No estamos locos, solo algo mareados

No estamos locos, solo algo mareados

Santiago Roncagliolo
Escritor

El electorado peruano no cree en las ideologías, se guía por el éxito individual
Las últimas elecciones peruanas han provocado un aluvión de llamadas y entrevistas de la atónita prensa europea hacia los escritores y periodistas peruanos que residimos en el exterior. El espectacular resultado de Keiko Fujimori, que pasa a la segunda vuelta con casi el 40% de los votos, ha desquiciado a los observadores internacionales ¿Por qué gana la hija de un dictador que cumple pena de cárcel por corrupción y atentados contra los derechos humanos? ¿Por qué los peruanos desean regresar a la época oscura en que se compraba a jueces y parlamentarios mientras se amenazaba a periodistas?
Tales preguntas se inspiran en parte en el desprecio europeo hacia el resto del mundo —incluido Estados Unidos—, al que tienden a considerar incivilizado y semisalvaje. Pero los italianos reeligieron a Berlusconi, Le Pen crece en Francia y la extrema derecha arrecia en buena parte de Europa. El populismo y los pasados desagradables no son exclusivos de ningún continente. Lo que sí singulariza al Perú es la ausencia de un espectro político estable, es decir, de partidos sólidos y experimentados que defiendan sistemas de valores coherentes. Y ahí reside la explicación a nuestros resultados.
Hubo un tiempo en que éramos normales. Había una derecha y una izquierda. Y, con democrática igualdad, ninguna de las dos funcionaba.
En 1985, la derecha había dejado al país sumido en una crisis profunda económica y social, a la que se sumaba la atroz guerra entre Sendero Luminoso y el Estado. En esas elecciones, pasaron a la segunda vuelta dos partidos de izquierda y terminó gobernando Alan García.
El nuevo presidente consiguió lo imposible: hacerlo peor. Para 1990, hasta los barrios ricos sufrían cortes de agua y luz, la violencia cercaba la capital y la inflación llegaba a tal nivel que hubo que cambiar de moneda para restar ceros en la contabilidad. Esas fueron las famosas elecciones en que Mario Vargas Llosa se colocó en cabeza de la derecha y, cuando parecía imbatible, perdió contra un desconocido Alberto Fujimori.
Fujimori fue el primer self made president, el hombre ajeno al establishment político que aglutina a un electorado desencantado con el poder. Digamos, nuestro Donald Trump. Y, por supuesto, se ocupó de acabar con cualquier atisbo de institucionalidad. Desde entonces, con la sola excepción de Alan García en 2006, todos los presidentes peruanos han seguido ese patrón. Los peruanos no votamos para elegir a nuestro favorito, sino para castigar a todos los demás.
Aún hoy, el electorado no cree en ideologías. Se guía por el éxito individual. Entrega su confianza a un candidato según su trayectoria personal. En los meses previos a estas últimas elecciones, mientras se barajaban las candidaturas, el chef Gastón Acurio tenía más del 20% de intención de voto aun sin presentarse.
Lo único estable es que todos los gobiernos agotan su gestión sumidos en la impopularidad. El partido de Toledo no llegó siquiera al Congreso. El de García no presentó candidato presidencial. Humala retiró al suyo en plena campaña. Precisamente por creer que un profesional exitoso puede ser automáticamente un presidente excepcional, pasamos un cuarto de siglo condenados a la decepción.
La derecha de la derecha
En todos los países se repite un fenómeno: los que dicen que no tienen ideología son de derechas. Perú no es la excepción. La confianza en el éxito individual favorece a los candidatos conservadores, que sostienen que el éxito es cuestión de voluntad, no de igualdad de oportunidades. Pero además, los peruanos confían poco o nada en el Estado. Prefieren administrar su dinero individualmente que pagar impuestos. La falta de bases sociales sólidas obliga a los presidentes, aunque sean progresistas, a mimar a los poderes fácticos. La sombra de los años 80 pesa como una losa sobre toda iniciativa de izquierda. Y por último, los altos precios de las materias primas han mantenido un crecimiento económico que invita al conservadurismo.
En estas elecciones, de manera natural, muchos votantes huérfanos buscaron refugio en los dos candidatos de derecha, Keiko Fujimori y Pedro Pablo Kuzcynski (PPK), y los catapultaron a la segunda vuelta. En cierto modo —y sin ánimo de ofender a nadie—, ambos son respectivamente comparables al PP y a Ciudadanos. Keiko reivindica lo que en el gobierno de Aznar se llamaba “un gobierno fuerte”. Sus valores son los del principio de autoridad y el orden, caros a la derecha tradicional. Al PPK, en cambio, solo le importa el dinero. Como Ciudadanos, defiende a ultranza la economía de mercado y el orden económico, pero está dispuesto a negociar casi todo lo demás.
Lo que beneficia a Keiko es que, para los peruanos, el principal problema ciudadano es la inseguridad. Y muchos votantes consideran que el currículum de su padre la avala en ese tema. Por ejemplo, Keiko ha propuesto recluir a los criminales en prisiones andinas a 4.000 metros de altura, una medida de dudosa utilidad pero que da fe de que no le tiembla la mano frente a los malos.
Paradojas de la vida, en segunda vuelta ambos contendientes tendrán que luchar por los votos de la otra orilla. La tercera candidata, Verónika Mendoza, del Frente Amplio, ha conseguido los mejores resultados de un partido de izquierda desde 1985. Y su 17% de votantes, en su mayoría jóvenes y pobladores rurales, tiene la llave de la Presidencia. De aquí al 5 de junio, asistiremos a las piruetas de Fujimori y PPK tratando de seducirlos. Será, sin duda, un nuevo despliegue de dislexia política.
 
Este artículo ha sido publicado en www.ahorasemanal.es y se reproduce aquí con autorización del autor.