Mayo del 68 y el Negocio de la Felicidad

Los que se rebelaron en mayo del 68 también creyeron saber lo que estaban haciendo y tampoco les importaron ni alcanzaron a controlar las consecuencias de sus actos. Fue ante todo un movimiento liberador que conllevaba todos los elementos de este tipo de movimientos: crítica del presente y de nosotros mismos, capacidad de ver otras posibilidades y voluntad entusiasta de realizarlas, movilidad, transformación y creación, asunción de que nada es finito ni perfecto, de que podemos cambiar las relaciones de fuerza, modificarnos nosotros mismos, enseñorarnos de nuestros destinos… Liberación, sí, pero ¿de qué? ¿Cuáles eran las cadenas?
El sentido de la acción nunca pertenece a sus protagonistas. Quienes asaltaron la bastilla no sabían que estaban iniciando la revolución francesa. Las revoluciones planificadas siempre han sido un inmenso fiasco. La sociedad en la que se habían criado los jóvenes de mayo del 68, aunque organizada políticamente como democracia, era una sociedad patriarcal y autoritaria especialmente en la esfera privada. Era la rígida sociedad del capitalismo fabril, de la mayoría de obreros de cuello azul cuyos dirigentes debatían entre el reformismo y la revolución; era una sociedad dominada por los varones jefes y mantenedores únicos de la familia, por los patronos –como se llamaba entonces a los jefes de empresa-, por la autoridad vertical de los profesores, los dirigentes de partidos y sindicatos, los funcionarios, los clérigos o los maestros pensadores, todos supuestamente depositarios de saberes incuestionables; era una sociedad de moral sexual tan estricta como hipócrita, en la que la virginidad y el matrimonio de por vida se compatibilizaban con las “mantenidas” para la clase alta y los prostíbulos para los obreros. Era una sociedad que apenas atisbaba los imponentes procesos de transformación económica, familiar, cultural y, sobre todo, de liberación femenina que se iban a producir desde entonces.
Fueron los jóvenes lo que atisbaron las potencialidades liberadoras del momento. Por eso mayo del 68 tomó los caracteres de un conflicto de edad. Por eso tomó desprevenidos y de espaldas a los santones intelectuales del momento. Sartre creía que el marxismo iba a durar 20 siglos (¡oh vanidad!) y se derrumbó sólo veinte años más tarde con el Muro de Berlín tan por sorpresa como había amanecido mayo del 68. Fue una rebelión social, no política. Los que quisieron aprovecharla políticamente sólo comparsearon la confusión: la triste imagen de Sartre utilizando para batir infructuosamente a De Gaulle el retrato de un tirano como Mao. Deseos de libertad bajo banderas totalitarias.
Uno de los mayores protagonistas de la revuelta, Daniel Cohn-Bendit, actualmente Presidente de los Verdes en el Parlamento Europeo, nos cuenta en una lúcida mirada retrospectiva que “La mayoría de los manifestantes querían tomar el control de sus vidas, fuera en la fábrica o su vida privada. El deseo de emancipación que llevaba el movimiento no tenía ningún concepto político para traducirlo. Los libertarios teníamos como referencias el Frente Popular, los consejos obreros… pero nuestras consignas eran surrealistas, poéticas: ‘Sed realistas, pedido lo imposible’ ¿Cómo reintegrar una revuelta existencial en un discurso político’. Una herencia imposible. 1968 es un mito para la izquierda… con el que no sabe muy bien qué hacer”. Pero el capitalismo, con su terrible eficiencia adaptativa, sí supo qué hacer con todas aquellas fuerzas liberadoras a las que acabó envileciendo, domesticando y poniendo a su servicio.
En torno a mayo del 68 se dan un serie de circunstancias que posibilitaron la explosión liberadora: los anticonceptivos, los artefactos reductores del trabajo doméstico, el comienzo de la economía de servicios y de la incorporación masiva de las mujeres a los estudios y el trabajo, el descubrimiento de que la ciencia avanza por falsación y no por acumulación de verdades verificas con su terrible correlato de que los maestros pueden ser falsos maestros, la convicción de que el progreso social no sólo es compatible sino que exige mayores grados de libertad en todos los ámbitos, la rebelión de los trabajadores frente a su consideración de meras piezas de una ordenación ‘científica’ del trabajo, el descontento ante una Administración que trataba a los ciudadanos como meros administrados y desconocía su derecho a la participación, la posibilidad de un ‘joie de vivre’ de gozar de la vida más allá de los muros del patriarcado autoritario… A pesar de la guerra fría, eran tiempos de seguridad en el empleo y en las calles y, por tanto, de confianza en que el futuro sería necesariamente mejor. No se sabía que el futuro nunca es lo que era.
La izquierda quedó perpleja. La rebelión no entraba en sus esquemas. La derecha convocó a las fuerzas del orden contra la sociedad ‘amenazada’. De Gaulle ganó las elecciones aunque tuvo que irse un año después al perder un referéndum. Los empresarios, en cambio, comenzaron a leer las inmensas posibilidades de mercado que les abría el erotismo liberado. La minifalda fue el precedente recatado de un destape crecientemente universal y mercantilizado pronto capturado por un capitalismo cada vez más neoliberal y global. El cuerpo ha acabado convirtiéndose en mercancía para los fines más diversos, globalizada y multiplicada por tecnología. El eslogan “abajo la sociedad de consumo” ha sido sepultado por otros igualmente sesentayocheros como “prohibido prohibir”, “gozad sin obstáculos”, “se pierde el respeto, no lo busquéis”, sólo que en su versión neocapitalista permisiva y más sutilmente estupidizante y manipuladora.
En las alcantarillas de mayo del 68 se quedaron dispersos por el mundo puñados de hippies desdentados, consumidos por la hierba y la impotencia antisistémica, rechazados por una sociedad que se abría a las ofertas de nuevos modos de vida más permisivos ofertados ya por la publicidad de un capitalismo en expansión y reificados en bienes y servicios cada vez más invasores de la vida pública y privada. Quizás pocos como Killian Fritsch simbolicen la decepción de los rebeldes del 68. Él creó el eslogan “bajo los adoquines, la playa”. Como no la encontró, la buscó en los sumideros de los paraísos artificiales y acabó suicidándose bajo los adoquines, en el metro de París. Entretanto las calles adoquinadas del mundo entero se llenaban de ofertas para un consumo cada vez más masivo, individualizad, desatado y permisivo.
Amor libre es conceptualmente lo opuesto a sexualidad liberada que es lo que reivindicaron en realidad los del 68. Sin libertad no hay amor, pero tras la determinación libre el amor es dedicación y fidelidad. Sólo con la libertad de la mujer, posibilitada por su acceso al estudio, al trabajo y a los anticonceptivos, los matrimonios y la familia pudieron basarse en el amor, que dejó de ser un ideal aristocrático ajeno al matrimonio para convertirse en una aspiración humana potencialmente universal. Desde mayo del 68 la milicia del amor exigió el divorcio al rechazar la continuidad del vínculo matrimonial sin amor. Pero los rebeldes del 68, leves de pensamiento, llamaron amor libre a lo que sólo era sexualidad desatada. Las palabras de amor sencillas y tiernas de Serrat les sonaron a ñoñerías de burguesito y en nuestros boleros no fueron capaces de ver sino el instrumento para la conquista erótica.
Desatada la sexualidad, los más débiles cayeron en las trampas y vicios más burdos. Si casi todo vale, todo puede ser objeto de exhibición, fantasía o tráfico. Sin disciplina ética ni estética que contenga la sexualidad, mujeres, niños, hombres… todo puede ser objeto de los más diversos tráficos legales o ilegales. En un tiempo supuestamente de derechos humanos se permite como nunca el alquiler y la venta de los cuerpos y sus imágenes, se masifica el turismo sexual y florecen todo tipo de perversiones. La pornografía y la prostitución no sólo han dejado de ser transgresiones sino que se han convertido en parte substanciosa de la producción capitalista globalizada y de la corrupción que la acompaña. Son el tiro por la culata de mayo del 68. Hoy nadie se siente con autoridad moral para pedir contención, es decir, para educar en formas y valores que dignifique el erotismo liberado. Pero la milicia del amor sobrevive y lo busca y reivindica como pan sublime de vida, fuente de compleción, que no nos hace inmortales pero que, por momentos, nos hace sentir lo insondable y eterno.
 ¿Felicidad o busca de sentido?
Tendemos a pensar que la felicidad depende de las tres cosas que hay en la vida (salud, dinero y amor) y que éstas dependen a su vez de las condiciones sociales o externas de nuestras vidas personales. De ahí deducimos que el objetivo de las políticas públicas ha de ser el de crear las condiciones sociales para que pueda florecer la felicidad o el bienestar humano. Todos sabemos, sin embargo, que las cosas son mucho más complejas. No sólo porque bajo la invocación del bienestar o felicidad (¡Dios qué conceptos tan difíciles!) discurren las más abyectas luchas por el poder, sino porque resulta hoy evidente que la felicidad, la desgracia y toda la gama inmensa de situaciones y momentos intermedios yacen dentro de nosotros mismos y que este “nosotros” es una compleja combinación de genética, personalidad y condiciones sociales.
Cuando le preguntaron al gran erudito catalán, el jesuita Miquel Batllori, si era feliz, respondió con un contundente “¿Piensas que soy idiota?”. Se atribuye a Freud la frase “Hay dos maneras de ser feliz en esta vida: una es hacerse el idiota; otra es serlo”. González Faus, responsable de teología de Cristianismo y Justicia, nos alerta frente a los nuevos mercaderes de la felicidad “que siempre nos ofrecen algún servicio que la promete sin necesidad de cambiar nada sustancial ni en nosotros ni en nuestras sociedades. Se trata de una muestra más de la fuerza expansiva del capitalismo de nuestro tiempo que nos ofrece las más diversas drogas, cirugías estéticas, manuales de autoayuda, consumos compulsivos, sexo libre y los más increíbles embobamientos, todo al servicio del nuevo fin de la vida: “sed felices”, comed perdices, alcanzad el máximo placer durante el máximo tiempo posible.
Pero ¿a qué venimos al mundo? ¿A ser felices de ese modo o a tener vidas que valgan la pena? González Faus nos pone sobre la mesa dos temas de reflexión y debate:
1.Si perseguimos la felicidad-placer como el objetivo prioritario de la vida, seguramente nos hemos puesto en el camino que lleva a la desgracia propia y a la de los que nos rodean. Que haya tantos persiguiendo hoy esta felicidad muestra sólo el desasosiego en que nos hemos instalado. Estamos en una variante de lo que los griegos llamaban “hybris” o fatua intemperancia, único pecado que no perdonan los dioses.
2.En esta vida sólo se puede aspirar a tener paz interior y con los demás y a una dosis de satisfacción sobria. A eso sí tenemos derecho y deber, y merece la pena comprometernos en las transformaciones internas y sociales necesarias para lograrlo. El placer siempre es tan maravilloso como efímero y en determinadas circunstancias puede ser degradante y hasta criminal. Si la vida fuera un perseguir placeres se convertiría en lo que la Biblia llama un “correr detrás del viento” que siembra la desesperanza y el sinsentido. O en un proyecto de acumulación de poder y riqueza, erigidos en sentido último de la vida, siempre bajo el temor de perderlos y que, para apaciguarlo, recurriremos a la codicia de acumular un poco más. Aristóteles y Maquiavelo consideraban que por esto mismo los muy ricos no deberían gobernar –aunque tenía que tratarse justamente su riqueza- como tampoco los muy pobres pues su miseria los hacía extremadamente corruptibles –aunque ello no exoneraba del deber de tratarlos con justicia-.
La vida, la evolución humana, siempre ha sido competición y cooperación. Nacemos con capacidades para ambas. Pero el capitalismo rampante, al desbordarse de la esfera estrictamente económica, está invadiendo todas las esferas de la vida con la lógica de la competición y dejando la cooperación bajo mínimos. Este proceso se corresponde con la ampliación de los mercados y el estrechamiento de la sociedad civil característicos de la última fase del capitalismo. La mercantilización de casi todas las esferas de la vida debilita la empatía con las emociones y necesidades de los demás.
Desde la familia y la escuela nos comparamos constantemente unos con otros. No aprendemos a apoyarnos, a colaborar, a cooperar. Y ello a pesar de que: (1) Ya sabemos que la manía de compararnos con los demás sólo es fruente de placer maligno para pocos y de frustración e inseguridad para los más, (2) que incluso para competir con fines positivos de innovación y creatividad es necesario desarrollar capacidades de cooperación o trabajo en equipo y (3) que la sociedad civil organizada es el mejor incentivo de las capacidades de cooperación, aunque sólo a condición de que las organizaciones civiles expresen una vida participativa y no sean sólo corporaciones de defensa de intereses particulares o de grandes burocracias no gubernamentales con meros cotizantes o donantes.
Este proceso de sustitución de la vida propiamente civil por la organización de los humanos en torno al consumo competitivo y compulsivo es una de las características más definitorias de nuestro tiempo cuya mejor expresión sería la sustitución de la plaza pública o el mercado municipal por el centro comercial privado como único espacio seguro de esparcimiento y encuentro, verdadero templo del más extendido culto de nuestro tiempo: la vida como sucesión de actos de consumo. ¿Cabe mayor profanación desde esta lógica que la conversión de las Navidades en las saturnales del consumo? Una de las vergüenzas de la lengua catalana es alojar un dicho miserable: “Per Nadal qui res no estrena res no val” (Por Navidad el que nada estrena nada vale).
¿Cabrá aberración mayor que sustituir la alegría del Nacimiento por la satisfacción del consumo? Si perseguir la felicidad como prioridad de la vida no tiene mucho sentido, no es menos cierto que una vida sin risas, sonrisas, cariño y alegría tampoco la tendrían. El nacimiento de los humanos es probablemente la mejor metáfora de la vida pues expresa a la vez supervivencia, dolor, esfuerzo, debilidad, esperanza, gozo y atención prolongada, obligada y amorosa. Uno de los más bellos mitos del cristianismo es precisamente la Navidad, el nacimiento del niño dios que, por serlo, sólo puede morir para resucitar. Cada nacimiento humano es a la vez un acto de reproducción y de renovación.
Hanna Arendt en su espléndido libro sobre “la condición humana” glorifica el nacimiento en tanto que representa la capacidad humana para empezar algo nuevo, para añadir algo propio al mundo: “los hombres aunque han de morir no han nacido para eso sino para comenzar”. Y aunque no comencemos de cero, ni podemos hacer tabla rasa de la historia, sí podemos y debemos innovar para adaptarnos a los entornos cambiantes y construir mejores condiciones de supervivencia. Hoy conocemos el profundo fundamento biológico que hay detrás de estas apreciaciones: los humanos morimos para que nazcan de nosotros seres distinto e irrepetibles más capaces de sobrevivir en los nuevos entornos.
Vivimos para sobrevivir más y mejor y para ello morimos. Aquí quizás se encuentre el mayor fundamento de la libertad humana y la mejor explicación de por qué todos los totalitarismos tienden a ahogarla declarándola su mayor enemigo. No soportan la individualidad, la dignidad y grandeza de la diferencia e irrepetibilidad de todo ser humano, al que pretenden someter al dictado de la tribu, la comunidad, la raza o una historia inventada que ya contendría todas las verdades y valores necesarios para la buena vida. Al negar la libertad personal, la capacidad de innovación y cambio, pretenden fijar la vida en la estructura de jerarquías, en el status quo cultural, moral y de poder existente.
Pero no estamos hablando de la libertad de los liberales sino de la libertad republicana. La libertad liberal es muy restringida y se acomoda perfectamente al ideal nefasto de una sociedad de consumidores. Los liberales más profundos (Hayek) definen la libertad como ausencia de coacción y los más leves como capacidad de elegir (se sobreentiende que en un mercado supuestamente libre). Pero los mercados no producen en función de las necesidades humanas sino de las demandas de aquellos que tienen capacidad de pago y esto, inevitablemente, deja infinidad de necesidades humanas insatisfechas. Este liberalismo diluye la individualidad en individualismo, tiende a aislarnos y a ensimismarnos en la esfera de lo personal y privado, nos mantiene quizás preparados e inteligentes pero anestesiados y sin la empatía básica con los que sufren. La única cooperación que reconoce es la del “team building” que se construye para competir mejor y ganar cada miembro mayor capacidad adquisitiva.
La libertad republicana se basa en otro concepto de la persona y de la vida. Requiere también la capacidad de elegir y la no sujeción a la coacción ni el dominio arbitrario de otros. Pero no se queda ahí pues esto no basta para impedir los totalitarismos, la manipulación consumista o los individualismos sin sentido. La libertad republicana no e mera capacidad de elección sino capacidad para trascender lo dado y empezar algo nuevo. Por eso Hanna Arendt nos propuso como diferencia específica de la condición humana la libre comunicación de proyectos plurales por parte de individuos y grupos en un espacio público donde el poder se divide entre gentes que se reconocen iguales y miembros de una polis con la que mantienen lazos de lealtad basados en la ley, la razón y los sentimientos. Es la vieja verdad republicana de que no existe vida plena si no se combina la vida privada, civil y pública.
Buscando el sentido
Lo primero que da sentido a nuestras vidas es sobrevivir. Así de sencillo. Casi todas las capacidades humanas construidas a lo largo de millones de años de evolución, incluido nuestro prodigioso cerebro, están orientadas a la supervivencia, siempre difícil, porque, bien mirado, cada ser vivo no deja de ser un milagro nadando a contracorriente en un Cosmos cuyas leyes físicas impulsan a la desestructuración y el frío (Mosterín). Vivir es contrarrestar esa fuerza, mantenernos en desequilibrio termodinámico a base de gastar energía. Nuestro metabolismo, nuestro sistema reproductor y la evolución por selección natural son nuestros trucos básicos al servicio de la vida. No vale a engañarse, biológicamente gana el que consigue mantenerse en desequilibrio con el Cosmos por más años y el que se reproduce más o mejor. La vida siempre es harto improbable. La muerte es el retorno a la temperatura ambiente, al equilibrio con la materia inerte y siempre resulta de lo más natural. Por eso, como dijo el yogui Berra “procura ir a los funerales de los demás porque, si no, los demás irán al tuyo”.
Mientras vivimos nos afanamos en llevar vidas que valgan la pena y a eso lo llamamos bienestar, bien vivir y hasta felicidad, palabras tan usadas como difíciles de definir. Pero hoy sabemos algunas cosas que permiten hablar de estos temas menos diletantemente. Por ejemplo, que estas sensaciones duraderas de estar bien en la vida refuerzan nuestro sistema inmunológico y ayudan a sobrevivir. También que dependen en gran parte de nuestro carácter que es consecuencia de nuestra dotación genética y de nuestra experiencia. La lotería de los genes aporta instrucciones sobre cómo nos comportaremos respecto a nuestro entorno, y no son las mismas todos. Estudios realizados con gemelos separados al nacer para ser criados por padres y en ambientes diferentes muestran que alcanzan niveles de felicidad muy parecidos a los de los gemelos criados juntos (Layard). Los genes están ahí. No determinan, pero sí predisponen o hacen más probables determinados comportamientos positivos o negativos que la experiencia puede siempre reforzar o contrarrestar. La investigación social y genética todavía tiene que depararnos muchas sorpresas. De momento ya está levantando una considerable polvareda sobre si el derecho humano ha de ser a la salud o a estar sano, es decir, a que se nos provea nuestro mapa genético y a que se modifiquen nuestras disposiciones genéticas “negativas”.
Sobrevivir parece ser la fuente última, el Santo Grial, la rama dorada capaz de dar sentido a la vida. En realidad buscamos la felicidad o como quiera llamársela para sobrevivir más y mejor. Si estamos bien con nosotros mismos y con los demás no sólo fortalecemos el sistema inmunológico sino que también reducimos los niveles de cortisol generadores de estrés. Ya hemos comprobado que los sentimientos positivos se corresponden con una mayor actividad eléctrica en la parte anterior izquierda del cerebro y que los sentimientos negativos lo hacen con la parte anterior derecha. El escaneado directo de lo que ocurre en nuestro cerebro muestra resultados similares. Tenemos experimentos más que suficientes que demuestran que las personas con sentimientos positivos viven más. El afán por sentirnos bien es el mecanismo que ha permitido la supervivencia y la expansión de la especia humana.
Otra ilusión a descartar es la creencia popular de que seremos felices si nos suceden cosas buenas. El efecto de lo bueno dura poco y nunca es capaz de modificar una estructura emocional orientada a los sentimientos negativos, a la derecha (del cerebro). Emocionalmente las cosas no son buenas o malas en sí. Depende de cómo nos las tomamos. Todos conocemos personas que se crecen en las dificultades y segregan motivos y ganas de vivir que contagian mientras que otras parecen guiñapos de aflicciones siempre quejándose de que el mundo no se dedica bastante a hacerles felices.
Antoni Puigverd relata un paseo con un amigo anciano que le contó que su esposa tenía Alzheimer y que apenas le reconocía ya. Pasaba una crisis, estaba hospitalizada y él la visitaba a diario, pero se sentía muy sólo sin ella y deseaba tenerla en casa. “Usted es un hombre muy valiente y generoso” le dijo Puigverd. El anciano le contestó: “Me decepciona usted. También mis hijos me hablan así. Como si cuidarla significara un esfuerzo para mí. Como si hubiera otra cosa que pudiera dar mayor sentido a mi vida. ¡No puede usted saber lo que disfruto cuando la veo sonreir. Por más que yo haga ahora por ella, nunca conseguiré darle ni una milésima parte de lo que ella me ha dado”.
De su experiencia en Auschwitz, Víctor Frankl sacó como lección que la crueldad o el infortunio nos lo pueden arrebatar todo menos la última de las libertades humanas: la elección de la actitud personal ante las circunstancias de la vida. Aunque los humanos hemos aprendido mucho de la naturaleza todavía nos queda mucho por aprender de nosotros mismos.
¿Quiere esto decir que la salud, el dinero o el amor son irrelevantes para la felicidad? No, sólo que no son determinantes. Por sí solos no producirán una vida con sentido sino una multiplicación de las oportunidades de placer sobre las que cabalgar sin bridas y sin estribos a la manera de todos los Maradonas, Ronaldos y Ronaldiños, juguetes rotos que un día tocaron la gloria para, carentes de sentido, desparramarla por los sumideros de los placeres más vulgares y degradantes. Es la vida con sentido la que es capaz de gestionar la salud, el dinero y el amor, entre otros, como fuentes y dimensiones del vivir bien.
Todos los experimentos y encuestas demuestran que sólo las enfermedades particularmente graves tienen un impacto negativo en las tasas de felicidad. Lo que más cuenta es la salud mental entendida como capacidad de producir sentimientos positivos. Mucha gente goza de buena salud y no es más feliz por ello. La gran mayoría de enfermos, en cambio, suele soportar con entereza sus problemas y hasta hay un buen número de tetrapléjicos que con el tiempo recuperan un estado emocional que les permite seguir en la lucha por la vida. Nada que ver con los hipocondriacos que se aferran a la miseria de su infelicidad aunque gocen de buena salud (Punset).
Entonces ¿será el dinero? La verdad es que una vez garantizado un salario de supervivencia resulta nada fácil hacer a la gente feliz. Las necesidades humanas son de lo más contingentes. Dependen de nuestras costumbres, de la educación, de nuestro carácter, de lo que tienen los otros, de la publicidad. ¿Cuándo se tiene bastante para ser feliz? Un anuncio de Lexus, la gama de lujo de Toyota, decía algo así como “si usted piensa que el dinero no da la felicidad es porque no ha aprendido a gastarlo”. Desde luego los ricos se sienten más felices que los pobres en todo el mundo. En Estados Unidos un 44% del 25% más rico se declara muy feliz mientras que sólo se declara así el 33% del 25% más pobre. Lo curioso es que aunque la renta de ambos extremos se ha más que duplicado en los últimos 50 años (todos pueden comprar ahora muchas más cosas) la tasa de felicidad no se ha elevado ni se ha modificado la desigualdad en la felicidad.
Lo inquietante de las sociedades occidentales es que las personas tienden a declararse más felices no cuando se hacen más ricas sino sólo cuando se hacen más ricas comparadas con otras. Los datos son interesantes: el aumento de la felicidad derivado del incremento de los ingresos es mayor cuanto más pobre se es y disminuye a ritmo constante a medida que se es más rico. Diversos estudios relevan que a partir de los 15.000 dólares de renta per cápita el crecimiento no tiene ningún impacto en la felicidad media de la gente. Cuando se pregunta qué ingresos se necesitan para sentirse bien los ricos siempre dicen que necesitan más que los pobres… Lo más inquietante es que la felicidad que la mayoría de la gente extrae del dinero no depende de sus ingresos absolutos sino de su posición relativa en su grupo de referencia. “Ser feliz es ganar cinco dólares más al año que tu cuñado” se dice por ahí. Y es que el dinero no sólo sirve para comprar cosas sino que se convierte en una de las medidas por las que valoramos a los demás y ¡ay de aquél que lo convierta en la medida de sí mismo!
Con el nivel de ingresos pasa algo similar a lo que sucede con las drogas. Una vez que tienes una experiencia necesitas tener más para mantener tu nivel de felicidad. Las personas propensas a compararse –que tienden a ser la mayoría para el éxito de una sociedad de consumo- sólo alcanzan la “bolicidad” o “bobicidad” cuando sus ingresos consiguen elevarse por encima de la media de su entorno. Por necio que todo esto parezca son las consecuencias de las vidas sin sentido que la publicidad poluciona en esta sociedad cada vez más líquida. El antídoto es más claro que fácil: fortalecer el carácter con una escala de valores propia, comprometernos en proyectos que combinen nuestro bienestar personal con el bien común sin caer por ello en la lucha abyecta por el poder.
También hay conclusiones positivas de orden político: cuando el dinero pasa de los ricos a los pobres la felicidad ganada por los pobres es mucho mayor que la felicidad perdida por los ricos, por lo que la felicidad promedia de la sociedad necesariamente aumentará. A mayor equidad de renta mayor felicidad en una sociedad. Los estudios disponibles lo demuestran claramente: los países más equitativos son también los más felices. Entonces ¿por qué…? Seguiremos.

Deja un comentario

Tu dirección de correo electrónico no será publicada. Los campos obligatorios están marcados con *