Leer a Tocqueville: Reflexiones intemporales sobre despotismo y democracia

Autor: Manuel Zafra
La lectura de Tocqueville proporciona una fuente inagotable de sugerencias. Quizás uno de los puntos donde el diálogo con su obra se revela más provechoso, sea la comparación entre democracia y despotismo. Y no solo la comparación sino la más incisiva visión del despotismo como la amenaza latente en la democracia. Una amenaza tanto más grave cuanto el despotismo en las sociedades democráticas adopta la forma de un poder tutelar, suave y metódico que en poco recuerda al ejercido en otras épocas. Cuando Tocqueville intenta nombrarlo encuentra que los términos tradicionales -despotismo, tiranía- no aprehenden con precisión la novedad del fenómeno.
Este trabajo hace la comparación despotismo-democracia, luego aborda la distinción ciencia política-arte del gobierno y en tercer lugar estudia el estatuto de la ideas generales.
La lectura de un clásico
¿Tiene sentido leer a Tocqueville a la luz de los problemas que nos aquejan hoy? Formular este interrogante implica discutir el estatuto de las ideas políticas. Aquí seguiremos a S.Wolin y su concepto de tradición de discurso para justificar la conversación con los clásicos.
Según Wolin, el vocabulario político común refleja una constante preocupación hacia problemas permanentes que la humanidad ha enfrentado: la relación gobernantes-gobernados, la naturaleza de la autoridad… sobre esta continuidad se forja una tradición de discurso que da la tranquilidad de disponer de un legado acrisolado durante siglos. Esta elasticidad del lenguaje político le confiere una marcada peculiaridad con respecto al lenguaje de la física. Mientras que el politólogo puede buscar inspiración en el pensamiento de otras épocas, el físico verá los descubrimientos anteriores como historia.
En el Discurso en la Academia de Ciencias Morales y Políticas, Tocqveville comparó la política con el amor, un grand recommenceur. Las grandes ideas (idées mère) unían en el tiempo a Montesquieu y Aristóteles, a Platón y Maquiavelo, aunque sus respuestas variaran, lo importante era la unidad de la preocupación. Sobre esta común inquietud, la que Tocqueville llama parte fija de la política para diferenciarla del arte del gobierno, se levanta la tradición de discurso y la posibilidad de la teoría política.
Aunque Tocqueville reclama una nueva ciencia política, su pensamiento no guarda ninguna similitud con el actual empirismo de la ciencia política. El suyo es pensamiento para la acción, invierte el razonamiento: una teoría no refleja en miniatura la complejidad del mundo sino que intenta imaginar cómo debiera comportarse la gente para hacer realidad la teoría. Tocqueville pertenece a lo que Wolin llama pensamiento épico, el pensamiento comprometido en orientar la acción de gobierno. El pensamiento épico no disocia hechos y valores descartando estos últimos como ideologías y dogmatismos no sujetos a verificación. Trata de integrarlos reivindicando la fantasía y la imaginación creadora. Cuando Tocqueville advierte de los males de la democracia recurre a una exposición exagerada y retórica cuyo sentido no es otro que sacudir la complacencia de sus contemporáneos.
Así concebida, la Teoría Política no predice, previene. Entre predicción y prevención media una diferencia de primer orden: quien predice permanece indiferente hacia el resultado; quien previene no adopta una posición neutral, está comprometido en el desenlace y desea influir en el curso de los acontecimientos. Este compromiso no impide la imparcialidad y el esfuerzo por hacer inteligible la historia y la política pero rechaza la objetividad convertida muchas veces en la cobertura de opiniones perfectamente subjetivas.
Leer a un clásico significa, pues, recobrar la tradición de discurso, elogiar el compromiso sin renunciar a la ecuanimidad y sobre todo, pensar para la acción.
Despotismo y democracia
«Cuando los enemigos de la democracia pretenden que uno solo hace mejor aquello de lo que está encargado el gobierno de todos, me parece que tienen razón. El gobierno de uno solo, suponiendo igualdad de inteligencia en una u otra parte, pone más continuidad en sus empresas que la multitud, muestra más perseverancia, más ideas de conjunto, más perfección de detalle y un discernimiento más justo en la elección de los hombres. [{Suponiendo igualdad de inteligencias de un lado y de otro, una república está peor administrada que una monarquía}] Los que niegan estas cosas no han visto nunca una república democrática o no han juzgado más que un pequeño número de ejemplos.
La democracia, aun cuando las circunstancias locales y las disposiciones del pueblo le permitan mantenerse, no presenta un panorama de regularidad administrativa y de orden metódico en el gobierno, es verdad. La libertad democrática no ejecuta cada una de sus empresas con la misma perfección que el despotismo ilustrado. A menudo las abandona antes de haber obtenido el fruto o se aventura en otras peligrosas, pero a la larga produce más que él. Hace menos bien cada cosa, pero hace más cosas. Bajo su imperio, lo que ejecuta la administración no es especialmente grande, sí lo es lo que se ejecuta sin ella y fuera de ella. La democracia no da al pueblo el gobierno más hábil, pero hace lo que a menudo el gobierno más hábil no puede crear; esparce por todo el cuerpo social una inquieta actividad, una fuerza superabundante, una energía que no existe nunca sin ella y que por poco que las circunstancias le sean favorables puede engendrar maravillas. Esas son sus verdaderas ventajas.»
Al comienzo de la segunda parte de La Democracia en América, Tocqueville intenta ordenar la exposición sobre las ventajas y los inconvenientes de la democracia. Inventariar el activo y pasivo de la democracia facilitaría, a su juicio, la claridad del mensaje. ¿Cual es el pasivo de la democracia? Mala conducción de los asuntos públicos, preterición de las personas más capaces para el gobierno, inconstancia en la legislación, tiranía de la mayoría, adulación al pueblo… ¿Cómo algo tan defectuoso puede generar sin embargo, resultados beneficiosos? Tocqueville sitúa las ventajas de la democracia, su activo, en la energía que despliega, en la actividad que promueve, incomparablemente mayor a cualquier gobierno despótico.
Ahora bien, los beneficios de la democracia no se aprecian ni a simple vista, ni a corto plazo. Ha de transcurrir algún tiempo para ver sus frutos. Los comienzos inciertos imprimen a la democracia una extraordinaria vulnerabilidad, no siempre estará dispuesta la gente a contener la tentación de la inmediatez. Este ejercicio de contención estratégica, de renunciar a sacar provecho de situaciones transitorias, exige un esfuerzo del que el despotismo dispensa. Los griegos sabían de las ventajas de la tiranía, de la rapidez de sus logros pero sabían también de las dificultades para mantenerlos. La contraposición entre despotismo y libertad radica en que las virtudes de la libertad tardan en aparecer pero sus vicios se revelan pronto; el despotismo opera al contrario: sus vicios únicamente se advierten cuando han transcurrido algunos años, en cambio sus virtudes (orden, regularidad…) son evidentes.
La fragilidad de los asuntos humanos
«¿Quien podría decir en qué límites estrechos tiene lugar eso que nosotros llamados el libre albedrío? El hombre obedece a causas primeras que ignora, a causas secundarias que no puede prever, a mil caprichos de sus semejantes. Finalmente se encadena él mismo y se liga para siempre a la frágil obra de sus manos.»
El despotismo, queriendo hacer el bien, provoca el mal; la democracia, indiferente al resultado, defectuosa en su funcionamiento, produce el bien. La clave de esta paradoja está en la libertad. El despotismo ofrece ventajas a corto plazo a costa de la libertad, inhibiendo la iniciativa, haciendo previsible el comportamiento, replegando a la ciudadanía hacia la privacidad. De esta manera, la política queda despejada para ser moldeada según los mandatos de la razón, cualquier deseo de participación, se interpretará como una interferencia en la buena conducción de los asuntos públicos. Todos los déspotas que en el mundo han sido, levantaron su dominio sobre el aislamiento y la separación de los hombres.
Esta falta de contacto entre la gente arruina el éxito de la política porque el mejor diseño de gobierno jamás podrá igualar la información surgida de la comunicación ciudadana. En realidad, el secreto de la democracia es sencillo: el gusto que por los asuntos públicos despierta la participación. Mientras que el despotismo estimula un sentimiento de indiferencia hacia los asuntos comunes, la libertad propicia la preocupación por la política, la conciencia de que el bienestar privado depende del bienestar público. Este puente entre lo propio y lo de todos favorece un sentimiento de comunidad que evita el comportamiento egoísta e insolidario. Sin embargo, el civismo derivado del interés bien entendido no supone una consigna moral. La virtud en política no significa una abnegación en favor de los semejantes sino una reflexión nacida de la experiencia. Tocqueville lo expone cuando desarrolla la doctrina del interés bien entendido:
«Desde el momento en que los asuntos comunes se tratan en común, cada hombre se da cuenta de que no es tan independiente de sus semejantes como se figuraba al principio y que para obtener su apoyo a menudo debe prestarles su ayuda.»
«Se ocupan del interés general en primer lugar por necesidad y después por elección. Lo que era cálculo se hace instinto y, a fuerza de trabajar por el bien de sus conciudadanos, finalmente adquiere el hábito y la afición de servirlos.»
El individualismo es el reverso del despotismo. El individualismo, entendido como un sentimiento de introversión y huida hacia los asuntos propios con absoluta indiferencia por la esfera pública, constituye, según gráfica expresión de Tocqueville, la herrumbre social que impide la emergencia de espacios públicos. La falta de estos espacios públicos lleva al ciudadano a no verse más que a sí mismo y al príncipe, abriéndose entre ambos una abismo insalvable.
En las sociedades democráticas, dominadas por el principio de igualdad, el individuo ve a uno solo y a todos. Al compararse con el vecino comprueba la semejanza, que no difiere de él, pero al hacerlo con la sociedad, siente la proporción infinitesimal de su pequeñez. El primer sentimiento le da confianza, el segundo lo abruma. Sometido a esta tensión, el miedo a disentir se impone a la independencia del juicio y no tarda en someterse al criterio de la mayoría. En estas condiciones, lo espera todo del gobierno.
La dependencia del Estado coloca a los individuos en una situación de vulnerabilidad total. Lo que impide la centralización del despotismo es aquella energía propagada por la libertad y que no es otra que la necesidad de contar con los demás para alcanzar las propios objetivos. De ahí la cerrada defensa de los poderes locales y las asociaciones intermedias que Tocqueville hace en La Democracia en América. Ambos tejen una red de relaciones donde la ciudadanía comprende por qué ha de salir de su aislamiento y colaborar con el prójimo. Pequeños asuntos que contribuyen a preparar el ejercicio de los derechos cuya garantía en las constituciones no basta.
La libertad genera los espacios públicos donde superar los peores defectos del individualismo a condición de cultivarlos. Siguiendo a H. Arendt, tan próxima a Tocqueville en tantos aspectos, política y libertad se exigen. Cuando la administración desplaza la política y el ciudadano pasa a administrado, lo que queda es un simulacro de libertad. Posibilidad de iniciar algo nuevo, el milagro de lo imprevisible: he ahí la libertad. Esta facultad de interrumpir el curso de los acontecimientos distingue la condición humana y la eleva por encima de las necesidades biológicas.
Ahora bien, iniciar algo nuevo, implica introducir en los asuntos humanos un fuerte grado de incertidumbre. Cuando la libertad reina, nunca pueden preverse las consecuencias de una acción, sólo el despotismo controla los resultados. Sujetos a esta eventualidad, los asuntos humanos aparecen dotados de enorme fragilidad. La única manera de atemperarla -que no eliminarla- es la política. Mediante la política puede el hombre trascender la vulnerabilidad de su condición, H.Arendt señala dos formas de actuar políticamente: el perdón y la promesa, el primero para cancelar el pasado, la segunda para aventurarse en el futuro.
La contingencia y la fragilidad de los asuntos humanos han estimulado, desde Platón, el pensamiento de sustituir la política por la sabiduría, la imagen del pastor y el rebaño o el médico y el enfermo, han inspirado a todos aquellos que vieron en la política un medio defectuoso para gobernar. Reconociendo la competencia para guiar al pastor y de curar al médico desaparece la aleatoriedad del resultado, el paciente se allana ante la sabiduría del médico. Sin embargo, la política encaja mal en este molde, su propia contingencia la hace imprevisible: este es el precio exigido por la libertad. Esta misma libertad activa los dos remedios propuestos por H.Arendt:
«La posible redención del predicamento de irreversibilidad -de ser incapaz de deshacer lo hecho aunque no se supiera, ni pudiera saberse, lo que se estaba haciendo- es la facultad de perdonar. El remedio de la imposibilidad de predecir, de la caótica inseguridad del futuro, se halla en la facultad de hacer y mantener las promesas. Las dos facultades van juntas en cuanto que una de ellas, el perdonar, sirve para deshacer los actos del pasado, cuyos “pecados” cuelgan como la espada de Damocles sobre cada nueva generación; y la otra, al obligar mediante promesas, sirve para establecer en el océano de inseguridad, que es el futuro por definición, islas de seguridad sin las que ni siquiera la continuidad, menos aún la duración de cualquier clase, sería posible en las relaciones entre los hombres.»
El lamento de Tocqueville ante el encadenamiento del hombre por la «frágil obra de sus manos» resume perfectamente la reflexión de H. Arendt.
Retomando la comparación entre democracia y despotismo, parece claro afirmar a estas alturas, que la democracia intenta vivir con la incertidumbre pero rebajando su nivel de angustia frente al despotismo que la suprime inhibiendo la libertad.
El remedio que la modernidad arbitró contra las deficiencias de la política fue la administración y su epifenómeno, la organización. Al decir de S. Wolin, la política ha experimentado un fenómeno de sublimación en la organización. H. Simon pide en el comportamiento administrativo la suspensión de las facultades críticas para hacer previsible la conducta y eliminar el azar. La organización pide la alienación de una parte considerable de libertad. Pero por esta razón ha ejercido tanto hechizo en todos los revolucionarios que han encontrado en ella la palanca de Arquímedes.
Surge ahora sin embargo, una corriente de pensamiento que reivindica las instituciones y reduce el espacio de las organizaciones. A mi parecer el neoinstitucionalismo pretende recuperar el carácter contingente y frágil de la política sacándolo del ámbito de la lógica organizativa, o al menos, limitando su imperio. La novedad fundamental del descubrimiento de las instituciones es la comprensión del cambio.
Obviamente la imposibilidad de anticipar las consecuencias de una decisión impide prever los efectos del cambio y aconseja la prudencia a la hora de afrontarlo. Cuando Tocqueville reprocha a los revolucionarios franceses su celo transformador está advirtiendo contra la ilusión de un cambio concebido según la lógica, como si la gente se ajustara a los pasos previamente establecidos en la teoría. La confianza en la razón de algunos administradores los llevó a un proceso de cambio ignorando que las sociedades no se dejan moldear sin experimentar fuertes conmociones. Pero quien está convencido de la redondez de un pensamiento no vacila en aplicarlo sin modulación alguna, actitud ésta que sólo puede atribuirse a la falta de experiencia política, vale decir a la ausencia de libertad.
«Lo que perdió a la nación en el 89 no es la falta de ideas precisas en materia de reformas, sino la ausencia de ideas precisas justas o realizables sin revolución. Lo que caracteriza este momento de nuestra historia es a la vez la precisión de las ideas y la inexperiencia. Se tantea poco; ni siquiera hay esa media luz que hace presentir los obstáculos que no se ven».
En el primer tomo de El Antiguo Régimen y la Revolución, Tocqueville compara la política en Inglaterra y Francia. Mientras los ingleses reúnen pensamiento y acción, los franceses los disocian en dos campos separados: quienes toman decisiones a diario lo hacen siguiendo las pautas de la rutina, en cambio, quienes conciben las ideas carecen de contacto con la realidad. Tiene lugar así, un divorcio de funestas consecuencias para la conducción de los asuntos públicos.
La fluidez entre pensamiento y acción, entre teoría y práctica, sólo puede nacer del funcionamiento de instituciones libres. En otro memorable dictum, H. Arendt, sentencia: «Siempre que se separa el conocimiento de la acción, se pierde el espacio para la libertad.» Entendida de esta forma, la libertad avisa de las faltas de una sociedad y las puede enmendar con más rapidez que cualquier plan ideado por una mente esclarecida. Las críticas de Tocqueville a Turgot van en esta dirección. Le censura su falta de visión al no reparar en la incomparable ventaja que la libertad proporciona a los hombres de Estado:
«En lugar de verse impelido hacia la idea de que habría que dar importancia a ese pueblo tan maltratado, para que las clases superiores escucharan sus quejas poco a poco y en su propio interés y le trataran con miramientos, a Turgot no se le ocurre otra idea que poner en manos del intendente de cada provincia todos los títulos relativos a los derechos de consumo. Los intendentes darían su parecer sobre la mayor o menor conveniencia de estos derechos, según las necesidades de las ciudades que gozasen de ellos; cuáles sería beneficioso suprimir y cuáles reemplazar… Ni la menor veleidad en cuanto a consultar siquiera la opinión de las ciudades cuyo bien se procura.»
Confiar más en la competencia de los intendentes que en el juicio de la ciudadanía supone vaciar de contenido a la política desplazada por las luces de unos pocos. No es de extrañar que estas prácticas acentuaran el abismo entre gobernantes y gobernados y a fuer de continuarlas, apareciera el gusto por la tutela y la dependencia. Tocqueville entiende que la revolución irrumpe como un suceso inesperado pero su gestación dura diez generaciones de seres habituados a vivir de espaldas unos de otros. De mediar relación entre ellos, de proliferar las obligaciones públicas de deliberación sobre asuntos comunes, la violencia de la revolución sería impensable:
«Las pequeñas sacudidas que la libertad pública imprime sin cesar incluso a las sociedades más sólidamente asentadas, recuerdan a diario la posibilidad de un derrumbamiento, y mantienen alerta la prudencia pública.»
 
La debilidad del despotismo
Los avisos enviados por la instituciones libres al cuerpo social jamás podrían aparecer bajo el despotismo. Tocqueville apostilla los juicios de Maquiavelo acerca de los principados donde la nobleza está ausente: son fáciles de conquistar pero difíciles de mantener; en cambio aquellos otros en los que el príncipe gobierna sobre la multitud indiferenciada son difíciles de conquistar pero fáciles de mantener. En otro capítulo recuerda el caso de la conquista de México, a Hernán Cortés le bastaron pocos caballos y menos hombres para hacerse con un inmenso imperio.
La diferencia entre ambos principados estriba en su distinta complejidad, la verdadera fuerza la generan las sociedades plurales mientras que el despotismo se revela tremendamente vulnerable una vez abatida la primera resistencia.
Ciencia política y arte del gobierno
La reflexión sobre la libertad y el despotismo llevó a Tocqueville a considerar una cuestión capital: la doble dimensión de la política, una teórica, la ciencia, y otra práctica, el arte del gobierno, sometidas a lógicas distintas pero de inevitable complementariedad. En un discurso pronunciado en la Academia de Ciencias Morales y Políticas, Tocqueville exhorta a sus miembros a conceder a la ciencia política la importancia que merece. Antes, procede a diferenciar en la política la parte fija de la parte móvil. La primera alude a lo que de constante hay en la condición humana: fundamentalmente la conflictiva tensión entre libertad y autoridad. La segunda, se refiere a los desafíos que la coyuntura lanza a quienes, a diario, han de tomar decisiones rápidas sin disponer de tiempo para la meditación.
Estos dos campos acostumbran a correr divergentes porque quienes hacen ciencia política ven en la realidad un reflejo pálido y defectuoso de los conceptos. Por su parte, los hombres de acción recelan de los teóricos, en cada incidente creen apreciar una singularidad a la que sólo su intuición da respuesta, en nada les auxilia las elegantes construcciones decantadas por los hombres de letras:
«El arte de escribir da, en efecto, a quienes lo han practicado largo tiempo, hábitos mentales poco favorables a la dirección de los asuntos. Les avasalla a la lógica de las ideas, siendo así que la multitud obedece única y exclusivamente a la de las pasiones. Les da el gusto de lo refinado, lo delicado, lo ingenioso, lo original, cuando son espesos lugares comunes los que llevan el mundo.»
He aquí contrapuestos l´ordre du coeur y l´ordre logique, la dualidad pascaliana que reivindica las razones del corazón. Pero, inquiere Tocqueville… ¿Se sigue de aquí la irrelevancia de la ciencia política? ¿Habría que fiar al buen sentido y a la experiencia de los gobernantes decidir en cada momento?. Los Recuerdos de la Revolución de 1848 tratan el problema de las consecuencias no previstas de la acción recurriendo a la imagen de la comenta inclinada del lado contrario a la dirección del viento. Esta imprevisión de los resultados limita severamente la prospectiva política. La Revolución Francesa escapó al control de quienes iniciaron las reformas del Antiguo Régimen y sorprendió a los hombres de letras, aunque su fatuidad les llevara a reclamar la autoría de la revolución cuando no pasaron de encabezar una fuerza previamente desencadenada.
Si ni siquiera un gran acontecimiento como la revolución puede anticiparse… ¿merece la pena pensar la política en clave teórica? Tocqueville responde inequívocamente: cifrar a la intuición la dirección de los asuntos públicos les confiere una dinámica errática, les barbares sont les seuls où l´on ne reconnaisse dans la politique que la pratique. La asociación de barbarie y práctica tiene en el pensamiento de Tocqueville una profunda significación: la consecuencia más saliente de la igualdad indiferenciada. La obsesión por la práctica revela una mentalidad poco propensa al esfuerzo, se quieren grandes logros con poco trabajo, es una muestra más del individualismo para el que no existe espacio público alguno. Parafraseando la afirmación de Tocqueville pudiera decirse: los bárbaros no necesitan política.
Por tanto, la ciencia política es una necesidad, y además se quiera o no ejerce un influjo innegable sobre el gobierno. Cuando los políticos creen actuar fuera de toda regla obedecen, en realidad, a ideas de las que no son conscientes. Vale la pena, pues, depurar las ideas generales mediante un ejercicio de reflexión que supere la inmediatez de la práctica y le dé cobertura. No desaparecerá, sin embargo, el componente imprevisible, incluso azaroso de la política, el arte del gobierno seguirá desafiando a los seres humanos pero se impone hacer inteligible la historia. De lo contrario nos hallaremos a merced de los acontecimientos. Tocqueville escribe La Democracia en América con esta finalidad: prevenir sobre los riesgos más preocupantes de la democracia proponiendo remedios para superarlos.
Las ideas generales
Las ideas generales integran el núcleo de la ciencia política. En una carta a su amigo Louis de Kergolay, Tocqueville le confiesa su preocupación por les idées mère:
«La experiencia me enseña cada día que el éxito y la grandeza en este mundo residen más en la buena elección de esas ideas generales y principales que en la habilidad que permite zafarse diariamente de las pequeñas dificultades del momento.»
Sobrepone la ciencia política al arte del gobierno, o al menos, la exige como condición del buen gobierno. Ya sabemos que la ausencia de estas ideas generales arroja la humanidad al estadio más primitivo de la civilización. A medida que las ideas generales extienden su ámbito a más situaciones particulares, el hombre se aleja de la barbarie. Lo que convierte a un agregado humano en un grupo son precisamente estas ideas generales que permiten emitir opiniones sin la necesidad de someter a juicio en cada momento las creencias recibidas. De otra forma, la vida en sociedad exigiría una alerta sobrehumana. Pero las ideas generales han de guardar equilibrio entre el bloqueo del dogmatismo y la fugacidad de la agitación:
«Si los hombres no tuviesen más que creencias dogmáticas, permanecerían inmóviles. Si no tuvieran más que creencias no dogmáticas, vivirían en una agitación impotente. De una parte el despotismo, de la otra la anarquía.»
Las creencias deben proveer continuidad a los asuntos humanos sin impedir su adaptación cuando nuevas demandas lo requieran. Tocqueville teme que en las sociedades democráticas absorbidas por las urgencias de la inmediatez, volcados sobre la práctica, las ideas generales no surjan de la reflexión sino de la inercia. Serán tópicos fomentados por la opinión pública e impuestos por la tiranía de la mayoría que él entiende no tanto en el preciso sentido constitucional, cuanto en el más incisivo de presión hacia la conformidad y la consiguiente inhibición del juicio crítico.
Volviendo al paralelismo con H. Arendt, si bien un prejuicio desempeña un papel necesario a nivel social, cuando de política se trata, ocluye el juicio y sin juicios, difícilmente cabe hablar de política. El prejuicio niega el presente y paga un tributo excesivo el pasado:
«El peligro del prejuicio reside precisamente en que siempre está bien anclado en el pasado y por eso avanza el juicio y lo impide, imposibilitando con ello tener una verdadera experiencia del presente. Si queremos disolver los prejuicios primero debemos redescubrir los juicios pretéritos que contienen, es decir, mostrar su contenido de verdad.»
Las ideas generales en política exigen ejercer la libertad para evitar que el prejuicio -la inercia- desplace al juicio -la reflexión-, la ciudadanía activa obliga a vivir pendiente de esta tensión: la tranquilidad de lo conocido y el deseo de explorar nuevas vías. El capital social o fondo institucional de una sociedad no es más que la sabia combinación de ambas actitudes.
Conclusiones
Tocqueville es un clásico. Con él podemos conversar como si de un contemporáneo se tratara. Este trabajo ha intentado buscar en su obra idées mères: la comparación democracia-despotismo, la distinción ciencia política-arte del gobierno y por último el lugar de las ideas generales en política.
Estas tres cuestiones guardan entre sí estrecha relación: la pretensión de superar la fragilidad de los asuntos humanos ha llevado a proponer remedios que acababan por negar a la política cualquier dignidad. Desde Platón a Lenin, una tradición de discurso ha visto en la política una actividad correspondiente a un estadio atrasado superable por soluciones más excelsas como la filosofía o prosaicas como la organización.
Visto así entre teoría y práctica no media problema alguno, plantear por tanto, la dualidad ciencia política-arte del gobierno carece de sentido. Sin embargo, Tocqueville se ubica en el pensamiento político con una posición de equilibrio entre el tradicionalismo que niega cualquier virtualidad a la ciencia política y el racionalismo que niega el arte del gobierno. La política es una mezcla de conocimiento y sabiduría y desconocer esta doble condición provoca consecuencias indeseables.
Por último, la importancia de las ideas generales en política como problema central de la ciencia política, lleva la reflexión a la clave de bóveda del pensamiento tocquevilliano: la libertad.
«El que busca en la libertad otra cosa que no sea ella misma está hecho para servir», escribe nuestro autor para concluir que no es lo mismo el odio al amo que el amor a la libertad.

1 comentario en “Leer a Tocqueville: Reflexiones intemporales sobre despotismo y democracia”

  1. Juan F. Echeverri C

    Sin lugar a dudas, el que busca en la Libertad,nuestro bien más preciado, cosa distinta a esa LIBERTAD…es un ser digno de lástima que siempre ha llevado desde el vientre de su madre,los grillos alrededor del cuello y de sus tobillos y que pretende ponerle cadenas a su propia alma.
    Bienvenidas siempre la PAZ la LIBERTAD y la JUSTICIA, nunca la injusta IMPUNIDAD.
    Juanfer.

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