El buen gobierno de UNASUR comienza en casa

Hace pocos años que el BID lanzó un programa de “Bienes Públicos Regionales”, una expresión de la tecnocracia internacional, que designa a aquellos bienes públicos capaces de beneficiar a dos o más países dentro de una región bien delimitada. Por región se entiende un subsistema territorial del sistema global cuya base puede ser geológica, geográfica, política, cultural, geoclimática… sin que la contigüidad territorial sea condición necesaria ni suficiente (Sandler). El incombustible Jeffrey Sachs –a quien sus erróneos consejos no le han privado seguir oficiando de destacado intelectual orgánico en las burocracias internacionales más piadosas – se ha convertido en abogado de la provisión de este tipo de bienes: medio ambiente, salud pública, regulación y estabilización de mercados financieros, transporte, telecomunicaciones y transmisión de datos, redes de distribución de electricidad, estudios y extensión agraria, funciones policiales, investigación científica básica sobre problemas propios que no se encuentran en las agendas de los países avanzados… Bien, ¿pero cómo se consigue emprender y avanzar duraderamente sobre todo esto? El BID es una anémica fuerza movilizadora de las energías necesarias para ello. Para sacar fuerzas hay que acudir a las entrañas del latinoamericanismo.
La integración populista
En América Latina hay como dos tradiciones históricas de integración económica que llegan hasta hoy. Una es la expresada por los beneficiarios de las economías de enclave, internacionalmente integradas y más interesadas en general en el libre cambio que en la construcción del mercado interior. Otra es la representada por los movimientos populistas que siempre asociaron la consolidación de la nación propia a la construcción de la gran nación latinoamericana. La frase de Perón de que el siglo XXI nos encontrará o unidos o sometidos merece hoy ser recordada. Pero, ¿por qué los populismos fueron integracionistas? ¿Y por qué fracasaron en gran parte? ¿Por qué las integraciones económicas a la europea tantas veces ensayadas no han llegado ni a la mitad del camino?
Methol Ferré en un interesante ensayo titulado América del Sur: de los Estados-ciudad al Estado Continental Industrial indaga la generación de latinoamericanistas que, a principios del siglo XX comenzó a repensar la unidad continental. El uruguayo Rodó, el argentino Manuel Ugarte, el venezolano Rufino Blanco Bombona y el peruano Francisco García Calderón fueron los grandes dinamizadores de estos ideales, germen del latinoamericanismo y de la gran oleada nacional populista.
Víctor Raúl Haya de la Torre fue el primero que transformó todas estas elaboraciones intelectuales y movilizaciones estudiantiles en proyecto político. A él se debe la primera teorización de los débiles Estados latinoamericanos como “polis oligárquicas”, es decir, Estados-ciudades que controlaban amplios espacios agrarios, mineros, pecuarios y coexistían con amplísimas capas de excluidos. El populismo fue “una tradición política que interpela al pueblo, que rompe con los convencionalismos del establishment, que tiene la habilidad de usar múltiples ideologías, que eventualmente moviliza a las masas y que generalmente se organiza detrás del carisma de un caudillo”.
Los Estados y naciones oligárquicos en realidad no fueron tales. No acababan de controlar su territorio y dejaban a las grandes masas fuera de la identidad nacional, la representación política y la inclusión social. Las instituciones eran débiles y mayoritariamente informales; los mercados, muy fragmentados y altamente imperfectos; la industrialización, una asignatura pendiente… En estas condiciones la movilización popular no podía hacerse desde las ideologías, como pretendieron los inmigrantes europeos politizados, sino desde el proyecto político de una patria nueva: la promesa de una nación y un Estado que incluiría a las multitudes, que les daría identidad y relevancia pues necesitaba de su fuerza movilizadora. Eso fue lo que se propuso el nacional populismo latinoamericano en sus diversas variantes. Sus líderes ante todo fueron constructores nacionales. Su retórica fue antioligárquica y antiimperialista pero, en general, no fue anticapitalista.
La patria grande
Consideremos el caso de Perón quien en 1951 buscó la alianza Argentina-Brasil como núcleo básico de aglutinación, como el motor del camino hacia la “patria grande”, hacia la necesaria unidad de América del Sur. Pero no funcionó, como en general no funcionó la visión de las integraciones económicas como ampliaciones selectivas de mercados protegidos, característica de esta primera oleada de integraciones económicas. Las razones son claras.
La primera es que el populismo peronista, por su propia esencia, contribuyó a construir la nación pero sobre bases institucionales muy débiles. El caudillo autócrata llevó a cabo una política distributiva, social y de inclusión nacional e identitaria innegable, pero basada en el clientelismo, en la distribución de beneficios sociales a cambio de votos (la mano conmovedora de Evita extendida sentidamente a los descamisados no generaba derechos sociales garantizados por las instituciones del Estado más allá de Perón). El mercado interior se protegió para las empresas nacionales de acuerdo con criterios de lealtad política y por eso faltaron las instituciones y políticas que incentivaran la productividad y orientaran las nuevas exportaciones (a diferencia de lo que comenzaban a hacer los tigres asiáticos, mucho más fuertes institucionalmente). En otras palabras, el proyecto de poder personalizado del autócrata subordinó o ahogó el proyecto de nación institucionalizada capaz de sobrevivirle.
La segunda razón es menos evidente: se trata de constatar la imposibilidad de generar integraciones económicas efectivas entre países con instituciones estatales muy débiles. Cuando los Estados que se integran económicamente no han sido capaces de construir dentro de sus fronteras las instituciones de una verdadera economía basada en reglas abstractas que los actores económicos acatan y cumplen, resulta casi imposible que puedan construir un espacio supranacional basado en reglas que queden fuera de la manipulación arbitraria tanto de los Estados integrados como de sus respectivos actores económicos o sociales más influyentes. No hay integración duradera posible sin que las instituciones de integración sean capaces de resolver el problema de acción colectiva representado por el riesgo del comportamiento oportunista de alguno de los actores estratégicos. Este es el motivo básico por el que las integraciones regionales latinoamericanas (las primeras y las más recientes del “regionalismo abierto”) nunca han podido satisfacer las expectativas creadas. Los populismos generan una retórica de la integración, pero difícilmente pueden generar una integración económica eficaz, precisamente porque su viabilidad política resulta incompatible con el fortalecimiento de la institucionalidad económica y jurídica requerida por las economías eficientes. Frente a esta realidad, la retórica del comercio de los pueblos, aunque contiene valiosos elementos críticos a los TLC al uso, resulta poco más que una cortina de humo tras la que se adivinan pactos asimétricos de supervivencia política.
Pero hay esperanzas para UNASUR. La teoría política de las integraciones económicas releva que, más en situaciones de débil institucionalidad, la viabilidad de la integración requiere de un “hegemón” con fuerza suficiente para soportar los oportunismos de sus socios. Este hegemón hoy sin duda es Brasil, que es un Estado y una nación capaz de sobrevivir a Lula en su impulso de la integración latinoamericana y de alcanzar una voz propia en la reordenación global. Como Chile seguirá siendo Chile sin la presidenta Bachelet. Como el alba no será nada si Chávez resbala, Dios no lo quiera. La gran lección es clara: si quieres instituciones latinoamericanas capaces de alojar la “patria grande”, aplícate a fortalecer las instituciones de tu país. Claro que siempre te quedará la excusa de invocar la alianza del mal entre el imperialismo y sus lacayos oligárquicos que, no porque exista en alguna medida, deja de ser una excusa de la pereza o estulticia intelectual y política. El buen gobierno de UNASUR comienza en casa.

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