A propósito de la descolonización

CIVILIZACIONES, BARBARIES Y SUS ANTÍDOTOS

Autor: Joan Prats

Occidente se ha bautizado a sí mismo, viéndose como el modelo universal de la especie, como “homo sapiens”; pero ha prescindido de otra de sus facetas características: la de “homo demens” capaz de delirio, odio, desprecio, fanatismo, crueldad y las más inimaginables desmesuras.

Civilización y barbarie, dos caras de la misma moneda

Edgar Morin nos propone una tesis interesante: que la verdadera barbarie sólo nació con la civilización; que civilización y barbarie son dos caras de la misma moneda. Los pueblos primitivos conocieron el crimen y las guerras locales pero no propiamente la barbarie. Para Morin la barbarie comenzó precisamente con las “civilizaciones”, es decir, con la metamorfosis iniciada hace unos 8.000 años, primero en Oriente Medio y después en México y Los Andes, que se tradujo en la práctica de la agricultura, el sedentarismo, la concentración de poblaciones, la construcción y administración de ciudades, la creación de Estados y grandes religiones, la organización de ejércitos y finanzas públicas, el desarrollo de las capacidades técnicas y la creación de bienes culturales. Son estas sociedades las que desarrollaron una barbarie conectada directamente al Estado y presidida por un afán de conquista, más allá de las necesidades vitales, que se tradujo en masacres, destrucciones masivas, pillajes, violaciones y esclavitud.

Estas civilizaciones –continua Morin- crearon “Babilonias” donde se mezclan las gentes más diversas, normalmente en relaciones amo-esclavo, y donde se registran las más excelsas y las más abyectas manifestaciones del genio humano. En las ciudades-estado y en los grandes imperios se fijaron civilizaciones con dioses feroces y guerreros que demandaban el exterminio o el sojuzgamiento de los enemigos. La historia de los grandes imperios es la de las guerras sin fin. La barbarie es un ingrediente de las civilizaciones que, junto a ella, posibilitan que emerjan elites cultivadas y florezcan, con ellas, el arte y la cultura.

La barbarie de los imperios se produce a través de la conquista y la dominación. El imperio romano (que a imitación de los griegos consideró “bárbaros” a todos los que se hallaban fuera de su jurisdicción) fue uno de los más bárbaros de la antigüedad y sobre las “provincias” colonizadas, gobernadas por sus prefectos, construyó una nueva “civilización”. Como la historia siguió demostrándonos mucho después, las conquistas imperiales bárbaras han conducido más de una vez, tras la extinción, al nacimiento de mestizajes y nuevas civilizaciones, como sucedió en su tiempo en la península Ibérica.

Barbaries religiosas

Las barbaries de las civilizaciones se han apoyado o coincidido muchas veces con las barbaries religiosas. En el antiguo Oriente Medio cada pueblo tenía su dios de la guerra, despiadado con el enemigo. En Grecia y Roma el politeísmo permitió la coexistencia entre los dioses. Cuando Heráclito aconseja unir lo concordante con lo discordante se refiere a la complementariedad (principio del que ninguna civilización tiene la exclusiva) entre Apolo, dios de la mesura, y Dionisos, dios de los excesos. Esta tolerancia religiosa greco-romana aportaba mucho a la cohesión social de las polis pero era incompatible con el monoteísmo judeo-cristiano. El judaísmo sólo podía concebir como ídolos sacrílegos a los dioses paganos; pero como permaneció dentro de sí mismo por la alianza privilegiada que creía tener con dios, tuvo consecuencias limitadas. En cambio, la voluntad universal de los cristianos les condujo a convertirse de perseguidos en perseguidores de los otros dioses y religiones. Cuando el cristianismo fue reconocido como la única religión del imperio hizo cerrar la Escuela de Atenas, puso fin a cualquier filosofía autónoma y se integró en las estructuras del poder imperial. A partir de entonces ya sólo hubo un camino, una verdad y una vida.

La barbarie cristiana –al decir de Morin- ha utilizado como argumento la imagen de Satán identificado como el separador, el rebelde, el negador, el enemigo de dios y de los humanos, el que posee a todos los que disienten, a todos los que se desvían de la ortodoxia, a todos los que se atreven a interpretar de otro modo el mensaje originario, a todos los herejes, a todos los que hay que perseguir y destruir con odio en nombre de la religión del amor.

Europa no tiene la exclusiva pero sí es el pedazo del continente euroasiático donde se han experimentado todas las formas de barbarie y donde se han producido algunas de sus innovaciones más destacadas. La más señalada es sin duda el colonialismo vinculado a ese invento tan europeo que es la “nación”. Los estados-nación nacieron como una realidad muy diferente a lo habían sido los imperios y las ciudades-estado, básicamente porque se construyeron sobre la reducción de las diversas realidades preexistentes y su reconducción a una única identidad política, lingüística, cultural, simbólica y religiosa.

La barbarie de los estados-nación

Por ejemplo, 1492 no fue sólo el año en que los españoles llegan a Abya-Yala sino el año en que la Reyna Católica conquista el Reino de Granada y culmina casi ocho siglos de reconquista. Por eso quienes conquistan y colonizan América no son un pueblo de mercaderes sino de guerreros que están construyendo un estado-nación en su solar patrio sobre la base de la pureza religiosa y étnica. A los judíos y musulmanes, presentes en Iberia desde siglos, se les obligó a elegir entre la conversión o la expulsión.

El germen de la purificación religiosa se sembró con el triunfo del cristianismo en el imperio romano, pero no estalló sino con la formación de los estados-nación y sus imperios coloniales. Estalló en Europa donde la reacción frente a las reformas de Lutero y de Calvino produjo las guerras de religión que se cuentan entre las más crueles de la historia. Terminó en la Paz de Westfalia que consagró un mundo de estados soberanos que desde su soberanía podían aplicarse ya, sin interferencia externa, a construir la nación, acelerándose así el proceso de purificación religiosa. La intolerancia religiosa no podía sino estallar también en la colonización de América donde se provocó la destrucción de todas las religiones precolombinas.

La idea de nación, sin embargo, con el tiempo, tomó rumbos dispares en Europa. Una nueva idea de nación surgió de la revolución francesa. El 14 de julio de 1790 delegados de todas las provincias de Francia se reúnen y declaran su voluntad de construir y formar parte de la gran nación. La nación ya no aparece así como una creación del poder del estado sino como el producto de una voluntad popular, de un “plebiscito cotidiano” como dirá Renan, en oposición directa a las teorías de filósofos alemanes como Herder y Fichte que definirán la nación en base a elementos objetivos como el territorio, la lengua y la cultura. La idea revolucionaria y política de la nación no se basa en el reconocimiento y respeto de las economías, las etnias y las lenguas preexistentes, sino en su integración a través de la unificación jurídica, las redes de comunicación y transporte, la educación, las guerras, las colonias y el imperio.

El siglo XX nos ha mostrado la barbarie de que es portadora la idea de nación cuando se basa en la purificación étnica. No sólo fue el nazismo sino las brutalidades mucho más recientes de la guerra de los Balcanes. La idea de nación aún puede generar impulsos sociales positivos cuando se basa en la integración de etnias o identidades preexistentes que sobre la base de su reconocimiento y derechos colectivos afirman su voluntad de fundar una nación compartida (nación quizás de naciones) que se traduce en una Constitución y genera un patriotismo constitucional. Pero el siglo XX inventó la “barbaridad” de la nación monoétnica que presidió la creación de estados-nación en Europa y fuera de ella que se sintieron legitimados para desconocer o arrasar a las minorías étnicas de sus límites jurisdiccionales. Lo peor es que la idea de nación monoétnica, originaria, orgánica, creada por la historia, inamovible y con derechos colectivos distintos y superiores a los individuales todavía está muy viva y amenazante.

La idea de nación monoétnica todavía está muy viva. Lo está en las naciones occidentales que registran partidos minoritarios pero en ascenso que creen que la presencia de inmigrantes extranjeros es una amenaza contaminante de la identidad nacional. Lo está también en algunas naciones originarias que se definen desde identidades étnicas, monoculturales y cerradas y que no admiten su evaluación ni contraste desde valores de humanidad diferentes a los propios. El racismo, la xenofobia o el antijudaísmo siguen ahí. Los nacionalismos chauvinistas fundados sobre la idea de pureza viven agazapados, cultivando el rencor, magnificando la amenaza, esperando su oportunidad. Durante la gran crisis de 1929 el partido nazi, entonces un pequeño partido que nunca hubiera podido soñar superar la barrera del 20 por 100 en tiempos normales, pudo llegar al 35 por 100 e inaugurar “democráticamente” una de las más vergonzosas páginas de la barbarie occidental.

Doble criterio para juzgar la barbarie colonizadora

Civilización y barbarie siempre han ido unidas. La España “purificada” limpia de moros y judíos que conquista y coloniza América es también la que produce el Siglo de Oro. El imperialismo y el colonialismo no son exclusivamente europeos desde luego. Pero la mayor extensión y duración del régimen colonial sí lo son. Hoy cuando América está cumpliendo los dos siglos de emancipación no puede sino recordar los tres siglos de colonia. Esta barbarie colonialista española, portuguesa, francesa o inglesa no dejó prácticamente ningún territorio del mundo por cubrir. En su decurso se produjeron exterminios, explotaciones y humillaciones, mestizajes raciales y culturales, intercambios y hasta surgimiento de nuevas culturas.

A la hora de definir lo que es barbarie y lo que es civilización resulta difícil escapar a la ambivalencia: ¿Conceptuamos y juzgamos la colonización desde el saber y los valores de hoy o desde los vigentes en el momento histórico juzgado? Lo más razonable es hacerlo desde ambos criterios. Valorando y condenando desde hoy nos prevenimos contra todos los intentos de reproducir la barbarie. Tratando de entender desde las ideas y valores del pasado facilitamos la cooperación igualitaria entre los colonizadores de ayer y los finalmente emancipados. El gran pacto para la “descolonización” pasa por la cooperación desde el reconocimiento y la igualdad en la construcción de una nueva patria común. Esto no puede hacerse ni resucitando odios ni exculpando crímenes. Las barbaries de ayer no justifican ninguna barbarie de hoy. Los hutus han escrito desde el odio una de las mayores barbaries étnicas de nuestro tiempo. Pero los crímenes coloniales no deben ser olvidados porque responden a pulsiones humanas abyectas que pueden reproducirse y no debe permitirse que se repitan. Son los pocos Mandelas del mundo los únicos que pueden labrar naciones poderosas unidas en su diversidad.

La metamorfosis del alma de Occidente: humanismos y colonialismo

Si toda civilización histórica ha generado su barbarie, toda barbarie puede acabar interrogando a su civilización y generando sus antídotos. Es un largo camino lleno de contradicciones pues interroga sobre qué constituye la condición humana. Las civilizaciones/barbaries europeas comenzaron a recorrerlo contradictoriamente desde el Renacimiento y con los humanismos. En este tiempo se sembraron las semillas de la libertad necesaria para que floreciera un relativo mayor desarrollo científico y técnico, el esplendor de las ciudades, el florecimiento económico y comercial, los primeros estados modernos y la primera expansión colonial… También los primeros humanismos.

Sobre estas bases se produjo una metamorfosis del alma de Occidente. La filosofía dejó de ser la “sierva de la teología”, el pensamiento humano ganó su autonomía, apoyado en la búsqueda y el redescubrimiento de la Grecia antigua. Los humanos comenzaron a creer que el mundo no era un mecanismo construido por un Dios providente sino una realidad incierta sobre la que podían incidir. Cambiaron el concepto del tiempo y de la historia al cambiar la idea de la posición del hombre en el mundo. Se aferraron a la ciencia como instrumento decisivo para ampliar las potencialidades humanas y la construyeron sobre cuatro pilares: el empirismo, la racionalidad teórica, la verificación y la imaginación. Estos son los ingredientes que abonaron el surgimiento de diversos humanismos europeos.

Casi todos ellos compartieron una creencia ambivalente: por un lado, preconizaron la dignidad y el respeto entre todos los seres humanos cualquiera que sea su sexo, raza, cultura o nación; pero, por otro lado, limitaron este obligado respeto exclusivamente a los habitantes de Occidente. Occidente se atribuyó en exclusiva la racionalidad. Los demás pueblos fueron considerados prisioneros del pensamiento mágico. Y al decir de Edgar Morin, aquí se encuentra uno de los mayores errores del racionalismo occidental: no percibir que en todas las sociedades, incluidas las más modernas, coexisten el pensamiento racional, técnico y práctico con el pensamiento mágico, mítico y simbólico.

Todos los humanismos proclamarán la libertad y responsabilidad humana por la historia. Pero beberán en fuentes diferentes y llegarán a conclusiones diferentes sobre la posición del hombre. Algunos miraron a la Biblia y los Evangelios. Otros buscaron en las fuentes griegas la idea fuerza que desde las tragedias llega Platón y Aristóteles: que el hombre es más fuerte que el destino, que siendo mortales debemos actuar como si fuéramos a vivir siempre, que nuestras vidas y las de los que nos seguirán dependen de nosotros y de lo que somos capaces de transmitir. La Atenas democrática no es teocrática no autocrática. La diosa Palas Atenea sólo protege, no gobierna la ciudad; no hay déspotas ni tiranos; el gobierno corresponde a los ciudadanos activos y responsables.

El mejor humanismo europeo rechazó siempre la idea antropocéntrica y megalómana de un ser humano plenamente liberado de Dios y convertido en sujeto y centro del Universo. Ciertamente rechazó también la jerarquía eclesial inquisitorial. Del cristianismo retuvo el mensaje de compasión y perdón que considera la sensibilidad y los afectos y funda una fraternidad sobre bases a la vez racionales y emocionales. Hubo desde luego un humanismo que prescindió de Dios y asignó al hombre la misión de conquistar el mundo. Ahí está la concepción humanista representada por Descartes y su idea de la ciencia como el instrumento que nos hará dueños y señores de la naturaleza.

Los mejores humanistas llegaron a desarrollar una conciencia crítica y hasta autocrítica. En tiempos de feroces guerras de religión, Montaigne produjo un sano escepticismo desde el que, por ejemplo, se negó a considerar a los “amerindios” como inferiores. Contra la tendencia prevalente en Europa a calificar como bárbaro a todo lo que no encajaba en su cultura, Montaigne mantuvo que “aquellos a los que se llama bárbaros sólo son seres de una civilización diferente de la nuestra”, pues “cada uno llama barbarie a aquello que no entra en sus costumbres”. Este racionalismo crítico la hallamos también en Spinoza que se desmarcó de la idea dominante de un Dios exterior para adoptar la idea de un mundo autoengendrado en el que reina una razón compasiva y amante. En la misma línea, Hume, al proponer la sustitución de las verdades o dogmas por simples “creencias” susceptibles de cambio y perfección permanente, reivindicó la tolerancia como valor fundamental de convivencia y abrió una corriente racionalista opuesta al racionalismo mecanicista de Descartes o de Newton. Este racionalismo evolutivo o crítico, respetuoso de la diversidad, está presente en las Cartas Persas de Montesquieu o en Voltaire. Es la actitud que ya había transmitido Cervantes cuando en el Quijote combina desde una mirada amorosa y compasiva la crítica de lo imaginario por lo real que encarna Sancho y la crítica de lo real por lo imaginario que encarna Quijote. Los racionalistas críticos se negaron a disociar razón, conocimiento y autoexamen del sujeto. Rousseau llegó a ver en el olvido de la sensibilidad el rechazo, tan poco razonable, que un cierto racionalismo hacía de nuestra propia naturaleza.

Barbaries intelectuales muy ilustradas

Es difícil poner en marcha a los imperios y administrar duraderamente las colonias sin buenos intelectuales. Al imperialismo y colonialismo europeos no le faltaron. Y no nos referimos al rancio Ginés de Sepúlveda y su justificación del deber de conquista desde el amor cristiano. Tenemos verdaderas “joyas” del pensamiento ilustrado producidas por pensadores que admiramos por otras razones pero que, en su tiempo, quisieron hacer también su aporte a las bases “racionales” del colonialismo. Forman como el rostro oscuro de la Ilustración que comprende una visión de los conquistados, de los colonizados, en términos de racismo y xenofobia, de desprecio hacia otras culturas y razas.

Fijémonos en el por tantos otros conceptos admirable Hume. Para él “todas las naciones que habitan los círculos polares o los trópicos son inferiores al resto de la especia y son incapaces de alcanzar los más altos logros de la mente humana (…) sospecho que los negros, y en general todo el resto de especies humanas, son naturalmente inferiores a los blancos. Nunca hubo una nación civilizada que no fuera blanca”.

Emmanuel Kant fue más allá de las meras opiniones. Kant fue docente en antropología y geografía cultural en la Universidad de Königsber, ciudad de la que como se sabe nunca salió. Probablemente nunca vio a nadie de una raza diferente a la suya. Sin embargo, opinaba como experto: los negros, nos dice en un ensayo titulado “sobre las diferentes razas humanas”, son perezosos, blandos y lerdos y además apestan debido a sus particularidades físicas. Ninguno ha mostrado talento y no tienen otras emociones que las nimias y banales. En su libro sobre “Geografía Física” comenta que nacen blancos, con excepción de los genitales y el ombligo, que los tienen negros. Sólo tras varios meses de vida el color negro impregna el resto del cuerpo. Cuando se queman blanquean y las enfermedades les convierten igualmente en blancos. Sin embargo, los europeos que viven en los trópicos mantienen su color y su figura y sólo se convierten en negros tras un par de cientos de años. Las estupideces que Kant dice de los “moros” no son menores aunque sí más crueles. Tienen una piel tan dura –nos dice- que cuando se les disciplina es inútil “azotarles con palos”. Ha de hacerse con cañas de bambú rajadas, para que “la sangre fluya y no supure bajo la piel”. De los orientales dice saber menos, pero ello no les ahorra de descripciones denigrantes. Todo está orientado a su gran conclusión: la perfección humana “pertenece a la raza blanca”. El resto de las razas son incapaces de alcanzar autonomía y son, por tanto, agentes morales incompletos.

La Corona intelectual del colonialismo tiene muchas más joyas. Miremos, por ejemplo a James Mill que publicó una “Historia de la India” (sin haberla visitado jamás) que alcanzó un gran éxito de ventas y le convirtió en una autoridad en estos temas en su tiempo. En ella sugiere que los hindúes tienen “una disposición al engaño y a la perfidia” y les niega cualquier contribución a la cultura universal (pese a sus matemáticos, sus astrónomos, sus poetas o sus arquitectos). Lindezas del mismo tenor extiende a las culturas china, árabe, persa, japonesa o tibetana. Razonaba y escribía lo que querían leer los británicos cultos que gustaban verse civilizando a través del imperio.

Los autores noteamericanos de la Enciclopedia Británica, que sí conocían de cerca a personas de color, en su edición de 1798, en la voz “Negro” escribieron que “los miembros de esa raza son perezosos, traidores, vengativos, crueles, impúdicos, ladrones, mentirosos, profanadores, malvados, malévolos, incontinentes” y se comportan contra la ley natural y la compasión. Incluso Thomas Jefferson, que escribió contra la esclavitud, mantenía sobre los negros ideas altamente xenófobas y racistas. Para él, los negros carecen de capacidad de previsión. Su amor es mero deseo físico y sus penas son superficiales y transitorias. Inferiores a los blancos en el uso de razón, son incapaces de discurso elevado, de imaginación refinada o de cultivo de artes como la pintura o la escultura. Sólo parecen mejorar cuando son mestizos… todo lo cual constituye un poderoso obstáculo para su emancipación.

¿Y qué decir del gran Hegel? Para él “el teatro de la historia universal” sólo podía producirse en la zona templada del Planeta pues en las zonas frías o cálidas los hombres sólo pueden dirigir su vida a la supervivencia. Por eso -nos dice- los pueblos indios de América o los negros de África se encuentran tan mal equipados para la libertad de espíritu. Los indios americanos perdieron su cultura al entrar en contacto con los europeos. Impotentes tanto en lo físico como en lo espiritual los indígenas han ido pereciendo “al soplo de la actividad del europeo”. Han sido exterminados unos siete millones porque los pueblos de cultura débil “perecen cuando entran en contacto con pueblos de cultura superior y más intensa”. Los que sobreviven lo hacen como menores de edad, serviles y sumisos, se limitan a existir lejos de todo lo que signifique pensamiento y fines elevados”… El caso de los negros africanos es diferente para Hegel. Allí los hombres viven “en la barbarie y salvajismo más absolutos”. Son meros brutos. Expresan al hombre natural en toda su barbarie. Viven en estado animal y sin cualidades. Desprecian el derecho, la moral y hasta la vida misma. La esclavitud es la relación jurídica fundamental. Practican el canibalismo. Entre los negros las sensaciones morales son muy débiles o, mejor dicho, no existen.

La conclusión que Hegel obtiene de todas las brutalidades que acabamos de referir ya no debería sorprendernos: “…en estas condiciones ni los indígenas americanos ni los negros africanos podrán hacer surgir Estado político alguno. Los primeros por indolencia, sumisión y subordinación. Los segundos por crueldad y salvajismo. Ambos, por ausencia de sentido moral y de inteligencia. Incapaces de libertad, parece que pueden ser esclavizados por los europeos, pues con ello se les hace un bien”.

Hasta el progresista Stuart Mill acabará justificando el despotismo de los colonizadores. Para él sólo el gobierno representativo es el gobierno legítimo. Pero este tipo de gobierno presupone personas capaces de regirse autónomamente, es decir, con capacidad para ejercer soberanía sobre sí mismo, su cuerpo y su espíritu”. Esta autonomía no puede suponerse, sin embargo, en los individuos pertenecientes a estados atrasados de la humanidad en los que la misma raza puede ser considerada en su minoría de edad. En estos casos “el despotismo es un modo legítimo de gobierno tratándose de bárbaros, siempre que su finalidad sea su mejoramiento y los medios se justifiquen por estar realmente encaminados a ese fin”. Queda así justificado el despotismo paternalista de los colonizadores aunque ya no basado en diferencias naturales sino culturales y transitorias.

Detengámonos aquí, aunque bien pudiéramos seguir con otros autores. Lo que importa destacar es que entre todos ellos tejieron las mentiras y falsas argumentaciones de la ideología colonial. Vistos en conjunto son los autores de una gran barbarie intelectual. En relación a esas otras razas inferiores, culturas salvajes, incapaces de gobernarse a sí mismas o de aprovechar adecuadamente los recursos de su territorio ¿qué otra cosa puede hacerse sino conquistarlos, civilizarlos, elevarlos a un estado verdaderamente humano? El imperialismo liberal de ayer y el unilateralismo neoliberal de la era Bush han bebido en las fuentes de todos estos ilustrados. Intelectuales bárbaros ellos que usaron la razón renunciando a la sensibilidad y trataron de cubrir con un manto de oprobiosas falsedades toda la barbarie colonial. Nadie como ellos expresan quizás las contradicciones –miserias y grandezas- que pueden habitar en el genio humano. Nadie como ellos nos avisan de la necesidad de ser cautos ante tantas “racionalizaciones” que se nos siguen proponiendo desde los más diversos medios.

La barbarie y sus antídotos: nuevas ideas de humanidad

El romanticismo cambió la forma ilustrada de mirar y sentir el mundo. Fue precisamente la repoetización del universo operada por el romanticismo la que introdujo en Europa durante las revoluciones de 1848 la idea de “fraternidad”, que desde entonces quedó adicionada a los valores clásicos de libertad e igualdad de la revolución francesa de 1789. Desde esta nueva sensibilidad cobró nueva vida la idea de la universalización de los derechos del hombre y comenzaron a alumbrarse los derechos de los pueblos y de la humanidad que el socialismo más democrático y humanista hizo suyos –contra lo que hizo el socialismo más “científico”- a través de su ideal de universalización de la libertad y la igualdad.

Sucedió, pues, que mientras para las elites dominantes en Occidente la racionalidad seguía siendo su privilegio y monopolio, justificando de este modo el colonialismo, sin embargo, en el mismo Occidente se iban generando las ideas emancipadoras que acabarían socavando su propia dominación y barbarie. Los fermentos de la descolonización y de las ideas emancipatorias se encuentran en los ideales del humanismo crítico occidental: derechos humanos, derechos de los pueblos, soberanía, nacionalidades, autodeterminación, libertades individuales y colectivas… Ideas que reapropiadas y resignificadas se encuentran en la base de todos los movimientos emancipatorios del mundo.

Los movimientos de emancipación y descolonización se han producido en las más diversas circunstancias. Contrástese, por ejemplo, la descolonización liderada por Mandela con las guerras étnicas de la ex Yugoseslavia. Mandela se propuso superar la división entre negros y blancos y construir una Unión para todos. Y tuvo las capacidades de liderazgo para realizar exitosamente este magno propósito. El fundamento intelectual de su proyecto fue un humanismo de restitución, reconocimiento y fraternidad desde el que se impulsó el proyecto de una Patria compartida capaz de ir superando los odios y clivajes étnicos acumulados a lo largo de una oprobiosa colonización. Carente de esta perspectiva humanista que afirma el predominio o al menos la conciliación de lo humano-común y del proyecto nacional a construir sobre los clivajes étnicos y los odios y las ofensas pasadas (que no tienen por qué borrarse de la memoria), la ex Yugoeslavia fue incapaz de reinventarse y pereció víctima de la barbarie de las limpiezas étnicas.

Un humanismo para la Patria Tierra que nos prevenga de las barbaries

Hoy vivimos la crisis de una mundialización económica deslegitimada por la ausencia de mecanismos eficaces de regulación y “responsabilización” por parte de los actores hegemónicos. El mundo nunca ha sido tan global y tan interdependiente como hoy. Nunca ha sido más evidente que la verdadera patria común de todos los humanos es la madre Tierra. Pero las contradicciones y las desigualdades, en gran parte heredadas de visiones e injusticias antiguas, impiden el funcionamiento y la comunicación óptimas y conllevan el riesgo de retrocesos a nacionalismos etnicistas y conflictos de todo tipo. La gran tarea del siglo XXI será sin duda la de asegurar la supervivencia de la especia en las nuevas condiciones científico-técnicas, socio-económicas y ambientales (sociedad del riesgo global), lo que va a exigir fuertes “adaptaciones” a todos los niveles y, en particular, reconocernos como efectivamente iguales desde nuestras diversas pertenencias nacionales y culturales. La base política, intelectual y sensible de la justicia global ha de ser la construcción progresiva de una ciudadanía cosmopolita y de un humanismo racional, crítico y autocrítico, incompatibles con etnias y culturas cerradas.

Las barbaries nos seguirán amenazando siempre. Y lo peor siempre es posible. Occidente necesita por ello reconocer y pensar su propia barbarie si pretende de verdad superarla. Edgar Morin nos advierte que hay que huir de la buena conciencia porque siempre es una falsa conciencia. El trabajo de la memoria histórica debe dejar que fluyan hacia nosotros la preocupación constante por las barbaries pasadas y por las potenciales. Pero la mala conciencia es también una falsa conciencia. Porque Occidente no sólo ha producido sus barbaries sino también los antídotos para combatirlas y prevenirlas.

Es cierto que sin la autonomía de los individuos y sin la práctica de las virtudes cívicas las democracias siempre están en riesgo o se corrompen. Por eso las condiciones democráticas deben regenerarse constantemente desde una perspectiva humanista crítica y autocrítica. Ser demócrata consiste en contribuir a la regeneración permanente de la democracia. Pensar la barbarie es también contribuir a la regeneración del humanismo. Las trágicas experiencias del siglo XX y las amenazas del siglo XXI deberían servir para un nuevo y gran impulso humanista: las barbaries han de ser reconocidas sin simplificación ni falsificación. Lo que importa no es el arrepentimiento sino el re-conocimiento que exige conocimiento, conciencia y sensibilidad. Un reconocimiento que debe darse a todas las víctimas sin excepción. Hay que tener conciencia –dice Morin- de la complejidad de estas tragedias colosales.

Dos lecturas recomendadas: (1) Edgar Morin (2006), Breve Historia de la Barbarie en Occidente, Paidós, Buenos Aires, y (2) Rafael del Aguila (2008), Crítica de las Ideologías. El peligro de los ideales. Taurus. Pensamiento.

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