concepto integral de desarrollo humano”. Y coincide con la evidencia empírica, pues disponemos ya de análisis econométricos que indican que existe una relación causal y significativa entre el nivel de estado de derecho, por un lado, y la riqueza de las naciones, el grado de alfabetización y escolarización y la tasa de mortalidad infantil, por otro[xvii].
Hoy sabemos también que el fenómeno de la captura del estado no se agota en el ejecutivo sino que incluye también al legislativo y al judicial. Por eso sabemos que los programas tradicionales de fortalecimiento institucional basados en formación, cambio en las reglamentaciones, informatización, mejora de recursos presupuestarios, simplificación de procedimientos, reducción de dilaciones, gestión de la carga, visitas de estudios, etc., no producen avances sostenibles si no van acompañados de programas tendentes a reducir la captura del poder legislativo y judicial por los grupos de interés más diversos. Por ejemplo, aunque la independencia del poder judicial en relación al poder político continúa siendo un tema mayor en muchos países, en otros es superado por la necesidad de asegurar esta independencia frente al poder económico nacional e internacional y en otros por asegurar la transparencia y responsabilización de unos jueces bastante independientes pero poco responsables y eficaces capturadotes de rentas. Superar esa captura es necesario para universalizar el derecho de acceso a la justicia y eliminar el impuesto regresivo que la corrupción judicial supone hoy para los pobres y para las pequeñas empresas.
Avanzar hacia la independencia, la transparencia, la responsabilización y la confiabilidad de los jueces, administradores y legisladores sigue siendo el tema clave de la construcción del Estado de Derecho. Pero la estrategia precisa para lograrlo debe plegarse perfectamente a las condiciones específicas de cada país. En particular, es preciso conocer si el déficit de independencia procede de la subordinación política, de la captura económica o de cualquier otra fuente, o en qué grado procede de cada una de ellas. Sólo este conocimiento –que debe ser la base de todo buen diagnóstico- nos puede alumbrar los puntos de entrada de un proceso eficaz de reforma.
9. Por último, el buen político cultiva la sensibilidad ética, la simpatía y la empatía.
Trata de no perder nunca la capacidad de ponerse en el lugar del otro e imaginar cómo siente y piensa. Sabe que el juicio ético es a la vez corazón y razón. Por ello combate permanentemente la apatía, la alogia y la anestesia moral con la que tienden a contagiarnos tantos “triunfadores” al uso. Sabe que las gravísimas diferencias sociales que registramos propenden a inhibir la empatía y a asignar valores diferentes a la vida humano en función del grupo de pertenencia. Al final ya no vemos a los pobres; los usamos pero no los sentimos nuestro prójimo.
El buen político trata de no ser cooptado y anulado por los poderosos, pues no olvida las advertencia de Adam Smith: “la disposición a admirar, y casi a adorar, al rico y al poderoso y a despreciar o al menos menospreciar a las personas pobres y de medios limitados, aun cuando sea necesaria para establecer y para mantener la distinción de jerarquías y el orden social, es a su vez la causa más grande y universal de la corrupción de nuestros sentimientos morales”[xviii]. Por eso el buen político no descuida los gestos de compasión y apoyo hacia las víctimas y los pobres, de respeto y consideración hacia los honestos, los emprendedores, los esforzados, los innovadores, los solidarios… en definitiva hacia los hombres y mujeres que necesitamos asegurar para que la locura del neoliberalismo (con su sueño imposible de un consumo irrestricto e irresponsable de recursos no renovables, con la manipulación mediática y el aturdimiento sensible que provoca, y con la subordinación de los intereses del mundo a los hegemónicos de la PAX AMERICANA) no impida el resurgir, el arraigo y la expansión incontenible de una gobernanza global multilateral y democrática sobre la que pueda florecer el desarrollo humano sostenible.
 
[i]Esta afirmación la tomo prestada de Manuel Zafra Jaén a cuya amistad, conversaciones y lecturas tanto debo.
[ii]Un compendio divulgativo del pensamiento de Sen se encuentra en su obra El Desarrollo como Libertad, 1999, Editorial Planeta, Barcelona. Una buena síntesis analítica del contraste entre la concepción utilitarista y la concepción seniana del desarrollo puede verse en Joan-Oriol Prats Cabrera, Bienestar y Desarrollo en AmartyaSen publicado en www.iigov.org 1999, biblioteca de ideas.
[iii]Si se quiere un mayor desarrollo del concepto de gobernabilidad y de su relación con el de gobernanza, así como de la importancia de ambos para el desarrollo, puede verse Joan Prats, “Gobernabilidad Democrática para el Desarrollo Humano: Marco Conceptual y Analítico”, Instituciones y Desarrollo, 10, octubre 2001, 103-148
[iv]La autoría del texto del Anexo 2 corresponde a Joan-Oriol Prats Cabrera.
[v]Una batería muy completo de indicadores de gobernabilidad puede encontrarse en IIG, Informe sobre Gobernanza y Desarrollo en América Latina, IIG, 2003 (borrador, prevista publicación y lanzamiento para diciembre de 2003).
[vi]Una exposición de los procesos a través de los cuales en las democracias de baja intensidad el proceso político puede ser capturado por coaliciones rentistas capaz de bloquear las reformas necesarias para el desarrollo puede verse en PranabBardham, “Entendiendo el Subdesarrollo: Retos de la Economía Institucional desde el Punto de Vista de los Países Pobres”, en Instituciones y Desarrollo, 10, octubre 2001, 73-102). El argumento en que se centra Bardham es que las instituciones de una sociedad son a menudo el resultado de conflictos distributivos estratégicos entre diferentes grupos sociales, y la desigualdad en la distribución del poder y los recursos puede a veces bloquear el realineamiento de estas instituciones hacia formas conducentes al desarrollo de todos.
[vii]Desde esta perspectiva visionamos cada acto de política no como una elección hecha para maximizar una función social de bienestar sino como un episodio o jugada dentro de la serie de reglas e instituciones existentes, pero admitiendo cierto margen de libertad para realizar movimientos estratégicos que son capaces de afectar o alterar las futuras reglas e instituciones. Desde esta misma perspectiva las constituciones e instituciones en general tampoco son vistas como textos sagrados escritos bajo condiciones ex ante ideales y de ausencia de conflicto, merecedoras de consenso unánime y proveedores del conjunto de reglas necesarias para la elaboración de los futuros actos de política. Contrariamente las instituciones se consideran como contratos incompletos que regulan un mundo cambiante y complejo y que contienen algunas provisiones sobre los procedimientos con el que trataremos contingencias imprevistas y que se hallen sujetos a enmiendas explícitas y a cambios implícitos producidos por actos de política (Dixit, A.K. (1996), TheMaking of EconomicPolicy. A Transaction-Cost Politics Perspective. Cambridge, Mass.: The MIT Press, 30-31).
[viii]Todo el esquema de la cooperación tradicional al desarrollo, aún en gran parte vigente, se basó en la ilusión de que los expertos –internacionales y nacionales- podían obtener todo el conocimiento necesario sobre qué era necesario y posible hacer en cada momento para producir desarrollo y sobre cómo hacerlo. Hoy hemos descubierto que el conocimiento experto es limitado y necesariamente defectuoso, que el conocimiento necesario para el desarrollo humano se halla disperso entre el conjunto de actores y, sobre todo, que el éxito en la conducción de la transformación en que consiste el desarrollo depende de un tipo de conocimiento que no es conocimiento experto, sino posesión de habilidades y capacidades para dirigir la acción colectiva, el cual no puede obtenerse por investigación o estudio sino sólo a través del aprendizaje desde la acción y para la acción. Ésta es la sabiduría característica de los líderes y emprendedores públicos, a la que la sabiduría de los expertos puede ayudar y complementar pero nunca sustituir
[ix]El republicanismo es una concepción radical de la democracia que se contrapone a la concepción liberal hoy prevaleciente. A lo largo de la historia, república y democracia se han utilizado indistintamente. El liberalismo no fue democrático inicialmente y cuando aceptó la democracia impuso una idea de ésta que no se corresponde con la tradición republicana: la República romana (Cicerón), el Renacimiento humanista italiano (Maquiavelo), la tradición de la Commonwealth británica (Harrington y Milton), el federalismo español (Pi i Margall), algunas corrientes del socialismo democrático (Berstein)… El republicanismo es un proyecto de liberación humana. Su valor final es la libertad, pero entendida de modo radical, como la situación en la que la persona no está sujeta al dominio de nadie, ni en la esfera privada, ni en la esfera pública. Esto sólo es posible si, además del Derecho, contamos con ciudadanos que cultivan las virtudes públicas (como las señaladas ya por Cicerón: igualdad, sencillez, honestidad, integridad, prudencia, etc.) que califican para formar parte de la res publica ypara participar en su determinación. La lucha por las libertades y contra la dominación, la reivindicación de las virtudes ciudadanas y la dignificación de la esfera pública, adaptadas a las exigencias de cada tiempo, son constantes de la tradición republicana. Pero la reivindicación de las virtudes públicas o cívicas que hace el republicanismo no puede confundirse con el discurso moralista al uso. El republicanismo se limita resaltar las características, valores y capacidades que han de determinar el comportamiento público o de acción y participación democrática de los ciudadanos. (El libro más conocido sobre el tema se debe a Pettit, Philipp, Republicanismo. Una Teoría sobre la Libertad y el Gobierno. Barcelona, Paidos, 1999.
[x]Todos nosotros somos “tomadores de historia”. Algunos de nosotros somos por nuestra capacidad analítica ex post “contadores de historia”; otros por su afición previsora ex ante son “contadores de historias”; sólo unos cuantos alcanzan la calidad de “hacedores de historia” y, sin duda, los buenos políticos, como en general todos los líderes y emprendedores, se encuentran entre ellos.
[xi]Seguimos en este punto la obra bien conocida de Peter Senge: “Por disciplina no aludo a un “orden impuesto” o un “medio de castigo”, sino un corpus teórico y técnico que se debe estudiar y dominar para llevarlo a la práctica. Una disciplina es una senda de desarrollo para adquirir ciertas aptitudes o competencias. Al igual que en cualquier disciplina, desde la ejecución del piano hasta la ingeniería eléctrica, algunas personas tienen un “don” innato, pero con la práctica cualquiera puede desarrollar un grado de habilidad. La práctica de una disciplina supone un compromiso constante con el aprendizaje. “Nunca se llega”: uno se pasa la vida dominando disciplinas. Nunca se puede decir: “Somos una organización inteligente”, así como nadie puede decir: “Soy una persona culta”. Cuanto más aprendemos, más comprendemos nuestra ignorancia” (P. Senge, La Quinta Disciplina, Granica, Barcelona, 1992).
 
[xii]Daniel Kaufman y A Kraay (julio 2002), Growth without Governance, paper en www.worldbank.org/wbi/governance/pubs/growthgov.htm.
[xiii]John Stuart Mill, ConsiderationonRepresentativeGovernment (1861), traducción española Consideraciones sobre el Gobierno Representativo, Tecnos, Madrid, 1985, p. 34.
[xiv]Adam Smith, De Economía y Moral, Introducción y selección de Telmo Vargas, Libro Libre: San José de Costa Rica, p. 12 a 26.
[xv]El argumento se encuentra desarrollado en Dahl, ob.cit., p. 195-204.
[xvi]Es muy conocido el aserto de Lord Acton en 1887 “el poder tiende a corromper; el poder absoluto corrompe absolutamente”. Un siglo antes, William Pitt, hombre de amplia experiencia política, dijo algo similar: “el poder ilimitado es proclive a corromper las mentes de quienes lo poseen”. Ésta fue la perspectiva adoptada por los miembros de la Convención Constitucional americana de 1787: “Señor hay dos pasiones que tienen una poderosa influencia sobre los asuntos de los hombres”, decía Benjamín Franklin, el delegado de más edad, “Éstas son la avaricia y la ambición: el amor al poder y el amor al dinero”. Uno de los delegados más jóvenes, Alexander Hamilton, coincidió en la idea: “Los hombres aman el poder”. Y Georges Mason puntualizaba: “Dada la naturaleza del hombre, podemos estar seguros de que aquellos que tienen el poder en sus manos… siempre… en cuanto puedan… lo acrecentarán”.
[xvii] Vid. Daniel Kaufmann, Misrule of Law. Does the Evidence Challenge conventions in Judiciary and Legal Reform? Draft for discussion, july 2001, p. 4-5.
[xviii]Tratado de los Sentimientos Morales, Parte I, Sección II.

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