¿Cuánta democracia nos queda?

Autor: F. Xavier Ruiz Collantes
Decano de la Facultad de Comunicación de la Universitat  Pompeu Fabra de Barcelona
Es generalmente aceptado que la democracia ha de ser la forma de gobierno de la sociedad actual. Sin embargo, los acontecimientos de los últimos años ponen en cuestión que las democracias formales sean auténticamente gobiernos democráticos.
Democracias en cuestión
Muchos de los que en Europa nos consideramos demócratas , de los que creemos y defendemos el principio fundamental de la democracia, estamos extremadamente desorientados. Estamos desorientados en primer lugar porque hace ya tiempo que hemos comenzado a sospechar que los sistemas políticos de nuestros países no son realmente democráticos,  en segundo lugar porque nos es difícil comprender qué es lo que hace que estos  sistemas políticos no  sean en verdad democráticos o no funcionen como tales dado que presentan todos las cualidades de lo que hasta hace bien poco se consideraba, sin dudar, que era una democracia y, finalmente y en tercer lugar, porque no sabemos con una mínima certeza  cómo habría de ser un sistema político para que funcionara de tal manera que cumpliera los requerimientos y objetivos fundamentales que a una democracia se le presuponen.
Dos de las consignas más populares del movimiento del 15 M en España, ponen el acento en esta cuestión: “lo llaman democracia y no lo es”, “no nos representan” y “si votar sirviera para algo, ya lo habrían prohibido”. Más allá del uso en las manifestaciones y concentraciones contestatarias, estas consignas ponen de relieve una convicción que empieza a extenderse de forma cada vez más amplia.
Desgraciadamente, las evidencias de que las democracias de “las democracias realmente existentes”, es decir de los países occidentales, capitalistas y  desarrollados, no son reales sino un fantástico simulacro, comienzan a ser abrumadoras.  Si se toma una perspectiva histórica parece que el simulacro de las democracias liberales se aguanta mientras que la economía crece y las condiciones de vida y el bienestar material de la mayoría de la sociedad aumenta; pero en cuanto este proceso se detiene o retrocede, los juegos de ilusionismo comienzan a perder eficacia y la tramoya de la representación teatral se hace visible. Esto ya ocurrió a raíz de la gran depresión de 1929 con las consecuencias catastróficas por todos conocidas y un escenario semejante de deslegitimización de la democracia liberal  vuelve a producirse con la gran recesión económica actual.
Seguramente el carácter democrático de un sistema político e institucional se pone a prueba  en los largos periodos de crisis económica profunda, periodos  en los que es necesario repartir la disminución de riqueza general;  por el contrario en las fases de crecimiento en las que en, mayor o menor medida, la mayoría de los ciudadanos aumentan sus recursos económicos disponibles, todo tiende a considerarse válido y las contradicciones se disimulan o pasan desapercibidas.
Democracia y crecimiento de la desigualdad.
La gran pregunta que pone en cuestión todos los supuestos es la siguiente: ¿cómo es posible que en un sistema democrático de toma de decisiones colectivas, los intereses de las mayorías se vean profunda y sistemáticamente perjudicados en beneficio de unas minorías cada vez más reducidas y excluyentes?
Desde hace más de veinte años, en los países democráticos occidentales y desarrollados,  los recursos y la riqueza van de abajo hacia arriba, se detraen recursos de las clases medias y trabajadoras y se transfieren hacia las élites económicas. Este proceso se ha acentuado con la crisis económica en el último lustro.
Podría pensarse que éste es un proceso que se da en los países de la periferia europea y con corta y escasa trayectoria democrática, como Grecia, España o Portugal. En absoluto, esto se da también en los países centrales del sistema.  Veamos un ejemplo nada sospechoso y, por tanto, muy sintomático: Alemania.
En el último informe cuatrienal del Ministerio de Trabajo alemán, “Riqueza y Pobreza”, publicado a finales de 2012, se  indicaba que el 10% de los alemanes concentraba, en 2008, el 53% de la riqueza, al siguiente 40% más rico le corresponde el 46% y al 50% de la población restante sólo el 1%. Los datos de la evolución desde 1998  indican que en diez años, ese 50% más pobre ha pasado de poseer el 4% de los recursos a su actual 1%. La categoría intermedia del 40% ha reducido en seis puntos su participación en la riqueza general; por el contrario, la  concentración de riqueza del 10% más rico ha subido ocho puntos. En el mismo sentido, otro estudio del  Instituto Alemán de Investigación Económica, de 2011, señala, por ejemplo, que  el 10% de los alemanes más ricos concentran ya el 66,6% del capital . De hecho, en los últimos diez años los salarios reales de los trabajadores en Alemania no han aumentado, mientras que los beneficios empresariales se han más que duplicado.
Estos son datos oficiales del propio gobierno de un país que es considerado inequívocamente democrático y, además , de los más igualitarios. Las cifras son más escandalosas en el caso de los países de la Europa del sur o de Estados Unidos de Norteamérica, países en los que las  desigualdades sociales de origen son bastante más profundas y donde han aumentado más en los últimas décadas. En España, por ejemplo, según un informe reciente de 2013 de la organización católica Caritas, desde 2007, la diferencia entre el 20% de la población con más renta y el 20% de la población con menos renta ha aumentado un 30%. En el mismo informe se explica que desde 2006,  los ingresos de la población con rentas más bajas se han hundido un 5%  cada año , mientras que el crecimiento de los ingresos de la población de los individuos con rentas más altas  ha sido el mayor entre toda la población.
Minorías dominantes.
A partir de la constatación de estas estadísticas demoledoras, la pregunta vuelve a ser: ¿Qué ocurre para que las decisiones de voto de la mayoría de los ciudadanos se transformen en decisiones políticas que agreden sistemáticamente sus condiciones de vida, su bienestar material y sólo benefician a minorías extremadamente reducidas?. De momento sólo hay una respuesta poco concreta: algo falla. En el enrevesado sistema de la democracia representativa, formal, institucionalizada, liberal y capitalista, algo falla, y no falla un poco, sino que falla muchísimo y lo hace de manera sistemática y sustancial.
Se podría ser benevolente y argumentar que los diferentes gobiernos, elegidos por la mayoría de los ciudadanos,  han tomado medidas con la voluntad de favorecer a las mayorías sociales, medidas que finalmente se han demostrado erróneas y han fracasado y que incluso han dado resultados opuestos a los esperados. Pero resulta muy curioso que si ha habido errores durante décadas, los errores hayan beneficiado sistemáticamente a los mismos y, sistemáticamente también, hayan perjudicado a los de siempre. Las consecuencias de los errores, por naturaleza, son aleatorias e imprevisibles y, por tanto,  deberían producir efectos en diferentes direcciones. Cuando unas políticas generan consecuencias en una misma dirección, sólo se puede caer en la certeza de que detrás de tales políticas hay un sistema de poder cuyas tendencias  son inequívocas e innegables.
Si algún valor funcional puede  poseer la democracia es el de hacer que los valores e intereses de las mayorías prevalezcan sobre los de las minorías  e impedir que éstas sojuzguen a aquellas. Las decisiones tomadas de manera democrática no deberían asegurar necesariamente que dichas decisiones serán las más útiles ni las más efectivas. De hecho, resulta indemostrable que una decisión política sea la más útil o la más efectiva respecto a una meta concreta, fundamentalmente porque, en relación a las decisiones alternativas a la que se ha elegido, no se podrá comprobar nunca qué efectos hubieran podido tener realmente si se hubieran llevado a la práctica. Por ello, en este campo los científicos sociales y los analistas sólo pueden moverse en los pantanosos terrenos de las especulaciones. Pero lo que sí debería asegurar la democracia es que no se tomarán sistemáticamente  decisiones que perjudiquen a las mayorías en beneficio de alguna minoría privilegiada.  Si ello ocurre en alguna ocasión puede considerarse que ha sido producto de un error de juicio del conjunto de los ciudadanos cuando han depositado su voto o del gobierno de turno cuando ha gobernado, pero si se da constantemente, entonces es que el sistema democrático en cuestión está plagado de  trampas sistémicas que lo inhabilitan como tal.
Un sistema sin alternativas
En España, por ejemplo, en las últimas elecciones el Partido Popular, conservador, logró, a través del voto de los ciudadanos, la mayoría absoluta en el parlamento y, así,  acceder al gobierno. Desde ese momento las medidas lesivas contra las clases trabajadoras y clases medias no han parado. Se están recortando los servicios públicos y los subsidios y prestaciones que conformaban el precario estado de bienestar que ha existido hasta ahora y también se están eliminando aceleradamente los  derechos laborales de los asalariados. Naturalmente nada de ello estaba en el programa electoral del Partido Popular y nada de ello, por tanto, fue votado por los ciudadanos. Puede argumentarse que en este caso lo que han de hacer los ciudadanos en España es esperar a las próximas elecciones para castigar al Partido Popular y votar a la opción socialdemócrata del PSOE. Pero esto ya no es una solución para cambiar realmente de políticas, si es que alguna vez lo ha sido.
Podría aducirse que si los ciudadanos votaran a los partidos de la izquierda del sistema, que son los que supuestamente representan a las mayorías, por ejemplo a los partidos socialistas y socialdemócratas, los errores desaparecerían y las clases medias y trabajadoras que conforman la mayor parte de la población saldrían siempre beneficiadas. Esta no es más que una posición ingenua que no se sostiene si se comprueban los hechos de la historia reciente. Por ejemplo, en el caso de Alemania el mayor recorte en los derechos de los trabajadores y en servicios sociales se produjo  entre 1998 y 2005 de la mano del gobierno del socialdemócrata  Gerhard  Schröder, recorte que puso las bases para la transferencia de ingentes sumas de capital de los trabajadores hacia los grandes empresarios. De hecho, los gobiernos de Gerhard Schröder establecieron leyes para potenciar los salarios bajos y la precarización laboral, también redujeron los impuestos a las rentas más altas y  bajaron a un 22% el impuesto a empresas, que con el canciller conservador Helmut Kohl había sido del 51,6%. Por todo ello, el partido socialdemócrata alemán no supone hoy una alternativa clara al gobierno democristiano y liberal de Angela Merkel.
Otro caso, en España, durante los años de gobierno del PSOE con José Luis Rodríguez Zapatero como presidente,  la brecha de las desigualdades sociales aumentó muy significativamente. Ello se pudo disimular por un periodo de crecimiento económico, basado en la especulación y el crédito fácil,  y por medidas avanzadas en el ámbito de las libertades y derechos civiles, pero el gobierno socialista no sirvió para corregir las desigualdades sino que, por el contrario, éstas se acrecentaron. De forma ya evidente, cuando  llegó la crisis económica  y ya no se pudo disimular la naturaleza del poder, el gobierno de José Luís Rodríguez Zapatero tomó drásticas medidas para favorecer al capital financiero y en perjuicio de las clases trabajadoras. No debe olvidarse que las movilizaciones de los indignados del 15 M se desarrollaron durante el último tramo de Rodríguez Zapatero como presidente de gobierno.
Democracia no son sólo libertades
Los sistemas de “democracia representativa” de los países desarrollados de Europa y de Norteamérica, son sistemas en los cuales los ciudadanos gozan de un número considerable de libertades en su vida pública y privada y en los cuales también, en mayor o menor medida, se supone que se garantiza el cumplimiento no arbitrario de las leyes y las garantías jurídicas y procesales. Sin embargo, que los ciudadanos posean libertades y derechos  no significa necesariamente que el conjunto de los ciudadanos detente el poder de manera efectiva, por ello no debe confundirse Estado de Libertades y Estado de Derecho con Estado Democrático. Un Estado Democrático ha de ser un Estado de Libertades y un Estado de Derecho, pero con ello no es suficiente. Un sistema democrático necesita el efectivo ejercicio del poder por parte del conjunto de los ciudadanos, un poder que se dirime en torno a mayorías y a minorías, pues dentro del conjunto de los ciudadanos hay diferencias, oposiciones, intereses contrapuestos y conflictos. Un sistema democrático no es sólo un sistema de libertades, sino que es, fundamentalmente, un sistema de poderes. Por otro lado, en tanto en cuanto las diferencias sociales se vayan acrecentando aún más y el empobrecimiento de amplias capas de la población aumente, con toda seguridad también los derechos y libertades que el Estado concede a los ciudadanos se irán reduciendo irremisiblemente pues habrá que controlar y reprimir los movimientos de resistencia y de disidencia que, sin duda, surgirán.
Un sistema  democrático de poder será siempre un sistema de procedimientos que garantice que las decisiones políticas que se tomen en los órganos del Estado y que afectan al conjunto de la sociedad, respondan prioritariamente a las posiciones, deseos, aspiraciones, opiniones, valores e intereses de la mayoría de los ciudadanos, aunque evidentemente con el reconocimiento de los derechos legítimos de las minorías. Si, por el contrario, de forma ostensible y sistemática, las decisiones políticas responden fundamentalmente y de forma evidente a los intereses de las minorías económicamente privilegiadas, entonces ello sólo significa que los procedimientos, a pesar de la apariencia,  son perversos y que el carácter democrático de los sistemas de poder es un puro simulacro.

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