De las Comunidades a la Acción Social

De las Comunidades a la Acción Social

Xavier Godàs
Sociólogo

El empoderamiento comunitario es la base social desde la cual se pueden incrementar las oportunidades de prosperar de individuos y colectivos en condiciones de precariedad. El objetivo de la acción social debe ser la producción de proyectos de inclusión mediante la organización comunitaria, especialmente en contextos en que esta es débil o incluso inexistente.
1. Comunidad y modernidad
Actualmente la idea de comunidad toma de nuevo relieve conceptual, político y técnico. La coincidencia en afirmar la necesidad de comunidad es tan general y comúnmente aceptada que incluso un icono empresarial de las redes sociales, Mark Zuckerberg, primer ejecutivo de Facebook (como se sabe, un gigante tecnológico que incluye ahora WhatsApp e Instagram), el 16 de febrero de 2017 publicó en su página personal el manifiesto “Construir la comunidad global”, en el que alertaba sobre el declive de las comunidades tradicionales y proponía que las redes sociales tuvieran por función construir una comunidad global de virtudes cívicas. El objetivo declarado era desarrollar una plataforma tecnológica de generación de interacciones sociales colaborativas. Ahora bien, una idea nuclear del manifiesto es que la tecnología permite promover y articular comunidades virtuales, pero, lo que es tanto o más importante, facilita reforzar estructuras comunitarias físicas en una especie de retroalimentación comunitaria online-offline. Zuckerberg admite en su disertación lo fundamental que es para la integración social que las personas se agrupen presencialmente. Más allá de la idoneidad o no del texto considerando el papel de las grandes corporaciones tecnológicas en los procesos de individualización, con este ejemplo nos interesa destacar hasta qué punto la dimensión comunitaria de las relaciones sociales es motivo de preocupación conceptual y, en consecuencia, adquiere significación política y está sujeta a debates técnico-académicos.
El hecho es que esta renovada atención sobre las comunidades enraíza en el marco de un clima cultural de individualización normativa, en el que la máxima de la autodeterminación personal configura la orientación de valor de nuestras sociedades. En este sentido, lo comunitario parece configurarse como un contrapeso a los procesos contemporáneos de individualización.
Pero vayamos por partes. Resulta evidente que la idea de comunidad es imprecisa y no ha significado siempre lo mismo. Si fijamos la atención en la evolución de las ideas, comprobaremos que el concepto arranca de una concepción premoderna definida por relaciones sociales estáticas y estamentales que transmitían relaciones de dominación de las que, desde la perspectiva de la modernidad, convenía salirse (Nisbet, 1966; Beck y Beck-Gernsheim, 2003; Castel, 2004). La liberación personal respecto de la comunidad parecía ser la misma esencia del programa político moderno, orientado permanentemente al cambio y opuesto a las tendencias conservadoras que pretendían mantener las garantías comunales premodernas, representadas por la Iglesia, la familia tradicional o los gremios. Escapar de la comunidad en tanto que espacio de dominación equivalía a progresar (huelga decir que “progreso” es también un término impreciso, aunque lleno de significado incluso hoy día).
Actualmente, en cambio, la noción de comunidad nos remite a una visión socialmente integradora, acogedora de individuos en el marco de relaciones sociales significativas (Klinenberg, 2018; Rodrik, 2018; Fantova, 2021; Valls, 2020). Afirmamos que constituye un problema de fondo el hecho de que las personas permanezcan desvinculadas de lazos comunitarios. Entendemos las situaciones de aislamiento relacional o soledad como algo que debe evitarse, porque debilitan la capacidad de realización de las personas (especialmente de aquellas que presentan dificultades socioeconómicas). Tanto es así que, en el ámbito de las políticas públicas, cuando hablamos de exclusión social la definimos de acuerdo con situaciones que combinan dificultades económicas con déficits de integración comunitaria. A grandes rasgos, la exclusión severa sería producto de la convergencia de insuficiencias materiales (económicas), debilidades relacionales (aislamiento) y ausencia de reconocimiento (discriminación) sobre determinadas situaciones personales, familiares y grupales.
Vale la pena comprender cuáles han sido las claves de este cambio de percepción en la evolución del concepto “comunidad”. Porque precisar los objetivos de intervención del sistema de servicios sociales sobre el hecho comunitario requiere de una tarea de conceptualización previa que, por desgracia, generalmente se pasa por alto, como si la idea de comunidad ya estuviera suficientemente elaborada. Pero, como veremos, no lo está.
Sabemos que un propósito nuclear de la sociología clásica es comprender la dinámica de interdependencia entre orden y cambio sociales en el proceso histórico de la modernidad (Giner, 2001). Esta expresa en dicotomías el paso de formas de organización social basadas en la comunidad y el parentesco, el mundo rural y el trabajo en la tierra, la religión y las pautas de conducta tradicionales a nuevas formas fundamentadas en nuevos tipos familiares, los procesos de concentración urbana, la industrialización, la secularización, el predominio de la ciencia en materia de conocimiento y el conflicto social orientado al cambio. Jürgen Habermas (1999: vol. 1, 19) explica que la cuestión nuclear “son las transformaciones de la integración social provocadas en la carcasa de las viejas sociedades europeas a causa del nacimiento de los Estados modernos y la diferenciación de un sistema económico que se autorregula mediante el mercado”.
La modernidad, como la comunidad, es un término polisémico que ha sido asociado a industrialización, extensión de la democracia, libertad de creación, cambio social o progreso científico, por citar algunos ejemplos harto conocidos. En conjunto, no obstante, significa una transformación profunda e integral de las estructuras sociales y las relaciones de poder en un ciclo histórico que toma su máxima significación original en la Revolución Francesa. El marco moderno cambia radicalmente el estatus del individuo, en el sentido de que el foco de atención se centra en la individualidad al margen de su adscripción colectiva (Castel, 2004). Desde entonces, las principales ideas políticas modernas dan cuenta de la desconfianza hacia las comunidades. Así, siguiendo la lógica del desarrollo capitalista emerge una cultura política, el individualismo, y una trama político-institucional, el Estado contemporáneo, con una burocracia técnicamente solvente, centralizada y con una arquitectura legal previsible, impersonal, que hace de los contratos (en un plano formal, acordados entre personas civilmente capacitadas por la ley) un eje vertebrador de relaciones sociales supeditadas a la economía y desvinculadas de la comunidad. Pero desde planteamientos socialistas (Polanyi, 1997), se intuye claramente el peligro de desprotección que implica salir de las comunidades sin contar con la capacidad personal (por imposibilidad material) de ejercer la libertad, de modo que el mundo del trabajo ubicado en fábricas y barriadas pasa a ser la infraestructura social de la masa desprotegida, donde se fraguan relaciones de solidaridades básicas orientadas a la emancipación. La aspiración continúa siendo la plena autorrealización personal a caballo del ideal de la fraternidad (Domènech, 2019), que tuvo una diáfana expresión en el cooperativismo y la ayuda mutua, toda vez que se combaten las comunidades que fortalecen la dominación sobre las clases populares (obreras, subalternas, ajenas de facto a la libertad civil): la iglesia oficial y las relaciones de dependencia respecto del señor o el patrón, fundamentalmente. El socialismo da pie a la génesis de una comunidad percibida en tanto que ámbito de relaciones primarias de solidaridad orientadas a la acción colectiva y la emancipación.
Con todo, ¿qué es la comunidad? Analíticamente hablando, se trata de una forma básica de estructuración social donde prevalecen los lazos primarios —afectivos— de conexión interpersonal, el autorreconocimiento de grupo y el valor de la relación social en sí misma. Conforma un espacio de cohesión social sostenido en el tiempo. Las comunidades no se regulan por la lógica del interés, pero tampoco por la libre volición de cada cual. Su mecanismo de regulación es el compromiso grupal afianzado por una moral compartida sujeta a interacciones personales que son básicamente cotidianas y presenciales (Lo, 1992). La sociología clásica coincide en plantear que, contrariamente a las comunidades, las asociaciones modernas serían un modelo tipo de organización formal que configuraría relaciones sociales singularmente diferentes, en las que los individuos se agruparían a fin de coordinarse y orientarse en función de procurar racionalmente (en el sentido de instrumentalmente) por sus propios intereses.
Es evidente que la dinámica real de las interacciones sociales desmiente la nitidez tipológica entre las comunidades (comprometidas) y las asociaciones formales (regladas), pero lo que nos interesa destacar es que entre unas y otras hay una diferencia significativa de fondo: la adhesión a la comunidad sigue una lógica deontológica (sustantiva), mientras que la adscripción a las organizaciones regladas es teleológica (instrumental). Pero atención respecto de nuestros prejuicios ideológicos, porque del mismo modo que la concepción premoderna de comunidad podía significar protección, pero no emancipación, actualmente las comunidades tampoco pueden ser concebidas únicamente desde su vertiente habilitadora de individuos comprometidos con bienes comunes definidos democráticamente. Por ejemplo, han existido y existen muchísimas experiencias de relaciones comunitarias de carácter profundamente jerárquico y coactivo (las militares o paramilitares), las delincuenciales/criminales (bandas, mafias), o aquellas que se rigen por el cierre social y la agresividad en relación con la alteridad (las bases locales del Ku Klux Klan constituyen un ejemplo paradigmático de ello).
Hecho el aviso, continuemos con el núcleo de nuestra argumentación. En palabras de Robert Castel (2004), es incuestionable que la cultura moderna sobrevalora las individualidades, hasta el punto de que la medida del éxito personal en punto a la propia autodeterminación de vida muestra el grado de liberación individual respecto de las restricciones impuestas por los vínculos sociales preexistentes o comunitarios. El problema, no obstante, es que este tipo de vinculaciones proporcionan una protección sin la cual se corre el riesgo de caer en una permanente fragilidad vital, vulnerabilidad social y pérdida de sentido de la propia existencia. Zygmunt Bauman (2017) insiste en esta idea, complementaria de la de Castel: ser un individuo de pleno derecho no garantiza la individualidad de hecho, porque para llegar a ella es necesario disponer de unos recursos (económicos y culturales) que no son fácilmente accesibles para amplias capas de la población.
Las reflexiones precedentes nos llevan a considerar que, más allá de la posibilidad material (hoy determinada por la capacidad de consumo) de desarrollar una individualidad, las personas necesitan constitutivamente la integración en un “nosotros” (o en diversos) que proporciona el marco de sentido de la existencia individual. Este es el punto. Fijémonos cómo un interesante documental de Erik Gandini, La teoría sueca del amor (2015), plantea una hipótesis inquietante: que el programa socialdemócrata de los setenta en los países nórdicos provoca a largo término un cambio en la morfología y la dinámica de las interacciones sociales, a causa de la implementación de políticas públicas que tienen por función sustituir a las familias y los círculos de relaciones próximas como redes de protección personal. Desde esta perspectiva, el Estado es el que debe garantizar protección a cualquier nivel y se parte del supuesto de que la unidad que requiere ser protegida es el individuo. Esta política busca la “liberación” de los unos respecto de los otros, una negación de las interdependencias cotidianas, como bien recoge uno de sus lemas más preeminentes: que ninguna persona mayor, joven o enferma tenga que depender de otra para subsistir. Andando el tiempo, y siempre según la hipótesis de Gandini, el efecto indeseado de semejante estatismo demoledor de vínculos primarios habría conllevado la soledad y aislamiento que se concentran con especial intensidad en las sociedades nórdicas, lo que habría provocado un grave problema para la salud, especialmente la mental, y un gran declive de la implicación personal en las comunidades. Toda una paradoja: un programa socialdemócrata concentra en el Estado el ideal de solidaridad colectiva y acaba por contribuir a vaciar de sentido de colectividad a la propia sociedad.
En resumidas cuentas, la idea es que sin un “nosotros” que nos aglutine, nadie puede aspirar a la individualidad. Y si la medimos por la capacidad de ejercer la propia libertad (otro término impreciso sujeto a disputa permanente), el elemento sociológicamente relevante —y un reto mayúsculo de gestión para la política pública— es el valor de la autonomía personal entre las relaciones de interdependencia que se configuran en un contexto de creciente diversificación social. Porque, sociológicamente hablando, no puede haber libertad en ausencia de sociedad. O, dicho de otro modo: la individualidad sin integración social es pura fantasía. Consecuentemente, las comunidades constituyen la argamasa social necesaria para disponer de oportunidades de autonomía personal, esto es, de la capacidad de seguir proyectos de vida y de prosperar (Rodrik, 2018). Llegamos finalmente a la idea reinterpretada de comunidad, aceptada ampliamente en los círculos profesionales de acción social: son los espacios relacionales básicos de solidaridad, reciprocidad, cuidados y participación ciudadana que discurren entre la vida cotidiana (Fantova, 2021). Esta perspectiva enmarca el hecho comunitario en tanto que base social primaria de habilitación y capacitación personal. Desde el punto de vista de los profesionales de los servicios sociales, la hipótesis es que en ausencia de comunidades menguan las posibilidades de consolidar itinerarios de prosperidad colectiva.
Ejemplos: una agrupación vecinal sólidamente asentada en un barrio, identificada como tal, y solidaria respecto de las condiciones de vida de sus integrantes, podría definirse como estructura comunitaria; o bien, una agrupación de personas basada en un interés compartido o motivación común que genera asociacionismo. La actividad vecinal del barrio de Bellvitge, en l’Hospitalet de Llobregat (Barcelona), es un referente de implicación comunitaria desde la construcción del polígono en la década de 1960; fue central en la producción democrática de la ciudad, en la reorientación del urbanismo desde la perspectiva de la sociabilidad y en la configuración y extensión de servicios públicos2. Utilizando palabras de Sennett (2019), la cité de l’Hospitalet residente en Bellvitge, esto es, las relaciones de proximidad comunitarias que configuran la ciudad desde la cotidianidad han producido acciones públicas en favor de la mejora de las condiciones de vida para el conjunto de la población residente en Bellvitge. Podemos afirmar que tales mejoras repercuten en un incremento de las oportunidades vitales para el conjunto de personas y familias residentes en el barrio. Este es el valor de las comunidades: el empoderamiento de la gente, que es el principio motivador del cambio social.
Desde un punto de vista práctico, una idea clave es que las comunidades en abstracto no existen. Es un contrasentido hablar de comunidad cuando, por ejemplo, hacemos referencia a un municipio o a un barrio. En tales casos, en realidad nos estamos refiriendo a la población residente en un determinado territorio, que desde luego no es homogénea, ni podemos afirmar sin más que esté comunitariamente estructurada. Residir permanentemente en un territorio es una condición necesaria, aunque insuficiente, para generar comunidad. Tampoco podemos identificar como comunidades a agregados de personas definidas por su perfil social más preeminente, como por ejemplo las que están condicionadas por la pobreza económica, el grado de discapacidad o dependencia, el género, origen o edad. Hablar de comunidad nos remite siempre a una existencia concreta de relación social básica identificable, cívicamente implicada, significativa y dotada de sentido para el conjunto de sus integrantes. Luego, en municipios, ciudades o barrios habrá estructuras comunitarias, como puedan ser las comunidades vecinales; entre gente empobrecida, redes de ayuda mutua; entre personas con discapacidad, marcos asociativos para la defensa posicional de sus derechos; entre mujeres, espacios propios de relación y promoción; entre personas de origen inmigrante, entidades de agrupación y recreación culturales; entre adolescentes, peñas. En resumen, para que hablemos propiamente de comunidades debe existir algún tipo de interacción social con sentido que vincule las personas las unas con las otras.
2. Redes de base comunitaria
Una idea que retener es que el empoderamiento comunitario es causa de empoderamiento político (Manent y Fantova, 2020). En consecuencia, una primera afirmación es que las comunidades constituyen una base generativa de acción colectiva, esto es, toda aquella acción de grupo concertada e intencional, que expresa intereses, preferencias y objetivos colectivos, se manifiesta en forma de organización y conforma una voz con voluntad de influencia pública (Aguilar, 2001; Godàs, 2007)3. Resulta evidente que hay agrupaciones comunitariasno orientadas a la acción colectiva. Por supuesto, todas aquellas de carácter primario que se definen por vínculos sentimentales estrechos, como puedan ser los universos familiares y los círculos de amistades. Por otro lado, las asociaciones de tipo cívico, entidades constituidas para desarrollar una determinada actividad cultural, recreativa o deportiva, entre otras experiencias que podríamos listar. Tales asociaciones forman parte del entramado cívico sin que, por principio, presenten vocación de incidencia política. Otra cuestión es que esas entidades puedan brindar apoyo a procesos de movilización social o, llegado el caso, participen en el despliegue de proyectos de interés público.
El sistema profesional de servicios sociales debe trabajar con la diversidad de lógicas comunitarias, pero es importante precisar que las que tienen vocación de incidencia pública son especialmente relevantes como actores de referencia del territorio. Es trabajando con estas dinámicas comunitarias, que promueven en diversos grados y con variedad de intensidades bienes comunes (relativos al grupo o extensivos al conjunto de la población), como la acción social refuerza su capacidad de producir inclusión. La relación entre el sistema profesional de servicios sociales y tales dinámicas comunitarias dista de ser fácil, porque en esa interacción pueden concurrir diferentes períodos de disenso y consenso en lo referente a diagnósticos de la situación o a los cursos de acción que conviene proyectar cuando se desarrollan proyectos sociales, pero es de todo punto imprescindible para potenciar la capacidad de incidencia de las políticas públicas de inclusión. Porque a más capacidad de acción comunitaria, más cohesión social y, en consecuencia, mayores oportunidades de prosperidad colectiva. Así, denominamos redes de base comunitaria a las comunidades que, en el territorio, se orientan a la acción con voluntad de intervención pública.
Podemos clasificar la organización de la acción colectiva de base comunitaria actualmente existente en el territorio según tres tipos básicos: el movimiento vecinal tradicional, las nuevas experiencias de innovación social y los movimientos sociales urbanos (en la actualidad, especialmente centrados en el problema de la vivienda).
Las asociaciones vecinales tradicionales fueron especialmente relevantes desde la década de 1960, cuando adquirieron un papel de agente impulsor de transformaciones urbanas en las ciudades catalanas con mayor peso industrial. El movimiento vecinal fue generador de asociacionismo, formador de actitudes cívicas, transmisor de valores públicos y promotor de identidades territoriales positivas (Alabart, 2009 y 2010). Dada su capacidad de organización y acción, fue interlocutor general de los barrios frente a las instituciones políticas, particularmente los ayuntamientos. El hecho es que, por lo general, las asociaciones vecinales se caracterizan por el impulso de la calidad de vida en el barrio, mediante proyectos de mejora de las condiciones urbanas (infraestructuras, equipamientos, pacificación de la vía pública, zonas verdes) y la defensa de servicios públicos esenciales (educación, salud, deporte, cultura y servicios sociales). Pero el movimiento vecinal tradicional, como fórmula tipo de participación en la producción de ciudad, actualmente ha perdido presencia activa territorial y capacidad de influencia política. Determinadas condiciones estructurales han precipitado su declive: la precarización de las condiciones de trabajo y los procesos de desindustrialización que se han cebado en los barrios obreros; el envejecimiento de la población y la inestabilidad residencial, sobre todo característica de las zonas en las que se concentran situaciones de exclusión social severa.
Por otra parte, estudios recientes indican que, desde la recesión económica de 2008 hasta nuestros días, con la crisis derivada de la pandemia de la covid-19, se ha observado la proliferación de iniciativas de acción colectiva que, a diferencia del movimiento vecinal tradicional, abordan ejes de acción más orientados por áreas temáticas definidas. Se trata de la denominada innovación social, iniciativas de acción colectiva de tipo cooperativo y autónomas que responden a demandas sociales no satisfechas por el mercado ni la provisión pública de servicios (Blanco y Nel·lo, 2018; Subirats y García Bernardos, 2015). Un conjunto de tales innovaciones se caracterizaría por fomentar modelos alternativos de organización y actuación sociales, por ejemplo, en las pautas de consumo energético, la alimentación o la crianza compartida. En un segundo grupo de experiencias, encontraríamos las que se definen por defender derechos sociales básicos cuestionados a causa del contexto de crisis, como podrían ser las redes de reciprocidad y apoyo mutuo que durante la pandemia han mostrado capacidad de autoorganización vecinal para enfrentar las emergencias sociales. Finalmente —y también como reacción a la Gran Recesión de 2008— es importante mencionar a los movimientos sociales urbanos centrados en el problema de la vivienda. En la medida en que estos movimientos tratan cuestiones directamente vinculadas con la vida cotidiana relativa al hecho residencial, definen un problema que podría ser entendido como particular —el acceso o el mantenimiento de la vivienda— en términos colectivos (luego, políticos), y también, como en el caso del movimiento vecinal, tienen una vocación inequívoca de influir en la legislación y las políticas públicas.
Ahora bien, es importante precisar que las investigaciones en acción colectiva urbana también muestran que las experiencias asociativas acostumbran a arraigar en territorios con una densidad asociativa y una historia de acción colectiva previas, baja segregación urbana y una media de renta declarada que no roza los márgenes de la pobreza y la exclusión (Blanco y Nel·lo, 2018). No enraízan en la misma medida, o directamente no se dan, en territorios de intensa vulnerabilidad social, razón por la cual puede afirmarse que la permanencia territorial de las redes de base comunitaria depende,en gran medida, de tres factores clave. En primer lugar, del arraigo de la población en el territorio. En este sentido, los movimientos demográficos regulares de emigración e inmigración condicionan negativamente la vertebración comunitaria, dadas las dificultades para estabilizar una población residente. En segundo, depende de la morfología urbana. Una mayor densidad y concentración residencial facilitaría el asociacionismo, mientras que una menor densidad poblacional combinada con la dispersión urbana lo debilitaría. Y en tercer lugar, depende del determinante de las necesidades primarias no cubiertas, el cual comporta que la contribución comunitaria no sea una prioridad para aquellas personas que sufren exclusión social severa. Resulta obvio indicar que semejantes contextos, en los que las estructuras comunitarias son muy débiles o casi inexistentes, suponen una gran complicación, a la vez que un reto para las políticas públicas de inclusión, por causa de la desagregación social. Por consiguiente, en ausencia de comunidades o cuando estas son inconsistentes, fortalecerlas o producirlas deberá ser objeto de trabajo del sistema profesional de servicios sociales. Lo veremos a continuación.
3. Acción social y empoderamiento comunitario
A título ilustrativo, empecemos con un ejemplo de planificación autonómica reciente. El Plan Estratégico de Servicios Sociales 2021-2024 de la Generalitat de Catalunya dice situar “las interacciones de las personas en su entorno familiar y comunitario como objetos esenciales de intervención del Sistema Catalán de Servicios Sociales”, así como integrar “la opinión y experiencia de esas personas para mejorar los servicios sociales, ya que uno de los objetivos más importantes de la estrategia es que la población perciba los servicios sociales como cercanos” (Departament de Treball, Afers Socials i Famílies, 2020: 82). La tesis subyacente al Plan es que, donde no haya vertebración comunitaria, la organización de la comunidad deberá ser el paso previo a la acción social comunitaria. Como hemos visto, en los territorios donde se concentran las situaciones de exclusión social es menos probable la existencia de comunidades. Así, el actual Plan indica acertadamente que “la ausencia o existencia de relaciones con el entorno social —así como el grado de intensidad, la frecuencia o la forma con que se den— es un factor determinante para situar a las personas en la zona de inclusión, vulnerabilidad o exclusión social” (Departament de Treball, Afers Socials i Famílies, 2020: 106). En consecuencia, en tales condiciones una función primordial de la actividad profesional de los servicios sociales tendrá que ser el acompañamiento en la vertebración de comunidades. Esta función determina el papel del o de la profesional, las características de los equipos de intervención y la definición de los proyectos de acción comunitaria.
No obstante, antes de entrar en materia, conviene advertir que un problema de planteamiento inherente a los servicios sociales es que han sido históricamente concebidos como último recurso de los principales escudos públicos de protección (pensiones, salud, educación), no como uno de los pilares constitutivos del Estado del bienestar. La principal consecuencia de ello es que los equipos profesionales y los dispositivos de la acción social tratan básicamente de contener situaciones de exclusión. Y que lo hacen mediante recursos escasos y, por lo general, fragmentados, situación que genera tres consecuencias que condicionan negativamente la dinámica de trabajo de los servicios sociales: una, la excesiva burocratización de los procesos de trámite de las prestaciones; dos, el celo fiscalizador respecto del comportamiento de la población atendida (inherente a la burocratización misma, que es en sí un sistema de vigilancia); y tres, la concentración de la actividad en la atención individual, porque con los recursos disponibles y el incremento de las necesidades disminuye necesariamente el tiempo de trabajo dedicado a la acción grupal y comunitaria4. Según eso, la reorientación de los servicios sociales en función de la lógica comunitaria requiere, por una parte, que el conjunto de los sistemas de protección lleguen de manera suficiente a todo el mundo y que sigan una estrategia de conjunto que garantice la sostenibilidad de la cohesión social; y por otra, que el propio sistema profesional de servicios sociales se reconstituya metodológicamente para promover el objetivo general de la autonomía personal en un marco combinado de interdependencias e incremento de la diversificación social, concentración territorial de necesidades y amplitud del abanico de vulnerabilidades. Estratégicamente hablando, este cambio de orientación conlleva que los servicios sociales pasen de la función de contener vulnerabilidades a la de habilitar capacidades personales y colectivas, esto es, que transiten de las prácticas asistencialistas a las acciones empoderadoras.
Lo anterior lleva a todo el sistema de acción social (entendido en un sentido amplio y plural, pluridisciplinar) a adquirir cualificaciones profesionales adecuadas para el trabajo comunitario. Quiere decirse con esto que la identidad técnica de la acción social debe centrarse más en la habilitación de las capacidades personales y colectivas que en la contención de precariedades (que, desde luego, continúa siendo una función profesional ineludible); que sobre el terreno hay que fortalecer el vínculo entre la dinámica propia de las comunidades y la actividad profesional pluridisciplinar del sistema de acción social; y que el perfil profesional en intervenciones sociales tiene que combinar las competencias técnicas en la prestación de un servicio o el desarrollo de un proyecto con las habilidades relacionales en la interacción que protagonice con las comunidades,brindando acompañamiento a la organización de la comunidad o apoyándola y promoviéndola en función de cada caso. La actividad profesional supera así su hasta ahora función básicamente prestadora de servicios protocolariamente definidos, o contenedora de actividades promovidas por la administración municipal, para pasar a ser, también, intensificadora de interacciones sociales y facilitadora de procesos de autoorganización de la comunidad (Fantova 2020; Aguilar Hendrikson, 2020; Brugué, Boada y Blanco, 2013). Porque es sobre esta polivalencia profesional que debe ser posible abordar las debilidades comunitarias para ejecutar procesos de acompañamiento en la vertebración de comunidades y, con ello, fijar la base social que permita ampliar el horizonte de oportunidades individuales y colectivas en contextos de concentración de necesidades sociales.
Conviene destacar que la lógica profesional comunitaria tiene una especial significación en el marco del funcionamiento de los equipamientos públicos. La principal característica de estos es que conforman espacios específicos de conectividad social (Klinenberg, 2018), razón por la cual constituyen puntos nodales de encuentro que incrementan las interacciones entre personas y grupos. Por tanto, desde la perspectiva del fortalecimiento de la comunidad la acción social lleva lógicamente a ensayar intervenciones pensadas para ganar una mayor polifuncionalidad en los equipamientos públicos. Es decir, que más allá del hecho de que en ellos se presten servicios específicos (de salud, culturales, educativos, de ocio u otros), también sean pensados y diseñados como enclaves comunitarios, según tres planteamientos. En primer lugar, para generar pautas de coordinación y acción transversal entre equipos profesionales a fin de trabajar proyectos comunes que puedan requerir de diferentes enfoques técnicos y coordinación de servicios. En segundo, para plantear una relación de continuidad urbana entre los equipamientos y sus contornos de espacio público, de modo que se intensifique el potencial de conectividad social de la estructura sociourbana resultante de la suma entre equipamiento, espacio físico conexo (plaza, zona verde, vía pública, comunidad vecinal) e interacciones sociales resultantes. Y tercero, para favorecer que las experiencias comunitarias puedan ubicarse en los equipamientos a fin de contribuir al desarrollo de la acción colectiva mediante proyectos autogestionados de intervención.
A la vista de estas consideraciones, en las tareas propias del despliegue de proyectos de acción social dirigidos a la organización comunitaria despuntan las siguientes capacidades y habilidades profesionales:
Capacidades de detección y análisis de necesidades; de diagnosis de las condiciones objeto de intervención, planificación de las intervenciones, adaptación al cambio e innovación metodológica cuando las condiciones del entorno de intervención lo requieran.
Habilidades de coordinación transversal de equipos de trabajo con diferentes competencias técnicas y organizativas, a partir de proyectos que deberán ser de carácter intersectorial e interdepartamental, y fundamentados en la lógica de la coproducción. En este sentido, conviene considerar la cualificación para la puesta en marcha de estrategias integrales de gestión polivalente y participada de equipamientos públicos.
Formación técnica de acompañamiento en procesos de empoderamiento comunitario, aspecto que incluye la coordinación con los agentes clave del territorio (formales e informales, colectivos y personales); y aptitud para la mediación, el despliegue de acciones preventivas de conflictos en espacios vecinales o públicos, y la resolución de conflictos.
Capacidad de dinamización de grupos y articulación de dinámicas participativas en espacios formalizados (la trama asociativa) e informales (en ámbitos de concurrencia social, como es el caso de los espacios públicos y los equipamientos antes mencionados); habilidades organizativas para la promoción y celebración de actividades.
Facilidad de coordinación de los recursos movilizados en función de las intervenciones (tanto de los recursos propiamente públicos como de los de otras organizaciones o entidades), de acuerdo con las competencias y las normativas vigentes. Monitorización de la gestión de los proyectos en curso, en el plano presupuestario, organizativo, técnico, metodológico, participativo y evaluador.
Asertividad en el momento de informar de los proyectos en curso (por escrito y en intervenciones orales) al conjunto de los equipos de trabajo, a los referentes de las administraciones públicas y al tejido asociativo; capacidad para comunicar en entornos públicos las intervenciones que se produzcan.
4. Conclusión
Las consecuencias sociales de la pandemia de la covid-19 han vuelto a mostrar incuestionablemente la importancia de los sistemas de protección social para la sostenibilidad y la cohesión de nuestras sociedades. Proteger las vidas (en un sentido amplio, tanto material como relacional) debería constituir la prerrogativa fundamental de las políticas públicas. En este sentido, encontramos cuatro políticas fundamentales que enraízan en el precepto de asegurar unas condiciones dignas de existencia: las relativas a la salud, la educación, la vivienda y la suficiencia económica. Los sistemas de acción que deben procurar estos bienes son los sistemas públicos de salud, educación y servicios sociales, las políticas públicas de promoción de vivienda y las de suficiencia de renta. Desde luego, estos sistemas deacción pública deben quedar bajo control normativo y de producción de los poderes públicos, pero en la gestión de los servicios pueden concurrir entidades empresariales, sobre todo del tercer sector en los casos de atención social, así como las redes de base comunitaria que detectan necesidades y organizan comunidades vulnerables. Pensar que la respuesta a las necesidades sociales equivale solo a fortalecer los dispositivos públicos del conjunto de la administración del Estado sería un error de principio que sería conveniente evitar de antemano (Pascual, 2020). Aquí, la clave radica en la capacidad política institucional de combinar el liderazgo público en el despliegue de políticas públicas con la definición de pautas de cooperación con otras organizaciones y la ciudadanía comunitariamente empoderada. Se generan, de ese modo, condiciones favorables al cambio social en la línea de la inclusión y, en consecuencia, al incremento de las oportunidades vitales entre los segmentos de la población en situación de mayor vulnerabilidad.
De entre nuestras administraciones públicas, los ayuntamientos ostentan especialmente la responsabilidad de dotar de recursos humanos, económicos y organizativos a los diferentes equipos y dispositivos de servicios sociales, así como de promover los acuerdos de concertación y cooperación que sean necesarios con el sector social y las redes de base comunitaria. Esta movilización de recursos de intervención debe traducirse en mayor capacidad organizada de respuesta a las necesidades sociales, pero también, y especialmente, en capacidad de habilitar hacia a la autonomía a quien lo necesite. El reto es reorientar y reforzar el sistema profesional de acción social. Reorientarlo de modo que adquiera capacidad de promover la autonomía personal y la inclusión social vía empoderamiento comunitario, en vez de continuar siendo básicamente un muro de contención vigilante de la pobreza y otras vulnerabilidades. Pero también reforzarlo robusteciendo orgánicamente los servicios y dispositivos de servicios sociales, porque sin un sistema bien articulado, eficientemente organizado y suficientemente dotado económicamente, la actividad comunitaria de la acción social desembocaría en simple voluntarismo ocasional e inocuo.
Finalmente, sobre el terreno es necesario hilvanar la relación entre la dinámica de las redes de base comunitaria y la actividad profesional de los servicios sociales. Se trata de una tarea de adaptación a las condiciones del entorno de actuación y de coordinación con los actores sociales del territorio. La infraestructura social de las comunidades es el espacio público, los equipamientos y los núcleos vecinales, nódulos básicos de interacción social. Los agentes de cambio de las condiciones sociales son los servicios profesionales de acción social y las redes de base comunitaria. Por este motivo, hemos visto que el personal del sistema profesional de acción social deberá adquirir o mejorar habilidades profesionales encaminadas a la reorientación comunitaria de las intervenciones. En síntesis, el o la profesional deberá tener la capacidad de análisis de las condiciones objeto de intervención y de planificación de las intervenciones basándose en la capacidad de trabajo por proyectos y en equipos (no exclusivamente en función de las propias competencias/habilidades); la detección de los agentes clave del territorio y la colaboración con ellos; la eficiencia en la coordinación de los recursos movilizados para las intervenciones (tanto los propiamente públicos como los de otras organizaciones o entidades); la dinamización de grupos y la articulación de dinámicas participativas en espacios tanto formales como informales.
Expresado en pocas palabras: la priorización de políticas públicas universales de protección, la reorientación metodológica de la acción social en clave comunitaria, el refuerzo orgánico de los equipos profesionales y la capacidad de trabajo en el territorio con las redes de base comunitaria son los cuatro factores que deben concurrir para iniciar una etapa en la que los servicios sociales pasen de ser un sistema de contención de la población en situación o riesgo de exclusión social, a uno de promoción de la inclusión y la construcción de itinerarios de autonomía.

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