La democracia cosmopolita: una respuesta a las críticas

Era natural suponer que la globalización afectaría no sólo a la producción, las finanzas, la tecnología, los medios de comunicación y la moda, sino también al sistema político internacional, lo que desembocaría en una globalización de la democracia. La noción de “democracia globalizante” se podía entender como un fenómeno que afecta a los regímenes internos de los diversos Estados, poro también como una nueva forma de entender y regular las relaciones políticas mundiales. Una vez eliminada la amenaza nuclear muchos pensadores instaron a los Estados occidentales a que aplicaran progresivamente sus principios de imperio de la ley y participación compartida también en el ámbito de los asuntos internacionales. Esta era la idea básica que subyacía tras la democracia cosmopolita: globalizar la democracia al mismo tiempo que se democratizaba la globalización.
Los gobiernos de los principales Estados liberales de Occidente no han respondido a estos llamamientos. Con la única excepción de la Corte Penal Internacional, no se ha producido ninguna reforma institucional importante desde el final de la Guerra Fría. Por otra parte, se ha seguido utilizando la guerra como mecanismo para resolver controversias, se vulnero el derecho internacional constantemente, y la ayuda económica a los países en desarrollo disminuye en lugar de aumentar. Sectores significativos de la opinión pública del Norte se han manifestado contra la política exterior de sus gobiernos. Pero cuando los gobiernos occidentales son censurados por su conducta internacional, éstos justifican sus actos con un peligroso silogismo: ‘puesto que hemos sido elegidos democráticamente, no podamos ser culpables de delitos”. Puede que estos gobiernos hayan sido elegidos democráticamente, y que hayan respetado el imperio de la ley en el interior, pero ¿cabe mantener lo mismo en relación a los asuntos exteriores?
La peligrosa doble moral caracteriza incluso el debate intelectual sobre la democracia. Los defensores más firmes de la democracia dentro de los Estados suelen volverse escépticos, incluso cínicos, ante la hipótesis de una democracia mundial. Dahrendorf resolvió la cuestión precipitadamente declarando que proponer una democracia mundial es como “ladrar a la luna”, mientras Dahl concluía, con mus elegancia, que “el sistema internacional estará por debajo de cualquier umbral razonable de democracia. Sin embargo, la democracia cosmopolita sigue asumiendo los riesgos que conlleva proponer la implantación de una sociedad democrática dentro de, entre y más allá de los Estados.
La lógica en la que se basa la búsqueda de la democracia cosmopolita depende de los siguientes supuestos:
 1. La democracia debe conceptualizarse como un proceso, y no como un conjunto de normas y procedimientos
La democracia no se puede entender en términos estáticos. Esto se demuestra cuando los Estados con las tradiciones democráticas más arraigadas, cada vez más, ponen a prueba a la democracia en aguas inexploradas. Por ejemplo, en relación a que el número de titulares de derechos en la mayoría de las democracias desarrolladas está aumentando: minorías, inmigrantes, generaciones futuras, incluso animales, gozan ahora de un conjunto concreto de derechos. Los procedimientos para tomar decisiones están una vez más en disputa, como indica el debate sobre la democracia deliberativa, mientras el problema de la suma de preferencias políticas, planteado inicialmente por Condorcet, está de nuevo en el centro del debate. Por un lado, se ha subrayado que la democracia no se puede expresar sólo en términos del principio de la mayoría. Por otro, a menudo se propone que se preste consideración no sólo a la suma aritmética de preferencias individuales, sino también a cómo diferentes individuos se ven afectados por una decisión determinada.
El debate en el seno de la teoría democrática nunca ha sido tan enérgico como en la última década del siglo XX —precisamente la misma década que fue testigo de la supuesta victoria de la democracia—. ¿Qué conclusiones se podrían extraer de todo esto? En primer lugar, la comprensión de que el proceso de la democracia está “inacabado” y lejos de haber llegado a su conclusión. Generalizando esta afirmación, debería verse la democracia corno un proceso “sin fin”, de tal modo que carecemos de capacidad para predecir hoy la dirección hacia la que las generaciones futuras encaminarán las formas de contestación, participación y gestión. Estos supuestos sitúan la democracia no sólo en un contexto histórico, sino también dentro de la evolución histórica específica de cada comunidad política. Por tanto, es decisiva la forma en que se valoran efectivamente los sistemas políticos: todos los sistemas democráticos pueden evaluarse con más eficacia a partir de una escala relativa a su propio desarrollo, y no con una dicotomía simplista democracia/no-democracia. Esto implicaría que, para evaluar el sistema político de un Estado, hace falta tener en cuenta tanto el grado de democracia como el camino que lleva a ella.
2. Un sistema beligerante de Estados dificulto la democracia en el interior de los Estados
La ausencia de un clima internacional pacífico tiene como efecto bloquear la disidencia, modificar la oposición e inhibir la libertad dentro de los Estados. Los derechos de los ciudadanos son limitados y, para satisfacer la necesidad de seguridad, se dañan las libertades civiles y políticas. Esto no es nuevo. Durante la Guerra Fría, en el Este la amenaza externa se utilizó como herramienta para inhibir la democracia, mientras que en Occidente se utilizó para limitar su potencial. Al mismo tiempo, los dirigentes —los democráticos no menos que los autocráticos— alimentaron el enfrentamiento como un instrumento para mantener el dominio en el interior.
En la actualidad, los extremistas —incluso en los Estados democráticos— siguen reforzando el poder alimentando las llamas del conflicto internacional. Así, el desarrollo de la democracia se ha visto limitado tanto por la ausencia de condiciones externas favorables como por la ausencia de voluntad para crearlas. Aun hoy, los peligros del terrorismo han provocado una limitación impuesta a los derechos civiles en muchos Estados. Por consiguiente, resulta significativo que el reciente proyecto del Instituto Internacional para la Democracia y la Asistencia Electoral evalúe el grado de democracia dentro de un Estado, posiblemente por primera vez, basándose también en cómo valoran los ciudadanos la política exterior de su gobierno y en el entorno político internacional en su conjunto; se reconoce así que un orden internacional fundado en la paz y en el imperio de la ley es una condición necesaria para el progreso de la democracia dentro de los Estados.
3. La democracia dentro de los Estados favorece la paz, pero no produce necesariamente una política exterior virtuosa
La presencia de instituciones democráticas dificulta la capacidad de los gobiernos para entrar en guerras insensatas que ponen en peligro la vida y el bienestar de sus ciudadanos. Una noble tradición liberal ha señalado que los autócratas son más proclives a los conflictos, mientras que los gobiernos que rinden cuentas ante su pueblo se inclinan a contener el conflicto. Jeremy Bentham (1786-89) mantenía que para reducir las probabilidades de entrar en una guerra, era necesario abolir la práctica del secreto dentro del Ministerio de Asuntos Exteriores y permitir que los ciudadanos confirmen que las políticas exteriores sirven a sus intereses. James Madison (1792) creía que para impedir que se produjeran conflictos, los gobiernos debían estar sometidos a la voluntad del pueblo. Immanuel Kant sostuvo que si un Estado adoptaba una Constitución republicana, las probabilidades de ir a la guerra serían escasas y espaciadas, puesto que “si se erigiera la aprobación de los ciudadanos sobre si ir o no a la guerra, no habría nada más natural que estos [ciudadanos] —una vez reconocida su responsabilidad sobre las calamidades causadas por la guerra— dedicaran al asunto una considerable reflexión antes de entrar en un juego tan perverso”.
El debate sobre la hipótesis de que “las democracias no luchan entre sí” sugiere una conexión, causal y precisa, que vincula los sistemas internos de los Estados con la paz en el ámbito internacional. Según un silogismo que nunca se hace explícito, cabe atribuir la persistencia de la guerra a la presencia de Estados no democráticos. En consecuencia, se puede garantizar una comunidad pacífica en el ámbito internacional actuando únicamente sobre los sistemas políticos internos de los Estados. Pero los Estados democráticos no aplican necesariamente a su política exterior los mismos principios y valores sobre los que construyen su sistema interno.
Por supuesto, los teóricos realistas no esperarían que la impronta democrática de un régimen implicara necesariamente una política exterior más virtuosa, y la democracia cosmopolita acepta esta lección de los realistas sobre la ausencia de coherencia necesaria entre la política nacional y la exterior. Sin embargo, señala dos virtudes ocultas de los regímenes democráticos que quizá les permita unir los elementos “reales” y los “ideales” de sus políticas exteriores. La primera es el interés de los Estados en generar organizaciones internacionales y participar en ellas y en favorecer asociaciones transnacionales. La segunda es la tendencia de los Estados a fomentar un mayor respeto a las normas cuando éstas son compartidas por comunidades que se reconocen mutuamente como análogas.
4. La democracia mundial no es sólo el logro de la democracia dentro de cada Estado
Es alentador que en el mundo contemporáneo haya hasta 120 Estados con gobiernos elegidos. Comparar esta cifra con los 41 Estados democráticos de 1974 y los 76 de 1990 da cuenta de la extensión de la democracia en el mundo, si bien a menudo en formas imperfectas. Larry Diamond (2002) ha predicho que dentro de una generación los gobiernos democráticos podrían gobernar todos los Estados del mundo. Diamond y el grupo de especialistas agrupados en torno al Journal of Democracy han desarrollado una agenda muy fructífera para explorar las condiciones que favorecen y dificultan el desarrollo y la consolidación de la democracia.
Sin embargo, han ignorado la agenda paralela que aborda la democracia cosmopolita, a saber, la democratización del sistema internacional, así como de sus Estados miembros individuales. Aunque el logro de la democracia dentro de un mayor número de Estados bien podría fortalecer el imperio de la ley internacional, así como reducir las condiciones que pueden llevar a la guerra, no es una condición suficiente en la que basar la reforma democrática de las relaciones internacionales. Un número creciente de Estados democráticos facilitará la lucha por la democracia mundial, pero no la conseguirá de forma automática. La democracia mundial, que no se puede entender únicamente en términos de “ausencia de guerra”, exige la ampliación de la democracia también a nivel mundial. A tal fin, resulta crucial identificar las herramientas legítimas que los Estados democráticos podrían utilizar para ampliar la democracia en los Estados autocráticos; el uso de medios no democráticos es claramente contradictorio con un fin democrático.
5. La globalización erosiona la autonomía política de los Estados y, por tanto, reduce la eficacia de la democracia basada en el Estado
Sería difícil imaginar hoy a la comunidad política de un Estado con un destino totalmente autónomo e independiente. Las opciones políticas de cada Estado están vinculadas a un conjunto de obligaciones (por ejemplo, las determinadas por los acuerdos suscritos entre Estados). Aún más importantes son las conexiones de hecho que unen a una determinada comunidad con políticas que se han elaborado en otro lugar. Aunque la dicotomía tradicional interno/extremo parte de la existencia de una separación definida entre las dos dimensiones, éstas aparecen progresivamente conectadas, como ha subrayado la bibliografía sobre regímenes internacionales. Las áreas en las que la comunidad política de un Estado puede tomar decisiones autónomas disminuyen, lo que nos lleva a la pregunta: ¿por medio de qué clase de estructuras podrán deliberar democráticamente las diversas comunidades políticas sobre asuntos que son de interés común?
6. Las comunidades de interesados no se corresponden necesariamente con las fonteras nacionales
Podemos identificar dos conjuntos de intereses que superan las fronteras de los Estados. Por un lado, están los asuntos que afectan a todos los habitantes del planeta. Muchos problemas del medio ambiente son auténticamente mundiales, puesto que influyen en el destino ele los individuos con independencia de su nacionalidad. Pero también hay cuestiones transfronterizas que afectan a comunidades más restringidas. La gestión de un lago rodeado de cinco Estados diferentes, la existencia de una comunidad religiosa o lingüística con miembros repartidos en zonas remotas del mundo, la dependencia de trabajadores en más de un Estado de las opciones estratégicas de la misma empresa multinacional, la opción ética de una sociedad profesional especializada; son cuestiones que no se pueden abordar democráticamente dentro de la comunidad política de un Estado. En la mayoría de los casos, estas “comunidades de destino con elementos en común” carecen de los medios necesarios para influir en las opciones políticas que afectan a su destino. Los gobiernos han creado organizaciones intergubernamentales (OIG) especificas, pero están dominadas por funcionarios en logar de interesados, y esto hace que dichas instituciones se inclinen a favorecer políticas que priman los intereses de los Estados en lugar de los intereses de los afectados. Incluso en casos en los que todos los gobiernos son elegidos, el proceso político sobre estos asuntos no sigue el principio democrático, según el cual todos los afectados pueden participar en la toma de decisiones. Por ejemplo, los experimentos nucleares realizados por el Gobierno francés en 1996 en la isla de Mururoa, en el Pacífico sur: la decisión de llevarlos a cabo se basó en los procedimientos de un Estado con una larga tradición democrática. Pero, la principal comunidad de afectados era manifiestamente diferente de la comunidad política puesto que el público francés no estaba expuesto a la posible radiación nuclear, aunque recibía la (supuesta) ventaja en términos de seguridad nacional y energía nuclear. La población francesa habría tenido una reacción diferente si esos mismos experimentos se hubieran realizado en los alrededores de París. En contraste, las desventajas medioambientales las experimentaron exclusivamente las comunidades que viven en el Pacífico sur. Los ejemplos en los que la comunidad política de un Estado diverge de aquellas comunidades cuyos intereses se ven más afectados aumentan.
El papel de los interesados en una comunidad democrática está reconocido desde hace tiempo: la teoría democrática intenta tener en cuenta no sólo la suma de cada preferencia individual, sino también de cuánta fuerza dispone cada individuo en una opción concreta. De modo similar, una parte significativa de la teoría democrática contemporánea, inspirada por Rousseau, está comprometida con el análisis del proceso relativo a la formación de preferencias, más que a su suma. Este es uno de los muchos ámbitos en los que se están desarrollando la teoría y la práctica de la democracia, aunque aún no se tiene en cuenta en el ámbito internacional. ¿Se pueden seguir ignorando dentro de un orden democrático los asuntos que afectan a los interesados que no están aliados a un único Estado?
7. Participación mundial
No es sólo un interés común lo que aceres a las poblaciones entre sí. Incluso Kant señaló que “en referencia a la asociación de las poblaciones del mundo uno ha llegado progresivamente a la indicación de que la violación de un derecho en cualquier punto de la Tierra es advertida en todos sus puntos”. Junto con la violación de los derechos humanos, la preocupación por las catástrofes naturales, las condiciones de pobreza extrema y los riesgos medioambientales también unen cada vez más a las diversas poblaciones de este planeta. Los seres humanos son capaces de una solidaridad que a menudo se extiende más allá de los perímetros de su Estado. Las encuestas sobre la identidad política de los habitantes de la Tierra han mostrado que el 15% ya afirma que so identidad principal es regional o global, frente al 38% que sostiene que es nacional y el 47% que es local. Sólo una minoría de la población mundial se identifica principalmente con las instituciones que dependen del monopolio weberiano del uso legitimado de la fuerza. El surgimiento de identidades múltiples podría desembocar también en múltiples capas de gobernanta. Si a esto le añadiéramos la creciente identidad mundial entre los jóvenes y entre los que tienen un nivel cultural más elevado, es legítimo preguntarse sobre los resultados de estas encuestas dentro de 10,50 ó 100 años.
Este sentimiento de pertenecer al planeta se expresa también por medio de la formación de un número cada vez mayor de organizaciones no gubernamentales (0NG) y movimientos mundiales. Como señalan Falk y Habermas, existe una esfera pública internacional emergente. Aunque hay una tendencia a exagerar el alcance respecto a que los ciudadanos participan en asuntos que no afectan directamente a su comunidad política, el sentimiento de pertenecer a una comunidad planetaria y de emprender acciones públicas a favor de la comunidad mundial es, sin embargo, cada vez mayor. Se ha observado que la necesidad de realizar la asociación política entre poblaciones diversas no es sólo una respuesta decisiva a las presiones de la globalización, sino que también responde a esta creciente sensación de pertenecer a una comunidad planetaria. La globalización refuerza la necesidad de coordinación de políticas interestatales, pero debe recordarse que la empatía de los individuos por las cuestiones planetarias seguiría floreciendo incluso si fuero posible restablecer las condiciones autónomas de cada Estado.
La estructura de la democracia cosmopolita
Estas cuestiones son viejas y nuevas. Viejas porque pertenecen a ese viaje a la democracia que aún hay que realizar y porque resurgen periódicamente tanto en la teoría como en la práctica. Nuevas porque las transformaciones económicas, sociales y culturales mundiales están ejerciendo presión sobre la cuna de la democracia: desde la polis al Estado-nación. No es la primera vez que la democracia ha sufrido una transformación para sobrevivir. Cuando los colonos americanos comenzaron a planificar un sistema participativo basado en el sufragio universal todos los varones blancos adultos dentro de un área geográfica mayor que la que abarcaba cualquier otro sistema democrático organizado previamente —fueran la polis griega o las repúblicas del Renacimiento italiana—, la palabra “democracia” se evitaba cuidadosamente. La “democracia” habría evocado la democracia “directa”, que habría sido inviable en esas condiciones. Tom Paine definió la democracia directa como “simple”, mientras los autores del Federalist –  – preferían la palabra “república” porque “en una democracia e1 pueblo se reúne y ejerce el gobierno en persona; en una república, se reúne y la administra por medio de los representantes y agentes”. Por muy maleable que fuera, a lo largo de su historia la democracia se ha atenido a ciertos valores: la igualdad de los ciudadanos ante la ley, el principio de la mayoría, la obligación del gobierno de actuar en interés de todos, la necesidad de que las mayorías fueran transitorias y no perpetuas, la idea de que la deliberación debía ser el resultado de un enfrentamiento público entre posiciones divergentes. La pregunta crucial para la era global es ¿cómo puede conservar la democracia sus valores básicos y aun así adaptarse a las nuevas circunstancias y cuestiones?
La mejor forma de conceptualizar la democracia cosmopolita es verla en función de sus diferentes niveles de gobernanza. Estos niveles no están vinculados tanto a una relación jerárquica como a un conjunto de relaciones funcionales. Indico cinco dimensiones paradigmáticas local, estatal, interestatal, regional y mundial. Estos niveles se corresponden a lo que Michael Mann define como las redes de la interacción social socioespacial. El supuesto del valor universal de la democracia exige probar cómo pueden aplicarse sus normas a cada uno de estos niveles.
El nivel local
Es difícil imaginar una democracia nacional sin una red local de instituciones, asociaciones y movimientos democráticos. Hoy, sin embargo, las dimensiones locales no son ajenas a la dimensión mundial. Dado que los Estados rara vez están deseosos de transferir competencias sobre cuestiones específicas a instituciones interlocales pero transfronterizas, los actores implicados suelen verse obligados a ampliar sus actividades más allá de sus jurisdicciones asignadas. Por tanto, las organizaciones intergubernamentales y no gubernamentales diseñadas para unir comunidades y órganos locales que no pertenecen al mismo Estado están creciendo de forma significativa. La democracia cosmopolita apoya este fortalecimiento, cuando es necesario y posible, de la estructura del gobierno local, incluso cuando esto exige cruzar las fronteras de más de un Estado.
El nivel estatal
Hasta la fecha, menos de la mitad de los Estados del mundo han adoptado un sistema político que se corresponda a la interpretación contemporánea de democracia. Aunque el ideal de democracia ha convertido incluso a sus antiguos oponentes, su afirmación en todo e1 mundo sigue estando lejos de obtenerse. Las nuevas democracias están en constante peligro, afrontan una lucha diaria por la consolidación y ni siquiera los ciudadanos de los sistemas democráticos más avanzados están totalmente satisfechos con sus regímenes. Estudiando la cuestión de la ampliación de la democracia desde un nivel estatal a un sistema mundial, veo a cada uno de los Estados democráticos (incompletos) existentes tanto como un laboratorio de democracia cosmopolita como un agente. Por ejemplo, se pide ahora a los Estados que concedan derechos a individuos a los que tradicionalmente se les habían denegado, como refugiados e inmigrantes. Falta mucho para que se conceda a los extranjeros iguales derechos que los que disfrutan los nacionales de un Estado, pero esta cuestión pone de relieve cómo afrontan actualmente los Estados democráticos el dilema de a quién consideran ciudadanos: ¿a los nacidos en una comunidad determinada? ¿A los que viven y pagan impuestos? ¿A los que simplemente querrían ser ciudadanos de una determinada comunidad democrática? Incluso dentro de una comunidad particular se diferencian los derechos de diversos grupos y ciudadanos. Una de las novedades más relevantes de la teoría moderna de la ciudadanía se refiere al reconocimiento de derechos específicos para comunidades con identidades religiosas, culturales y étnicas particulares. Un Estado democrático, se nos dice, no se basa exclusivamente en una idea de igualdad, sino también en el reconocimiento de la diversidad, incluso en aprovechar al máximo la heterogeneidad. Pero reconocer la diversidad dentro de una comunidad política determinada hace que sus fronteras se debiliten. Para encontrar buenas razones para ser cosmopolitas no tenemos que cruzar necesariamente las fronteras del Estado, basta con mirar nuestras escuelas y hospitales. Junto con su dimensión interna, un Estado también se caracteriza por ser miembro de la comunidad internacional. Entonces, ¿qué es lo que distingue a un miembro democrático de uno que no lo es? John Rawls ha intentado determinar cuál debería ser la política exterior de un Estado liberal formulando un conjunto de preceptos que dicho Estado debería observar unilateralmente. Aunque en su mayor parte aquí tomo los preceptos de Rawls como —orientaciones para una política exterior democrática, cate autor no apela ni una sola vez a la necesidad de que los Estados cumplan los acuerdos interestatales, sino que deja a los Estados —como hacía la concepción del derecho internacional anterior a Naciones Unidas— el derecho a dictar de forma autónoma sus propias normas y regias. En mi opinión, un Estado liberal debe distinguirse no sólo por la sustancia de su política exterior, sino también por la voluntad de seguir unos procedimientos comunes. Igualmente, un buen ciudadano de la comunidad internacional se distingue por respetar activamente unas normas comunes, así como por producirlas.
El nivel Interestatal
La presencia de organizaciones intergubernamentales (OIG) es un indicador de la voluntad de ampliar al nivel interestatal varios principios democráticos (igualdad para formal ente los Estados miembros, rendición pública de cuentas, imperio de la ley), pero al mismo tiempo es también una expresión de las dificultades que conlleva lograrlo. No hace falta ser partidario de la democracia, ni de su dimensión cosmopolita, para apoyar el trabajo de las OIG; su obligación es facilitar el trabajo de los Estados —sean democráticos o autocráticos— al menos tanto como limitar su soberanía. Aunque los pensadores estatistas, funcionalistas y federalistas sostienen opiniones diferentes sobre la función y el desarrollo futuros de las OJO, están igualmente en favor de ellas. ¿Podríamos considerar las OIG instituciones democráticas? Y, en caso negativo, ¿podrían convertirse alguna vez en instituciones democráticas? La acusación de déficit democrático se esgrime cada vez con mayor frecuencia no sólo respecto a la Unión Europea (UE), sino también a otras organizaciones, empezando por Naciones Unidas. Por ejemplo, con ocasión de su cincuentenario y de nuevo al inicio del milenio, se recomendó que se aumentara el poder, la transparencia, la legitimidad y la rendición de cuentas democrática de la ONU. Pero consideremos la aplicación en el ámbito mundial de uno de los principios clave de la democracia: el de la mayoría. No está claro cómo su introducción aumentaría la democracia en el seno de la ONU, puesto que los criterios para pertenecer a la misma no exigen que el Estado sea democrático. Un Estado democrático puede, en general, tener razones de peso para dudar antes de aceptar un principio mayoritario cuando muchos de los representantes en estas OIG no han sido elegidos y aun más si las competencias de la organización se amplían a asuntos que afectan a cuestiones internas. Ni siquiera si las OIG admitieran como miembros sólo a Estados democráticos, como en el caso de la UE, habría garantía de que el proceso de toma de decisiones respeta las preferencias de la mayoría de los interesados. La mayor parte de las OIG se basa en la igualdad formal de sus Estados miembros y esto a so vez garantiza a cada Estado el derecho a un voto, con independencia de su población, poder político y militar, e implicación en las decisiones que se adoptan. En la Asamblea General de la ONU tienen la mayoría los Estados miembros cuyo número total de habitantes representa el 5% de toda la población del planeta. ¿Sería un sistema más democrático si el valor del voto de cada Estado fuera proporcional a su población? En tal caso, seis Estados (China, India, EEUU, Indonesia, Brasil y Rusia) que representan más de la mitad de la población mundial tendrían una mayoría estable. Así pues, las OIG ilustran cómo el principio de la mayoría es difícil de aplicar en el ámbito interestatal. Sin embargo, no se puede ignorar el principio de la mayoría. Sin duda, el poder de veto de los cinco miembros permanentes del Consejo de Seguridad de la ONU va en contra de todos los principios tradicionales de la democracia. Con la excepción de la UE, que tiene un Parlamento elegido, ninguna otra OIG prevé un papel participativo en el proceso de toma de decisiones para los ciudadanos de sus miembros. Dahl tiene mucha razón cuando señala las numerosas dificultades que afrontan las OIG en sus intentos de lograr un proceso de toma de decisiones que cumpla las condiciones de la democracia. Sin embargo, esto no debe disuadir a las OIG de buscar soluciones democráticas, sino que debería tomarse como un incentivo para situar esta cuestión en el centro de su agenda. Son numerosos los proyectos y campañas puestos en marcha para la reforma y la democratización de la ONU y otras ONG que exigen adoptar una postura por motivos políticos y no teóricos. Así pues, ¿cuál debería ser la postura de los partidarios de la democracia cuando lo que se pide es la abolición del poder de veto dentro del Consejo de Seguridad de la ONU, una voz más poderosa para los Estados con cuotas inferiores dentro del FMI y un mayor grado de transparencia dentro de la Organización Mundial del Comercio (OMC)?
El nivel regional
Las cuestiones problemáticas que se deslizan en el nivel estatal también se pueden abordar en el regional. En muchos casos, el nivel regional podría surgir como el más adecuado de gobernanza. El ejemplo histórico más destacado es la Unión Europea (UF). Lo que empezó con seis Estados se ha desarrollado poco a poco, pero más o menos continuamente, hasta convertirse en una unión de Estados que se ensancha y profundiza, y que a medida que crecía ha podido fortalecer el sistema democrático de sus Estados miembros. La presencia de un parlamento elegido por sufragio universal, junto a la capacidad de unir primero a seis, luego a 15 y ahora a 27 Estados, distingue a Europa de cualquier otra organización regional. Pero la UE no está sola: en esta última década se ha producido un aumento y una intensificación de las organizaciones regionales en casi todo el mundo, especialmente en lo relativo a acuerdos comerciales. Por otro lado, las redes y organizaciones regionales también pueden convertirse en importantes promotores de estabilidad en zonas donde los integrantes individuales están mucho menos familiarizados con la democracia. Pienso en las zonas donde los Estados han demostrado ser incapaces, por una parte, de conservar el uso exclusivo de la fuerza legitimada dentro de sus fronteras y, por otra, de mantener relaciones pacíficas con sus vecinos. (…) Otros han aplicado la democracia cosmopolita como modelo para uniones regionales como Mercosur.
El nivel mundial
Es atrevido pensar que las decisiones mundiales podrían ser también parte de un proceso democrático, dado que dentro de las esferas de los armamentos, flujos financieros e incluso el comercio, cualquier forma de gobernanza pública ha resultado ser sumamente difícil. Sin embargo, la propuesta de gobernanza mundial democrática podría, en la práctica, ser menos audaz de lo que parecería inicialmente. Durante la última década aproximadamente, los actores no gubernamentales se vienen beneficiando de la capacidad de hacer oír su voz en diversas cumbres de la ONU, así como en el seno de organismos como el FMI y la OMC. Esto hace suponer que las OIG podrían tener instrumentos de ajuste interno que les permitieran rendir cuentas y ser más representativas. Aun así, las ONG, hasta la fecha, se limitan a desempeñar un papel de meros defensores, privadas de toda capacidad para tomar decisiones. Pero se está imponiendo gradualmente en lo político un nivel de gobernanza que va más allá del ámbito del Estado. La petición de un nivel mundial de gobernanza es enérgica en muchas áreas: flujos financieros, inmigración, preocupaciones medio ambientales, derechos humanos, ayuda al desarrollo. Cada uno de estos regímenes específicos tiene sus propias reglas, grupos de presión e instrumentos de control. (…) La democracia cosmopolita simplemente ofrece un marco de trabajo dentro del cual se pueden conectar las diversas áreas en las que están trabajando ciudadanos y movimientos mundiales. Durante la cumbre del G-8 celebrada en Génova en julio de 2001, los manifestantes exhibieron pancartas con el lema: “Ustedes G-8, nosotros 6.000 millones”. Afirmaciones similares pudieron oírse en Seattle, Porto Alegre y Florencia. Sin embargo, los jefes de Estado podrían —con razón— responder a estas acusaciones replicando: “A nosotros nos han elegido, ¿quién les ha elegido a ustedes?”. Siempre existe el riesgo de que los movimientos mundiales, aun cuando persigan buenas causas, hablen en nombre de la humanidad, aunque carezcan de mandato, como en el caso del estrafalario jacobeo prusiano Anacharsis Cloots, autoproclamado “orador de la raza humana”. Como señaló Wendt, el demos no está necesariamente preparado para apoyar una democracia mundial. Sólo con la construcción de instituciones políticas dedicadas se puede ver cuántas de las cuestiones que defienden los movimientos sociales cuentan con el respaldo de la mayoría de la población de la Tierra. Al mismo tiempo, la propia existencia de estas instituciones aumentaría la conciencia sobre la posibilidad de abordar cuestiones mundiales por medio de la acción política conjunta. Por tanto, una institución esencial de gobernanza democrática es un parlamento mundial. Esta es una propuesta antigua y utópica que ha resurgido en reiteradas ocasiones y que hoy debería estar en el centro de las campañas de los movimientos mundiales.
La relación entre los diversos niveles de gobernanza
Dado que tanto los niveles como las instituciones de gobernanza aumentan, se plantean las preguntas: ¿cómo se pueden compartir las competencias entre estos diferentes órganos? ¿Existe el riesgo de crear una nueva división de tareas, en la que cada órgano reclame la soberanía, aunque de hecho carezca de ella? ¿Podrían originarse nuevos conflictos de la existencia de instituciones dotadas de competencias parcialmente coincidentes cuya soberanía podría reclamar cada una de ellas? La cuestión clave aquí es, naturalmente, la soberanía, los cimientos del sistema del derecho internacional desde la Restauración. La soberanía sirvió al propósito de definir las competencias del Estado y dejar claro cuáles eran las fronteras de éste. Lo ideal es que el concepto de democracia cosmopolita pertenezca a esa escuela de pensamiento que desde Kelsen en adelante ha considerado la soberanía un dogma que hay que superar. La creencia de que un órgano político o institucional debe estar eximido de justificar sus actos es incompatible con la esencia de la democracia.
Cada actor político, sea un tirano o un pueblo “soberano”, debe ponerse de acuerdo con otros actores cuando las competencias son parcialmente coincidentes. Desde un punto de vista histórico, el concepto de soberanía es una creación artificial de una “hipocresía organizada” y, en muy pocos casos, ha logrado limitar los intereses extraterritoriales de un Estado. Sin embargo, debemos afrontar el desafío de encontrar un Sustituto efectivo, ya que la reivindicación formal de soberanía sigue siendo necesaria hoy para frenar el dominio de los fuertes sobre los débiles.
Sugiero reemplazar, dentro de los Estados además de entre los Estados, el concepto de soberanía por el de constitucionalismo. (…) Yo sostengo que debería eliminarse el uso del concepto “soberanía” en sí. Los conflictos relativos a la cuestión de la competencia derivados de los diferentes niveles de gobernanza deben resolverse dentro del ámbito de un constitucionalismo mundial y ser remitidos a órganos jurisdiccionales que a su vez deben actuar basándose en un mandato constitucional explícito, como ya ha propugnado Kelsen. Creer que los conflictos podrían resolverse en un nivel mundial por medio de procedimientos constitucionales y judiciales, y no por la fuerza, resulta visionario; pero se basa en el supuesto de que las normas se pueden respetar incluso si no existe un poder coercitivo de último recurso. El proyecto de una democracia cosmopolita se identifica, por tanto, con una ambición mucho más amplia: la de llevar la política internacional de la esfera del antagonismo a la esfera del agonismo (espíritu competitivo). Este proceso se ha afirmado gradualmente dentro de los Estados democráticos y es una práctica habitual que diferentes instituciones entren en disputas sobre sus competencias. Alcanzar el mismo resultado en el nivel mundial significaría dar un paso decisivo hacia un grado más progresista de civilización.
Las críticas a la democracia cosmopolita
 Críticas realistas
 Los realistas desencantados nos recuerdan que los mecanismos del mundo son muy diferentes de como los imaginan los soñadores de la democracia cosmopolita. Argumentan que los elementos principales que regulan las relaciones internacionales son, en última instancia, la fuerza y e1 interés. Por tanto, todo esfuerzo para domar la política internacional por medio de instituciones y la participación pública es pura utopía. No discrepo en atribuir importancia a la fuerza y al interés, pero es excesivo no sólo considerar que son lo único que mueve la política, sino también que son inmutables. Incluso desde una perspectiva realista sería erróneo pensar que los intereses de todos los actores implicados en la política internacional se oponen a la gestión democrática del proceso de toma de decisiones. Es más exacto hablar de intereses opuestos en tensión. Por tanto, de momento hay, por una parte, la influencia que ejercen sobre el proceso de toma de decisiones algunos centros de poder (determinados gobiernos, grupos militares y grandes empresas); y, por otra parte, las demandas de grupos de interés más amplios de aumentar su papel en la toma de decisiones. Sean estos Estados periféricos, movimientos mundiales o industrias nacionales, no necesariamente son puros de corazón. Siguen una agenda que es antihegemónica de hecho porque sus propios intereses son opuestos a los del poder centralizado. Apoyar estos intereses no es cuestión de teoría sino de opción política.
Sin embargo, algunos realistas rechazan no sólo la viabilidad del proyecto cosmopolita, sino también su conveniencia. Estos críticos suelen estar confundidos porque se percibe el riesgo de que el proyecto cosmopolita pudiera, en el marco de la realidad política contemporánea, ser utilizado en otras direcciones. Sin duda, es significativo que Zolo, para construir su crítica de la democracia cosmopolita, deba forzar continuamente la posición adoptada por sus antagonistas. En Cosmopolis critica a menudo la perspectiva de un gobierno mundial, pero ninguno de los autores a los que cita —Bobbio, Falk, Habermas, Held— lo ha defendido nunca. Estos especialistas limitaban su apoyo a un aumento del imperio de la ley y la integración dentro de la política mundial; nunca argumentaron a favor de la concentración de poder coercitivo mundial. No hay que identificar la democracia cosmopolita con el proyecto de un gobierno mundial —que se basa necesariamente en la concentración de fuerzas en una única institución—; por el contrario, es un proyecto que invoca alianzas voluntarias y revocables entre instituciones gubernamentales y metagubernamentales, donde el poder coercitivo está compartido, en última instancia, entre los actores y sometido al control judicial.
Sería útil realizar un experimento para verificar con qué frecuencia una crítica realista de la democracia cosmopolita podría aplicarse también a la democracia del Estado. Si el enfoque realista se aplicara de forma coherente, la democracia no podría existir como sistema político. Pese a todas sus imperfecciones, la democracia sí existe, y esto es posible gracias, en parte, a los pensadores y movimientos — ¡todos visionarios!— que han apoyado y luchado por su causa mucho antes de que pudiera ser posible.
La hegemonía estadounidense
El mundo actual está dominado por un bloque hegemónico en el que un solo Estado, EEUU, está dotado de poderes extraordinarios y tiene el mandato de defender unos intereses económicos muy limitados. Esta hegemonía va tan lejos como para recurrir al poder militar para penetrar en la actividad económica y política. Los críticos han descrito cómo mochas organizaciones internacionales —como el FMI, la OMC y la OTAN— también sirven al propósito de mantener y preservar los intereses de este nuevo bloque hegemónico.
Basándose en la observación de las condiciones del mundo real, estos críticos alegan que un proyecto que tiene como objetivo dar poder a instituciones mundiales para coordinar y monitorizar las políticas nacionales lleva de hecho a una reducción de la independencia de los diversos Estados y, en última instancia, refuerza la ideología del poder hegemónico actual. Autores como Zolo, Gowen y Chandler han señalado cómo los mismos años que presenciaron proyectos audaces para la reforma de la ONU y la democratización de la gobernanza mundial fueron también testigos de la significativa actividad militar de los Estados de Occidente. En so canino hacia el uso de la fuerza, estos Estados emplearon una retórica que recordaba peligrosamente los discursos que añoran un orden mundial fundado en los valores de la legalidad y la democracia. Ya he argumentado que la cantidad de poder concentrado en las manos de EEUU es excesiva, y que su democracia interna no es garantía de la aplicación sensata o legítima de ese poder. Sin embargo, la clave es encontrar una estrategia que pueda oponerse efectivamente a este bloque hegemónico.
Contrariamente a Zolo, Gowen, Chandler y otros, cuestiono la capacidad del viejo dogma de la soberanía para proporcionar una alternativa satisfactoria a la hegemonía estadounidense o, en realidad, a cualquier hegemonía. Hasta este momento, el llamamiento a la soberanía ha servido al propósito de ayudar a los gobiernos a abusar de sus ciudadanos, en lugar de ofrecer a los Estados más débiles protección frente a la codicia de los Estados más fuertes. El reforzamiento de las instituciones internacionales, especialmente si está inspirado en los valores de la democracia, probablemente produciría el efecto deseado de obligar a EEUU y a sus aliados a llevar a cabo una política exterior mucho más coherente con sus propias constituciones. Atrincheramos tras la noción de soberanía sólo por contrarrestar la hegemonía de EEUU podría hacemos olvidar a los millones de personas que están sometidas cada día a la opresión de sus propios gobiernos. El reciente conflicto en Irak parece reforzar este argumento. Por una parte, la ausencia de consenso y de legitimidad internacional no disuadió a dos Estados democráticos, EEUU y el Reino Unido, de hacer la guerra en contra del derecho internacional.
Por otra parte, la comunidad internacional carecía de instrumentos no coactivos para protestar contra la violación de derechos humanos por parte del Gobierno iraquí, dado que representaba a un Estado “soberano”. La perspectiva cosmopolita habría instado, por el contrario, a la comunidad internacional a emprender otras acciones, como sanciones inteligentes, para oponerse al Gobierno iraquí y acabar con él en última instancia.
La crítica marxista 1 (Karl)
Suele decirse que el poder hegemónico de EEUU y sus aliados más próximos es consecuencia del actual sistema económico internacional. Como la democracia cosmopolita se contra en los aspectos institucionales del orden internacional, en la superestructura, y no concede el lugar de honor a las dinámicas económicas, se la critica por no tener en cuenta los centros cruciales de poder.
Desde una perspectiva marxista, la democracia internacional, tomada únicamente como un proyecto institucional, sería imposible, pues la transformación de la política mundial sólo puede realizarse con un nuevo régimen económico. Pero no es fácil establecer vínculos de causa y efecto bien definidos entre política y economía. Muchos intereses económicos están más que satisfechos con los actuales mecanismos de control y no tienen ningún interés en aumentar la gestión democrática sobre los flujos de capital o del comercio internacional.
Sin embargo, hay muchos otros intereses, quizá más generalizados, que están presionando a favor de una mayor rendición de cuentas. La especulación financiera que beneficia a algunos grupos es un obstáculo para otros, y muchos poderes económicos esperan ahora poder alterar la estructura actual de las finanzas internacionales. Algunas de las propuestas más interesantes sobre cómo limitar los daños causados por la globalización financiera proceden del propio George Soros. Si no queremos descartar esto como un caso de esquizofrenia, debemos inferir que no existen los intereses unívocos.
Otros marxistas alegan que el proyecto de la democracia cosmopolita adolece del uso indebido del término “cosmopolitismo”. Brennan mantiene que sería mucho más adecuado hablar de “internacionalismo”. Naturalmente, lo que importa de verdad son los conceptos, no las palabras. Sin embargo, mantengo que es más preciso calificar este proyecto de “democracia cosmopolita” y no de “democracia internacional”. El término “internacional”, acuñado por el abad de Saint-Pierre y Jeremy Bentham, recuerda un tipo de organización caracterizada por dos niveles de representación: primero, la existencia de gobiernos dentro de los Estados, y segundo, la creación de una comunidad “internacional” basada en los gobiernos. En cambio, adoptar la noción de “cosmopolitismo” permite la introducción de un tercer nivel de gobernanza, uno que exige una participación más activa de los individuos en los asuntos políticos mundiales. Por tanto, los ciudadanos deben desempeñar dos funciones: la de ciudadanos del Estado y la de ciudadanos del mundo.
No obstante, Gilbert y Brennan evocan el internacionalismo de otras tradiciones gloriosas —tradiciones que comparten el espíritu de la democracia cosmopolita:
Las asociaciones internacionales de obreros y los congresos de la paz del siglo XIX y principios del XX. El famoso lema “proletarios del mundo, ¡uníos!” proclamaba la esencia de este espíritu. Dentro de esta perspectiva, el “internacionalismo” ya no se usa para referirse a los representantes del Estado. El internacionalismo se refiere a los actores políticos dentro del Estado que están en conflicto con sus gobiernos porque creen que éstos son la expresión de la clase antagonista, la burguesía. La visión marxista mantiene que la fuerza del interés común que une a los proletarios de diferentes Estados es tal que los conflictos entre Estados proletarios se resolverían con mucha más eficacia que los conflictos entre Estados burgueses. La definición marxista de “internacionalismo” se construyó sobre la creencia de que la derrota de la clase dominante por el proletariado resultaría en el cese de todos los conflictos entre grupos organizados, ya que las comunidades proletarias nunca alimentarían el deseo de sojuzgar a ninguna otra comunidad (de trabajadores). En consecuencia, no existiría la necesidad de organizar un sistema político internacional que pueda mediar en los conflictos, pues no habría conflictos. La soberanía se disolvería sin más, junto con su titular, el Estado burgués.
El análisis marxista mantiene la existencia de un conflicto permanente de intereses entre clases sociales rivales; intereses que —ahora más que en el pasado— están en conflicto no sólo dentro de los Estados, sino también entre Estados. La creación de una ciudadanía mundial no pondrá fin a estos conflictos de interés, pero esa no es la ambición que la inspira. Su meta es sencillamente encontrar loci institucionales donde estos conflictos de interés se puedan abordar y gestionar. Si la prolongada guerra civil en Sierra Leona estuviera de algún modo vinculada al comercio de diamantes, y se pensara que los comerciantes de Amberes, Moscú y Nueva York desempeñan un papel efectivo en promover la instigación de las hostilidades, ¿qué clase de cauces institucionales podrían ser efectivos para resolver la cuestión? Las políticas que se deciden en el seno de instituciones internacionales —como la certificación del origen de los diamantes— ofrecen la posibilidad de mitigar el conflicto. En otras palabras, las instituciones mundiales deberían ofrecer cauces efectivos para solucionar conflictos.
Lo que hace falta revisar es el programa político del internacionalismo proletario, no su espíritu.
La democracia cosmopolita sugiere la creación de instituciones y cauces representativos que no se limiten a una clase social específica, sino que estén abiertos a todos los individuos. Su objetivo no es superar las clases sociales, sino otro más modesto pero igualmente ambicioso: ofrecer cauces de representación directa a todas las personas en el nivel mundial, con independencia de su origen social. Esto implica basar la toma de decisiones sobre cuestiones mundiales en las preferencias de la mayoría, y no en las de una única clase. En este sentido, UIrich Beck invocaba: “Ciudadanos del mundo, ¡uníos!”.
Las campañas transnacionales ya han logrado influir en las opciones de los que toman las decisiones políticas: por ejemplo, la decisión del Gobierno británico de seguir procedimientos inocuos para el medio ambiente para eliminar el Brent Spar; la institución de la Corte Penal Internacional; la decisión de algunas multinacionales de renunciar a sus beneficios y permitir la difusión gratuita del medicamento contra el SIDA; o incluso intervenciones militares para proteger los derechos humanos. Hay una esfera pública internacional que está dirigiéndose hacia la acción pública, y se han logrado algunos resultados parciales aunque significativos.
La crítica marxista II (Groucho)
Groucho Marx dijo una vez: “No quiero pertenecer a ningún club que me acepte como miembro”. Groucho anticipaba así lo que se ha convertido en una de las críticas más frecuentes a la Unión Europea (UE): “Si la UE solicitara la entrada en la UE, no cumpliría los requisitos por el contenido democrático insuficiente de su constitución”.
Muchos especialistas se refieren a esta crítica para argumentar la incapacidad de la UE para convertirse alguna vez en una institución democrática.
Puesto que la UE es de hecho la más democrática de todas las organizaciones internacionales actuales, este argumento apoya la postura de que es difícil, cuando no imposible, ampliar la democracia más allá del sistema estatal. Robert Dahl ha elaborado una lista de criterios para la evaluación de la democracia dentro de un Estado. Aplicando estos criterios a la democracia mundial, muestra que no se pueden cumplir y, por tanto, alega, la democracia mundial es imposible. Las organizaciones internacionales, incluida la UE, son bastante menos democráticas que muchos de sus Estados miembros, pero no creo que puedan ser juzgadas con los mismos criterios que se aplican a los Estados. En mi opinión, se trata más bien de evaluar la rapacidad de diferentes mecanismos para aumentar  participación democrática, especialmente en un momento en el que tantos se quejan de la falta de control sobre las decisiones adoptadas por el poder ejecutivo. Dahl no parece mostrarse hostil a la idea de las organizaciones internacionales, ni niega la utilidad de aumentar su transparencia y rendición de cuentas. Lo que considera impropio es el uso de la palabra “democracia”.
Sin embargo, si se comparte la opinión de que las decisiones sobre cuestiones que trascienden las fronteras nacionales deben adoptarse dentro de instituciones adecuadas (es decir, instituciones internacionales), y que éstas deben responder al menos a los criterios de transparencia y rendición de cuentas, se observará que las discrepancias entre posturas son sobre todo una cuestión de terminología. Quizá sería mucho más útil argumentar sobre posibles vías de acción, en lugar de sobre la elección de palabras. Me pregunto hasta qué punto un pensador como Dahl se opondría a una reforma sustancial de las diversas organizaciones internacionales, como la creación de una asamblea parlamentaria dentro de Naciones Unidas o una jurisdicción obligatoria del Tribunal Internacional de Justicia. Por tanto, debemos evitar encontrarnos en una situación en la que lo bueno sea enemigo de lo mejor. Ante la dificultad de construir un nivel de democracia internacional sobre un modelo estatal, a menudo olvidamos la posibilidad de presionar a favor de una mayor legitimidad del proceso de toma de decisiones, incluso en las áreas en las que sería factible.
La objeción comunitaria y multiculturalista
Los pensadores comunitarios y multiculturalistas han criticado la democracia cosmopolita por su incapacidad para respetar la identidad de las comunidades políticas. Estos autores han ido tao lejos como mantener que un sistema político es democrático o cosmopolita, argumentando que una democracia no puede ser cosmopolita y un sistema cosmopolita no puede ser democrático. Kymlicka anima a los Estados democráticos a asumir la responsabilidad también de asuntos como la inmigración, los flujos financieros, las comunidades multiétnicas y los derechos de las minorías. Al mismo tiempo, insta a los Estados a hacer una contribución positiva a la sociedad mundial, por ejemplo, reforzando internacionalmente la protección de los derechos humanos y la ayuda al desarrollo. Exonerar, con un ojo puesto en un orden mundial indefinido, al Estado de estas responsabilidades podría resultar en un desligamiento de las responsabilidades entre el sistema político del Estado —que, aunque insuficiente, es sin embargo extensible— y un sistema mundial que aún no existe. Las preocupaciones de Kymlicka son comprensibles.
Aunque no niega la necesidad de la responsabilidad mundial, cree que esta clase de responsabilidad podría gestionarse mejor con las instituciones estatales existentes y no con instituciones fundadas en una ciudadanía mundial que aún está en pañales. Ya he explicado que el Estado es un componente importante del proyecto de la democracia cosmopolita, y que los Estados más avanzados podrían convertirse en experimentos importantes de cosmopolitismo. Sin embargo, cuando Kymlicka mantiene que “la política democrática es política vernácula” parece olvidar el hecho de que hay demasiados aspectos de nuestra vida cotidiana que escapan a la dimensión vernácula, tanto en el nivel estatal como en el mundial. ¿Cuál es la dimensión política vernácula de China o de la India? ¿O incluso de la pequeña Suiza? ¿Qué parte de la población está excluida de la política vernácula en países como EEUU o Canadá? La ausencia de una dimensión vernácula en la política es una cuestión que no sólo se refiere a una democracia mundial en desarrollo, sino también a la democracia dentro de los Estados.
El argumento de Kymlicka es válido para cualquier forma de comunidad multicultural o democracia multilingüe. Por consiguiente, o la política democrática se reduce a una dimensión exclusivamente tribal, dejando que las demás cuestiones sean abordadas de forma no democrática, u inventamos una dimensión política democrática que también sea metavernácula. Muchos parlamentos estatales, en el momento de ser institucionalizados, han sufrido los efectos de la ausencia de una lengua común. Hoy la cuestión se ha desplazado a otros lugares, como la Asamblea General de Naciones Unidas y el Parlamento Europeo. Sin duda, este será un problema ene1 caso de la creación de instituciones mundiales. Pero, hasta la fecha, la democracia ha sido bastante dúctil al permitir que se produzcan estas transformaciones, y tengo fe en su capacidad para seguir siéndolo también en el futuro.
En busca del demos mundial
A menudo se argumenta que una democracia cosmopolita no sería democrática debido a la ausencia de un demos mundial. Comparto la opinión de que es prematuro hablar de un demos mundial, y coincido en que se ha exagerado a menudo la noción de una sociedad civil mundial; las minorías y las elites siguen siendo los participantes principales de los debates sobre la política mundial. También comparto la creencia de que la democracia no puede existir sin un demos. Sin embargo, no existe un conjunto acordado de criterios sobre cómo juzgar lo que convierte a una multitud de personas en un demos. Calhoun ha señalado cómo la solidaridad no respeta necesariamente las fronteras del Estado, y esto nos obliga a intentar comprender qué elementos unen a los individuos. Las personas pueden interpretarse como los habitantes de una aldea, de una ciudad, de un condado; pero también como grupos étnicos, miembros de movimientos religiosos e incluso hinchas de un equipo de fútbol. En muchas áreas funcionales también existen diferentes demoi que no siempre están asociados con claridad a las fronteras de los Estados. Si las comunidades de destino de hecho son parcialmente coincidentes es regresivo anclar de forma estática una comunidad política a una población delimitada geográficamente. No obstante, también creo que el demos no es antecedente e independiente de las instituciones.
En algunos contextos institucionales, compartir instituciones comunes ha dado nacimiento a un demos. Tenemos un demos estadounidense único hoy porque hace más de dos siglos hubo unos colonos que lucharon por los EEUU de América pese a la diversidad de creencias religiosas y antecedentes.
Si no hubiera existido esa opción subjetiva, la geografía política de EEUU podría ser muy diferente, con un gran número de Estados, cada uno de ellos orgulloso de su propia identidad, del mismo modo que hay identidades muy diferentes en EEUU y Canadá. Creer que el demos es independiente de las instituciones es igual que creer que el ciemos podría ser alguna vez independiente de la historia. Otros, sin embargo, siguen considerando que el cosmopolitismo es elitista. Según la definición del diccionario inglés Collins Cobuild, “cosmopolita es alguien que tiene mucho contacto con personas y cosas de numerosos países diferentes y, como resultado, está muy abierto a diferentes ideas y formas de hacer las cosas”. Esto parece describir mejor las elites que el demos. Sin embargo, ya en la filosofía de la historia de la Ilustración (Kant, Herder, Condorcet, Paine) surgió una visión del cosmopolitismo que no se entendía exclusivamente en términos de los privilegios de unos pocos, sino más bien como representación del objetivo al que debería aspirar toda la humanidad. Unir el ideal cosmopolita con la noción de democracia permite que este destino se haga explícito. Esto exige un sentido de la responsabilidad que requiere no sólo hacer ciudadanos del mundo, sino también para el mundo.
El imperio de la ley y la democracia
Otros críticos, como Dahrendorf, Urbinati, Morgan y Scheuerman, han subrayado la diferencia entre democracia e imperio de la ley, recalcando que más allá del Estado, lo que hay que buscares un imperio de la ley generalizado más que democracia. La noción moderna de democracia incluye el imperio de la ley así como el principio de la mayoría. Sin embargo, me agrada la sugerencia de considerar estos dos aspectos por separado en la transposición de la democracia desde el Estado hasta la escala mundial. Como ya ha argumentado Kelsen, el reforzamiento de la participación de loo ciudadanos cola política mundial exige necesariamente una adhesión más estricta al imperio de la ley que la que se practica actualmente. Sin embargo, es sabido que el imperio de la ley sobre el Estado sólo se respeta cuando los propios Estados desean respetarlo, y con demasiada frecuencia los Estados democráticos no sienten ese deseo más que los Estados autocráticos.
A nadie sorprende que, ante la ausencia de sanciones, las normas internacionales se respeten menos que las nacionales. Tampoco es difícil que los representantes del Estado declaren que las normas internacionales carecen de legitimación democrática. Por tanto, es necesario reforzar el imperio de la ley en sus aspectos legislativos tanto como en sus componentes jurídicos. Las instituciones que lo promueven y aplican —sea la Asamblea General de la ONU o el Tribunal Internacional de Justicia— sólo pueden beneficiarse de una mayor legitimidad democrática. En ausencia de dicha legitimidad, el imperio de la ley corre el riesgo de seguir siendo, como ocurre hoy con demasiada frecuencia, mera retórica moral. A la inversa, los órganos judiciales no legitimados por un mandato democrático corren el riesgo de convertirse en una nueva aristocracia judicial.
No es una coincidencia que la crítica condenatoria de Dahrendorf de la democracia mundial fuera seguida rápidamente de una enérgica crítica de la democracia en general, incluso en el nivel estatal. Dahrendorf sugiere dar más peso a las instituciones en las que el demos ejerce menos influencia, como las instituciones cuyos miembros son perpetuos. Como ejemplos de órganos a los que se debería dar mayor poder, ofrece el Tribunal Supremo de EEUU y la Cámara de los Lores (nos perdona el Colegio de Cardenales), donde se nombra a los miembros a perpetuidad y que, por tanto, están fuera del control popular. Sin duda, el objeto de su polémica es la propia democracia tanto como su posible dimensión mundial. La crítica de Dahrendorf se remonta a los guardianes de Platón y por tanto es antitética a las de Dahl y Kymlicka. Sin embargo, podemos tomar de las observaciones de Dahrendorf, Morgan, Scheuerman y Urbinati la idea de que en el nivel mundial, el imperio de la ley puede preceder a la democracia; después de todo, este era el espíritu de Kelsen y de muchos proyectos en la corriente del pacifismo judicial.
Dentro del desarrollo de los Estados liberales, es habitual que los tribunales hayan precedido la formación del parlamento. Antes de una daza separación entre los poderes ejecutivo, legislativo y judicial, los tribunales contribuyeron a generar unas normas compartidas por los miembros de la comunidad. Los ejemplos que más nos interesan son los relativos a tribunales que actuaban sin poderes de ejecución, e incluso en contra del poder ejecutivo. Aunque las leyes y tribunales internacionales carecen de poderes de ejecución, siguen cumpliendo la función decisiva de obligar a los actores principales a asumir una conducta más virtuosa. Cabría objetar que un imperio de la ley mundial ganará mayor importancia cuantos más Estados respeten el imperio de la ley nacional.
No lo niego, pero no es suficiente por la razón ya expuesta: EEUU y otros Estados occidentales, entre los primeros promotores de Naciones Unidas, han infringido abiertamente en varias ocasiones los acuerdos internacionales y obstruido el curso de la ley haciendo uso de la fuerza. La violación de normas internacionales probablemente resultaría más difícil si el imperio de la ley mundial y las instituciones encargadas de ejecutarlo tuvieran que ser ratificados por todos los ciudadanos del mundo, incluidos los de los Estados occidentales.
Ética mundial y democracia cosmopolita
Otro debate que ha florecido recientemente, especialmente entre los filósofos, se centra en la ética de los asuntos interestatales y mundiales. Estos textos tienen el mérito de haberse ocupado de la desigualdad en la distribución de recursos, ingresos y riqueza entre los países. La agenda política que surgió de este debate tiene mucho en común con la idea de la democracia cosmopolita, aunque aún no se han explorado exhaustivamente las semejanzas y diferencias. Suponiendo que hay razones para la redistribución internacional de ingresos y recursos, ¿podría hacerse sin instituciones dedicadas y comunes? Si estudiamos lo que ha ocurrido dentro de las naciones observamos que el Estado de bienestar no se desarrolló como resultado de la compasión de las clases superiores, sino como consecuencia de las luchas sociales que resultaron en el reconocimiento de la igualdad de los derechos políticos de los individuos. Sólo cuando los trabajadores ganaron unos derechos políticos se pudieron negociar derechos sociales y económicos.
Hoy, una cuestión similar se abre paso en el ámbito internacional: establecer la responsabilidad de los países más ricos (y democráticos) hacia los países más pobres (a menudo no democráticos) significa identificar unos cauces institucionales (posiblemente democráticos) que conecten ambos grupos. Mientras los Estados más ricos puedan decidir unilateralmente qué parte de sus ingresos nacionales conceden a la ayuda para el desarrollo, ésta seguirá siendo limitada y sumamente contingente. De hecho, resulta alarmante que, tras la caída del Muro de Berlín, la ayuda para el desarrollo de los Estados democráticos haya experimentado una reducción sustancial, mientras que las desigualdades en los ingresos dentro de los países y entre ellos han aumentado.
Conclusiones
Un orden mundial a largo plazo
En este texto se exponen sólo algunos de los elementos planteados dentro del debate que rodea el proyecto de democracia cosmopolita. Las cuestiones de la ciudadanía cosmopolita, de una sociedad civil mundial emergente y de la soberanía sólo se han mencionado, aunque merecen una exposición mucho más exhaustiva. Urbinati ha señalado cómo la mayoría de los que proponen la democracia cosmopolita son europeos. Esto no debería sorprendernos, teniendo en cuenta que en Europa experimentamos de primera mano la integración entre Estados basada en el consenso y, en contraste con muchas otras uniones de Estados, en ausencia de una amenaza exterior. En su bien informado estudio sobre la democracia posnacional, Sbragia (2003) ha considerado únicamente la dimensión europea. Sin embargo, la democracia cosmopolita también exhibe diferencias sustanciales del experimento europeo, y no se puede generalizar el caso europeo al resto del mundo. Muy claramente, la homogeneidad interna de los miembros de la Unión Europea (UE), presentes y futuros, es mucho mayor que entre los miembros de la ONU. Además, la ambición de la democracia cosmopolita es también incluir Estados no democráticos de transición, sobre el supuesto de que la integración actuará como un fuerte estímulo para su democratización interna. Un número significativo de especialistas que han hecho aportaciones a la idea de la democracia cosmopolita proceden de esos Estados que son en sí mismos ejemplos de cosmopolitismo, como los países nórdicos, Canadá y Australia. Sin embargo, es significativa la escasez de autores estadounidenses, con la excepción de Richard Falk y sus colaboradores. Hasta la fecha, los pensadores estadounidenses han dado más peso a la cuestión de la gobernanza mundial que a la de la reforma institucional en el sentido democrático.
Las críticas a la idea de una democracia cosmopolita son hasta ahora demasiado benévolas y constructivas para un objetivo tan ambicioso. A menudo ha sido difícil separar las observaciones críticas de lo que parecen bienvenidas aclaraciones, mejoras, desarrollos y ampliaciones de la idea original. Creo que el proyecto de la democracia cosmopolita está en sus inicios, y confío en que se seguirá desarrollando tanto en la teoría como en la práctica. La primera cuestión que reconozco como crucial es replantearse el concepto de democracia en todos los niveles, desde el local hasta el mundial.
Muchos de los supuestos habituales de la teoría democrática generalmente aceptada, y en concreto la idea de que se puede individualizar una comunidad política distinta y autónoma, ya no se aplican al mundo contemporáneo. Por tanto, hay que hacer una nueva versión de los valores, principios y procedimientos básicos de la democracia. La teoría democrática se basa en la igualdad de participación, aunque este concepto básico se ha aplicado cada vez con mayor flexibilidad para equilibrar los derechos de los ciudadanos con los de las partes interesadas. Una vez aceptado que los límites de las comunidades políticas ya no están asociados exclusivamente a los Estados territoriales, el problema adquiere una relevancia cada vez mayor.
En segundo lugar, hay que investigar más directamente la importancia de las normas y reglas en los asuntos internacionales. En general, se acepta que la sociedad “anárquica” no es tan “anárquica” y que obedece a algunas normas explícitas y tácitas.
Palos y zanahorias siguen siendo importantes, pero a menos que se tenga en cuenta también la reputación, será imposible explicar el comportamiento de los actores internacionales. ¿Qué tipo de normas, o de leyes blandas, tienen más posibilidades de influir en las decisiones de los Estados y de las organizaciones internacionales?
En tercer lugar, hay que integrar la perspectiva teórica de la democracia cosmopolita de forma más audaz en una transformación realista de la sociedad. Últimamente se ha desarrollado un número cada vez mayor de campañas en torno a objetivos muy concretos y relevantes, como las organizadas por los nuevos movimientos mundiales.
Existe un reconocimiento creciente del papel político de la opinión pública internacional, etiquetada con optimismo por el pensador pacifista estadounidense William Ladd “la Reina del mundo”, y esto aso vez necesita ser respaldado por una base teórica más sólida. Es de esperar que la próxima generación de estudios sobre la perspectiva de una democracia cosmopolita intente combinar los asuntos teóricos con aspectos más prácticos. En concreto, me gustaría que se organizasen campañas que persiguieran objetivos realistas y limitados, pero con miras al deseable orden mundial a largo plazo.
No espero ver la creación de un sistema democrático mundial como resultado de una transformación única y masiva; más bienal contrario. Es más viable dar pequeños pasos hacia resultados tangibles. La democracia cosmopolita —sus antepasados más ilustres representados por la filosofía de la historia de la Ilustración—sugiere un viaje en el que la humanidad podría uniese más y cuyo destino final sólo podemos adivinar. Pero deseo señalar que cada paso hacia una democracia cosmopolita es en sí mismo un objetivo deseable. Por primera vez en la historia, Estados con regímenes democráticos concentran una cantidad de recursos económicos, tecnológicos, militares, ideológicos y políticos suficientes para garantizar el control del mundo entero. Pese a ello, la fuerza militar rige una vez más la política internacional. La democracia cosmopolita no será más que un miserable consuelo si no es capaz de limitar la consolidación de este poder cada vez más hegemónico.

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