Ética para políticos

Ética para políticos

Joan Prats (†)
Académico y Consultor Internacional

Del Libro «A los príncipes republicanos»; extraemos estos textos de Joan Prats sobre la necesidad de una ética específica en el oficio político.
Autodominio y autoconocimiento
No habrá desarrollo humano sin buena política. Pero, si como dice Manolo Zafra, la mala política no se corrige con la ética sino con la buena política, entonces ¿para qué sirve la ética?
Más allá del núcleo ético compartido que todos necesitamos como ciudadanos, cada función social específica plantea requerimientos éticos específicos. No es la misma ética la que necesitamos como políticos, empresarios, profesores, trabajadores, padres, religiosos, etc. No bastan altos niveles éticos generales para producir buenos políticos.
Para encontrar la ética específica que requiere la buena política es necesario reconocer la política como un oficio, como una función socialmente necesaria, quizás la más importante y difícil de todas. Es necesario salir del menosprecio idiota de la política (los griegos consideraban «idiota» al que se ausenta de los intereses de la ciudad, no se interesa y no participa en la polis) para repolitizar la sociedad, reencantarla y poder así reinventar y reformar la política, es decir, superar las malas políticas que hoy bloquean el desarrollo e ir instalando las buenas políticas que el desarrollo humano requiere. Hay que redescubrir el oficio de la política en la línea iniciada por los grandes pensadores republicanos que tanto insistieron en las "virtudes públicas" conectadas pero distintas de las virtudes privadas.
En todo caso, hay que tener presente que el oficio requerido para hacer la mala política es muy diferente al oficio requerido para la buena política. Las éticas de uno y otro también han de ser muy diferentes. ¿Qué hace el mal político? Niega y desconoce la realidad, la falsea, presenta falsas imágenes que producen falsas ilusiones, temores y esperanzas, manipula (son los vendedores acríticos del Consenso de Washington, los que proclamaron ya somos una democracia, una economía del mercado, un estado social, una administración por resultados superadora de la burocracia weberiana…). Estos políticos son grandes conservadores del estatus quo cultural, político, económico y ético. Producen desarrollo aprovechando una coyuntura positiva de orden internacional; pero se trata de un desarrollo volátil y de pobre calidad distributiva. No transforman los patrones de gobernabilidad: son hábiles operadores de partidos caudillistas, fragmentados y de baja institucionalización; se saben manejar en las alcantarillas del financiamiento político, manejan las redes clientelares electorales, asignan los empleos públicos en una administración patrimonializada, gestionan mayorías parlamentarias ocasionales y transan con los votos de los legisladores, intermedian con el sector privado la producción de leyes y reglamentos, las adjudicaciones en licitaciones públicas o en las privatizaciones, negocian la concesión de beneficios y exenciones….
Cuando este tipo de oficio prevalece en la política estamos ante la mala gobernabilidad que bloquea el desarrollo. Es éste tipo de política la que justamente merece el repudio cívico y el desprestigio hoy generalizado de la política. Pero repárese que para hacer bien todo esto hace falta una ética: la que se corresponde con las instituciones informales en las que opera
hábilmente el mal político. En efecto, el mal político para cumplir bien con su oficio ha de ser confiable. Ha de cumplir sus contratos. Ha de ser hombre de palabra. Y ha de ser capaz de hacerse respetar cuando los otros no cumplan la suya. Ha de ser respetable, respetado y temido por todos aquellos con los que contrata en la opacidad de las instituciones informales. Obviamente, este mal político puede ser una buena persona, un buen padre, marido, amigo, socio… incluso crear fundaciones y cátedras para la ética política. En el mejor de los casos aportará a la sociedad estabilidad política, cohesión con desigualdad, pero será incapaz de producir las transformaciones que requiere la conquista de la verdadera democracia y el desarrollo humano.
¿Qué es lo que hacen los buenos políticos que en parte tenemos y que masivamente necesitamos? Primeramente son grandes patriotas, pero patriotas que no sólo aman al país que fue y es sino también al que puede y debe ser; no se engañan ni engañan con la realidad, pero no renuncian a un ideal, tienen un proyecto, una estrategia, forman equipos y tratan de proyectar su acción en el tiempo creando partidos institucionalizados. En segundo lugar desarrollan lo que Berlin llamó el buen juicio político tan diferente del juicio científico o experto: captan las anomalías, las amenazas y oportunidades, soportan la presión, crean sistemas de información, proponen metas creíbles y movilizadoras, crean conceptos e imágenes, superan bloqueos que previamente parecían insuperables, gestionan conflictos, negocian, construyen coaliciones, saben lo que en cada momento corresponde hacer y en base a ello renuncian a involucrarse en muchas cosas importantes pero inoportunas… Para hacer todo esto tienen que contar o pactar con quienes manejan la mala política, pero lo hacen poniéndolos al servicio de la transformación de la propia política y no dejándose atrapar en su lógica conservadora. Transformando al país, no sólo lo hacen crecer, sino que dejan mejores instituciones, mejores prácticas políticas, mejores valores, actitudes y capacidades. Transformando la política se transforman a sí mismos y a la sociedad. ¿O es que alguien cree que podremos alguna vez ser desarrollados y seguir siendo como somos?
Fácilmente comprenderemos que la ética necesaria para este oficio es muy exigente. Los dilemas éticos que enfrenta el buen político son permanentes. En casi todas las decisiones importantes hay más de un bien ético en juego y la información sobre los costes y beneficios de toda decisión nunca es suficientemente precisa (a veces ni si quiera está claro lo que conviene ya no al país sino al político que decide). Desde luego siempre hay un límite por debajo del cual las decisiones son éticamente reprobables, pero los contornos son borrosos (¿dónde termina la política industrial razonable y comienza la concesión a las empresas poderosas de privilegios que deteriorarán la institucionalidad propia del mercado eficiente?). En general, en contextos decisionales específicos, casi nunca se impone una sola solución como la única éticamente correcta. La grandeza de la política reside en que, una vez rechazadas las decisiones abiertamente contrarias a los intereses generales, hay que optar entre bienes públicos igualmente valiosos. En estas decisiones se mezclan conocimiento, razón, sensibilidad, valores, cálculos, azar… Es el momento egregio de la política que no puede ser sustituido por ningún manual o consultor.
El oficio de buen político no se aprende en una maestría. Las maestrías enseñan a gestionar y a administrar. Los buenos políticos siempre son líderes y emprendedores, hacen historia. No nacen, se hacen a sí mismos por la determinación de ponerse al frente y hacer una diferencia positiva. Los buenos políticos se esfuerzan siempre, como los grandes artistas y todos los creadores. Nunca dirán domino plenamente el oficio. Los buenos políticos mueren aprendiendo y para aprender practican permanentemente las disciplinas que les ayudan a dominar su oficio. Para ello necesitan guías o principios éticos y ahí va el primero:
Los buenos políticos se esfuerzan siempre en el autoconocimiento y el autodominio. Sin ello es imposible la autenticidad, la integredad. Sin ello no se logra inspirar confianza ni se consigue la buena comunicación. Comunicar no es hablar bien, ni siquiera expresar buenas cosas, sino conseguir la atención y el respeto de las audiencias, lo que se hace imposible si la audiencia no percibe autenticidad en los mensajes, es decir, si no reconoce una coherencia básica entre el mensaje y la trayectoria de vida. ¿Conozco mis motivaciones y ambiciones últimas? ¿Tengo una medida adecuada de mis capacidades? ¿Soy capaz de reconocer y resistir las peores tentaciones del poder? ¿Sé encontrar los espacios de recogimiento en los que me pregunto permanentemente quién soy, qué pretendo, para qué estoy en este mundo? ¿Conozco mis modelos mentales? ¿Soy capaz de comprender los modelos mentales de mis
interlocutores y adversarios sin dejar de ser fiel a mis propósitos? ¿Soy capaz de resistir al oportunismo del cambio? ¿Soy capaz de cambiar cuando resulta necesario?
Quizás se encuentre también alguna luz en los versos de Joan Viçens, un poco conocido poeta catalán, que me decido a traducir:
Comienza preguntándote quién eres
las respuestas serán tu autenticidad
inspirarás confianza, tendrás integridad
serás de una pieza porque si no ¿quién habría de seguirte
si caminas perdido?
 
Siempre sabrás tu lugar
tendrás propósitos y metas
a los que te mantendrás fiel
sin distraerte
porque ya conoces el dicho
«si quieres vencerlos
distráelos».
 
Quiérete
cree en ti mismo
no precisas agradarte
pero rompe el ensimismamiento
mírate desde tu propósito
que es el dueño que te mira
ante el que responderás
pues cuando no hay a quien responder
llegan los problemas.
 
Quiérete desde la sencillez de la verdad
El arrogante se miente
su confianza insulta.
 
Nunca te engañes pues todo se torcerá
pero háblate positivamente
con palabras amorosas, poderosas y confiadas
la clave de tu autodominio es tu conocimiento
y el quererte sin arrogancia.
 
Cree en ti mismo y mantente firme,
de una pieza
no valen las ambivalencias
sobre lo que somos o hemos de hacer.
 
Escucha mucho
Dios te dio dos orejas y una boca
pero cuando tengas la decisión correcta
que nada y que nadie te hagan claudicar
porque tu amo no te lo perdonaría.
 
Si no te conoces, si no te quieres
si no crees 100 por 100 en ti mismo
sin arrogancia
¿cómo serás esa fuerza que orienta y empuja?
 
Cuando ya sepas lo que hay que hacer
no demores, hazlo
por el camino más sabio
sin que la prudencia te haga traidor.
Todo el mundo se merece un sueño
pero todo sueño ha de tener un plan
no te encantes
manos a la obra.
(Joan Vicenç, Poemas a los Principes Republicanos, manuscrito inédito cedido por el autor, Barcelona, 1996).
Compromiso con la realidad, las instituciones y el desarrollo
Los buenos políticos tienen un compromiso con la realidad que pretenden transformar. Buscan el conocimiento y la información necesarias no sólo para operar en la realidad sino para transformarla. Para ello generan sistemas de información y de conocimiento, construyen equipos, establecen «sensores» y sistemas de alerta. Saben que no pueden saberlo todo y que la incertidumbre forma parte obligada de su oficio, pero también que es imperdonable cometer errores por no contar con la información necesaria y disponible. Saben que el
tipo de información y conocimiento que precisan es diferente de la información y el conocimiento que construye la ciencia y la técnica. Éstas producen conocimiento codificado, fácilmente comunicable, dotado de gran valor objetivo en tanto no se halle falsado. Es loco ir contra el conocimiento científicamente bien establecido. Por eso el buen político se rodea de asesores que están al día y, por ejemplo, superan viejos esquemas ideológicos e interiorizan las lecciones aprendidas por la comunidad internacional en materia de desarrollo.
El compromiso con la realidad es compatible y se refuerza con la firmeza de los valores y los principios. Cuando trabajamos como hoy con más conocimiento que nunca, pero más conscientes de los márgenes de incerteza que nunca, la afirmación de valores y principios es una necesidad para la calidad de la acción colectiva. El compromiso con la realidad es incompatible con el apego dogmático a esquemas ideológicos periclitados. Pero el buen político no desarma la ideología para caer en el pragmatismo más oportunista. Los que así lo han hecho han conducido a los suyos a la ruina; contrariamente. afirma valores y principios, desarrolla nuevos conceptos, imágenes y eslóganes movilizadores, los incorpora a sus decisiones y, de este modo, consigue para su partido la eficiencia adaptativa sin caer en el entreguismo ideológico.
El tipo de información y de conocimiento que precisa el buen político es muy diferente del conocimiento científico y experto: necesita conocer los desafíos, las oportunidades y amenazas, los actores estratégicos, sus ambiciones y sus miedos, sus estrategias, necesita conocer muy bien los conflictos actuales y potenciales, los recursos y alianzas que puede movilizar, su consistencia y durabilidad… necesita, en definitiva, crear los sistemas de información y conocimiento precisos para formular y desarrollar buenas estrategias de
cambio. Para ello tiene que desarrollar una capacidad de pensamiento sistémico y estratégico, de reflexión y de indagación: tiene que ser capaz de comprender el sistema y de ver sus anomalías y desarmonías pues ellas son siempre las que apuntan a la necesidad y la posibilidad de cambios.
El mero operador político conoce personas y hechos, gestiona conflictos y compra ambiciones, pero no tiene rumbo. Pone su conocimiento como máximo al servicio de las próximas elecciones. No sabría ponerlo al servicio de las próximas generaciones, porque no tiene visión sistémica, no tiene metas y propósitos de cambio. Su pasión por el poder se agota en sí misma. Para él, el poder no es instrumental para el desarrollo humano. El buen político ve y va más allá, es capaz de ver procesos lentos y graduales, sabe aminorar el ritmo frenético para prestar atención no sólo a lo evidente sino a lo sutil. Busca más allá de los errores individuales o la mala suerte para comprender los problemas importantes. Trata de descubrir las estructuras sistémicas que modelan los actos individuales y posibilitan los acontecimientos. Sabe que esas estructuras que se trata de cambiar no son exteriores pues son las propias instituciones en las que él opera y a las que pertenece. Sabe que lo fundamental es comprender cómo su posición interactúa con el sistema institucional real. Pero a medida que comprende mejor las estructuras que condicionan su conducta ve con más claridad su poder para adoptar las políticas capaces de modificar las estructuras y las conductas. Sabe que todos formamos parte del sistema que se trata de reformar. Para él no hay nada externo y por eso comprende mejor que nadie la sabiduría de la vieja expresión «hemos descubierto al enemigo: somos nosotros».
Los buenos políticos se comprometen siempre a elevar la gobernabilidad, la institucionalidad existente. Cuando los políticos hacen algo notable pero no lo dejan institucionalizado, la supervivencia del progreso logrado es problemática. Suele desaparecer con su creador, que no habrá sido un buen político al no lograr su institucionalización, al hacer depender de su persona el progreso, al no haber elevado la gobernabilidad. Oí decir una vez a un interlocutor anónimo que «los únicos cadillos que valen son los que acaban haciéndose prescindibles creando buenas instituciones». Esta frase expresa el concepto que Maquiavelo tenía del buen Príncipe, que es el que fija en buenas instituciones el futuro progreso de la República. La idea la remachó magistralmente Napoleón afirmando que «los hombres, por grandes que sean, no pueden fijar la historia. Sólo las instituciones pueden hacerlo».
Esta sabiduría histórica se corresponde con resultados muy recientes y reveladores en el ámbito de las relaciones entre gobernabilidad y desarrollo. En particular los trabajos de Kaufmann y su equipo 1 desafían la creencia convencional de que la producción de crecimiento acarreará inevitablemente mejoras en la gobernabilidad. Contrariamente, sus trabajos revelan que mientras existe una relación causal y a largo plazo entre buena gobernabilidad y crecimiento duradero y de calidad, la causalidad no funciona en sentido inverso. Lo que ratifica que la gobernabilidad no es un bien de lujo, sino un bien público que es necesario cultivar en todos los estadios del desarrollo. Sucede, en efecto, que en las sociedades complejas y dinámicas actuales, el desarrollo ya no es compatible con los bajos niveles institucionales y de acción colectiva que funcionaron en otro tiempo. Cuando la clave de la producción, la productividad y la competitividad pasa a ser el conocimiento que se es capaz de añadir en el proceso productivo, nos hacen falta instituciones y capacidades de acción colectiva más refinadas, necesitamos elevar decididamente los niveles de gobernabilidad general.
El buen político sabe que la gobernabiliad exigida por el desarrollo humano es la gobernabilidad democrática. Sabe también que la democracia es un sistema exigente que no debe confundirse con las meras aperturas electorales, las pseudo-democracias, semidemocracias, las democracias delegativas u otras expresiones descriptivas de las formas más o menos imperfectas de democracia de que disponemos en la región. El buen político sabe que la democracia es un proceso complejo y de fin abierto, en el que se experimentan avances y retrocesos. Sabe que la calidad democrática depende de un criterio fundamental: el grado de igualdad política efectiva que el sistema político permite. Sabe que la opción democrática no es sólo una opción de conveniencia que se justifica por las ventajas positivas que la democracia aporta; no es un demócrata por defecto; es demócrata también por una convicción ética desde la que cree en la superioridad moral de la democracia sobre cualquier otro sistema político. Dicha convicción es la afirmación axiomática de la igualdad humana  intrínseca, de que el bien de todo ser humano, cualquiera que sea su condición, es intrínsecamente igual al de cualquier otro 2 . Sabe que sin igualdad en la participación política, sin una representación política de calidad, sin inclusión política real y efectiva, la acción social de los gobiernos tenderá siempre a ser paternalista y clientelar. Piensa, como ya escribiera John Stuart Mill en 1861 que es evidente que:
«El único gobierno que puede satisfacer plenamente las exigencias del estado social es aquel en el que participa todo el pueblo; que cualquier participación, incluso en las más nimias funciones públicas, es útil; que la participación debe ser tan amplia en todas partes como permita el nivel general de mejoramiento de la comunidad; y que nada puede ser tan deseable en último término como la admisión de todos a compartir el poder soberano del Estado. Pero dado que, en una comunidad que exceda el tamaño de una pequeña población, todos no pueden participar personalmente sino en alguna porción mínima de la acción pública, el resultado es que el tipo ideal de un gobierno perfecto debe ser el representativo 3 .»
El buen político dispone de una estrategia de desarrollo, que ve como parte de un proyecto nacional. Éste es su compromiso con el bienestar de la gente que es el fin de toda asociación política. Proyecto y estrategia de desarrollo son lo  que da sentido a sus decisiones particulares y le ayudan a movilizar los recursos y a construir las coaliciones necesarias para enfrentar los conflictos inherentes al cambio. El proyecto del buen político no es un plan irrealista, voluntarista, de esos que plantean y prometen resolver bajo su mandato todos
los males patrios y que normalmente acaban en populismo, frustración, desgobierno y división nacional. Desde el imperativo ético de conocer la realidad, el buen político sabe las constricciones con que cuenta, sus recursos y alianzas y propone sólo aquellos cambios que con su liderazgo devienen viables y factibles. Sabe que son los éxitos en los primeros pasos y conflictos los que le permitirán ampliar sus alianzas y seguir avanzando hacia objetivos más ambiciosos. Sabe, como decía Juan de Mairena, que «por mal que estemos, nada hay que no sea empeorable», y se mueve tan decidida como cuidadosamente. Sabe que no hay peor político que el que quizás en nombre de ideales respetables conduce su país al desgarramiento y el desgobierno.
Como buen demócrata sabe que no hay buen gobierno sin fuerte compromiso social. Que el imperativo moral de la igualdad política impone avanzar decididamente hacia la creación de las condiciones que hacen que la igualdad y la libertad sean reales y efectivas. Que la democracia sólo es una fachada para la gente que, víctima de la indigencia o la pobreza, no puede realizar su derecho a la igualdad en la participación política y se ve forzada a renunciar o a transar con sus derechos políticos. Que en sociedades profundamente desiguales o hasta estructuralmente dualizadas como las latinoamericanas o la democracia sirve para ir creando las condiciones económicas y sociales de la igualdad política o la democracia se deteriora inevitablemente. Por ello mismo entiende el compromiso democrático como inseparable e integrante del desarrollo humano. Sabe que no hay proyecto democrático sin proyecto de desarrollo. Sabe que aún está lejos el día de la verdadera democracia que será cuando ningún/a latinoamericano/a, desde la libertad conquistada, deje de mirar a los ojos a cualquier otro. Pero se sabe al frente y responsable de un tramo significativo de este viaje. Se sabe haciendo historia, o intentando hacerla.
El buen político ha aprendido que los avances económicos y sociales que no quedan institucionalizados en la cultura cívica y política democrática (como los experimentados en tantos populismos y autoritarismos latinoamericanos) son una bomba del tiempo para el desarrollo humano sostenible del país. La cultura del beneficio social a lo Evita Perón no produce ciudadanos sino clientes y asistidos. La ciudadanía es una extensión de la cultura de los derechos que debe quedar fijadas en las instituciones del Estado social y democrático de
derecho. Si las mejoras sociales no se acompañan con esta institucionalidad, entonces sólo hay un espejismo de desarrollo que propala malas culturas políticas que acabarán cobrando un alto precio a los países en los que arraiguen.
Si un sistema político debe persistir ha de ser capaz de sobrevivir a los desafíos y la agitación que sin duda se presentarán en forma de las crisis más diversas. Conseguir la durabilidad de la democracia no equivale sólo a navegar con buen tiempo, también hay que poder navegar con borrascas y en peligro… Durante el siglo XX el colapso de la democracia fue un hecho frecuente como lo atestiguan los setenta casos de quiebras de la democracia que se mencionaron al comienzo de este capítulo. Pero algunas democracias consiguieron campear los temporales y hasta resurgir más fuertes que antes, aunque otras no. ¿Por qué? No hay una sola razón. Pero sí una principal: la estabilidad y progreso democráticos de un país se ven favorecidos si sus ciudadanos y líderes defienden con fuerza las ideas, valores y prácticas democráticas, que se transmiten de una generación a otra.
Una cultura política democrática contribuye a formar ciudadanos que creen que la democracia y la igualdad política son fines irrenunciables, que el control sobre el ejército y la policía ha de estar completamente en manos de las autoridades electas, que las instituciones democráticas básicas (la autoridad corresponde a los cargos públicos electos; elecciones libres, imparciales y frecuentes; libertad de expresión; acceso a fuentes alternativas de información; autonomía de las asociaciones, y ciudadanía inclusiva) deben ser preservadas;
y que las diferencias y desacuerdos entre los ciudadanos deben ser tolerados y protegidos.
(Robert Dahl, La Democracia. Una Guía para los Ciudadanos (1998). Taurus, Madrid, 1999, p.177-178).
Compromiso por la transparencia
Sigamos debatiendo sobre ¿qué ética para el buen oficio político? En esta tercera entrega les propongo algunas directrices en referencia a un tema clave: la tansparencia y la gobernabilidad democrática en el mundo de hoy. Ciertos avances del conocimiento corroboran intuiciones de larga data y obligan a cambiar algunos planteamientos convencionales en materia de lucha contra la corrupción.
Los buenos políticos impulsan siempre la transparencia, combaten la opacidad en la que se envuelven siempre los malos políticos. Sin transparencia en el ámbito público tiene poco sentido la participación política y se hace muy difícil la rendición de cuentas. La transparencia se mide por el grado que un sistema institucional permite a los ciudadanos o a las organizaciones interesadas acceder eficazmente a información relevante, confiable, suficiente y de calidad en el ámbito económico, social o político que resulte necesario para la defensa de sus intereses o para su participación en la definición de los intereses generales.
Estos flujos de información no pueden ser asegurados por los mercados, en parte porque puede haber beneficios importantes derivados de la no revelación. Por eso el rol de la política y del Estado resulta crítico en este punto, aunque nada fácil pues también hay rentas políticas derivables de la opacidad.
La orientación a la transparencia no es sólo una exigencia de la lucha contra la corrupción. Es también una condición para avanzar la calidad de la democracia y generar buena cultura política. Pero no basta sólo con la transparencia en el ámbito público. El buen político sabe que hoy la definición y realización de los intereses generales no es ningún monopolio del gobierno, pues éste se ve obligado a decidir y actuar en redes de interdependencia con las empresas y, a veces, con algunas organizaciones sociales. Si éstas relaciones no son transparentes, resulta muy alto el riesgo de extorsión de las empresas por los políticos, de captura del gobierno por las empresas, o de connivencias entre unos y otros contrarias a los intereses generales.
Por eso el buen político sabe que la exigencia de transparencia, como imperativo de buena gobernabilidad, alcanza tanto al sector público como al privado así como a las relaciones entre ambos. Hoy la gobernanza gubernamental ya no es separable de la consideración de la gobernanza empresarial cuando nos planteamos la construcción de una verdadera
gobernanza democrática. Y la letanía de escándalos, encabezada por Enron y Worldcom, que ha recorrido el mundo pone de manifiesto las graves consecuencias en el ámbito público de profundos defectos en la gobernanza corporativa. Por eso las políticas de transparencia deben incluir a los gobiernos y a las empresas.
No se trata sólo, pues, de acceder a la información pública disponible, sino de cosas tales como el uso de préstamos a inversionistas privados y la solvencia de los prestatarios; cuentas auditadas apropiadamente de instituciones clave gubernamentales, privadas y multinacionales; el proceso presupuestario y datos clave de la gestión del gobierno; estadísticas monetarias y de la economía real del banco central así como de la provisión de servicios públicos; revelación del financiamiento político y de campañas electorales; registro y publicidad de la votación de los legisladores; supervisión efectiva del papel del Parlamento, los medios y la ciudadanía en las cuentas presupuestarias públicas así como las actividades de las instituciones e inversionistas externos…
Los buenos políticos enfrentan constantemente el desafío de la captura del estado ya sea por grupos políticos, burocráticos, de negocios, financieros o sindicales privilegiados. La transparencia es fundamental para ello. No olvidan la sabiduría de Adam Smith quien advirtiera que «rara vez se verán juntarse los de una misma profesión u oficio, aunque sea con motivo de diversión o de otro accidente extraordinario, que no concluyan sus juntas y sus conversaciones en alguna combinación o concierto contra el beneficio común, conviniéndose en levantar los precios de sus artefactos o mercaderías» 4 . En especial prestan atención al dato crecientemente revelado por investigaciones empíricas de la gravedad de la tendencia de algunas empresas y conglomerados empresariales -incluidos los internacionales-a afectar ilícitamente la formación de políticas, leyes y regulaciones estatales.
De las crisis vividas en Asia, Rusia y América Latina los buenos políticos han aprendido que el sector financiero ha estado particularmente involucrado en la captura del estado con consecuencias muy negativas para la gobernabilidad general. Los datos existentes indican una correlación fuerte entre el grado de solidez bancaria y el nivel de control de la corrupción. Estos datos apuntan en el sentido de que una estrategia de fortalecimiento de la gobernabilidad no podría dejar de considerar el fortalecimiento de la gobernanza de las
corporaciones privadas y en particular del sector financiero.
La preponderancia de la captura del estado por parte de poderosos conglomerados (incluyendo algunas transnacionales) pone de relieve cuatro corolarios que desafían los puntos de vista ortodoxos sobre la gobernabilidad y el clima de inversión. En primer lugar, replantea el enfoque tradicional para evaluar el ambiente de negocios y el clima de inversión. Se asumía que era el gobierno quien provee este clima a un sector empresarial pasivo. Pero la realidad es más compleja, mostrando conglomerados y elites poderosas jugando un papel importante en la formación de las reglas del juego constitutivas del entorno de negocios. (2) En segundo lugar, la existencia de la captura del estado es una manifestación extrema de la necesidad de entender el nexo entre la gobernanza de los sectores público y privado y, consiguientemente, replantea la recomendación tradicional de controlar la corrupción como un problema casi exclusivo del sector público. (3) Será difícil establecer estrategias de gobernabilidad democrática sin un mejor conocimiento del tipo de nexos específicos existentes entre sector público y privado en un determinado país.
El buen político no confunde las instituciones del mercado con las empresas existentes en cada momento. Sabe que a largo plazo el determinante fundamental del número, la calidad, productividad y competitividad de las empresas estriba en la calidad de las instituciones del mercado. Sabe también que necesita la colaboración del sector empresarial existente o al menos de una parte significativa del mismo para impulsar una mejor institucionalidad del mercado y de las relaciones entre las empresas y el estado. Pero sabe que el gobierno ha de ser mucho más favorecedor del desarrollo de los mercados que de los negocios. Salvar o fortalecer empresas sin asegurar su capacidad para sobrevivir o desarrollarse en entornos de mercados más amplios y perfeccionados equivale a proteger campeones de mercados imperfectos y a bloquear en consecuencia y más pronto que tarde el desarrollo.
Sabe lo difícil que resultan estas decisiones y trata de desarrollarlas con transparencia y buscando las difíciles alianzas con las que enfrentar los inevitables conflictos. Respeta la empresa y la riqueza obtenida a través de ella, pero siempre que, tal como exigía Adam Smith, no se hayan obtenido violando «las reglas de juego limpias», es decir, siempre que se haya buscado el propio interés «por un camino justo y bien dirigido». Por eso, como Adam Smith también enseñó, sabe que defender la libre empresa es diferente de defender a los empresarios, pues éstos, en ausencia de instituciones garantizadoras del «camino justo y bien dirigido» (principalmente la libre competencia y una política industrial coherente con ella) tenderán a realizar su propio interés a costa del interés común.
El buen político sabe además que si no hay buenas reglas del juego y buen manejo de las relaciones entre el gobierno y las empresas, es la propia democracia la que se acaba poniendo en riesgo.
Los vínculos estrechos entre los negocios y los gobiernos son perjudiciales para la democracia y para la confianza pública en el gobierno democrático. Las empresas, por su propia existencia, plantean un problema a la democracia pues mediante su disposición de recursos, poder de persuasión y privilegios legales (principalmente la responsabilidad limitada) inevitablemente alcanzan mayor peso político que los ciudadanos individuales. Igual puede decirse de las graves desigualdades económicas. Ambas desigualdades tienen sus ventajas pero también sus límites. Los gobiernos han de ser árbitros, ejercer de contrapeso de grupos privados poderosos. Pero si en vez de ello, permiten o estimulan que las empresas privadas o los individuos poderosos los manipulen, entonces llevan la fe pública en la democracia hacia el punto de ruptura. (The Economist, p. 15-16 del survey Capitalism and Democracy, June 28 th 2003).
El buen político sabe que no es el capitalismo sino su forma institucional específica de economía de mercado lo que constituye una condición favorecedora de la democracia. Pero no se le oculta que la estrecha relación entre democracia y economía de mercado oculta una inevitable paradoja: pues si bien el desarrollo de las economías de mercado producen transformaciones económicas y sociales que propenden a la democratización política, no es menos cierto que la economía de mercado al provocar una distribución muy desigual de muchos recursos clave (riqueza, ingresos, status, prestigio, información, organización, educación, información y conocimiento…) determina que unos ciudadanos tengan una influencia mayor que otros sobre las decisiones políticas. La consecuencia es que, de hecho, los ciudadanos no son iguales políticamente y, de este modo, la fundamentación moral de la democracia, la igualdad política, se ve seriamente vulnerada.
 
1 Daniel Kaufman y A Kraay (julio 2002), Growth without Governance, paper en www.worldbank.org/wbi/governance/pubs/growthgov.htm.
2 La igualdad política no es obviamente una constatación empírica sino un juicio moral sobre el que se interioriza un imperativo categórico. Su formulación más conocida es la que en 1776 hicieron los autores de la Declaración de Independencia Norteamericana: «Sostenemos como evidente estas verdades: que todos los hombres son creados iguales; que son dotados por su Creador de ciertos derechos inalienables; que entre éstos están la vida, la libertad y la búsqueda de la felicidad». Esta afirmación no es ni una manifestación de cinismo no una descripción de la realidad. Es sencillamente un juicio moral que afirma el deber moral de tratar a todas las personas como si poseyesen una igual pretensión a la vida, la libertad, la felicidad y otros bienes e intereses fundamentales. Significa igualmente que ninguna persona está tan definitivamente mejor cualificada que otras para gobernar como para dotar a cualquier de ellas de autoridad completa y final sobre el gobierno del Estado. Significa que los derechos de participación política han de ser asignados por igual y que deben crearse las condiciones para que toda personas adulta pueda enjuiciar lo que sea mejor para su propio intereses y para los intereses generales.
3 John Stuart Mill, Consideration on Representative Government (1861), traducción española Consideraciones sobre el Gobierno Representativo, Tecnos, Madrid, 1985, p. 34.
4 Adam Smith, De Economía y Moral , Introducción y selección de Telmo Vargas, Libro Libre: San José de Costa Rica, p. 12 a 26.

2 comentarios en “Ética para políticos”

  1. El mundo está en una etapa en donde la ética está en fase de desaparición y la corrupción en auge. Si la ética se enseña y aprende con el ejemplo, existe poquísimos maestros. El campo más fértil donde la ética significa casi nada es en la política. Los personajes iconicos de la ética están quedando en el olvido lamentablemente.

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