Individualismo y comunitarismo: debates sobre los principios organizadores de las sociedades de hoy

Individualismo y comunitarismo: debates sobre los principios organizadores de las sociedades de hoy

Joan Prats (†)
Académico y Consultor Internacional

Recuperamos este artículo escrito en 2009 por la sorprendente actualidad que mantiene. Las turbulencias a las que se refiere , en lugar de apaciguarse, se han agravado. Los políticos y los electores no han sabido responder apoyando propuestas de colaboración, existiendo una tendencia creciente a la división, al cierre de fronteras, al replegamiento de las sociedades en sí mismas.
Jimmy Wales es uno de los cofundadores de Wikipedia, quizás el mayor ejemplo de comunidad virtual del conocimiento después del código libre; un esfuerzo por democratizar el conocimiento que aún con todas sus limitaciones en relación a los diccionarios de autoridad está transformando la educación y la comunicación a escala planetaria. Preguntado por qué un liberal como él había formado una ONG que moviliza miles de voluntarios en 150 lenguas que han escrito más de ocho millones de artículos en permanente revisión sobre todas las facetas del saber, su respuesta fue: «el individualismo consecuente conduce al comunitarismo, lo con­trario del comunismo. Los Estados -a veces con la excusa de protegernos-acaban siendo coercitivos, pero nadie sabe mejor que uno mismo qué le conviene. Esa es la línea de la libertad: que nadie decida por ti, pero, para cruzarla, necesitamos información libre y cooperación desinteresada, por eso creamos Wikipedia».
Es un nota amable dentro del inquietante comienzo del 2009 a nivel plane­tario marcado por la crisis económica, las cautas esperanzas puestas en Obama, el drama que se vive en Gaza, la pasividad y errores de la administración Bush, la impotencia de la Unión Europea en política internacional, la debilidad de los gobernantes árabes frente a la conflictividad de todo Oriente Medio, las pretensio­nes estrafalarias de fanáticos megalómanos e ignorantes, el retorno de Rusia a los vicios de la guerra fría, las dificultades de la integración democrática y económica latinoamericanas, el aumento de la pobreza, la continuidad del terrorismo, las di­ficultades que van a enfrentar las potencias emergentes y especialmente China, el incremento de la economía ilegal y de la criminalidad organizada a escala global, las amenazas del cambio climático, de guerras …
Todo este entorno de turbulencia hace que muchos países, rehenes de sus extremistas, no puedan salir de las gigantescas trampas en que han caído, sin que parezca que nadie pueda salvarlos de sí mismos. Es el caso del conflicto palestino israelí, donde dos terceras partes de las respectivas poblaciones quieren el acuerdo y la paz. ¿No será también el caso de Venezuela y Bolivia? Ciertamente los pue­blos sólo avanzan por el conflicto y el aprendizaje, pero cuando el enemigo no puede ser plenamente exterminado y las facciones de los pueblos no son capaces de reconocerse, dialogar y concertar, el pactos de la Moncloa y la transición democrática en paz por la memoria de una guerra civil que dejó un millón de muertos y cuarenta años de dictadura y por la promesa democratizante de incorporarse a la Unión Europea. Sin duda España sería hoy más rica, democrática, cohesionada y europea si los extremistas que la llevaron a la guerra civil hubieran quedado neutralizados por otros actores y fuerzas capaces de imponer los cambios entonces necesarios en paz.
¿Por qué individualismo y comunitarismo? Porque una de las razones de las guerras civiles es la supuesta incompatibilidad entre cosmovisiones, concepciones de vida y principios organizadores de la sociedad, incompatibilidad que pretende fundarse en la superioridad moral de unas sobre las otras. Todas las sociedades han pasado por etapas de economía y sociedad comunitarias primitivas, caracterizadas por la titularidad comunal de los bienes de producción más importantes, por el reconocimiento a las familias de derechos de uso exclusivo sobre un limitado número de bienes y por la sumisión del individuo a «un» modo de «vida buena» reflejado en usos y costumbres administrados por autoridades comunitarias. Estos comunitarismos son preliberales y antiindividualistas pues resultan incompatibles con el principio de organización de la economía y la sociedad al servicio de la libertad de la persona, que implica la admisión de una pluralidad de modos de «vida buena» entre los que la persona puede elegir y cambiar sus elecciones (y con ello sus identidades) a lo largo de su vida.
La coexistencia que se pretende en el proyecto de CPE boliviano de, por un lado, una sociedad de derechos humanos, individuales y colectivos, y, por otro, de enclaves territoriales comunitarios primitivos dotados de autoridades y de jurisdicción propios, está plagada de problemas. ¿ Rigen los derechos humanos individuales -de género, políticos, religiosos o culturales-plenamente en el seno de los territorios autónomos comunitarios? ¿Qué sucede si existen contradiccio­nes entre estos derechos y las prácticas comunitarias? ¿Puede y debe intervenir el defensor del pueblo? ¿Tiene todo boliviano/a el derecho a instalar su residencia
o su empresa libremente en el territorio de la comunidad? ¿Tiene los mismos derechos que los comunarios sobre el proceso de «democracia comunitaria»? ¿y sobre los bienes? ¿Hay reciprocidad de derechos entre el comunario que se instala en la ciudad y el citadino que se instala en una comunidad? ¿Cuáles son los límites constitucionales de la justicia y la democracia comunitaria? ¿Pueden crearse diversos partidos o agrupaciones políticas dentro de las comunidades? ¿Se reconoce la interculturalidad en los territorios comunitarios?
Cuando Jimmy Wales dice que el liberalismo consecuente conduce al co­munitarismo no se está refiriendo desde luego al comunitarismo del proyecto de CPE boliviana. Seguramente se refiere a las filosofías políticas comunitaristas formuladas desde los años 80 como crítica al neoliberalismo, es decir, a una versión del liberalismo político que lo confundió con la filosofía del libre mercado y de la exaltación tanto del Estado-nación como de un individualismo sin límites que aprendizaje en paz resulta imposible. Que se lo digan, por ejemplo, a los españoles, que sólo fueron capaces de hacer los tuvo en Nozick (Anarquía, Estado y Utopía) su máxima expresión intelectual. Los comunitaristas (McIntire, Sandel, Selznick, Taylor o Walzer) criticaron el liberalismo como fundamento exclusivo de las democracias; recordaron que el liberalismo es sólo una de las «almas» de Occidente, pues también son occidentales otras peores como los proyectos organicistas y nacionalistas de corte totalitario, el comunismo y diversos fanatismos étnicos o religiosos. Las ideas comunitaristas se formularon en vista de que a partir de los años 80 la mayoría de los conflictos surgían de en­frentamientos étnicos y culturales incapaces de ser gestionados y absorbidos por los proyectos liberales de Estado-nación. Para los comunitaristas el reconocimiento de la verdadera libertad e identidad individuales requiere no sólo la protección de los derechos básicos de los individuos en tanto que seres humanos universales sino también en tanto que miembros de grupos culturales específicos, es decir, requiere el reconocimiento y la protección de sus actividades, prácticas y concepciones del mundo, especialmente de las minorías culturales en desventaja.
Muchos comunitaristas, como sucede con Taylor, no pretenden sin em­bargo abandonar el liberalismo sino reformarlo. Reconocen que la defensa de los principios de libertad, el respeto de la autonomía individual, el pluralismo y la tolerancia como principios de convivencia pacífica entre los individuos y los grupos, la afirmación de la justicia procedimental como instrumento que permite elegir consciente y libremente el propio plan de vida, la neutralidad del Estado en materia de moral privada … son aspectos a retener de la concepción liberal de la vida buena. La crítica de Taylor al liberalismo individualista clásico se basa en que se puso al servicio del Estado-nación culturalmente homogeneizante que es un proyecto inviable en las sociedades actuales además de injusto. Hoy -entien­de-las exigencias de la justicia, la democracia y la vida buena obligan a conceder a determinadas etnias y culturas minoritarias garantías y estatutos especiales que salvaguarden su existencia y vitalidad, ya que sin ellas estas formas de vida serían absorbidas o aplastadas. Estas garantías y estatutos especiales tendrían que ser en todo caso compatibles con los derechos fundamentales que las constituciones de las democracias liberales otorgan a los individuos.
Taylor propone un liberalismo «hospitalario» que reconoce, acoge y hasta promueve las diferencias. Para él se trata de una exigencia de la justicia, pues la discriminación y el dolor que ella comporta no sólo proceden del género, la economía o la política sino también del grupo cultural de pertenencia. Cuando el pluralismo cultural realmente existente es negado o reducido a folklore (que es una forma de negación) se violentan las identidades concernidas con sentimientos de inferioridad y autodegradación. Por eso no se trata sólo de que los miembros actuales de una minoría cultural puedan expresarse sino de asegurar la supervi­vencia del grupo cultural. Para ello es necesario formar individuos que deseen hablar ese idioma, practicar esas costumbres, vestir de aquella manera, mantener tales tradiciones … es decir que sientan su pertenencia a una comunidad y se res ponsabilicen no sólo de su tradición sino también de su evolución. Porque en el mundo de hoy no pueden sobrevivir las comunidades cerradas. Taylor propone un liberalismo que reconozca que los derechos individuales se construyen y viven en entornos comunitarios que contribuyen a la libre construcción del yo y que proteja la supervivencia de esos entornos con la asignación de derechos colectivos. Sólo un liberalismo comunitarista puede -según él-ofrecer soluciones institucionales para la organización justa de las sociedades actuales.
Muchos liberales siguen mirando con recelo estas propuestas que sospechan conservadoras. En primer lugar, porque en un mundo crecientemente urbano y globalmente interconectado el dato más importante a considerar no es la multicul­turalidad sino la interculturalidad. En segundo lugar, porque el liberalismo tiene que rechazar cualquier asignación de derechos colectivos que impida la posibilidad de que los individuos puedan cuestionar, revisar y hasta rechazar -total o parcial­mente-modos de vida heredados. Desde la izquierda liberal Habermas ha señalado que los derechos colectivos a la supervivencia de una comunidad cultural no pueden limitar los derechos fundamentales individuales que determinan que todos podamos sentirnos pertenecientes a un mismo Estado y compartiendo una identidad común todo lo enriquecida que se quiera por las identidades culturales diferenciadas. Es su propuesta de lo que llama «patriotismo constitucional». Las culturas -señala-no sobreviven porque se las proteja sino porque gracias a una apropiada combinación de derechos individuales y colectivos son capaces de evolucionar y auto transformarse, lo que es imposible si no ofrecen a sus miembros la posibilidad de seleccionar sus propios valores. «Obligar mediante leyes a las personas, sólo en virtud de su origen, a adoptar o reproducir determinadas formas de vida, no significa hacer vivir una cultura; si ésta no tiene vida propia, sólo significa prolongar su agonía». El libera­lismo hospitalario de Taylor corre el riesgo de acoger huéspedes que lo vacíen de sus elementos esenciales (el derecho de cada humano a la libre construcción de su biografía, a la individualización) ya que existen identidades que contienen el des­precio a la libertad individual y a la tolerancia o la afirmación de que las identidades individuales y colectivas deben ser estables y duraderas.
El socialismo democrático actual, cada vez más liberado de veleidades es­tatistas, reconoce como eje orientador de la acción política y cívica el avance hacia condiciones económicas, sociales y culturales que permitan que todos los individuos y los grupos sociales dispongan de igual libertad para configurar y re­configurar sus vidas personales y colectivas. Los derechos colectivos de los grupos no pueden coaccionar en ningún caso la libertad personal de sus miembros. Es más, la calidad de un grupo cultural puede medirse por cuánto facilita la igual libertad de todos sus miembros, lo que es imposible si no se reconoce y organiza su pluralismo interno. Avanzar en este sentido exige no sólo acción estatal sino una sociedad civil organizada, un nuevo civismo, que asuman estos valores y los vayan plasmando en prácticas e instituciones. Y sobre todo que todo esto se haga desde el compromiso de construir una cultura y compartir una identidad humana universal. Esto último es lo decisivo.
Los grandes problemas que ensombrecen el porvenir del siglo XXI no tienen solución desde las ideas elaboradas a fines del siglo xx, incluidos el liberalismo hospitalario y el Estado plurinacional, independientemente de sus méritos. Se­guimos pensando los problemas desde los Estados cuando las soluciones sólo pueden venir desde la humanidad como un todo. La frase «una sola humanidad y muchas culturas» no puede interpretarse en el sentido de que nos une sólo la común naturaleza y que nos separan las diversas culturas. El mundo del siglo XXI no tiene salida sino desde el compromiso de las diversas culturas y Estados de ir construyendo una humanidad y una identidad cultural compartida que nos identifique como humanos no sólo natural sino también culturalmente. Necesi­tamos hacer de la humanidad una gran comunidad cultural que englobe todas las diversidades. Este es el gran comunitarismo del siglo XXI que la globalización y las nuevas tecnologías no sólo permiten sino que exigen. Esta es sin duda la gran utopía para el siglo XXI. Utopía que no quimera, porque sin ella difícilmente podrá construirse la gobernanza democrática global y la ciudadanía mundial que debe fundamentarla. Cualquier otra solución supone pretender la vuelta atrás de la globalización con guerras casi inevitables o aceptar una globalización espúrea, no democrática, marcada por la aceptación de la desigualdad entre los pueblos.
El conocimiento social disponible hoy no sirve para orientar ni a los ciuda­danos ni a los gobiernos ante el tipo de conflictos y desafíos que enfrentamos. Las religiones, las filosofías y las artes han ahondado nuestro conocimiento de lo humano y procurado no poco consuelo, pero no arrojan luz suficiente sobre cómo hacer más humanas y plenas nuestras existencias. Somos prisioneros de procesos históricos viejos y nuevos que representamos con dificultad y sin apenas control. Cuando un manto de oscuridad parece cubrir nuestro futuro, la esperanza viene de visionarios como fueron Luther King o Nelson Mandela dotados de una fe, fortaleza y paciencia que fundaron su convicción de que sus carceleros acabarían reconociendo la existencia de que somos una misma humanidad.
Vivimos tiempos en que los acontecimientos van a seguir precipitándose, la hiperactividad de los políticos será como manotazos continuos sobre hechos siempre inesperados, los analistas y consultores proveerán opiniones manidas que no constituyen auténtico pensamiento, echaremos en falta un reloj que vaya al ritmo de nuestros propósitos … El viejo Norman Birnbaum recordaba recién que sin disciplinar nuestras pasiones -y sobre todo la del poder-no podemos pensar la historia de manera realista y descubrir posibilidades que ahora nos parecen remotas o ilusorias. Pero si aprendemos -nos dice-a elaborar proyectos nuevos con los que materializar los fines de nuestras comunidades y nuestra humanidad, el vértigo histórico no tendría por qué abrumarnos y nuestras vidas podrían estar plenas de sentido aunque careciéramos de la seguridad del acierto.
 

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