Ética para el Buen Oficio Político

Joan Prats
Académico y Consultor Internacional
Este texto es una reelaboración de la conferencia pronunciada por Joan Prats en el Encuentro Internacional  “Las Dimensiones Éticas del Desarrollo. Los Nuevos Desafíos Éticos del Estado, la Empresa y la Sociedad Civil”, que tuvo lugar en Belo Horizonte, Minas Gerais, Brasil, 3 y 4 de julio de 2003, con el apoyo de la iniciativa “Ética y Desarrollo” del BID bajo la dirección de Bernardo Kliksberg
Dedicado a Luis Ossio Sanjinés por su inspiración y ejemplo
Presentación
El argumento que vamos a desarrollar puede plantearse del modo siguiente: (1) América Latina no puede renunciar al desarrollo; (2) el desarrollo no se conseguirá sin la política: necesitamos buenas políticas que produzcan buen desarrollo; (3) Actualmente tenemos un déficit de buenas políticas y un superávit de malas políticas; (4) las malas políticas no se corrigen con la ética sino con las buenas políticas[1]; (5) entonces ¿para qué sirve la ética? ¿Qué puede aportar la ética a las buenas políticas? ¿Qué ética política es necesaria para el buen desarrollo?
Vamos a dar por supuesto que el desarrollo sigue siendo un objetivo irrenunciable para América Latina. No consideraremos, pues, el pensamiento alternativo que propone el abandono de la idea de desarrollo como horizonte de progreso. Sin embargo, el concepto que adoptaremos del desarrollo no es el concepto utilitarista todavía dominante sino el elaborado por Amartya Sen y popularizado por el PNUD como “desarrollo humano sostenible”[2]. Como se sabe, la propuesta seniana es relevante tanto para los países en desarrollo como desarrollados.
Tampoco vamos a insistir excesivamente en la importancia trascendental que la política tiene para el desarrollo. Estamos ya lejos de las ilusiones tecnocráticas que dominaron por tanto tiempo el pensamiento y la práctica del desarrollo. El Presidente Lula recordaba enfáticamente esta mañana que el desarrollo precisa de buena política y de buenos políticos. Desde el descubrimiento de la importancia que las instituciones tienen para el desarrollo y del hecho de que aunque los cambios institucionales no se originen siempre en la política necesitan de ella para su consolidación e inserción en el marco institucional general, ya nadie niega la importancia que las buenas o las malas políticas tienen para el desarrollo. En el Anexo 1 de este trabajo exponemos cómo el reconocimiento de la naturaleza y necesidad de la reforma institucional conducen al reconocimiento de la necesidad, a la revalorización y a la exigencia de reforma de la política.
La Mala Gobernabilidad es la Matriz de la Brecha de Desarrollo de América Latina
El desarrollo de América Latina no anda bien. Entre 1975 y 2000 el PIB per cápita de América Latina creció al 0’7% mientras que en los países de la OCDE lo hizo al 2% anual. Se sigue ampliando una brecha con los países ricos, originada al menos desde mediados del siglo XVIII y que hoy, a principios del siglo XXI, se ha hecho estructural. Los datos sociales no son alentadores. Según los datos de la CEPAL, en 1980 teníamos en América Latina 135’9 millones de pobres y 62’4 millones de indigentes que representaban el 40’5% y el 18’6% respectivamente de la población total. En 1999 los pobres habían aumentado a 211’4 millones, el 43’8%, y los indigentes a 89’4 millones, el 18’5% de la población total. Por lo demás, como es bien sabido, América Latina sigue siendo el continente de la desigualdad, que se ha hecho tan estructural como la brecha del crecimiento. Desde luego, es siempre necesario advertir que hablar de América Latina es una licencia intelectual, dada la diversidad de situaciones nacionales, regionales y hasta locales. Ello, no obstante, las reflexiones que siguen pretenden ser un marco de referencia de relevancia general para la región.
La hipótesis que inspira este trabajo y que se encuentra cada vez mejor fundamentada es que la razón de ser profunda de esta ampliación estructural de la brecha de desarrollo se encuentra en la mala gobernabilidad general que registra la región. Por gobernabilidad entendemos aquí las reglas y procedimientos (instituciones) a través de las cuales los actores estratégicos de un determinado sistema social (organizaciones) resuelven los conflictos y toman decisiones de autoridad. Obvio resulta decir que las instituciones pueden ser formales e informales, que los actores estratégicos pueden ser gubernamentales o no gubernamentales, nacionales o internacionales, que los conflictos pueden ser declarados o latentes y hasta ocultos, y que la toma de decisiones comprende tanto las adoptadas en las instituciones formales como las negociadas informalmente[3]. En el Anexo 2 de este trabajo incluimos una exposición de buena parte de la investigación empírica existente sobre las relaciones entre instituciones y desarrollo[4].
Los datos de que disponemos sobre la evolución de la gobernabilidad tampoco son muy alentadores. Es cierto que en comparación con el pasado hay progresos que vale la pena registrar. De los 11 Presidentes que en los últimos 20 años tuvieron que abandonar sus cargos antes de finalizar el mandato, todos lo hicieron por métodos constitucionales, lo que sin duda constituye una muy buena noticia para la región. El indicador de estabilidad política ha mejorado sin duda, aunque no en todos los países y, en general, se encuentre a considerable distancia de los países desarrollados. Los indicadores de desarrollo democrático dieron un gran salto adelante con las transiciones del autoritarismo a las democracias, pero se estancaron pronto y en algunos casos han retrocedido. Los indicadores de libertades civiles se están deteriorando en bastantes países. El Estado de Derecho no avanza y hasta retrocede en algunos casos. Sucede lo mismo con los indicadores de corrupción y eficacia del gobierno. El indicador de calidad regulatoria se ha movido positivamente por lo general. Pero la confianza en las instituciones políticas y legales y la confianza interpersonal han caído llamativamente[5].
Todo lo anterior apunta a la vigencia en la región de unas democracias y una ciudadanía todavía de muy baja intensidad. En general las democracias vigentes flotan sobre una profunda desigualdad y a veces diversidad étnica y cultural, sobre mercados muy imperfectos y fragmentados desigual y problemáticamente integrados en los mercados globales, sobre culturas civiles y políticas con poco fundamento democrático y plagadas de “demócratas por defecto”. Todo esto no es ninguna idiosincrasia latinoamericana. Responde a razones históricas profundas y se halla condicionado por una geopolítica y un tipo de inserción económica internacional que no pueden ignorarse.
La consecuencias se ven en los bajos niveles de cultura de la legalidad, en la supervivencia del clientelismo (que consigue en muchos casos hacer del voto no el ejercicio de una libertad sino la transacción de un activo), el corporativismo, la patrimonialización, la connivencia ilegítima entre negocios y política… Todo lo cual delata una estructura institucional informal (las verdaderas reglas del juego) rodeada de una gran opacidad, poco conocida sino por sus operadores, que subvierte las reglas democráticas formales y explica por qué el poder conquistado electoralmente queda muchas veces en manos de coaliciones (políticas, económicas, mediáticas, sindicales, incluyendo actores internacionales) que impiden el diagnóstico, la visión, las políticas y los liderazgos necesarios para emprender el desarrollo humano sostenible[6].
El cuadro trazado es sombrío. No sería justo no completarlo con las luces que sin duda existen. Principalmente a nivel local y estadal, y ahora quizás también en Brasil y Argentina a nivel federal por la esperanza que despiertan el liderazgo de los Presidentes Lula y Kirchner. América Latina es de hecho un gran laboratorio de experiencias empresariales, sociales, culturales y políticas, de esfuerzos generosos y voluntarios que están alumbrando nuevos entendimientos del desarrollo y del rol que para su producción juegan la sociedad civil, las empresas y los gobiernos en sus diferentes niveles. Todos estos movimientos tratan de ser capturados por la vieja política, pero desde su autonomía pueden convertirse en actores relevantes del cambio cultural e institucional que el desarrollo demanda. Lo que está pendiente es la elaboración intelectual y práctica de proyectos políticos capaces de articular y multiplicar estos esfuerzos impactando de modo general la cultura, las políticas y los comportamientos empresariales.
Ética y Oficio Político
Ya estamos lejos de los encantamientos tecnocráticos. La política importa para el desarrollo y mucho. La vieja aproximación tecnocrática al desarrollo se basó en el supuesto infundado de que la ciencia y la técnica tenían las soluciones a los problemas de desarrollo y que la aplicación efectiva de estas soluciones era sólo cuestión de “voluntad política”. Hoy sabemos que la ciencia y la técnica representan aproximaciones tan importantes como limitadas al desarrollo, que a partir de ellas es necesario realizar opciones políticas y que esas opciones no son el simple correlato de la voluntad. Ni la ciencia comprende todas las razones disponibles ni la voluntad política se produce en el vacío. Contrariamente, las opciones políticas se dan siempre dentro de un marco institucional determinado que expresa un equilibrio de fuerzas y de preferencias así como de potenciales conflictos entre actores estratégicos. Pero la decisión política nunca está totalmente predeterminada, siempre es hasta cierto punto fruto de la libertad y la responsabilidad. De ahí la importancia de la ética de los decisores. Por eso, como enseñara Popper en su crítica del determinismo historicista, tenemos responsabilidad moral por la historia. Por eso el juicio técnico y experto que tan necesarios resultan no pueden nunca imponerse ni sustituir al juicio político. El Consenso de Washington representó –esperemos- la última ilusión tecnocrática en materia de desarrollo. A nuestro modo de ver sus críticos no han enfatizado suficientemente este aspecto:
No podemos seguir suponiendo que las políticas económicas son realizadas por un una autoridad democrática o por un dictador benevolente, omnisciente y omnipotente como sucede cuando adoptamos una visión normativa de la política económica y achacamos sus problemas de implementación a la famosa “falta de capacidad técnica o de voluntad política”.
Cuando reconocemos que toda propuesta de reforma es sólo el comienzo de un proceso que es político en todos sus estadios (legislación e implementación, incluido la opción por un tipo y otro de agencia administrativa y de su forma de operación) podemos aproximarnos más fecundamente a la realidad. Desde una perspectiva positiva, la política económica aparece como un juego dinámico, cuyas condiciones son inciertas y cambiantes y cuyas reglas son construidas al menos parcialmente por los participantes a medida que el juego avanza. Cada participante tratará de manipular la operación subsiguiente del juego para obtener el resultado que mejor se ajuste a sus intereses[7]. Si se adopta esta sencilla perspectiva las instituciones pasan a cobrar un rol determinante para el entendimiento de la formulación y aplicación de las políticas.
Los supuestos intelectuales del Consenso de Washington habían seguido fieles al racionalismo instrumental que acompañó la teoría y práctica del desarrollo desde sus inicios. Se trataba de empaquetar conforme a la mejor teoría económica prevalente en el momento un mix de políticas de pretendido valor universal implantables urbi et orbe por autoridades dotadas de la suficiente voluntad política, gracias a la represión si fuera necesario, y de la suficiente ciencia, gracias a los consultores internacionales “golondrinos” aportados por las agencias internacionales. Nuevamente la fe ciega en la ciencia, unida a la idea de progreso a la occidental como valor universal y a la falta de conciencia de los propios límites intelectuales y de acción colectivo iban a producir resultados calamitosos[8].
No habrá desarrollo humano sin buena política. Pero la mala política no se corrige con la ética sino con la buena política. Entonces ¿Para qué nos sirve la ética? ¿Necesita la política de la ética? ¿Qué clase de ética demanda la buena política? En materia de ética tendremos que ser tan específicos como en cualquier otra cosa importante si queremos superar el estadio de meros agitadores morales en el mejor de los casos o el de cobertura pseudoética de malas prácticas empresariales y políticas en el peor (no puedo olvidar que quien ganó en España un doctorado honoris causa por haber financiado la introducción de la ética empresarial se halla en prisión por haber protagonizado uno de los mayores fraudes financieros así como una muy grave conspiración política).
No corresponde ahora exponer lo que entendemos por ética. Sin embargo, como creemos que para el debate de ética y política resulta fundamental tener una idea clara y precisa sobre el origen y fundamento de los juicios éticos, en el Anexo 3 de este trabajo explicitamos nuestro entendimiento de este tema clave.
Más allá del núcleo ético compartido que todos necesitamos como ciudadanos, cada función social específica plantea requerimientos éticos específicos. No es la misma ética la que necesitamos como políticos, empresarios, profesores, trabajadores, padres, religiosos, etc. No bastan altos niveles éticos generales para producir buenos políticos. ¿Se imaginan ustedes el Brasil gobernado por los mejores Santos de la Corte Celestial? ¿Se imaginan a los Santos gobernando las empresas?  Todos piensan espontáneamente que sería una gran catástrofe. Pero quizás sí se los imaginan creando ONGs hasta transnacionales siguiendo el ejemplo que va de Ignacio de Loyola a Teresa de Calcuta pasando por el polémico Escribá de Balaguer. Pero tendrán que reconocer que en todos estos casos, sin perjuicio del ímpetu ético y –para los creyentes- hasta divino, los personajes citados reunían ingentes dosis de lo que hoy llamamos liderazgo y capacidad de emprender. Sin duda hoy hay muchos santos anónimos que empujan ONGs, pero ninguno puede prescindir de enviar a su gente a seguir los cursos de liderazgo y gestión de entidades no lucrativas.
Para encontrar la ética específica que requiere la buena política es necesario reconocer la política como un oficio, como una función socialmente necesaria, quizás la más importante y difícil de todas. Es necesario salir del menosprecio estúpido (los griegos consideraban “estúpido” al que se ausenta de los intereses de la ciudad, no se interesa y no participa en la polis) de la política para repolitizar la sociedad, reencantarla y poder así reinventar y reformar la política, es decir, superar las malas políticas que hoy bloquean el desarrollo e ir instalando las buenas políticas que el desarrollo humano requiere. Hay que redescubrir el oficio de la política en la línea iniciada por los grandes pensadores republicanos[9].
Obviamente, en democracia, desde el axioma fundamental de la igualdad en la participación política, se trata de un oficio abierto a todos, sin que quepa su reserva a los guardianes o tutores que desde Platón han tratado de “liberar” a las democracias de sus imperfecciones. Pero la apertura del oficio al conjunto de la ciudadanía no priva a ésta de reconocer y desarrollar las capacidades necesarias para su buen desempeño. El cultivo de las virtudes públicas sobre las que siempre insistió la tradición republicana tiende precisamente a ello.
En todo caso, hay que tener presente que el oficio requerido para hacer la mala política es muy diferente al oficio requerido para la buena política. Las éticas de uno y otro también han de ser muy diferentes. ¿Qué hace el mal político? Niega y desconoce la realidad, la falsea, presenta falsas imágenes que producen falsas ilusiones, temores y esperanzas, manipula (son los vendedores acríticos del Consenso de Washington, los que proclamaron ya somos una democracia, una economía del mercado, un estado social, una administración por resultados superadora de la burocracia weberiana…). Estos políticos son grandes conservadores del estatus quo cultural, político, económico y ético. Producen desarrollo aprovechando una coyuntura positiva de orden internacional; pero se trata de un desarrollo volátil y de pobre calidad distributiva. No transforman los patrones de gobernabilidad: son hábiles operadores de partidos caudillistas, fragmentados y de baja institucionalización; se saben manejar en las alcantarillas del financiamiento político, manejan las redes clientelares electorales, asignan los empleos públicos en una administración patrimonializada, gestionan mayorías parlamentarias ocasionales y transan con los votos de los legisladores, intermedian con el sector privado la producción de leyes y reglamentos, las adjudicaciones en licitaciones públicas o en las privatizaciones, negocian la concesión de beneficios y exenciones….
Cuando este tipo de oficio prevalece en la política estamos ante la mala gobernabilidad que bloquea el desarrollo. Es éste tipo de política la que justamente merece el repudio cívico y el desprestigio hoy generalizado de la política. Pero repárese que para hacer bien todo esto hace falta una ética: la que se corresponde con las instituciones informales en las que opera hábilmente el mal político. En efecto, el mal político para cumplir bien con su oficio ha de ser confiable. Ha de cumplir sus contratos. Ha de ser hombre de palabra. Y ha de ser capaz de hacerse respetar cuando los otros no cumplan la suya. Ha de ser respetable, respetado y temido por todos aquellos con los que contrata en la opacidad de las instituciones informales. Obviamente, este mal político puede ser una buena persona, un buen padre, marido, amigo, socio… incluso crear fundaciones y cátedras para la ética política. En el mejor de los casos aportará a la sociedad estabilidad política, cohesión con desigualdad, pero será incapaz de producir las transformaciones que requiere la conquista de la verdadera democracia y el desarrollo humano.
¿Qué es lo que hacen los buenos políticos que en parte tenemos y que masivamente necesitamos? Primeramente son grandes patriotas, pero patriotas que no sólo aman al país que fue y es sino también al que puede y debe ser; no se engañan ni engañan con la realidad, pero no renuncian a un ideal, tienen un proyecto, una estrategia, forman equipos y tratan de proyectar su acción en el tiempo creando partidos institucionalizados. En segundo lugar desarrollan lo que Berlin llamó el buen juicio político tan diferente del juicio científico o experto: captan las anomalías, las amenazas y oportunidades, soportan la presión, crean sistemas de información, proponen metas creíbles y movilizadoras, crean conceptos e imágenes, superan bloqueos que previamente parecían insuperables, gestionan conflictos, negocian, construyen coaliciones, saben lo que en cada momento corresponde hacer y en base a ello renuncian a involucrarse en muchas cosas importantes pero inoportunas… Para hacer todo esto tienen que contar o pactar con quienes manejan la mala política, pero lo hacen poniéndolos al servicio de la transformación de la propia política y no dejándose atrapar en su lógica conservadora. Transformando al país, no sólo lo hacen crecer, sino que dejan mejores instituciones, mejores prácticas políticas, mejores valores, actitudes y capacidades. Transformando la política se transforman a sí mismos y a la sociedad. ¿O es que alguien cree que podremos alguna vez ser desarrollados y seguir siendo como somos, por ejemplo, en materia de relaciones de género?
Lo que importa para pensar y dirigir las acciones de desarrollo apropiadas a cada situación es la comprensión de la situación en su singularidad, de los hombres, acontecimientos y peligros particulares, de las esperanzas y los miedos concretos que intervienen activamente en un determinado momento y lugar. Damos confianza a determinadas personas no por sus calidades intelectuales sino porque les atribuimos buen ojo, sentido y olfato político, porque creemos que no nos defraudarán cuando vengan los momentos de tensión y conflicto, porque confiamos en su sentido de ponderación y equilibrio necesarios para mantener las coaliciones necesarias y no generar antagonismos innecesarios. El don intelectual que poseen estos individuos es una capacidad para integrar una amalgama de datos constantemente cambiantes, multicolores, evanescentes, solapándose perpetuamente… en un esquema único y verlos como síntomas de posibilidades pasadas y futuras. Su compromiso no es diseccionar, correlacionar datos y formular teorías, sino sentir y vivir los datos, discernir lo que es importante del resto, y determinar lo importante en función de las oportunidades que determinados datos revelan… Es un sentido acerca de lo cualitativo más que de lo cuantitativo, de lo específico y singular más que de lo general; es una especie de conocimiento directo, distinto a una capacidad para la descripción, el cálculo o la inferencia; es lo que se llama variadamente sabiduría natural, comprensión imaginativa, penetración, capacidad de percepción, y, más engañosamente, intuición, como opuestas a las virtudes marcadamente diferentes –admirables como son- del conocimiento o saber teórico, la erudición, las capacidades de razonamiento y generalización, el genio intelectual… “No creemos que estas capacidades o sabidurías prácticas puedan ser propiamente enseñadas” (Berlin, Isaiah (1998), El Sentido de la Realidad, Taurus, Madrid, 120-121)
Ética para el Buen Oficio Político
Fácilmente comprenderemos que la ética necesaria para este oficio es muy exigente. Los dilemas éticos que enfrenta el buen político son permanentes. En casi todas las decisiones importantes hay más de un bien ético en juego y la información sobre los costes y beneficios de toda decisión nunca es suficientemente precisa (a veces ni si quiera está claro lo que conviene ya no al país sino al político que decide). Desde luego siempre hay un límite por debajo del cual las decisiones son éticamente reprobables, pero los contornos son borrosos (¿dónde termina la política industrial razonable y comienza la concesión a las empresas poderosas de privilegios que deteriorarán la institucionalidad propia del mercado eficiente?). En general, en contextos decisionales específicos, casi nunca se impone una sola solución como la única éticamente correcta. La grandeza de la política reside en que, una vez rechazadas las decisiones abiertamente contrarias a los intereses generales, hay que optar entre bienes públicos igualmente valiosos. En estas decisiones se mezclan conocimiento, razón, sensibilidad, valores, cálculos, azar… Es el momento egregio de la política que no puede ser sustituido por ningún manual o consultor. Es también el momento de la libertad y la vida en toda su plenitud. Son los momentos en que hacemos historia[10].
Seguidamente nos vamos a permitir la audacia de establecer una serie de principios éticos que deben ser considerados en el oficio de buen político. Aunque esta exposición no tiene en absoluto valor de conocimiento académico, tampoco es una mera ocurrencia. Además de reflejar la reflexión sobre la propia experiencia, se apoya en algo más objetivado: la convicción de que los buenos políticos son los que mejoran constante y decididamente la gobernabilidad del país, su sistema institucional en sentido amplio, al que consideran el mejor activo para lograr el desarrollo humano sostenible.
Los buenos políticos son hombres y mujeres prácticos. Tras un discurso como éste tenderán siempre a preguntar. Bueno, ¿y qué puedo hacer yo para que la ética fortalezca el buen desempeño de mi oficio? Como además son inteligentes y vivos, si se les ofrece un manual lo rechazarán, pero seguirán inquiriendo ¿existen algunos principios o guías que me ayuden a ver mejor las exigencias de mi oficio y a cultivar el desarrollo personal necesario? El oficio de buen político no se aprende en una maestría. Las maestrías enseñan a gestionar y a administrar. Los buenos políticos siempre son líderes y emprendedores, hacen historia. Ellos no nacen, se hacen a sí mismos por la determinación de ponerse al frente y hacer una diferencia positiva. En el bien entendido que, como decía Peter Drucker, sólo es líder el que tiene seguidores. Los buenos políticos se esfuerzan siempre, como los grandes artistas y todos los creadores. Nunca se puede decir ya domino plenamente el oficio, como nunca se puede decir, por ejemplo, que el violín o la guitarra ya no tienen secretos para mí. Los buenos políticos mueren aprendiendo y para aprender practican permanentemente las disciplinas[11] que les ayudan a dominar su oficio. Para ello necesitan guías o principios éticos y ahí van unos cuantos:
1. Subjetivamente se esfuerzan por el autoconocimiento y el autodominio. Sin ello es imposible la autenticidad, la integredad. Sin ello no se logra inspirar confianza ni se consigue la buena comunicación. Comunicar no es hablar bien, ni siquiera expresar buenas cosas, sino conseguir la atención y el respeto de las audiencias, lo que se hace imposible si la audiencia no percibe autenticidad en los mensajes, es decir, si no reconoce una coherencia básica entre el mensaje y la trayectoria de vida. ¿Conozco mis motivaciones y ambiciones últimas? ¿Tengo una medida adecuada de mis capacidades? ¿Soy capaz de reconocer y resistir las peores tentaciones del poder? ¿Sé encontrar los espacios de recogimiento en los que me pregunto permanentemente quién soy, qué pretendo, para qué estoy en este mundo? ¿Conozco mis modelos mentales? ¿Soy capaz de comprender los modelos mentales de mis interlocutores y adversarios sin dejar de ser fiel a mis propósitos? ¿Soy capaz de resistir al oportunismo del cambio? ¿Soy capaz de cambiar cuando resulta necesario?
Cuando integramos en nuestra vida la disciplina del dominio personal asumimos dos compromisos permanentes. Por un lado, clarificamos continuamente lo que es importante para nosotros. Por otro, aprendemos a ver con mayor claridad la realidad. Esta yuxtaposición entre visión (lo que estamos determinados a ser) y una clara imagen de la realidad actual (dónde estamos en relación a lo que queremos) genera la que denominamos “tensión creativa”. La esencia del dominio personal consiste en aprender a generar y sostener la tensión creativa en nuestras vidas.
Las gentes con alto nivel de dominio personal comparten varias características. Tienen un sentido especial del propósito que subyace a sus visiones y metas. Para esas personas, una visión es una vocación y no sólo una buena idea. Ven la “realidad actual” como una aliado, no como un enemigo. Han aprendido a percibir las fuerzas del cambio y a trabajar con ellas en vez de resistirlas. Son profundamente inquisitivas, y desean ver la realidad con creciente precisión. Se sienten conectadas con otras personas y con la vida misma. Sin embargo, no sacrifican su singularidad. Se sienten parte de un proceso creativo más amplio, en el cual pueden influir sin controlarlo unilateralmente.
Las gentes con alto dominio personal “nunca llegan”. El dominio personal no es algo que se posee. Es un proceso. Es una disciplina que dura toda la vida. Las gentes con alto nivel de dominio personal son muy conscientes de su ignorancia, su incompetencia, sus zonas de crecimiento. Y sienten una profunda confianza en sí mismas. ¿Una paradoja? Sólo para quienes no entienden que “la recompensa es el viaje”.
La tensión creativa constituye el principio central del dominio personal, e integra todos los elementos de la disciplina. Es la fuerza que entra en juego cuando reconocemos una visión personal que está reñida con la realidad actual. El dominio de la tensión creativa genera capacidad para la perseverancia y la paciencia. Transforma también el modo en que enfocamos el fracaso. Éste es simplemente una oportunidad para aprender. No testimonia nuestra falta de valía ni nuestra impotencia. Las sociedades abiertas a la innovación y el progreso no ven mal el fracaso: todos los emprendedores esforzados y de talento tendrán que experimentarlo para seguir avanzando.(Textos elaborados a partir de Peter Senge, La Quinta Disciplina, Ed. Granica, Barcelona, 1992).
Quizás se encuentre también alguna luz en los versos de un poco conocido poeta catalán que me decido a traducir:
Comienza preguntándote quién eres
las respuestas serán tu autenticidad
inspirarás confianza, tendrás integridad
serás de una pieza
porque si no, ¿quién habría de seguirte
si caminas perdido?
Siempre sabrás tu lugar
tendrás propósitos y metas
a los que te mantendrás fiel
sin distraerte
porque ya conoces el dicho
“si quieres vencerlos, distráelos”.
Quiérete, cree en ti mismo
no precisas agradarte
pero rompe el ensimismamiento
mírate desde tu propósito
que es el dueño que te mira
ante el que responderás
pues cuando no hay a quien responder
llegan los problemas.
Quiérete desde la sencillez de la verdad
El arrogante se miente
su confianza insulta.
Nunca te engañes pues todo se torcerá
pero háblate positivamente
con palabras amorosas, poderosas y confiadas
la clave de tu autodominio es tu conocimiento
y el quererte sin arrogancia.
Cree en ti mismo y mantente firme,
de una pieza
no valen las ambivalencias
sobre lo que somos o hemos de hacer.
Escucha mucho
Dios te dio dos orejas y una boca
pero cuando tengas la decisión correcta
que nada y que nadie te hagan claudicar
porque tu amo no te lo perdonaría.
Si no te conoces, si no te quieres
si no crees 100 por 100 en ti mismo
sin arrogancia
¿cómo serás esa fuerza que orienta y empuja?
Cuando ya sepas lo que hay que hacer
no demores, hazlo
por el camino más sabio
sin que la prudencia te haga traidor.
Todo el mundo se merece un sueño
pero todo sueño ha de tener un plan
no vale encantarse
manos a la obra.
(Naoj Starp, Poemas a los Principes Republicanos, manuscrito inédito cedido por el autor, Barcelona, 1996).
2. Los buenos políticos tienen un compromiso con la realidad que pretenden transformar. Buscan el conocimiento y la información necesarias no sólo para operar en la realidad sino para transformarla. Para ello generan sistemas de información y de conocimiento, construyen equipos, establecen “sensores” y sistemas de alerta. Saben que no pueden saberlo todo, pero que es imperdonable cometer errores por no contar con la información necesaria y disponible. Pero el tipo de información y conocimiento que precisan es diferente de la información y el conocimiento que construye la ciencia y la técnica. Éstos producen conocimiento codificado, fácilmente comunicable, dotado de gran valor objetivo en tanto no se halle falsado. Es loco ir contra el conocimiento científicamente bien establecido. Por eso el buen político se rodea de asesores que están al día y, por ejemplo, superan viejos esquemas ideológicos e interiorizan las lecciones aprendidas por la comunidad internacional en materia de desarrollo. El compromiso con la realidad es compatible y se refuerza con la firmeza de los valores y los principios, pero es incompatible con el apego dogmático a esquemas ideológicos periclitados. El buen político no desarma la ideología para caer en el pragmatismo más oportunista; contrariamente afirma valores y principios, desarrolla nuevos conceptos, imágenes y eslóganes movilizadotes y con todo ello adapta viejas y respetables ideologías a las nuevas realidades.
El tipo de información y de conocimiento que precisa el buen político es muy diferente del conocimiento científico y experto: necesita conocer los desafíos, las oportunidades y amenazas, los actores estratégicos, sus ambiciones y sus miedos, sus estrategias, necesita conocer muy bien los conflictos actuales y potenciales, los recursos y alianzas que puede movilizar, su consistencia y durabilidad… necesita, en definitiva, crear los sistemas de información y conocimiento precisos para formular y desarrollar buenas estrategias de cambio. Para ello tiene que desarrollar una capacidad de pensamiento sistémico y estratégico, de reflexión y de indagación, tienen que ser capaces de comprender el sistema y de ver sus anomalías y desarmonías, pues ellas son siempre las que apuntan a la necesidad y la posibilidad de cambios.
El mero operador político conoce personas y hechos, gestiona conflictos y compra ambiciones, pero no tiene rumbo. Pone su conocimiento como máximo al servicio de las próximas elecciones. No sabría ponerlo al servicio de las próximas generaciones, porque no tiene visión, no tiene metas y propósitos de cambio. Su pasión por el poder se agota en sí misma. Para él el poder no es instrumental para el desarrollo humano. El buen político ve y va más allá, es capaz de ver procesos lentos y graduales, sabe aminorar el ritmo frenético para prestar atención no sólo a lo evidente sino a lo sutil. Busca más allá de los errores individuales o la mala suerte para comprender los problemas importantes. Trata de descubrir las estructuras sistémicas que modelan los actos individuales y posibilitan los acontecimientos. Sabe que esas estructuras que se trata de cambiar no son exteriores pues son las propias instituciones en las que él opera y a las que pertenece. Sabe que lo fundamental es comprender cómo su posición interactúa con el sistema institucional real. Pero a medida que comprende mejor las estructuras que condicionan su conducta ve con más claridad su poder para adoptar las políticas capaces de modificar las estructuras y las conductas. Sabe que todos formamos parte del sistema que se trata de reformar. Para él no hay nada externo y por eso comprende mejor que nadie la sabiduría de la vieja expresión “hemos descubierto al enemigo: somos nosotros”.
3. Los buenos políticos se orientan siempre a elevar la gobernabilidad, la institucionalidad existente. Cuando los políticos hacen algo notable pero no lo dejan institucionalizado, la supervivencia del progreso logrado es problemática. Suele desaparecer con su creador, que no habrá sido un buen político al no lograr su institucionalización, al hacer depender de su persona el progreso, al no haber elevado la gobernabilidad. Oí decir una vez a un interlocutor anónimo que “los únicos cadillos que valen son los que acaban haciéndose prescindibles creando buenas instituciones”. Esta frase expresa el concepto que Maquiavelo tenía del buen Príncipe, que es el que fija en buenas instituciones el futuro progreso de la República. La idea la remachó magistralmente Napoleón afirmando que “los hombres, por grandes que sean, no pueden fijar la historia. Sólo las instituciones pueden hacerlo”.
Esta sabiduría histórica se corresponde con resultados muy recientes y reveladores en el ámbito de las relaciones entre gobernabilidad y desarrollo. En particular los trabajos de Kaufmann y su equipo[12] desafían la creencia convencional de que la producción de crecimiento acarreará inevitablemente mejoras en la gobernabilidad. Contrariamente, sus trabajos revelan que mientras existe una relación causal y a largo plazo entre buena gobernabilidad y crecimiento duradero y de calidad, la causalidad no funciona en sentido inverso. Lo que ratifica que la gobernabilidad no es un bien de lujo, sino un bien público que es necesario cultivar en todos los estadios del desarrollo.
El buen político sabe que la gobernabiliad exigida por el desarrollo humano es la gobernabilidad democrática. Sabe también que la democracia es un sistema exigente que no debe confundirse con las meras aperturas electorales, las pseudo-democracias, semidemocracias, las democracias delegativas u otras expresiones descriptivas de las formas más o menos imperfectas de democracia de que disponemos en la región. El buen político sabe que la democracia es un proceso complejo y de fin abierto, en el que se experimentan avances y retrocesos. Sabe que la calidad democrática depende de un criterio fundamental: el grado de igualdad política efectiva que el sistema político permite. Sabe que la opción democrática no es sólo una opción de conveniencia que se justifica por las ventajas positivas que la democracia aporta; no es un demócrata por defecto; es demócrata también por una convicción ética desde la que cree en la superioridad moral de la democracia sobre cualquier otro sistema político. Dicha convicción es la afirmación axiomática de la igualdad humana intrínseca, de que el bien de todo ser humano, cualquiera que sea su condición, es intrínsecamente igual al de cualquier otro.
La igualdad política no es obviamente una constatación empírica sino un juicio moral sobre el que se interioriza un imperativo categórico. Su formulación más conocida es la que en 1776 hicieron los autores de la Declaración de Independencia Norteamericana: “Sostenemos como evidente estas verdades: que todos los hombres son creados iguales; que son dotados por su Creador de ciertos derechos inalienables; que entre éstos están la vida, la libertad y la búsqueda de la felicidad”. Esta afirmación no es ni una manifestación de cinismo no una descripción de la realidad. Es sencillamente un juicio moral que afirma el deber moral de tratar a todas las personas como si poseyesen una igual pretensión a la vida, la libertad, la felicidad y otros bienes e intereses fundamentales. Significa igualmente que ninguna persona está tan definitivamente mejor cualificada que otras para gobernar como para dotar a cualquier de ellas de autoridad completa y final sobre el gobierno del Estado. Significa que los derechos de participación política han de ser asignados por igual y que deben crearse las condiciones para que toda personas adulta pueda enjuiciar lo que sea mejor para su propio intereses y para los intereses generales.
Sabe que sin igualdad en la participación política, sin una representación política de calidad, sin inclusión política real y efectiva, la acción social de los gobiernos tenderá siempre a ser paternalista y clientelar. Piensa, como ya escribiera John Stuart Mill en 1861 que es evidente que
El único gobierno que puede satisfacer plenamente las exigencias del estado social es aquel en el que participa todo el pueblo; que cualquier participación, incluso en las más nimias funciones públicas, es útil; que la participación debe ser tan amplia en todas partes como permita el nivel general de mejoramiento de la comunidad; y que nada puede ser tan deseable en último término como la admisión de todos a compartir el poder soberano del Estado. Pero dado que, en una comunidad que exceda el tamaño de una pequeña población, todos no pueden participar personalmente sino en alguna porción mínima de la acción pública, el resultado es que el tipo ideal de un gobierno perfecto debe ser el representativo[13].
4. El buen político dispone de una estrategia de desarrollo, que ve como parte de un proyecto nacional. Son este proyecto y estrategia lo que da sentido a sus decisiones particulares y le ayuda a movilizar los recursos y a construir las coaliciones necesarias para enfrentar los conflictos inherentes al cambio. El proyecto del buen político no es un plan irrealista, voluntarista, de esos que plantean y prometen resolver bajo su mandato todos los males patrios y que normalmente acaban en populismo, frustración, desgobierno y división nacional. Desde el imperativo ético de conocer la realidad, el buen político sabe las constricciones con que cuenta, sus recursos y alianzas y propone sólo aquellos cambios que con su liderazgo devienen viables y factibles. Sabe que son los éxitos en los primeros pasos y conflictos los que le permitirán ampliar sus alianzas y seguir avanzando hacia objetivos más ambiciosos. Sabe que por mal que estemos, nada hay que no sea empeorable, y se mueve tan decidida como cuidadosamente. Sabe que no hay peor político que el que quizás en nombre de ideales respetables conduce su país al desgarramiento y el desgobierno.
Como buen demócrata sabe que no hay buen gobierno sin fuerte compromiso social. Que el imperativo moral de la igualdad política impone avanzar decididamente hacia la  creación de las condiciones que hacen que la igualdad y la libertad sean reales y efectivas. Que la democracia sólo es una fachada para la gente que, víctima de la indigencia o la pobreza, no puede realizar su derecho a la igualdad en la participación política y se ve forzada a renunciar o a transar con sus derechos políticos. Que en sociedades profundamente desiguales o hasta estructuralmente dualizadas como las nuestras o la democracia sirve para ir creando las condiciones económicas y sociales de la igualdad política o la democracia se deteriora inevitablemente. Por ello mismo entiende el compromiso democrático como inseparable e integrante del desarrollo humano. Sabe que no hay proyecto democrático sin proyecto de desarrollo. Sabe que aún está lejos el día de la verdadera democracia que será cuando ningún/a latinoamericano/a, desde la libertad conquistada, deje de mirar a los ojos a cualquier otro. Pero se sabe al frente y responsable de un tramo significativo de este viaje. Se sabe haciendo historia, o intentando hacerla.
El buen político ha aprendido que los avances económicos y sociales que no quedan institucionalizados en la cultura cívica y política democrática (como los experimentados en tantos populismos y autoritarismos latinoamericanos) son una bomba del tiempo para el desarrollo humano sostenible del país. La cultura del beneficio o caridad social a lo Evita Perón o de tantas otras primeras o segundas damas no produce ciudadanos sino clientes y asistidos. La ciudadanía es una extensión de la cultura de los derechos que debe quedar fijada y garantizada en las instituciones del Estado social y democrático de derecho. Si las mejoras sociales no se acompañan con esta institucionalidad, entonces sólo hay un espejismo de desarrollo que propala malas culturas políticas que acabarán cobrando un alto precio a los países en los que arraiguen.
Si un sistema político debe persistir ha de ser capaz de sobrevivir a los desafíos y la agitación que sin duda se presentarán en forma de las crisis más diversas. Conseguir la durabilidad de la democracia no equivale sólo a navegar con buen tiempo, también hay  que poder navegar con borrascas y en peligro… Durante el siglo XX el colapso de la democracia fue un hecho frecuente como lo atestiguan los setenta casos de quiebras de la democracia que se mencionaron al comienzo de este capítulo. Pero algunas democracias consiguieron campear los temporales y hasta resurgir más fuertes que antes, aunque otras no. ¿Por qué? No hay una sola razón. Pero sí una principal: la estabilidad y progreso democráticos de un país se ven favorecidos si sus ciudadanos y líderes defienden con fuerza las ideas, valores y prácticas democráticas, que se transmiten de una generación a otra.
Una cultura política democrática contribuye a formar ciudadanos que creen que la democracia y la igualdad política son fines irrenunciables, que el control sobre el ejército y la policía ha de estar completamente en manos de las autoridades electas, que las instituciones democráticas básicas (la autoridad corresponde a los cargos públicos electos; elecciones libres, imparciales y frecuentes; libertad de expresión; acceso a fuentes alternativas de información; autonomía de las asociaciones, y ciudadanía inclusiva) deben ser preservadas; y que las diferencias y desacuerdos entre los ciudadanos deben ser tolerados y protegidos.(Robert Dahl, La Democracia. Una Guía para los Ciudadanos (1998). Taurus, Madrid, 1999, p.177-178).
5. Los buenos políticos impulsan siempre la transparencia, combaten la opacidad en la que se envuelven siempre los malos políticos. Sin transparencia en el ámbito público tiene poco sentido la participación política y se hace muy difícil la rendición de cuentas. La transparencia se mide por el grado que un sistema institucional permite a los ciudadanos o a las organizaciones interesadas acceder eficazmente a información relevante, confiable, suficiente y de calidad en el ámbito económico, social o político que resulte necesario para la defensa de sus intereses o para su participación en la definición de los intereses generales. Estos flujos de información no pueden ser asegurados por los mercados, en parte porque puede haber beneficios importantes derivados de la no revelación. Por eso el rol de la política y del estado resulta crítico en este punto, aunque nada fácil pues también hay rentas políticas derivables de la opacidad.
La orientación a la transparencia no es sólo una exigencia de la lucha contra la corrupción. Es también una condición para avanzar la calidad de la democracia y generar buena cultura política. Pero no basta sólo con la transparencia en el ámbito público. El buen político sabe que hoy la definición y realización de los intereses generales no es ningún monopolio del gobierno, pues éste se ve obligado a decidir y actuar en redes de interdependencia con las empresas y, a veces, con algunas organizaciones sociales. Si éstas relaciones no son transparentes, resulta muy alto el riesgo de extorsión de las empresas por los políticos, de captura del gobierno por las empresas, o de connivencias entre unos y otros contrarias a los intereses generales. Por eso el buen político sabe que la exigencia de transparencia, como imperativo de buena gobernabilidad, alcanza tanto al sector público como al privado así como a las relaciones entre ambos. Hoy la gobernanza gubernamental ya no es separable de la consideración de la gobernanza empresarial cuando nos planteamos la construcción de una verdadera gobernanza democrática. Y la letanía de escándalos, encabezada por Enron y Worldcom, que ha recorrido el mundo pone de manifiesto las graves consecuencias en el ámbito público de profundos defectos en la gobernanza corporativa. Por eso las políticas de transparencia deben incluir a los gobiernos y a las empresas.
Por lo tanto se trata del uso de préstamos a inversionistas privados y de la solvencia de los prestatarios; cuentas auditadas apropiadamente de instituciones clave gubernamentales, privadas y multinacionales; el proceso presupuestario y datos clave de la gestión del gobierno; estadísticas monetarias y de la economía real del banco central así como de la provisión de servicios públicos; revelación del financiamiento político y de campañas electorales; registro y publicidad de la votación de los legisladores; supervisión efectiva del papel del Parlamento, los medios y la ciudadanía en las cuentas presupuestarias públicas así como las actividades de las instituciones e inversionistas externos… (Daniel Kaufman, Replanteando la Gobernabilidad, Instituto del Banco Mundial, borrador preliminar para discusión, 2003).
Los buenos políticos enfrentan constantemente el desafío de la captura del estado ya sea por grupos políticos, burocráticos, de negocios, financieros o sindicales privilegiados. No olvida la sabiduría de Adam Smith quien advirtiera que “rara vez se verán juntarse los de una misma profesión u oficio, aunque sea con motivo de diversión o de otro accidente extraordinario, que no concluyan sus juntas y sus conversaciones en alguna combinación o concierto contra el beneficio común, conviniéndose en levantar los precios de sus artefactos o mercaderías”[14]. Saben que en los mercados y las democracias imperfectas todos los grupos de interés con acceso al gobierno tratan de atentar contra los intereses generales, propenden a la opacidad y ocultan sus intereses particulares bajo el velo de los intereses generales. En especial prestan atención al dato crecientemente revelado por investigaciones empíricas de la gravedad de la tendencia de algunas empresas y conglomerados empresariales –incluidos los internacionales- a afectar ilícitamente la formación de políticas, leyes y regulaciones estatales
La preponderancia de la captura del estado por parte de poderosos conglomerados (incluyendo algunas transnacionales) pone de relieve cuatro corolarios que desafían los puntos de vista ortodoxos sobre la gobernabilidad y el clima de inversión. (1)En primer lugar,  replantea el enfoque tradicional para evaluar el ambiente de negocios y el clima de inversión. Se asumía que era el gobierno quien provee este clima a un sector empresarial pasivo. Pero la realidad es más compleja, mostrando conglomerados y elites poderosas jugando un papel importante en la formación de las reglas del juego constitutivas del entorno de negocios. (2) En segundo lugar, la existencia de la captura del estado es una manifestación extrema de la necesidad de entender el nexo entre la gobernanza de los sectores público y privado y, consiguientemente, replantea la recomendación tradicional de controlar la corrupción como un problema casi exclusivo del sector público. (3) Será difícil establecer estrategias de gobernabilidad democrática sin un mejor conocimiento del tipo de nexos específicos existentes entre sector público y privado en un determinado país. (Daniel Kaufman, ob. cit., p. 13).
De las crisis vividas en Asia, Rusia y América Latina hemos aprendido que el sector financiero ha estado especialmente involucrado en la captura del estado con consecuencias muy negativas para la gobernabilidad general. Los datos existentes indican una correlación fuerte entre el grado de solidez bancaria y el nivel de control de la corrupción. Estos datos apuntan en el sentido de que una estrategia de fortalecimiento de la gobernabilidad no podría dejar de considerar el fortalecimiento de la gobernanza de las corporaciones privadas y en particular del sector financiero (Daniel Kaufman, ob.cit., p.17).
El buen político sabe distinguir entre las instituciones del mercado y las empresas actualmente existentes. Sabe que a largo plazo el determinante fundamental del número, la calidad, productividad y competitividad de las empresas estriba en la calidad de las instituciones del mercado. Sabe también que necesita la colaboración del sector empresarial existente o al menos de una parte significativa del mismo para impulsar una mejor institucionalidad del mercado y de las relaciones entre las empresas y el estado. Pero sabe que el gobierno ha de ser mucho más favorecedor del desarrollo de los mercados que de los negocios. Salvar o fortalecer empresas sin asegurar su capacidad para sobrevivir o desarrollarse en entornos de mercados más amplios y perfeccionados equivale a proteger campeones de mercados imperfectos y a bloquear en consecuencia y más pronto que tarde el desarrollo. Sabe lo difícil que resultan estas decisiones y trata de desarrollarlas con transparencia y buscando las difíciles alianzas con las que enfrentar los inevitables conflictos. Respeta la empresa y la riqueza obtenida a través de ella, pero siempre que, tal como exigía Adam Smith, no se hayan obtenido violando “las reglas de juego limpias”, es decir, siempre que se haya buscado el propio interés “por un camino justo y bien dirigido”. Por eso, como Adam Smith también enseñó, sabe que defender la libre empresa es diferente de defender a los empresarios, pues éstos, en ausencia de instituciones garantizadoras del “camino justo y bien dirigido” (principalmente la libre competencia y una política industrial coherente con ella) tenderán a realizar su propio interés a costa del interés común
El buen político sabe además que si no hay buenas reglas del juego y buen manejo de las relaciones entre el gobierno y las empresas, es la propia democracia la que se acaba poniendo en riesgo.
Los vínculos estrechos entre los negocios y los gobiernos son perjudiciales para la democracia y para la confianza pública en el gobierno democrático. Las empresas, por su propia existencia, plantean un problema a la democracia pues mediante su disposición de recursos, poder de persuasión y privilegios legales (principalmente la responsabilidad limitada) inevitablemente alcanzan mayor peso político que los ciudadanos individuales. Igual puede decirse de las graves desigualdades económicas. Ambas desigualdades tienen sus ventajas pero también sus límites. Los gobiernos han de ser árbitros, ejercer de contrapeso de grupos privados poderosos. Pero si en vez de ello, permiten o estimulan que las empresas privadas o los individuos poderosos los manipulen, entonces llevan la fe pública en la democracia hacia el punto de ruptura. (The Economist, p. 15-16 del survey Capitalism and Democracy, June 28th 2003).
El buen político sabe que no es el capitalismo sino su forma institucional específica de economía de mercado lo que constituye una condición favorecedora de la democracia. Pero no se le oculta que la estrecha relación entre democracia y economía de mercado oculta una inevitable paradoja: si bien el desarrollo de las economías de mercado producen transformaciones económicas y sociales que propenden a la democratización política, no es menos cierto que la economía de mercado al provocar una distribución muy desigual de muchos recursos clave (riqueza, ingresos, status, prestigio, información, organización, educación, información y conocimiento…) determina que unos ciudadanos tengan una influencia mayor que otros sobre las decisiones políticas. La consecuencia es que, de hecho, los ciudadanos no son iguales políticamente y, de este modo, la fundamentación moral de la democracia, la igualdad política, se ve seriamente vulnerada[15].
7. Los buenos políticos se orientan a la rendición de cuentas y a la asunción de responsabilidades. Saben que sin buenos sistemas de transparencia y responsabilización el ejercicio del poder no puede superar los riesgos a que está continuamente sujeto. No cree que los políticos sean corruptos, pero sabe que todos –comenzando por él mismo- somos corruptibles. Por eso aunque valora el discurso se esfuerza porque se traduzca en instituciones eficaces de rendición de cuentas. Nuevamente sabe que las buenas instituciones son las que hacen que todo funcione correctamente cuando nos flaquea la ética[16]. Que la tendencia del ser humano a acrecentar y abusar del poder corre paralela a la propensión a ocultar la información y silenciar la crítica, a exigir responsabilidades desde la oposición y a boicotear su exigencia y producción desde el gobierno.
Pero el buen político sabe también que las instituciones de rendición de cuentas interiorizadas en los procesos gubernamentales (controles ex ante del gasto, controles de gestión presupuestaria, evaluación interna de desempeño personal y de resultados organizativos, controlarías, oficinas anticorrupción…) resultan tan necesarios como insuficientes. La experiencia le demuestra y las investigaciones empíricas más actuales le confirman que sin mecanismos más amplios de transparencia y responsabilización externa a cargo de evaluadores externos independientes, los medios de comunicación, los parlamentos, las fiscalías y los jueces penales, y hasta determinadas organizaciones sociales…, sin todo esto, los mecanismos internos de control y responsabilización no funcionan efectivamente. Especialmente en países como los nuestros donde las estructuras administrativas son altamente imperfectas y vulnerables. Desde luego que el buen político conoce bien las imperfecciones que afectan a los medios de comunicación y a las organizaciones sociales con funciones de supervisión, alerta, control y exigencia de responsabilidad. Pero, además de tratar de superarlas garantizando mayor pluralismo, objetividad e independencia, comprende que el gran aprecio que la ciudadanía muestra por estas instituciones se debe a la convicción cívica profunda de que sin ellas la opacidad y los negociados políticos acabarían matando el nervio democrático.
Donde la captura del estado es preponderante, necesitamos replantear las estrategias para tratar la mala gobernabilidad. En lugar de enfocarnos en cambios en las estructuras burocráticas internas y en reglas y regulaciones organizacionales, la implicación de este trabajo señala de nuevo la necesidad de enfocarse en medidas de rendición de cuentas externas más amplios, donde los mecanismos de voz y transparencia figuren prominentemente, incluyendo revelación de votos parlamentarios, declaración de activos, encuestas transparentes, y exigencia de estándares más altos para los medios de comunicación.
La necesidad de enfocarse cada vez más en estos temas se debe en parte a la creciente evidencia de que el trasplante directo de plantillas de la OCDE –tipo nueva gestión pública- para rendición de cuentas internas del gobierno no ha dado resultados en las economías emergentes. De manera similar, crear nuevas agencias públicas, tales como las oficinas y comisiones anticorrupción ha fallado casi siempre. El reto consiste en mover el péndulo hacia mecanismos de rendición de cuentas externos, con nuevos enfoques participativos, que provean mecanismos de voz y retroalimentación a las partes interesadas fuera del ejecutivo complementando las áreas prioritarias de fortalecimiento institucional fuera del gobierno. Existen ya diversas experiencias en esta dirección…
(Daniel Kaufman, ob. cit., p. 13-14).
8. El buen politico se orienta a la construcción y desarrollo del estado de derecho. Sabe que América Latina, por lo general, registra niveles muy limitados de Estado de Derecho. En cualquier caso no confunde a éste con la mera seguridad jurídica del estado de los derechos existentes. La desigualdad estructural que atraviesa la región se expresa también en un acceso muy desigual, entre otros, a los derechos de propiedad eficazmente protegidos. Si confundimos el Estado de Derecho con la seguridad jurídica del estatus quo, muchos países latinoamericanos serían campeones del Estado de Derecho. El entramado de privilegios económicos y sociales expresados en la distribución de la tierra, los beneficios fiscales a algunas empresas, los privilegios comerciales, los monopolios otorgados a algunas corporaciones profesionales,  regímenes privilegiados de determinados colectivos laborales… y un largo etcétera, son restos de un sistema jurídico, procedente del tiempo colonial, en que el derecho se configuraba más como un entramado de privilegios personales o corporativos que como un orden abstracto fundamentador de una ciudadanía universal. Todos los buenos políticos experimentan la dificultad de ir desmontando esos entramados bloqueadores del desarrollo, que suelen hallarse amparados por leyes hechas muchas veces –como solemos decir- con nombre y apellidos.
Pero ningún buen político renuncia a este objetivo, pues sabe que la democracia y el desarrollo humano exigen el fortalecimiento progresivo del verdadero estado de derecho, es decir, el que garantiza derechos de ciudadanía política, civil, económica, social y cultural, con carácter universal, para el conjunto de la población. Capta intuitivamente la idea expresada por Amartya Sen de que “la reforma legal y judicial es importante no sólo para el desarrollo del estado de derecho sino también para el desarrollo en las esferas económica, política, civil, social y cultural, las cuales a su vez forman parte del concepto integral de desarrollo humano”. Y coincide con la evidencia empírica, pues disponemos ya de análisis econométricos que indican que existe una relación causal y significativa entre el nivel de estado de derecho, por un lado, y la riqueza de las naciones, el grado de alfabetización y escolarización y la tasa de mortalidad infantil, por otro[17].
Hoy sabemos también que el fenómeno de la captura del estado no se agota en el ejecutivo sino que incluye también al legislativo y al judicial. Por eso sabemos que los programas tradicionales de fortalecimiento institucional basados en formación, cambio en las reglamentaciones, informatización, mejora de recursos presupuestarios, simplificación de procedimientos, reducción de dilaciones, gestión de la carga, visitas de estudios, etc., no producen avances sostenibles si no van acompañados de programas tendentes a reducir la captura del poder legislativo y judicial por los grupos de interés más diversos. Por ejemplo, aunque la independencia del poder judicial en relación al poder político continúa siendo un tema mayor en muchos países, en otros es superado por la necesidad de asegurar esta independencia frente al poder económico nacional e internacional y en otros por asegurar la transparencia y responsabilización de unos jueces bastante independientes pero poco responsables y eficaces capturadotes de rentas. Superar esa captura es necesario para universalizar el derecho de acceso a la justicia y eliminar el impuesto regresivo que la corrupción judicial supone hoy para los pobres y para las pequeñas empresas.
Avanzar hacia la independencia, la transparencia, la responsabilización y la confiabilidad de los jueces, administradores y legisladores sigue siendo el tema clave de la construcción del Estado de Derecho. Pero la estrategia precisa para lograrlo debe plegarse perfectamente a las condiciones específicas de cada país. En particular, es preciso conocer si el déficit de independencia procede de la subordinación política, de la captura económica o de cualquier otra fuente, o en qué grado procede de cada una de ellas. Sólo este conocimiento –que debe ser la base de todo buen diagnóstico- nos puede alumbrar los puntos de entrada de un proceso eficaz de reforma.
9. Por último, el buen político cultiva la sensibilidad ética, la simpatía y la empatía. Trata de no perder nunca la capacidad de ponerse en el lugar del otro e imaginar cómo siente y piensa. Sabe que el juicio ético es a la vez corazón y razón. Por ello combate permanentemente la apatía, la alogia y la anestesia moral con la que tienden a contagiarnos tantos “triunfadores” al uso. Sabe que las gravísimas diferencias sociales que registramos propenden a inhibir la empatía y a asignar valores diferentes a la vida humano en función del grupo de pertenencia. Al final ya no vemos a los pobres; los usamos pero no los sentimos nuestro prójimo.
El buen político trata de no ser cooptado y anulado por los poderosos, pues no olvida las advertencia de Adam Smith: “la disposición a admirar, y casi a adorar, al rico y al poderoso y a despreciar o al menos menospreciar a las personas pobres y de medios limitados, aun cuando sea necesaria para establecer y para mantener la distinción de jerarquías y el orden social, es a su vez la causa más grande y universal de la corrupción de nuestros sentimientos morales”[18]. Por eso el buen político no descuida los gestos de compasión y apoyo hacia las víctimas y los pobres, de respeto y consideración hacia los honestos, los emprendedores, los esforzados, los innovadores, los solidarios… en definitiva hacia los hombres y mujeres que necesitamos asegurar para que la locura del neoliberalismo (con su sueño imposible de un consumo irrestricto e irresponsable de recursos no renovables, con la manipulación mediática y el aturdimiento sensible que provoca, y con la subordinación de los intereses del mundo a los hegemónicos de la PAX AMERICANA) no impida el resurgir, el arraigo y la expansión incontenible de una gobernanza global multilateral y democrática sobre la que pueda florecer el desarrollo humano sostenible.
ANEXO  1
El Desarrollo como Cambio Institucional y la Revalorización de la Política
Desde el plano teórico la mejor fundamentación que nos consta de las relaciones entre instituciones y desarrollo sigue siendo la aportada por el neoinstitucionalismo histórico de Douglas C. North, que ha sido construido desde una teoría del comportamiento humano, combinada con una teoría de los costes de transacción y una teoría de la producción. Se parte de la consideración tradicional de las instituciones como una creación humana para resolver las incertidumbres que surgen en la interacción como consecuencia de la complejidad de los problemas a resolver y de las limitaciones de nuestras mentes para procesar la información existente. Se descubre que económicamente las instituciones son importantes en la medida en que determinan lo costoso que en una determinada sociedad resulta hacer transacciones. También porque afectan los costes de transformación y determinan en gran medida la estructura productiva de un país.  Finalmente, las instituciones determinan igualmente la cantidad, el tipo y la forma de los conocimientos y habilidades efectivamente disponibles en una determinada sociedad (North: Institutions, Institutional Reform and Economic Performance, 1991)[19].
Para los países en desarrollo lo más grave con todo es que las “malas” instituciones tienden a bloquear el desarrollo al influir negativamente en la cantidad, tipo y forma del conocimiento y las habilidades socialmente disponibles. Como las instituciones delimitan las oportunidades de maximización de las organizaciones, también delimitan la dirección que tomará la adquisición de conocimientos y habilidades organizativas. Los conocimientos y habilidades requeridos para maximizar la utilidad de las organizaciones en una economía de mercado moderna son bastante diferentes de los requeridos en un contexto institucional donde la maximización depende de sabotear a los competidores, donde el trabajo organizado incentiva la ralentización o el abandono laboral, donde los agricultores fían casi todo a su capacidad de presión para que el gobierno restrinja la producción o eleve los precios. Lo importante es percibir que el tipo de conocimiento disponible juega como dinamizador o obstaculizador del desarrollo. Dado que el cambio social necesario para el mismo es altamente dependiente de las representaciones mentales o modelos subjetivos de los actores, la incentivación de un sistema inadecuado de conocimientos tenderá a reforzar el status quo institucional. Los actores serán más remisos a captar o aceptar los beneficios alcanzables con el cambio y, por el contrario, tenderán a dramatizar los costes del cambio o la no necesidad del mismo.
Comprender todo lo anterior es imprescindible para producir desarrollo hoy. Pero quizás es todavía más importante comprender que la reforma institucional de un país no podrá hacerse por mera voluntad política, cambio planificado o por Decreto. Lo que está implicado en el cambio institucional es nada menos que las reglas estructurantes de la acción colectiva, los modelos mentales, los valores, las actitudes y capacidades y los equilibrios de poder. Esto sólo puede resultar del proceso de aprendizaje social y sólo puede darse incrementalmente. Las correlaciones de que depende el cambio institucional son excesivamente complejas como para permitir su planeamiento válido. Es esa complejidad lo que no sólo hace muy difícil la programación temporal de los cambios sino que producirá también casi inevitablemente cambios no intencionados y efectos imprevistos. El cambio institucional no puede ser sólo fruto de la voluntad humana. Requiere condiciones que North ha expresado del modo sigiente:
«Las fuentes de donde procede la demanda de cambio institucional son complejas. Básicamente son los cambios en los precios relativos y los cambios en las preferencias. Producido un cambio significativo en alguno de estos factores, los actores sociales que se sienten amenazados trataran de imponer una lectura de los mismos compatible con el mantenimiento del status quo, dramatizarán los costes y minimizarán los beneficios esperables del cambio institucional en cuestión. La demanda de cambio institucional se articulará si un número suficiente de actores sociales comparten la percepción no sólo de que pueden perder considerables beneficios potenciales, sino sobre todo de que van a ver seriamente deteriorados sus beneficios actuales de permanecer en el status quo. Ello no obstante, el cambio no se producirá cuando los actores perciban la situación como de «equilibrio institucional», es decir, cuando, a la vista de la fuerza de cada actor social relevante y de los arreglos institucionales existentes, acaben concluyendo que nadie va a obtener ventajas claras de la inversión en el cambio institucional.
Por el contrario, el cambio institucional ocurrirá cuando un cambio en los precios relativos o en las preferencias conduzca a una o a ambas partes de un intercambio a la percepción de que pueden capturar mayores beneficios cambiando los términos del contrato. Se intentará entonces renegociar el contrato; pero como el contrato está inserto en una jerarquía de reglas, la renegociación no será posible sin renegociar a la vez estas reglas (o violando alguna norma de comportamiento). En tal caso, la parte que espera mejorar su posición de negociación, para conseguirlo tendrá que invertir recursos en el cambio del marco institucional de sus contratos. En estos casos, el cambio en los precios o en las ideas acabará produciendo la erosión de las reglas o instituciones vigentes y su posterior sustitución por otras.»  (Douglass C. North, cit., pág. 57)
Las sociedades más exitosas en términos de desarrollo son las que han conseguido ir creando las condiciones del cambio institucional permanente. El éxito de las sociedades occidentales avanzadas parece radicar en haber creado un contexto institucional que ha hecho posible nuevos acuerdos y compromisos entre los actores sociales. Las instituciones políticas deben, pues, evolucionar para procurar ese marco facilitador del cambio incremental. Desde una perspectiva de gobernabilidad, consolidar la democracia no equivale, pues, a defender, por ejemplo, el status quo de un mero turno electoral caudillista o partidocrático en el ejercicio de un poder en gran parte patrimonial, clientelar, mercantilista y arbitrario. Exige promover la evolución o cambio institucional hacia una sistema de representación y participación política que permita el máximo de intercambios entre el máximo de actores. Es por esta vía como la consolidación democrática se corresponde, además, con la eficiencia económica y la integración social.
El reconocimiento de la dimensión institucional del desarrollo conlleva la necesidad de redescubrir y revalorizar la política en las estrategias de desarrollo. North ya señaló que una de las conclusiones más interesantes del neoinstitucionalismo económico es que la política y la economía están inextricablemente relacionadas y que no podemos explicar el desempeño económico de una determinada sociedad sin considerar esta relación (North: cit., 1991, pág. 72). Desgraciadamente no existe todavía conciencia suficiente de la correlación entre la debilidad de las instituciones democráticas y la debilidad de las instituciones económicas en América Latina. El discurso democrático aún está demasiado alejado del discurso económico y social. Parece a veces como si no existiera vínculo estructural entre ambos, lo que se compadece mal con la necesidad de una aproximación integral al desarrollo. Afortunadamente se están dando avances importantes en la dirección que juzgamos correcta tal como muestra el texto siguiente:
“Según análisis econométricos que presentan en este informe, más de la mitad de las diferencias en los niveles de ingreso entre los países desarrollados y los latinoamericanos se encuentran asociadas a las deficiencias en las instituciones de estos últimos. La falta de respeto por la ley,  la corrupción y la ineficacia de los gobiernos para proveer los servicios públicos esenciales son problemas que en mayor o menor medida padecen los países latinoamericanos, incluso más que otras regiones del mundo en desarrollo… La asociación entre calidad de las instituciones y desarrollo económico, humano y social es especialmente estrecha, en parte porque las instituciones están influidas por el mismo proceso de desarrollo…
La pregunta que aún no se ha respondido en forma suficientemente satisfactoria es ¿cómo se cambian las instituciones? Desde un punto de vista analítico es necesario entender primero qué determina la calidad de las instituciones para poder abordar luego el problema de cómo cambiarlas. Las instituciones públicas son, por naturaleza, la expresión de fuerzas políticas a través de las cuales las sociedades intentan resolver sus problemas colectivos. Por consiguiente, la calidad delas instituciones debe estar influida, necesariamente, por reglas y prácticas del sistema político. No obstante, las relaciones entre la política y la calidad de las instituciones han sido objeto de muy pocos estudios, incluso entre los organismos internacionales, a pesar de las importantes implicaciones para sus actividades. En este informe hemos decidido incursionar, con cierto temor, en el difícil terreno de las ciencias políticas.
La calidad de las instituciones públicas constituye el puente que une el desarrollo con las reglas y prácticas del sistema político. El desarrollo depende en buena parte de las instituciones públicas, pero éstas a su vez se crean y transforman en el contexto generado por el sistema político. Por consiguiente, no es aventurado afirmar que el desarrollo económico, humano y social depende de la existencia de instituciones políticas que faciliten una representación efectiva y permitan el control público de políticos y gobernantes…
La mayor parte de las democracias latinoamericanas se encuentra actualmente en una coyuntura decisiva. El entusiasmo inicial que acompañó la ola de democratización que se propagó en América Latina hace más de una década ha comenzado a erosionarse y, en muchos casos, ha sido reemplazado por la insatisfacción y el cinismo. Además, existe un creciente consenso de que se requieren reformas institucionales de amplio alcance para estimular la eficiencia económica y la equidad social. Pero a diferencia de muchas de las reformas anteriores, que en su mayoría involucraron aspectos técnicos, estas reformas no pueden concebirse por fuera de la política. En pocas palabras, cualquier intento por poner en práctica las llamadas “reformas de segunda generación” estará destinado al fracaso si no tiene en cuenta la política. Así pues, la política y las instituciones políticas habrán de adquirir preeminente importancia en los años venideros”.(Bid, Desarrollo más allá de la política, 2000)
Algunos han llegado a proponer que el verdadero objetivo del análisis económico sea el descubrir los arreglos institucionales que subyacen a todo sistema de producción e intercambio para concebir otros alternativos y viables que mejoren el desempeño económico colectivo, nada de lo cual puede hacerse sin introducir el análisis político [20] .En realidad, en toda sociedad se da un modo específico de relacionamiento entre la política y la economía que constituye el principal determinante del desempeño económico. En las sociedades actuales la parte del PIB gestionada por los gobiernos y la ubicuidad y dinamismo de las regulaciones impuestas por éstos contienen las claves más determinantes del desempeño económico. La teoría macroeconómica nunca resolverá los problemas que confronta a menos que reconozca que las decisiones adoptadas en el proceso político afectan críticamente el funcionamiento de la economía. Esto sólo puede hacerse mediante una modelización del proceso económico-político que incorpore las instituciones específicas afectadas y la consiguiente estructura del intercambio político y económico[21].
El reconocimiento del valor y hasta de la imprescindibilidad de la política para el desarrollo, remite a la agencia humana, a nuestra libertad y responsabilidad por la historia y consiguientemente a la transcendencia de las valoraciones y preferencias morales desde las que, cuando se dan las condiciones, procedemos a la reforma institucional.
Las consideraciones anteriores nos parecen especialmente relevantes para América Latina porque dados los niveles existentes de dualización, exclusión y desigualdad y las tradiciones populistas, caudillistas, corporativas y autoritarias todavía presentes, enfocar aquí la construcción de la gobernabilidad democrática desde una teoría del neoliberalismo individualista radical no parece el mejor camino. Entre otras razones porque en la mayoría de nuestros países la gran tarea pendiente es la construcción de la comunidad nacional y la ciudadanía plena. Y ello no podrá hacerse sin poner en primer término la construcción de unas instituciones que, partiendo del reconocimiento del valor de los mercados, no los convierte en “deux ex maquina” sino que reconozca sus limitaciones y su radical insuficiencia para enfrentar los retos globales que la región tiene planteados. El desarrollo de los mercados puede ayudar, pero no garantizará por sí solo la construcción de una ciudadanía plena, libre y responsable. Esto exigirá de otros valores adicionales, integrantes de los que el Pnud llama el desarrollo humano. Gobernabilidad democrática es, pues, también construir una cultura cívica que no se agote en los valores de eficiencia, productividad, competitividad y realización individual, sino que abrace otros como los de solidaridad, convivencia, compasión, igualdad, dignidad y libertad, traducidos en proyectos personales integradores un sistema de deberes y de un sentido de responsabilidad por la comunidad.
La reforma institucional que el desarrollo humano exige y que constituye el objeto de la política necesaria es un proceso extraordinariamente difícil porque supone cambios en los actores, en las relaciones de poder y en los modelos mentales, es decir, un proceso de aprendizaje social casi necesariamente tensionado porque, aunque se traduzca  en beneficios para el conjunto de la sociedad,  está lleno de incertidumbres y esfuerzos costosos para los ganadores y de sacrificios inevitables para los perdedores. Además, como las instituciones son formales e informales, la simple reforma legislativa no garantiza el enraizamiento del cambio institucional si no va acompañada de un cambio en las actitudes, valores y competencias sociales capaz de insertar en la cultura política las nuevas reglas. De ahí que pueda decirse con razón que el cambio institucional no puede hacerse sólo por legislación o decreto, de arriba abajo, sino que supone también el protagonismo o participación activa de los actores actual o potencialmente interesados, es decir, un movimiento de abajo arriba sin el cual no se pueda garantizar la transformación necesaria de la informalidad institucional.
En las condiciones específicas de la mayoría de nuestros países la reforma institucional democrática es todavía más difícil y urgente. Es más difícil porque la propia imperfección democrática dificulta la calidad representativa a la vez que la participación de amplios grupos de la población que tienden  a verse no como sujetos activos del proceso democrático sino en el mejor de los casos como meros reivindicantes de protección o de una participación subordinada en los beneficios distributivos. Resulta inquietante que ante la ya imposible o la radical insuficiencia de la redistribución estatal y ante la pervivencia de las prácticas patrimonial-burocráticas, las nuevas democracias o mejor dicho sus partidos  no hayan sido capaces de generar proyectos políticos que alienten  suficientemente la organización y participación política de la gente. En estas condiciones no puede darse en nuestros países  la “eficiencia adaptativa” que es la que permite la reforma institucional incremental en las democracias representativas avanzadas. Y como tampoco puede darse ninguna revolución creíble, corremos el riesgo de quedarnos sin reforma y sin revolución, pero con un descontento y rebelión crecientes al no percibirse una luz de esperanza al final del túnel.
Es a este tipo de círculos viciosos a los que aludía el Presidente Fernando Henrique Cardoso cuando urgía por la reforma política, sin la cual, decía en el Círculo de Montevideo, no será posible ni la reforma económica, ni la social ni la reforma del estado. O nuestras democracias son capaces de reformarse o no serán capaces de producir desarrollo para todos, con lo que dejarán el campo presto para nuevos emprendedores políticos cuyo rumbo no tiene por qué ser necesariamente democrático. Al fin y al cabo si los demócratas oficiales no se cansan de identificar su imperfectísima democracia con “la democracia” y su más imperfecta seguridad jurídica con “el estado de derecho” no es de extrañar que quienes han quedado excluidos acaben sintiendo poco aprecio por la una y por el otro. No son meros temores. El proceso venezolano, el deterioro colombiano, las incógnitas argentinas y las dificultades de tantos países andinos y centroamericanos expresan procesos inquietantes.
No hay reforma institucional verdadera sin líderes ni emprendedores, públicos, privados, sociales, culturales… capaces de construir y articular las coaliciones necesarias, enfrentar los conflictos inevitables, llegar a los acuerdos convenientes y fijar en la cultura cívica y política las nuevas reglas del juego. En América Latina existen no sólo condiciones objetivas sino también capacidades subjetivas para la generación de liderazgos innovadores. No es cierto que los jóvenes se desinteresen de la política, aunque sí que “pasan” de la política que se les ofrece por la vía de los padrinazgos, compadreos o congresos partidistas tradicionales, lo que dista de ser un signo negativo. Si los partidos y sus viejas e inadecuadas coberturas ideológicas no son capaces de movilizar, no es porque la movilización social no sea posible como demuestra la experiencia de tantos esforzados emprendedores e innovadores comunitarios, empresariales, culturales y económicos. La descentralización, allí donde no ha quedado aprisionada por el patrón clientelar de la política tradicional, ha demostrado su potencial para articular entornos generativos de nuevos actores y positivos emprendimientos con capacidad a veces de regenerar las viejas estructuras partidistas. Facilitarla mediante una correcta y precisa definición de competencias, recursos financieros y relaciones intergubernamentales sigue siendo una de las tareas más promisorias de la reforma política democrática.
Lo que precisamos urgentemente es una revalorización y reinvención de la política como responsabilidad compartida entre todos por la construcción y el progreso de nuestras comunidades y naciones y desde ellas de un orden internacional más justo y vivible. Los griegos llamaban “idiota” al “ausente de la ciudad”, a quien se dedicaba exclusivamente a sus asuntos privados renunciando de hecho a su condición de ciudadano. Necesitamos estimular una ciudadanía activa que impulse las reformas exigidas para nuestro desarrollo democrático. Sin ella será imposible la renovación o sustitución de los indispensables partidos políticos. Tampoco podemos confiar sólo en los gobiernos y en la mejora de sus capacidades expertas porque lo que está en juego no es principalmente la calidad de las políticas públicas sino la necesidad de una práctica política democrática renovada. Nadie sabe muy bien cómo se hace eso, incluidos los expertos. Por eso necesitamos liderazgos que se pongan al frente de procesos de experimentación y aprendizaje social en todos los ámbitos de la existencia colectiva.
El tipo de liderazgo o político requerido por el cambio institucional positivo difícilmente puede prescindir de la ética, dado el papel jugado por los valores en la transformación institucional positiva. Burns lo expresó claramente: “la esencia del liderazgo está en el reconocimiento de la necesidad real, en el descubrimiento y explotación de las contradicciones entre los valores y las prácticas, en el realineamiento de los valores, en la reorganización de las instituciones y en el gobierno del cambio. Esencialmente la tarea del líder consiste en la elevación de las conciencias, en inducir a la gente a tomar conciencia de lo que siente y a sentir sus verdaderas necesidades tan fuertemente, a definir sus valores tan sentidamente que pueda ser movilizada para la acción transformadora”[22].
En la misma línea Heifetz propone que en lugar de definir el liderazgo como una posición de autoridad en una estructura social, o como un conjunto de características personales, resulta más útil en nuestro tiempo definirlo como una actividad o trabajo adaptativo susceptible de ser emprendido desde todas las posiciones sociales y por cualquier persona en algún momento en su vida. El trabajo adaptativo consiste en el aprendizaje requerido para abordar los conflictos entre los valores de las personas, o para reducir la brecha entre los valores postulados y la realidad que se enfrenta. El trabajo adaptativo requiere un cambio de valores, creencias o conductas. La exposición y orquestación del conflicto –de las contradicciones internas-, en los individuos y los grupos, potencian la movilización de las personas para que aprendan nuevos modos de actuar[23].
Necesitamos políticos emprendedores en el sentido expresado por Spinoza, Flores y Dreyfus, es decir, políticos capaces de captar “desarmonías” en las prácticas sociales, vivir intensamente estas desarmonías como un problema de identidad o sentido vital y actuar como generadores en un espacio colectivo determinado de un proceso de transformación de prácticas sociales que producirá nuevas identidades, significados y reglas. Los verdaderos emprendedores tienen fuerza para hacer historia, superando todos los costes de incertidumbre inherentes a su tarea, porque viven la desarmonía que descubren y deciden vivir para superarla transformándose a sí mismos y al espacio colectivo en el que actúan. Por los citados autores consideran que fortalecer la emprendedoriedad no es tanto un problema de conocimientos como de sensibilidad[24].
Hemos entrado en un tiempo histórico nuevo de complejidad, interdependencia y mutación sin precedente. El desarrollo ya no depende tanto del manejo de un stock de conocimientos de lenta evolución como de la generación de una capacidad social de aprendizaje de nuevas formas y competencias de acción colectiva, es decir, de reforma institucional permanente. En el nuevo entorno del desarrollo el aprendizaje social y la reforma institucional no tienen un punto claro de llegada. Difícilmente podremos decir un día que ya hemos consolidado la democracia, hechos eficientes los mercados y equitativa la sociedad (conceptos que por lo demás son meramente históricos y no tienen nada que ver con ninguna pretendida condición de naturaleza). Cada generación va a tener su responsabilidad en esta reconstrucción incesante de nuestra historia.
El siglo XXI todavía podría ser el de América Latina. Frente al tercer centenario de su emancipación no podemos menospreciar sino reinventar y revalorizar la política como la acción de cada uno en interés de todos, como oportunidad para la autorealización de un yo comunitario frente a un ego egoísta, como una larga marcha de aprendizaje y construcción de instituciones estimuladoras de comportamientos individuales y organizativos eficientes y solidarios. Esta labor en absoluto está reservado a una elite reducida y selecta. Los políticos líderes y emprendedores que necesitamos para ello no nacen ni se fabrican en escuelas de lujo, sino que se hacen a sí mismo por la determinación de serlo. No hay ninguno de nosotros que en algún momento, en alguna situación, no pueda ponerse al frente y generar un proceso de aprendizaje positivo en su ámbito social. Ocupará entonces una posición de liderazgo, y si lo está haciendo desde la lucidez intelectual y el compromiso por el perfeccionamiento ético estará haciendo además la política que necesitamos.
ANEXO 2
Instituciones y desarrollo: una revisión de la literatura empírica actual
Autor: Joan-Oriol Prats Cabrera
La forma en que se toman e implementan las decisiones públicas influye de manera determinante en la actividad económica. La existencia de oportunidades de manifestar las preferencias, la provisión de ley y orden, la existencia de derechos de propiedad estables, de bienes públicos básicos y de redistribuciones que promuevan el bienestar y no resulten capturadas por intereses improductivos depende fundamentalmente de la alineaciónde las capacidades institucionales con las coaliciones distributivas del país[25].
La evidencia empírica entorno a la importancia de la gobernanza para el desarrollo se ha remarcado en múltiples estudios (véanse, por ejemplo, Hall y Jones, 1999; Kauffman, kraay, y Zoido-Lobatón, 1999; Clague et. al. 1997; Knack y Keefer, 1997, 1995; Barro, 1996). El conjunto de estos estudios demuestra, utilizando técnicas econométricas, que variables de gobernanza como son las reglas que fomentan las libertades políticas y civiles, la responsabilidad política, el nivel de corrupción derivada de incentivos perversos en las reglas y procedimientos, la calidad de la regulación y otras que se comentan en detalle más adelante, están directamente relacionadas con el crecimiento y el bienestar, medido como PIB per cápita, niveles de inversión del país, o indicadores de pobreza como la tasa de mortalidad infantil. A continuación señalamos cuatro de los argumentos más utilizados por la literatura para explicar la constatada relación positiva entre gobernanza y desarrollo.
En primer lugar, la literatura señala la importancia de los frenos y contrapesos a la acción de gobierno para promover políticas públicas que atiendan a los problemas de la ciudadanía y eviten la opresión de las minorías (Knack y Keffer, 2002). La denominada ‘accountability’ del gobierno provee de los incentivos necesarios para evitar potenciales comportamientos oportunistas en el ejercicio del poder. El marco Constitucional en el que se dibujan estos frenos y contrapesos cobra pues una importancia vital en la traslación de las preferencias ciudadanas en políticas públicas bajo unos principios que eviten tanto la tiranía de las mayorías como de las minorías. Esto resulta especialmente relevante en condiciones de elevada polarización económica y social como la que existe en Latinoamérica.
En segundo lugar, la literatura institucional señala la importancia de las instituciones para fijar los derechos de propiedad estables, evitar la captura de rentas y fomentar así el funcionamiento eficiente de los mercados. La existencia de derechos de propiedad estables y la predecibilidad provista por el Estado de Derecho son precondiciones básicas para el intercambio eficiente y la inversión a largo plazo (Bates, 2001; North, 1990). Sin dichas precondiciones, no existe confianza en el mercado y se abren las puertas a la conocida captura de rentas. La captura de rentas tiene lugar cuando los potenciales competidores  en el desarrollo de una actividad no pueden acceder a determinadas oportunidades y/o recursos debido a la existencia de derechos protegidos sobre determinados mercados, subsidios, recursos naturales y, más importante si cabe en la sociedad actual, sobre la información.
En tercer lugar, se señala también desde la literatura la importancia de las instituciones para evitar la corrupción y otras formas de captura de rentas. Los ya tradicionales argumentos de Krueger (1974) y Posner (1975), así como los más recientes de Khan (2000) o Bardham (2001), muestran cómo la acción colectiva requiere de instituciones que eviten el conocido juego de suma negativa donde a los actores les conviene más invertir en recursos para intentar capturar rentas vía corrupción que invertir en  actividades productivas en el mercado. Sin duda, las instituciones están en la raíz de este problema, que no es de inmediata solución puesto que se encuentra sometido a procesos que dependen de la historia del país (path-dependent) y de las coaliciones distributivas existentes. Bajo determinados patrones culturales y coaliciones distributivas una institución que a nadie gusta individualmente, persiste como resultado de una red mutuamente sostenida de sanciones sociales de modo que la gente se acaba adaptando a la misma debido al miedo de perder reputación si no lo hace (Bardhan, 2001: 9)[26].
Finalmente, en cuarto lugar, la literatura acostumbra a señalar que las instituciones son vitales para el establecimiento de una burocracia de calidad, un poder judicial independiente y una democracia que fomente el desarrollo. Una burocracia fuerte y un poder judicial independiente dependen fundamentalmente de reglas y procedimientos que incrementen la transparencia y la responsabilidad y, con ello, el coste de la corrupción y la captura de rentas improductiva. Como señaló Dany Rodrick (1997), la democracia, mediante la rendición de cuentas electoral y de otros tipos, permite tasas de crecimiento a largo plazo más predecibles y estables y provee de mejores mecanismos para afrontar condiciones económicas adversas y promover la redistribución de la  riqueza y la lucha contra la pobreza[27]. Sin embargo, la democracia formal no es ninguna fórmula mágica para el desarrollo, pues sin instituciones de calidad la democracia puede también ser víctima de la captura rentas por parte de grupos políticos corruptos nada representativos de la población o de grupos económicos improductivos que capturan derechos monopólicos sobre determinados mercados o recursos.
La calidad de las instituciones explica pues los fallos del estado y del mercado para promover el crecimiento y la reducción de la pobreza. A su vez, todos estos factores están interrelacionados en cuanto tienen su fundamento en el papel que tienen las instituciones para resolver los problemas de la acción colectiva. Los problemas de acción colectiva especialmente importantes para el desarrollo se pueden concretar en dos: los problemas de oportunismo y los problemas de coordinación, ambos resultantes en el conocido como problema de compromiso, de credibilidad o de confianza de las instituciones.
Brevemente y de forma muy sencilla, podemos definir el problema del oportunismo o del ‘free–rider’ como el derivado de anteponer los intereses individuales sobre los colectivos a la hora de compartir los costes derivados de una determinada política pública, mientras que los problemas de coordinación son aquellos derivados de las disputas inherentes a cómo compartir los beneficios del cambio generado por dicha política pública (Bardhan, 2000). Estos dos tipos de problemas redundan en la credibilidad, el compromiso o la confianza en el cambio institucional. Cuando los problemas de oportunismo o de coordinación son demasiado elevados el cambio institucional positivo es poco probable y, aunque se produzca, resulta poco creíble, no generando la confianza necesaria entre los operados económicos y, por tanto, no conduciendo al desarrollo económico sostenido a lo largo del tiempo. (Para una revisión más detallada sobre las causas y los efectos de los problemas de credibilidad o compromiso véase North y Weingast, 1989; Greif, 1997; Greif, Milgrom y Weingast, 1994; Dixit y Londregan, 1995; Dixit, 1999; Aoki, 2000).
Así pues, la calidad de las instituciones resulta clave para incrementar la credibilidad de las políticas de un país determinado, lo que, a su vez, es condición necesaria para un incremento de la inversión, el crecimiento y las políticas públicas de reducción de la pobreza en general (redistribución, inversión en bienes públicos o bienes comunes locales, y otras). La reforma política pasa a entenderse pues como precondición básica del éxito de otro tipo de reformas que, como las económicas, dependen de los incentivos y las restricciones a que la gobernanza somete a los distintos actores implicados (Tamassi, 2002). Tanto las reformas institucionales de primera generación (estabilizaciones macroeconómicas y apertura comercial) como de segunda generación (modernización del Estado, reforma judicial, políticas de liberalización y regulación, y la descentralización) han tenido y tienen todavía como objetivo fundamental la mejora de las reglas del juego para reducir el oportunismo, aumentar la coordinación y, así, proveer de credibilidad al marco que guía el comportamiento de los agentes en el sector público y privado Haggard y kaufman, 1992).
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ANEXO 3
El doble Origen y Fundamento, Racional y Sensible, de las Normas Éticas
Aunque personalmente me cuesta imaginar un mundo sin religión, no me parece intelectualmente apropiado fundamentar religiosamente nuestras valoraciones y normas éticas. Además de inadecuado es altamente peligroso: si queremos evitar los riesgos de los fundamentalismos hemos de situar religión y ética en planos diferentes. La historia de la liberación humana comienza con el laicismo y la separación consiguiente entre religión, por un lado, y ética y derecho, por otro. La ética es una exigencia de la supervivencia y el desarrollo de la especie humana, una dimensión clave de nuestra cultura, que interesa e involucra a creyentes y no creyentes de todo tipo, y que guarda cabal sentido tanto cuando se tiene como cuando se debilita o se pierde la fe. El fundamento de la ética no se encuentra en la relación de los seres humanos con Dios sino con el prójimo. Por lo demás, en nuestro tiempo, no tenemos ninguna constancia empírica de que las actitudes religiosas más fervientes se correspondan con las actitudes éticamente más meritorias. Aún imaginando un mundo en el que se hubiera erradicado la religión, la ética seguiría siendo una exigencia de la supervivencia y desarrollo de la especie humana. Cuantas veces se ha querido desconocer este dato elemental y, en todos los gulags de la historia, se ha pretendido sustituir la ética por la ciencia, se han sacrificado la libertad y el progreso humano. ¿Dónde se encuentra entonces el fundamento de la ética? ¿Cómo surgen y evolucionan nuestras normas y valoraciones éticas?
Para desarrollar estas cuestiones me instalaré en los nada sospechosos filósofos morales escoceses Hume y Smith en los que muchos seguimos encontrando uno de los mejores fundamentos de las modernas ciencias sociales. Hume combatió la corriente del racionalismo constructivista ilustrado que consideraba que la sociedad puede ser objeto de pleno conocimiento y de gobierno perfecto desde la ciencia. Habiendo vivido la devastación producida por los conflictos religiosos de su tiempo saludó positivamente la llegada de la Ilustración, pero se desmarcó claramente de los “philosophes” y de su idea de una razón rígida e inmutable casi trasunto de la divina que acabó justificando la pervivencia de las estructuras del Antiguo Régimen a través de la centralización, tal como observara Tocqueville. Frente a esa razón deificada Hume nos propone quedarnos con la “creencia”, es decir, en un cierto sentido del mundo producido a partir de la reflexión sobre nuestras percepciones imperfectas de la realidad. Esta reflexión que hace brotar la creencia se debe a la imaginación y puede ser siempre socavada por la razón. Nuestras creencias no proceden de la razón sino de la imaginación. Al reflexionar imaginativamente y construir un sentido para nuestro mundo no sólo expresamos nuestras percepciones sino que las ordenamos valorativamente. Mediante la constante aplicación de la razón a nuestras creencias fundamos el espíritu de tolerancia y evitamos todo dogmatismo. Una asociación política fundada en un sistema de creencias tiene la doble cualidad de superar el dogmatismo y de reconocer el papel de las valoraciones éticas en la reflexión o imaginación que funda las creencias[28].
En 1759, estimulado por Hume, Adam Smith desde su cátedra de filosofía moral publicaba la “Teoría de los Sentimientos Morales”. Para Smith las valoraciones y normas éticas se fundan en la experiencia de la interacción humana y surgen como un derivado intelectual y sensible de la simpatía, la empatía y la compasión humanas.
“Por más egoísta que quiera suponerse al hombre, evidentemente hay algunos elementos en su naturaleza que lo hacen interesarse en la suerte de los otros de tal modo que la felicidad de éstos le es necesaria aunque de ello nada obtenga, a no ser el placer de presenciarla. De esta naturaleza es la lástima o compasión, emoción que experimentamos ante la miseria ajena, ya sea cuando la vemos o cuando se nos obliga a imaginarla de modo particularmente vivido… Como no tenemos la experiencia inmediata de lo que otros hombres sienten, solamente nos es posible hacernos cargo del modo en que están afectados, concibiendo lo que nosotros sentiríamos en una situación semejante… Por medio de la imaginación nos ponemos en la situación del otro, concebimos estar en su cuerpo, y, en cierta medida, nos convertimos en una misma persona, de allí nos formamos una idea de sus sensaciones,  aun sentimos algo que, si bien en menor grado, no es del todo desemejante a ellas [29]…
La aceptación, el aplauso, el rechazo o la aversión de determinados comportamientos se funda en nuestra razón –a través del juicio de conveniencia- y en nuestros sentidos o sensibilidad –nos duele o nos alegra o eleva-. Por eso la sanción ética conlleva siempre la doble carga intelectual y emotiva. La razón es importante porque no experimentamos simpatía ni compasión por los sentimientos ajenos sin más sino por la relación entre éstos y su motivación y circunstancia. No nos alegramos sino compadecemos con la dicha de algunos locos. No experimentamos el mismo sentimiento ante el dolor ajeno cuando lo consideramos merecido y cuando no[30]. Sin razón no hay valoración propiamente ética. Pero la sola razón no basta. El fundamento de la ética está en la disposición humana a sentir al prójimo como a nosotros mismos, la cual puede ser cultivada como virtud o anestesiada o corrompida. Los casos extremos de perversión ética proceden de los comportamientos psicópatas incapaces de sufrir y de gozar con los otros, comportamientos que son debidos a alteraciones psicológicas individuales pero que también vienen fomentados por estructuras sociales profundamente desiguales que inhiben la empatía o por identidades fundamentalistas que atribuyen valores diferentes a la vida humana según el grupo de pertenencia.
Pero existen formas menos extremas y más comunes de corrupción moral. Para Smith “la disposición a admirar, y casi a adorar, al rico y al poderoso y a despreciar o al menos menospreciar a las personas pobres y de medios limitados, aun cuando sea necesaria para establecer y para mantener la distinción de jerarquías y el orden social, es a su vez la causa más grande y universal de la corrupción de nuestros sentimientos morales”[31]. Adam Smith ha sido interesadamente malinterpretado en sus ideas sobre la riqueza, los empresarios y la mano invisible. A su juicio es moralmente reprochable toda riqueza obtenida violando “las reglas de juego limpias”. La mano invisible sólo promueve “a veces” el interés común cuando el particular busca su propio interés “por un camino justo y bien dirigido”. Por último, defender la libre empresa es diferente de defender a los empresarios, pues éstos, en ausencia de instituciones garantizadoras del “camino justo y bien dirigido” (principalmente la libre competencia) tenderán a realizar su propio interés a costa del interés común[32]. De ahí que para Adam Smith el fundamento de la sociedad no se encuentra ni en la mano invisible, ni en los empresarios ni en la riqueza sino en la Justicia, el Derecho y la Ética.
“…cuando prevalece la injusticia la sociedad necesariamente se destruye. La beneficencia es un ornamente que embellece, no el fundamento que soporta el edificio y por ello sólo basta con recomendar que se adopten conductas benéficas, pero no hay que imponerlas. Por el contrario, la justicia es el principal pilar del edificio. Si se le quitara, todo el inmenso tejido de la sociedad se rompe y queda sólo en átomos. A efectos de cumplir con la justicia, la naturaleza ha puesto en el corazón humano un sentimiento de abandono, de temor al castigo merecido, como la mayor garantía que tienen las sociedades, como protección de sus miembros más débiles, para frenar la violencia y para castigar al culpable…”[33]
La Justicia se fundamenta en normas generales universalmente aceptadas y establecidas por la concurrencia de los sentimientos de todos los hombres. Dichas normas están en última instancia fundadas en la experiencia de lo que, en casos particulares, aprueban o reprueban nuestras facultades morales o nuestro sentido del mérito y de la conveniencia. Originariamente no aprobamos o condenamos los actos en particular porque al examinarlos resulten estar de acuerdo o no con alguna regla general. Por el contrario, la regla general se forma a través de la experiencia a través del juicio moral socialmente compartido que realizamos sobre lo aceptable o reprobable de determinado tipo de actos o comportamientos.
El juicio moral posee una doble naturaleza, intelectual y sensible. La inducción de reglas generales es una operación imposible sin la razón. Si nuestros juicios morales dependieran sólo de nuestra emociones y sentimientos inmediatos tan influenciables por nuestros estados de salud, humor o circunstancias, la vida social se resentiría sin duda. El juicio ajeno sobre nuestros propios comportamientos debe responder a reglas ciertas y esta certidumbre sólo puede ser asegurada por la razón. Pero de ahí no se deduce que la norma moral proceda exclusivamente de la razón, pues las experiencias primarias de lo bueno y de lo malo a partir de las cuales la razón elabora las reglas generales no proceden de ésta sino de un inmediato sentido y emoción sobre los comportamientos observados. Por ello la corrupción moral implica a la vez alogia, apatía y anestesia.
Esta doble naturaleza, intelectual y sensible, de las normas éticas explica por qué el fundamento de las mismas se encuentra muchas veces no sólo en la ética sino también en otras disciplinas puramente intelectuales. Tomemos, por ejemplo, la imparcialidad de los funcionarios, una institución que puede valorarse éticamente sin duda, ya que imaginar un funcionario actuando parcialmente a favor de intereses particulares a través de la autoridad de la que ha sido investido para defender el interés público en el marco de las leyes, es algo que –por más corriente que resulte en algunos países- excita negativamente nuestra sensibilidad y produce un juicio moral negativo. Pero la imparcialidad de los funcionarios también es objeto de valoración desde el derecho, la economía, la ciencia política, etc., en tanto que, como institución político-administrativa se justifica por asegurar determinados bienes públicos sin los cuales se resentirían la seguridad jurídica, la eficiencia económica o la credibilidad del proceso político-administrativo. Corresponde a estas ciencias discutir los arreglos institucionales alternativos disponibles, sus diferentes efectos y el alcance distributivo entre grupos sociales correspondiente a cada uno de ellos. Corresponde a la práctica política el pasar de uno a otro tipo de arreglos institucionales. En todas estas operaciones tiene un rol la ética.
Esta doble naturaleza explica también tanto la necesidad como la radical insuficiencia de los enfoques puramente intelectuales o puramente sensibles para el mejoramiento ético de nuestros comportamientos. El fracaso de los tecnócratas tiene su raíz en la sinrazón que representa reducir el progreso o desarrollo humano exclusivamente a su dimensión unilateral de racionalidad instrumental. Sin indignación moral ante hechos irrefutablemente indignos falta la pasión necesaria para remover el status quo viciado generador de la apatía moral, la alogia y la anestesia que están dejando maltrecha nuestra capacidad de juzgar. Necesitamos la indignación bien informada de todos los Bernardos Kliksberg del mundo, necesitamos de actitudes proféticas religiosas o laicas para conjurar la amenaza de un mundo tecnificado dominado por unas élites globales y unas clases medias en los países centrales insensibles al dolor ajeno, a la desigualdad y la injusticia, a la discriminación racial, de género o religiosa, o a la suerte de las generaciones futuras, ensimismados en los yoes más egóticos, autoeregidos en eje del bien, perseguidores histéricos de una seguridad total imposible y sólo para ellos… con una propensión a la vez a la alogia, la anestesia y la apatía moral.
[1] Esta afirmación la tomo prestada de Manuel Zafra Jaén a cuya amistad, conversaciones y lecturas tanto debo.
[2] Un compendio divulgativo del pensamiento de Sen se encuentra en su obra El Desarrollo como Libertad, 1999, Editorial Planeta, Barcelona. Una buena síntesis analítica del contraste entre la concepción utilitarista y la concepción seniana del desarrollo puede verse en Joan-Oriol Prats Cabrera, Bienestar y Desarrollo en Amartya Sen publicado en www.iigov.org 1999, biblioteca de ideas.
[3] Si se quiere un mayor desarrollo del concepto de gobernabilidad y de su relación con el de gobernanza, así como de la importancia de ambos para el desarrollo, puede verse Joan Prats, “Gobernabilidad Democrática para el Desarrollo Humano: Marco Conceptual y Analítico”, Instituciones y Desarrollo, 10, octubre 2001, 103-148
[4] La autoría del texto del Anexo 2 corresponde a Joan-Oriol Prats Cabrera.
[5] Una batería muy completo de indicadores de gobernabilidad puede encontrarse en IIG, Informe sobre Gobernanza y Desarrollo en América Latina, IIG, 2003 (borrador, prevista publicación y lanzamiento para diciembre de 2003).
[6] Una exposición de los procesos a través de los cuales en las democracias de baja intensidad el proceso político puede ser capturado por coaliciones rentistas capaz de bloquear las reformas necesarias para el desarrollo puede verse en Pranab Bardham, “Entendiendo el Subdesarrollo: Retos de la Economía Institucional desde el Punto de Vista de los Países Pobres”, en Instituciones y Desarrollo, 10, octubre 2001, 73-102). El argumento en que se centra Bardham es que las instituciones de una sociedad son a menudo el resultado de conflictos distributivos estratégicos entre diferentes grupos sociales, y la desigualdad en la distribución del poder y los recursos puede a veces bloquear el realineamiento de estas instituciones hacia formas conducentes al desarrollo de todos.
[7] Desde esta perspectiva visionamos cada acto de política no como una elección hecha para maximizar una función social de bienestar sino como un episodio o jugada dentro de la serie de reglas e instituciones existentes, pero admitiendo cierto margen de libertad para realizar movimientos estratégicos que son capaces de afectar o alterar las futuras reglas e instituciones. Desde esta misma perspectiva las constituciones e instituciones en general tampoco son vistas como textos sagrados escritos bajo condiciones ex ante ideales y de ausencia de conflicto, merecedoras de consenso unánime y proveedores del conjunto de reglas necesarias para la elaboración de los futuros actos de política. Contrariamente las instituciones se consideran como contratos incompletos que regulan un mundo cambiante y complejo y que contienen algunas provisiones sobre los procedimientos con el que trataremos contingencias imprevistas y que se hallen sujetos a enmiendas explícitas y a cambios implícitos producidos por actos de política (Dixit, A.K. (1996), The Making of Economic Policy. A Transaction-Cost Politics Perspective. Cambridge, Mass.: The MIT Press, 30-31).
[8] Todo el esquema de la cooperación tradicional al desarrollo, aún en gran parte vigente, se basó en la ilusión de que los expertos –internacionales y nacionales- podían obtener todo el conocimiento necesario sobre qué era necesario y posible hacer en cada momento para producir desarrollo y sobre cómo hacerlo. Hoy hemos descubierto que el conocimiento experto es limitado y necesariamente defectuoso, que el conocimiento necesario para el desarrollo humano se halla disperso entre el conjunto de actores y, sobre todo, que el éxito en la conducción de la transformación en que consiste el desarrollo depende de un tipo de conocimiento que no es conocimiento experto, sino posesión de habilidades y capacidades para dirigir la acción colectiva, el cual no puede obtenerse por investigación o estudio sino sólo a través del aprendizaje desde la acción y para la acción. Ésta es la sabiduría característica de los líderes y emprendedores públicos, a la que la sabiduría de los expertos puede ayudar y complementar pero nunca sustituir
[9] El republicanismo es una concepción radical de la democracia que se contrapone a la concepción liberal hoy prevaleciente. A lo largo de la historia, república y democracia se han utilizado indistintamente. El liberalismo no fue democrático inicialmente y cuando aceptó la democracia impuso una idea de ésta que no se corresponde con la tradición republicana: la República romana (Cicerón), el Renacimiento humanista italiano (Maquiavelo), la tradición de la Commonwealth británica (Harrington y Milton), el federalismo español (Pi i Margall), algunas corrientes del socialismo democrático (Berstein)… El republicanismo es un proyecto de liberación humana. Su valor final es la libertad, pero entendida de modo radical, como la situación en la que la persona no está sujeta al dominio de nadie, ni en la esfera privada, ni en la esfera pública. Esto sólo es posible si, además del Derecho, contamos con ciudadanos que cultivan las virtudes públicas (como las señaladas ya por Cicerón: igualdad, sencillez, honestidad, integridad, prudencia, etc.) que califican para formar parte de la res publica y para participar en su determinación. La lucha por las libertades y contra la dominación, la reivindicación de las virtudes ciudadanas y la dignificación de la esfera pública, adaptadas a las exigencias de cada tiempo, son constantes de la tradición republicana. Pero la reivindicación de las virtudes públicas o cívicas que hace el republicanismo no puede confundirse con el discurso moralista al uso. El republicanismo se limita resaltar las características, valores y capacidades que han de determinar el comportamiento público o de acción y participación democrática de los ciudadanos. (El libro más conocido sobre el tema se debe a Pettit, Philipp, Republicanismo. Una Teoría sobre la Libertad y el Gobierno. Barcelona, Paidos, 1999.
[10] Todos nosotros somos “tomadores de historia”. Algunos de nosotros somos por nuestra capacidad analítica ex post “contadores de historia”; otros por su afición previsora ex ante son “contadores de historias”; sólo unos cuantos alcanzan la calidad de “hacedores de historia” y, sin duda, los buenos políticos, como en general todos los líderes y emprendedores, se encuentran entre ellos.
[11] Seguimos en este punto la obra bien conocida de Peter Senge: “Por disciplina no aludo a un “orden impuesto” o un “medio de castigo”, sino un corpus teórico y técnico que se debe estudiar y dominar para llevarlo a la práctica. Una disciplina es una senda de desarrollo para adquirir ciertas aptitudes o competencias. Al igual que en cualquier disciplina, desde la ejecución del piano hasta la ingeniería eléctrica, algunas personas tienen un “don” innato, pero con la práctica cualquiera puede desarrollar un grado de habilidad. La práctica de una disciplina supone un compromiso constante con el aprendizaje. “Nunca se llega”: uno se pasa la vida dominando disciplinas. Nunca se puede decir: “Somos una organización inteligente”, así como nadie puede decir: “Soy una persona culta”. Cuanto más aprendemos, más comprendemos nuestra ignorancia” (P. Senge, La Quinta Disciplina, Granica, Barcelona, 1992).
[12] Daniel Kaufman y A Kraay (julio 2002), Growth without Governance, paper en www.worldbank.org/wbi/governance/pubs/growthgov.htm.
[13] John Stuart Mill, Consideration on Representative Government (1861), traducción española Consideraciones sobre el Gobierno Representativo, Tecnos, Madrid, 1985, p. 34.
[14] Adam Smith, De Economía y Moral, Introducción y selección de Telmo Vargas, Libro Libre: San José de Costa Rica, p. 12 a 26.
[15] El argumento se encuentra desarrollado en Dahl, ob.cit., p. 195-204.
[16] Es muy conocido el aserto de Lord Acton en 1887 “el poder tiende a corromper; el poder absoluto corrompe absolutamente”. Un siglo antes, William Pitt, hombre de amplia experiencia política, dijo algo similar: “el poder ilimitado es proclive a corromper las mentes de quienes lo poseen”. Ésta fue la perspectiva adoptada por los miembros de la Convención Constitucional americana de 1787: “Señor hay dos pasiones que tienen una poderosa influencia sobre los asuntos de los hombres”, decía Benjamín Franklin, el delegado de más edad, “Éstas son la avaricia y la ambición: el amor al poder y el amor al dinero”. Uno de los delegados más jóvenes, Alexander Hamilton, coincidió en la idea: “Los hombres aman el poder”. Y Georges Mason puntualizaba: “Dada la naturaleza del hombre, podemos estar seguros de que aquellos que tienen el poder en sus manos… siempre… en cuanto puedan… lo acrecentarán”.
[17] Vid. Daniel Kaufmann, Misrule of Law. Does the Evidence Challenge conventions in Judiciary and Legal Reform? Draft for discussion, july 2001, p. 4-5.
[18] Tratado de los Sentimientos Morales, Parte I, Sección II.
[19] Aquí radica el fundamento económico de la lucha por la seguridad jurídica. El avance hacia mercados eficientes ha exigido históricamente y sigue exigiendo ahora la reducción progresiva hasta la eliminación del poder arbitrario. La interdicción de la arbitrariedad es la columna vertebral del mercado eficiente. Ella fue la bandera de las revoluciones liberales europeas que iniciaron el proceso de extender la ciudadanía y el mercado desde los muros de las villas o burgos a todo el territorio nacional creando la nación moderna. El gobierno constitucional no sólo es un ideal de libertad personal y política, es también una exigencia para el funcionamiento eficiente de los mercados. Las diferencias de incertidumbre respecto de la seguridad de los derechos se corresponden probadamente con las diferencias de desarrollo observables entre los países.
Cuando un sistema institucional define y garantiza pobremente los derechos de propiedad del conjunto de la población,  la inseguridad resultante no se traduce sólo en mayores costes de transacción sino en la utilización de tecnologías que incorporen poco capital fijo y no impliquen acuerdos a largo plazo. Las empresas tenderán a ser de pequeña dimensión, salvo cuando pertenezcan o estén protegidas por los gobiernos o por su propia fuerza o la de una potencia exterior.
[20] Fuentes Quintana, E., “Tres Decenios Largos de Economía Española en Perspectiva”, en García Delegado; J.L. (coordinador), España Económica, Madrid, Espasa Calpe, 1993.
[21] Según North, D.D., Institutions, Institutional Change and Economic Performance, Cambridge, Cambridge University Press, 1991.
[22] Burns, M.J., Leadership, New York, Harper and Row Publishers, 1975., págs. 43-44
[23] Heifetz, R.A., Leadership without Easy Answers,Cambridge MA, Cambridge University Press, 1994.
[24] Para nuestros autores hay dos clases de competencias requeridas para hacer historia: (1) ser capaz de sentir y hacerse cargo de las desarmonías experimentadas en el propio espacio vital colectivo y (2) ser capaz de cambiar el propio espacio en base a las prácticas en desarmonía. Ello es imposible desde una actitud meramente intelectual, pues exige compromiso y experimentación implicada. Los emprendedores hacen historia a través de la articulación, la apropiación cruzada y la reconfiguración de las prácticas y las identidades de su espacio vital. Esto no es una tarea especializada sino la mejor forma de vivir nuestra cotidianeidad. Flores, F., Spinosa, Ch. Y Dreyfus, H.L., 1997, Desclosing New Worlds. Entrepreneurship, Democratic Action and The Cultivation of Solidarity. Massachusetts Institute of Technology, pág. 356-358.
[25] El alineamiento entre capacidades institucionales y las coaliciones distributivas de actores estratégicos en el país determina la viabilidad de las políticas de reforma institucional en un país determinado. Por mucho que en un país exista la capacidad institucional para llevar a cabo una determinada política (se cuenta con los medios y los instrumentos adecuados), si la coalición distributiva que impulsa la misma no engloba a los actores adecuados, su viabilidad será mínima. Los incentivos que confrontan los diversos actores que apoyan una política resultan de vital importancia para entender los resultados de la política misma.
[26] Esto supone que, bajo determinadas circunstancias, y en ausencia de instituciones adecuadas como condición necesaria, las sociedades puedan verse encerradas en un equilibrio caracterizado por una elevada corrupción, un bajo desarrollo y bajos niveles de democracia (Bardhan, 1997; Shleifer yVishny, 1993).
[27] Estas ideas son compartidas por Dahl (2000), cuando enumera las ventajas que la democracia aporta al desarrollo.
[28] “Derribemos también esa pretendida razón rígida e inmutable; quedémonos con la creencia, pues ella es suficientemente fuerte para garantizar la vida y la convivencia pero demasiado débil para permitir que en ella se apoye el fanatismo” (Félix Duque, Introducción al Tratado de la Naturaleza Humana, libro I, Ediciones Orbis, Barcelona, 1984).
[29] Adam Smith, Teoría de los Sentimientos Morales, parte I, sección I.
[30] Algunas aproximaciones actuales al desarrollo que enfatizan exclusivamente los factores endógenos tales como el bajo capital social o las instituciones inadecuadas y falentes, sin considerar la responsabilidad de los factores exógenos tales como el régimen del comercio internacional, la arquitectura del sistema financiero, el consumo de productos ilegales en los países desarrollados o los niveles desproporcionados de contaminación procedentes de éstos, son actitudes que tienden a culpabilizar exclusivamente a la víctima y a anestesiar moralmente a los ciudadanos de los países desarrollados. En éstos el verdadero problema no es la duda por la eficacia de la ayuda sino la falta de movimiento y compromiso cívico suficientemente para forzar a los gobiernos a incrementar y a reformar la ayuda a la vez.
[31] Tratado de los Sentimientos Morales, Parte I, Sección II.
[32] “Rara vez se verán juntarse los de una misma profesión u oficio, aunque sea con motivo de diversión o de otro accidente extraordinario, que no concluyan sus juntas y sus conversaciones en alguna combinación o concierto contra el beneficio común, conviniéndose en levantar los precios de sus artefactos o mercaderías” (Adam Smith, De Economía y Moral, Introducción y selección de Telmo Vargas, Libro Libre: San José de Costa Rica, p. 12 a 26).
[33] Adam Smith, De Economía y Moral, cit., págs. 348-349.

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